El lado oscuro y perverso del amor

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—¡Hola, Celeste! ¿Qué tal? —La tomó por sorpresa cuando salía de la iglesia.

—¡Hola, Jonathan! ¡Me has asustado!

—¡Perdona! No era mi intención.

—Tranquilo, no te preocupes, es que estaba entretenida, pero dime. ¿Necesitas algo?

—No, simplemente quería saludarte y saber cómo estás. Estos últimos días te he visto pero no hemos podido cruzar palabra.

—Sí, es cierto.

—¿Podemos ir a la cafetería y tomar algo?

—¡No, gracias! Mejor caminemos un rato por el parque.

—¡Perfecto! Por mí bien. Y cuéntame. ¿Qué tal estás?

—Ahí voy, saliendo poco a poco. Es muy pronto para sanar heridas tan profundas.

—Tienes razón, hay que darle tiempo al tiempo, pero cuéntame de tu vida. ¿Naciste aquí?

—Sí, y siempre he vivido en este pueblo. ¿Y tú de dónde eres?

—¡De aquí también!

—¿En serio?

—Sí, de verdad. Solo que desde muy niño mi jefe me llevó a estudiar a Bogotá. Aunque he venido varias veces con él, pero nunca te había visto antes.

—Sí, eso me dijo tu jefe también.

—Te llevas muy bien con él. ¿Verdad?

—Sí, es un buen hombre. Admiro mucho la labor que hace por el pueblo, además es muy agradable.

—Sí, él es único. —Lo decía con ironía, ya que lo conocía mejor que nadie.

—¿Y te vuelves a ir del pueblo?

—Todo depende de mi jefe. En cuanto él lo decida nos vamos, así ha sido siempre.

—Bueno, ni modo, ¡es lo que hay! —Entretanto miró su reloj—. ¡Vaya! No me había dado cuenta de que era tan tarde, me tengo que ir porque quedé con Paula y Robinson, y ya voy justa de tiempo.

—¿Si quieres te acompaño?

—¡Vale! Si quieres no hay problema, pero eso sí, vamos caminando. —El chico se rio.

—¡Como tú quieras! He venido en moto, pero si quieres caminar, caminamos y punto. —Se miran y sonríen.

La chica era demasiado reservada y en un pueblo tan pequeño era mejor no dar de que hablar, por eso prefería no exhibirse demasiado y menos con un desconocido. Siguieron su camino y un poco más adelante, casualmente se encuentran con Paula.

—¡Hola, Paula! ¿Pensé que ya estabas con Robinson?

—¡Qué va! No pensaba ni salir de casa, pero mi mamá me convenció de lo contrario.

—¡Qué bueno! Así nos entretenemos y nos despejamos un poco. ¡Ya que no has venido a la misa!

—No tenía muchas ganas la verdad.

—Lo sé, mi Pauli. —La tomó de la mano—. ¡Mira! Él es Jonathan.

—¡Hola, soy Paula! Creo que te he visto por casa del padrino de Robinson. ¿Verdad?

—Sí, vivo ahí. Soy su escolta.

—¡Ah mira, qué bien! ¿Y qué tal con mi amiga? —Paula era una chica muy abierta y expresiva, a veces hasta impertinente con tal de satisfacer su curiosidad.

—¡Bien! —responde el chico.

—¿Y tú cuántos años tienes, Jonathan?

—Tengo veintidós.

—¿Veintidós años? ¿Ya estás mayorcito, no? —El joven sonrió.

—Paula, por favor, no seas maleducada —le llama la atención Celeste.

—Simplemente digo la verdad. ¡Eres seis años mayor que nosotras! ¿Y tienes novia, hijos o algo por el estilo?

—No, para nada.

—Discúlpala, ella es así —le dice Celeste algo avergonzada.

—¡Eh! No hables de mí como si no estuviera presente. ¡Que sigo aquí! —Los chicos se ríen.

Llegaron al parque principal del pueblo en donde habían quedado de verse con Robinson para ir a tomar algo en la cafetería y a lo lejos lo vieron sentado en un banco del parque.

—¡Hola, Jonathan! ¿Cómo? ¿Tú por acá? —le pregunta Robinson algo sorprendido.

—¡Ya ves! Me dio por salir hoy de mi madriguera. ¿Espero que no les moleste que los acompañe?

—No, para nada. —Y sin más palabras se van los cuatro para Punto Rico, una cafetería que se encontraba justo enfrente del parque. Allí estuvieron un buen rato charlando y tomando batidos, que era lo que más les gustaba a las chicas, y Jonathan cada vez se entusiasmaba más con Celeste.

Ya empezaba a caer la tarde y era hora de marcharse para luego asistir al novenario.

Celeste se despidió de sus amigos y Jonathan se ofreció a acompañarla hasta su casa, aunque vivía a dos calles del parque, pero él quería seguir hablando con ella a solas.

—¡Celeste! Me gustaría que nos siguiéramos viendo, si puede ser posible, claro.

—Seguro que mientras estés aquí, coincidiremos en cualquier sitio.

—Bueno, yo no me refería a eso precisamente. Me gustaría que quedáramos de vez en cuando, así en plan conocernos mejor.

—La verdad es que no sé qué decirte. Lo que ha pasado estos últimos días me tiene un poco mal, además yo nunca he quedado con ningún otro chico que no sea Robinson o Mauricio. —Lo decía con tono de tristeza recordando a Mauricio.

—¡Tranquila, Celeste! Yo lo entiendo, vamos poco a poco, pero si necesitas hablar con alguien, ya sabes dónde estoy. —La chica asintió.

Ya estaban en la puerta de la casa de la joven y Cirujano se despidió dándole un beso en la mejilla, tal y como solía hacerlo Mauricio. Era una situación tan extraña y confusa, que Celeste no sabía ni qué era lo que sentía en aquel momento. Solo deseaba tener a Mauricio a su lado en ese preciso instante. Empezó a sentir nostalgia y la tristeza se apoderó de ella, así que se despidió y entró rápidamente a la casa para encerrarse en su cuarto. Lloraba en silencio para no preocupar a sus padres, pero el dolor que sentía por la ausencia de Mauricio la desgarraba por dentro.

Cirujano se fue contento porque estaba logrando acercarse a ella y poco a poco se iría ganando su confianza y afecto, hasta que finalmente lograra ganarse su corazón. ¡Bueno, eso pensaba él!

Por otro lado, Echavarría llevaba buscándolo hacía horas, Castro y los otros hombres ya habían regresado con noticias de Antonio y Ricardo.

—¡Qué gusto verte por casa, Cirujano! ¿Dónde demonios estabas? Llevo horas buscándote. Los chicos ya han regresado de su viaje y no con buenas noticias precisamente.

—¡Jefe, lo siento! He estado por el centro del pueblo y se me ha ido el tiempo sin darme cuenta. ¿Pero qué noticias trajo Castro?

—Que Ricardo, Antonio y Carlos pasaron la noche en el lujoso hotel Intercontinental de Cali, junto con otros tres hombres que no los dejaron solos en ningún momento y que esta mañana salieron muy temprano para el aeropuerto; así que el trabajo se tuvo que posponer nuevamente. —Lo decía muy enfadado.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jonathan.

—Ahora nada. Esperar a que regresen a ver qué pasa.

—¿Y tú qué hacías?

—¡Nada importante! Pasear por el pueblo.

—¡Qué raro! ¿Tú paseando?

—Siempre hay una primera vez.

Diego no le creyó y pensó en que a lo mejor andaba enamorando a alguna chica, ya que Jonathan era todo un don Juan. Lo que no sospechaba es que se tratara de la misma chica con la que últimamente él también soñaba.

Era el segundo día del novenario y la gente empezaba a llegar. Paula llegó pronto y en cuanto vio a Jonathan se le acercó para platicar con él.

—Bueno, nos volvemos a ver —dice la chica mientras se acerca.

—Sí, eso parece.

—Jonathan. ¿Puedo preguntarte algo?

—Dime, Paula. ¿Qué quieres saber?

—¿A ti te gusta Celeste? —La chica siempre solía ir directamente al grano.

—¡Vaya! Qué directa eres.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Bueno, la verdad es que sí, me gusta mucho tu amiga, pero ella aún está mal por lo de su ex, así que tendré que ser paciente.

—¿Cuál ex? Mauricio no era su novio, solamente eran amigos.

—Bueno, pues como haya sido, aún es pronto para hablarle sobre ese tema.

—¡Mira! No sé si tú también le llegues a gustar a ella, pero lo que sí sé es que no es una chica nada fácil. Mauricio intentó de mil maneras hacerse su novio durante un año y no lo consiguió. —Jonathan sonrió.

—Sin ánimo de ofender a nadie y menos a un muerto, yo no soy él. —Paula se rio con malicia.

—¿Lo dices por tu experiencia con las mujeres?

—Lo digo por muchas razones.

—Vale, como tú digas. Yo solo te advierto que no será fácil.

Aquella noche asistieron los padres de Celeste, pero ella no. No se sentía bien y prefirió quedarse en casa. Diego anhelaba verla aquella noche, pero no fue posible, así que aprovechó la ocasión para hablar con Fernando y Patricia, entonces los invitó a quedarse un rato más después de la novena, con la única intención de obtener información sobre la chica.

—¡Fernando! Tengo entendido que siempre han vivido en el pueblo.

—Sí, desde siempre.

—¿Es decir que tu hija nació aquí?

—Sí, por supuesto.

—Mi hijo también nació aquí, pero desde que su madre falleció vive en la capital. ¿Y ustedes tienen más hijos?

—No, no pudimos tener más. Mi esposa siempre tuvo problemas para concebir y fue casi un milagro que Celeste llegará a nuestras vidas. Aún recuerdo la noche en que nació. Hubo una tormenta y no había electricidad, para completar era un parto complicado y María, su madrina, que en aquel entonces era la matrona del pueblo, estaba desbordada aquella noche porque también había otra mujer dando a luz y su parto también fue complicado. Parece ser que la chica vivía en una vereda y un hombre que venía para el pueblo la encontró inconsciente a orillas de la carretera, así que de inmediato la llevó para el hospital, pero la chica no corrió con mucha suerte y finalmente murió.

—¡Qué historia más triste! —A Diego se le encogió el corazón al escuchar esas palabras, estaba casi seguro de que la mujer de la que Fernando hablaba era Ana, su gran amor y sintió un profundo dolor porque muy en el fondo se sentía culpable por lo que sucedió aquella noche, así que siguió indagando en la historia a ver si confirmaba su sospecha.

 

—¿Y qué pasó con el bebé de aquella pobre mujer?

—Desgraciadamente también murió. Era un niño.

—¿Y en qué fecha nació Celeste?

—Pues justo el 1 del mes que viene cumple dieciséis años. —Con aquello confirmó que sí se trataba de Ana.

El 1 de diciembre cumplía dieciséis años de muerta, justo el mismo día del cumpleaños de Celeste y casualmente también el de su hijo, aunque con cuatro años de diferencia.

Esa historia agrandaba su sospecha de que Celeste podría ser hija de su amada Ana. Su parecido físico era realmente alarmante y la coincidencia de que hubiera nacido al mismo tiempo que el supuesto hijo muerto de Ana, le daba mucho que pensar y deseaba descubrir la verdad a cualquier costo. Aquella conversación había vuelto a abrir una vieja herida que no cicatrizaba por más que pasaran los años y se distrajo por un momento.

—¿Pasa algo, Diego? —Fernando lo notó extraño.

—No, perdona, es que estaba pensando en las coincidencias de la vida.

—¿Y por qué lo dice?

—Es que mi hijo también cumple años ese mismo día, aunque es unos años mayor, ya va a cumplir veinte años.

—¿De verdad? Fuiste padre muy joven entonces.

—Sí, mi hijo nació cuando yo tenía diecisiete años.

—¡Vaya! Eras un niño. ¿Habrá sido complicado?

—Sí mucho, pero de todo se aprende.

—¡Bueno! Eso es verdad. —Fernando miró la hora—. Ya es un poco tarde, mi esposa y yo mejor nos vamos, es que no nos gusta dejar a Celeste tanto tiempo sola.

—¿Y qué le pasa a Celeste? ¿Por qué no vino?

—Pues desde esta tarde que llegó a casa está muy triste y no ha querido salir de su habitación. La verdad es que todo lo que ha pasado, es muy difícil para ella.

—¡Claro que sí! Espero que mejore su estado de ánimo y denle mis saludos.

—¡Con gusto!

Jonathan había estado muy cerca escuchando toda la conversación entre Diego y Fernando; y todo aquello le parecía muy extraño y confuso. No entendía el interés de su jefe en saber sobre el nacimiento de Celeste, pero lo pensaba descubrir.

3

Un viaje al pasado

«Mi ángel…

Sin tu luz estaré en tinieblas,

sin tu voz mis oídos no querrán volver a oír jamás,

sin tus ojos los míos estarán ciegos

y sin tu presencia mi inexistencia será eterna».

Bogotá, diez de la noche a 376,9 kilómetros de El Dovio.

En los Rosales, un reconocido barrio de la capital al lado de los cerros orientales, se encontraba Oscar junto a los dos socios y su escolta. Una casa grande, de lujo, rodeada de paisajes verdes. El salón, aunque inmenso, contaba con pocos muebles, lo que dejaba notar que allí no vivía nadie. El Conde de Texas pronto haría su aparición.

Escucharon que se abría la puerta del garaje. Ya estaba allí. Pasaron unos cuántos minutos y entró en la casa.

—¡Buena noche, caballeros! —saluda una voz con tono fuerte y firme, era El Conde. Un hombre alto, delgado, cabello oscuro, ojos verdes, tez blanca, rostro fino y entre treinta y cinco y cuarenta años. Vestía un traje oscuro.

Era la primera vez que se veían en un sitio sin tanto alboroto. Las pocas reuniones anteriores habían sido llevadas a cabo en lugares clandestinos y con poca visibilidad. Casi siempre en un club de alterne en la ciudad de Cali, The count girls, propiedad de El Conde de Texas bajo un nombre falso, allí movían la droga en grandes proporciones.

—¿Cómo le va, señor? —preguntó Antonio, quien era el encargado de llevar siempre las riendas en las conversaciones sobre el negocio.

—A mí muy bien por el momento, pero a ustedes no tanto por lo que me pude dar cuenta. —Se sentaron en el sofá mientras conversaban.

—No, señor, algo raro ha estado pasando y los que pagaron las consecuencias fueron nuestros hijos.

—En este negocio las consecuencias siempre las pagan inocentes, no lo olviden nunca.

—Pero se suponía que estábamos seguros. ¿No entendemos qué fue lo que sucedió?

—A lo mejor es que tienen el enemigo en casa —afirmó el hombre.

—Eso mismo hemos estado pensando, que hay un traidor, pero no estamos seguros de quién pueda ser. —El Conde moría de ganas por señalar como culpable a El Fantasma, pero sabiendo el vínculo afectivo que unía a estos tres hombres era arriesgado. Podrían alertar a Echavarría de que dudaba de él y estropear los planes personales que tenía en su contra.

—Yo solo puedo decirles que estén muy atentos, que piensen bien a quién beneficiaría que ustedes desaparecieran por completo. Yo pienso que la muerte de sus hijos ha sido un velo para desviar la atención hacia otro lado. Mi contacto en la Fiscalía del Valle me ha informado que la investigación no ha dado frutos, los testigos no coinciden con sus declaraciones y no hay pruebas que ayuden a esclarecer los hechos. Por otro lado, el atentado que sufrieron en el campamento es más extraño aún, esa ubicación estaba muy bien protegida. Aparte de ustedes tres ¿Quién más sabría llegar hasta allí?

—Solo dos arrieros encargados de llevar los víveres, pero dudamos que hayan sido ellos, la verdad. Son leales y llevan mucho tiempo trabajando para nosotros.

—¿O sea que nadie más lo sabía?

—Sí, hay otra persona. Nuestro socio Diego Echavarría, pero es absurdo pensar que haya sido él.

—¿Y por qué no? En la vida que llevamos hay que dudar hasta de uno mismo y no descartar nada hasta asegurarnos bien de estar en lo cierto.

—No, él nunca nos haría algo así. ¿Verdad, Ricardo? —preguntó Antonio entre dudas.

—El Conde está en lo cierto, Antonio, yo ya no confío en nadie y Diego nunca ha sido un santo. Ha sabido engañar a un pueblo entero, pero no a nosotros que lo conocemos muy bien.

—¿Y por qué duda ahora de él, Conde? —preguntó Antonio.

—Porque yo no confío ni en mi sombra, ya se lo dije. Y lo único que puedo hacer por ahora, es enviar a algunos de mis hombres para reestablecer la cocina de cocaína cuanto antes porque el negocio no se puede paralizar y ustedes tienen que estar muy alerta con quienes los rodean. Es un consejo simplemente, así que no lo tomen a modo personal. Por otro lado, tengo a mis mejores hombres investigando a fondo este asunto, a mí tampoco me conviene que sucedan esta clase de situaciones porque no debemos llamar la atención. Aunque vuelvo y les repito que esto no parece ser obra de ninguna de las familias enemigas que tiene la organización, ya que las tenemos prácticamente neutralizadas, así que habrá que investigar por otro lado.

—¡Muchas gracias! Conde, le agradecemos que nos colabore con esto porque necesitamos hacerle justicia a nuestros hijos.

—No se preocupen, amigos, el que lo haya hecho lo pagará y muy caro.

—Señor, antes de que sucediera lo de nuestros hijos, usted nos aconsejó mudarnos aquí. ¿Cree conveniente que lo hagamos ahora?

—No, por el momento no es buena idea. Hay que asegurarnos primero de que el campamento quede en pleno rendimiento, después de lo que sucedió habrá que trabajar bastante para compensar los días perdidos y los necesito allá supervisando. Ya luego veremos qué conviene más, que permanezcan en el pueblo o que se trasladen para acá.

—Esperamos poder salir del pueblo, después de perder a nuestros pequeños no queremos permanecer allí.

—Lo entiendo muy bien, Antonio, perder a un hijo es la experiencia más dolorosa que puede experimentar cualquier padre, así que después de dejar todo en regla, veré la forma de que vengan a colaborar conmigo desde acá.

—¡Gracias, Conde!

—Bueno, caballeros, no siendo más me retiro. Tengo negocios que atender, pero se quedan como en su casa. Les dejaré a un par de hombres por seguridad y pueden quedarse hasta cuando quieran. Yo mañana saldré de viaje y no sé cuándo regrese, así que no habrá más reuniones hasta nueva orden.

—¡Perfecto, señor! Estaremos un par de días más y nos regresaremos al pueblo, pero antes de que se vaya quería comentarle que Diego quiere verlo, dice que ya es hora de tener una reunión para conocerse. —El Conde se ríe.

—Díganle a su querido amigo que las reuniones las convoco yo cuando las creo necesarias y que no veo la necesidad de conocernos, mientras los negocios vayan bien lo demás no importa.

—De acuerdo, se lo diremos.

—Muy bien, mañana les enviaré a los hombres que se llevarán para el campamento, instrúyanlos bien y que les rinda. ¡Hasta otra ocasión, caballeros!

Se despidieron dándose la mano y El Conde de Texas se fue con su hombre de confianza El Diablo.

—Gatillo. ¿Tú qué opinas de todo lo que nos dijo El Conde en cuanto a la muerte de Robert y mi hijo? —le preguntó Antonio que quería saber su opinión.

—¡Jefe! Lo que hemos dicho desde el principio, todo es muy raro y tuvo que ser un ataque desde dentro porque nuestra ubicación siempre ha estado muy bien protegida.

—¡Bien! Pues estaremos en alerta por cualquier movimiento sospechoso de los nuestros, pero esto debe quedar entre nosotros, así será más fácil pillar al traidor o traidores.

—¡De acuerdo!

En El Dovio.

Amanecía el día del lunes. El sol brillaba con intensidad, los pajarillos entonaban sus cánticos y la hierba estaba húmeda. Podía sentirse el frescor de una nueva mañana en aquel maravilloso lugar, mientras los dovienses intentaban volver a la rutina. Aquel día no había clases en el Presbítero, ya que el colegio había decretado tres días hábiles de duelo por la desafortunada y repentina muerte de sus alumnos.

Diego se levantó más temprano de lo normal, no había dormido bien pensando en el pasado y reviviendo sus más oscuros recuerdos y temores. Estaba ansioso por ir al hospital a hablar con María y salir de dudas de una vez por todas porque aquella incertidumbre lo estaba consumiendo lentamente. Durante el desayuno Jonathan lo notó ausente, pensativo, triste. Deseaba saber qué le sucedía, pero cuando su jefe estaba con ese estado de ánimo era mejor no preguntar nada y dejarlo solo. Lo conocía bien y sabía que le irritaba mucho hablar cuando estaba preocupado por algo, así que en cuanto terminó de desayunar Jonathan se retiró en silencio de la mesa y lo dejó a solas. Subió a su ostentosa moto Kawasaki KMX color negra y se marchó en busca de alguna ocasión en la que pudiera ver a Celeste.

Echavarría terminó de prepararse y emprendió su camino hasta el hospital Santa Lucía que estaba ubicado muy cerca del parque Nicolás Borrero Olan, parque principal del pueblo, se subió en su llamativo todoterreno Land-Cruiser 4x4 y se fue en busca de respuestas. Salió de su casa por la calle 12 pasando por el parque El Labrador. Lugar en donde veinte años atrás se veía a escondidas con Ana. Más adelante a unos pocos metros pasó por el parque Los Leones y tomó la calle 11, llegando al colegio Santísimo Sacramento y a la iglesia Nuestra Señora del Carmen, sitio de innumerables recuerdos. En aquel convento del colegio de monjas había vivido aquella preciosa joven que le robó el corazón con solo verla. Giró a la derecha por la carrera 9 y cuatro manzanas más abajo, giró a la izquierda por la calle 7, llegando al centro del pueblo, donde rodeó el parque Nicolás Borrero Olano, rememorando aquellas tardes de domingo cuando solía pasear con ella durante el poco tiempo que fue su novia. Finalmente, a unos pocos metros giró a la izquierda por la carrera 6 y llegó a su destino. Estacionó en frente del hospital y entró en busca de la directora con miles de recuerdos saturando su cabeza, pero sobre todo a su corazón frío y despiadado.

—¡Buen día, señorita! ¿Sería tan amable de decirme cuál es la oficina de María? —preguntó a la que atendía en ventanilla.

Ella no debía dejar entrar a nadie sin cita, pero en cuanto él le dijo quién era lo hizo pasar enseguida. Era nada más y nada menos que el mayor donante económico del hospital, así que no debía dejarlo esperar.

Al cabo de unos diez minutos llegó María. Diego estaba impaciente por hablar con ella, pero no sabía cómo investigar sin levantar sospechas sobre su interés por el nacimiento de Celeste. Si era verdad el presentimiento que tenía alertaría a María sobre sus dudas y eso no le convenía.

—¡Hola, Diego! Perdona la espera, pero es que se me hizo un poco tarde.

 

—No te preocupes, María, llevo muy poco esperándote.

—¡Esta bien! ¿Y en qué te puedo ayudar? —María quiso ir directamente al tema.

—Es qué me gustaría hacer un censo para saber cuántos adolescentes entre los quince y dieciocho años han nacido en la comunidad y cuántos de ellos estudian aquí en El Dovio. Quiero colaborar en la educación de nuestros jóvenes y otorgar becas a los más desfavorecidos. —No se le ocurrió nada más en ese momento que decir aquello.

—¡Oh, Diego! Es muy generoso de tu parte. —Diego se admiraba a sí mismo por su astucia e imaginación que siempre lo ayudaban a salir de líos. Se le vino aquella idea a la cabeza en aquel preciso instante y había colado de lleno.

«¡Qué listo soy!», pensaba.

—Es un placer poder ayudar —decía entusiasmado con muchas ansias de ir a buscar aquellos registros.

—Iré a buscar los documentos de registro que se encuentran en el archivo —le dijo María.

—Si no te importa, puedo ir al archivo y buscarlos yo mismo.

—¿De verdad? Me harías un gran favor. Hoy tengo un día muy liado y perdería tiempo buscando esos documentos.

—¡No te preocupes! Llévame al archivo y yo me encargo de buscarlos.

—¡Perfecto! —María llevó a Diego hasta el archivo y lo dejó allí a sus anchas investigando todo lo que deseaba saber sin ella darse cuenta.

Pasaban las horas y aquel archivo estaba hecho un lío, los registros no estaban ordenados y no podía encontrar los del año 1.986 que eran los que le interesaban. El año en que Celeste había nacido. Después de media mañana hurgando en todos aquellos cajones y cajas de cartón, por fin encontró una carpeta titulada «Nacimientos del año 1986»’. Estaba nervioso y ansioso por ver la información que allí se plasmaba e iba pasando las hojas rápidamente.

Mes de enero… febrero… marzo... abril… mayo... junio… julio… agosto… septiembre… octubre… noviembre…

—¿Diciembre no está? ¿Dónde demonios está? ¡Maldita sea! —Volvió a mirar detenidamente cada documento y seguía sin ver el mes de diciembre en aquel registro.

Salió en busca de la directora para pedirle una explicación sobre este asunto, estaba descompuesto y muy malhumorado. Había encontrado de todo en aquel archivo excepto lo que buscaba y no era un hombre de mucha paciencia. Irrumpió en la oficina de María que se encontraba hablando por teléfono.

—¡María! Ese archivo parece un vertedero, es un desorden total —María se disculpó con quien hablaba por teléfono para atender a Echavarría.

—Sí, Diego, hay que ordenar el archivo. Siento que lo hayas encontrado así, pero es que hace algunos días tuvimos un percance y no hemos podido ordenarlo de nuevo. ¿Aunque dime qué sucede? ¿Por qué estás tan alterado?

—Es que no encuentro el registro de los nacimientos del mes de diciembre del año 1986 y necesito todos los registros.

—¡Que extraño! Ahí deberían estar todos los documentos. Dijera que en aquel mes no hubo nacimientos, pero es imposible porque mi ahijada nació ese mes de ese mismo año. Déjame ver las carpetas de los años que buscas, a lo mejor se traspapeló, porque ahí debería estar. —María volvió a revisar de nuevo aquellos documentos dos veces y no encontró aquel registro.

—¿Ya lo ves? ¡No está!

—¡Es que no puede ser! Aquí tiene que estar. Aunque… —Se quedó pensando durante un momento.

—¿Aunque qué? —preguntó Diego.

—Estoy recordando que hace un par de semanas sucedió algo muy extraño, la puerta del registro fue forzada. Me imagino que, durante la noche anterior en algún descuido del guardia de seguridad, porque ese día antes de irme a casa entré a guardar los registros del mes anterior y dejé la puerta cerrada con llave como hago siempre, pero lo más raro de aquello fue que no se llevaron nada de valor y eso que allí se encontraban los ordenadores nuevos para las oficinas y no se los llevaron. Lo único que estaba revuelto eran los documentos de los registros de nacimiento y como vimos que no faltaba nada de valor, dejamos el asunto en el olvido. ¿Pero para qué querría alguien esos registros? Es absurdo. ¿Verdad?

—Sí, es algo extraño —respondió Diego sabiendo la respuesta.

—Así que ni idea de qué pudo pasar con esos papeles, Diego.

—Está bien, ni modo, me llevaré los que hay; ya estaremos en contacto por si encuentran los que faltan.

—¡De acuerdo! —Diego estaba más confundido que nunca.

¿Quién podría haberse llevado esos documentos? Ahora sí estaba seguro de que sus sospechas sobre Celeste eran ciertas y que alguien estaba muy interesado en seguir ocultando la verdad. Estaba convencido de que era justo eso lo que se habían llevado aquella noche y que quien lo hubiese hecho, lo hacía por él, porque sabía que él investigaría hasta el fondo aquel asunto, pero ¿por qué esperar hasta ese momento para desaparecer aquel registro? Pensaba en que el motivo era porque él había decidido quedarse un largo tiempo en el pueblo en aquella ocasión y sería inevitable que viera a la chica y la relacionara con Ana.

Celeste ya era una adolescente y su parecido con ella era cada vez más notorio.

Aunque había otra forma de demostrar su teoría, con una prueba de ADN de la chica, pero no tendría con qué compararla. Hasta pensó en una exhumación del cadáver de Ana, pero ¿cómo hacerlo sin llamar la atención? ¿Sin que nadie se enterara? Era demasiado arriesgado hacerlo, así que solo le quedaba sacarle la verdad a María por las buenas o por las malas, ya no tenía otra opción. Además, necesitaba saber quién más sabía la verdad sobre aquella noche fatal.

Salió del hospital totalmente desorientado. Subió en su coche y empezó a circular sin rumbo fijo.

Jonathan se encontraba cerca de la casa de Celeste. Vigilaba la zona para ver si con suerte la chica salía. Estaba tomando café en una panadería donde sabía que la joven iba a comprar el pan, y así fue.

—¡Hola, Jonathan! ¿Qué haces tan lejos de tu casa?

—¡Esperándote! —La chica se rio—. No es broma, linda. Quería verte porque anoche me enteré de que estabas algo depre.

—Sí, estuve un poco mal, pero ya me siento mejor.

—¡Me alegro! ¿Quieres tomar algo y hablamos un poco?

—¡Vale!

—Nunca fue mi intención hacerte sentir mal o incomodarte, lo siento. —El chico se sentía culpable por el estado de ánimo de Celeste.

—Tranquilo, no fue tu culpa. Soy yo la que aún no me hago a la idea de haber perdido a Mauricio. ¿Entiendes? —aseguraba con un brillo en los ojos queriendo llorar.

—Lo entiendo perfectamente, linda. Solo quiero que sepas que yo estaré para ti siempre que me necesites. Yo sé que hace muy poco nos conocemos, pero te has convertido en alguien muy importante para mí —decía mientras le besaba la mano.

Celeste se sentía rara y culpable porque el chico no le disgustaba, pero ¿qué clase de mujer sería si a los pocos días de haber muerto el chico que supuestamente le gustaba, ella ya estaba relacionándose con otro? En el pueblo no se les escapaba una y sabía que empezarían a hablar mal de ella si la veían con otro chico, aunque eso era lo de menos, el mayor conflicto era con ella misma.

—Gracias por tu ofrecimiento Jonathan, lo tendré muy en cuenta. —La chica se fue a su casa a meditar sobre lo que le estaba ocurriendo.

Echavarría había llegado de manera inconsciente al cementerio. Miraba hacia la puerta dudando si entrar o no, así que se quedó en su coche un buen rato recordando el pasado. Ana lo había significado todo para él y pensar en que Celeste fuera su hija le hacía sentir que tenía otra oportunidad, la veía como una señal para volver a ser feliz. Finalmente, se bajó de su coche y entró al cementerio, se dirigió directamente a unas bóvedas que se encontraban en el extremo derecho de la parte baja, hasta que llegó a una que tenía por nombre Mi Ángel. Bajo ese seudónimo había sepultado a su amada.

Acariciaba aquel epitafio y lo leía una y otra vez llorando como un niño.

«Mi Ángel.

Sin tu luz estaré en tinieblas, sin tu voz mis oídos no querrán volver a oír jamás, sin tus alas ya no podré volar, sin tus ojos los míos estarán ciegos y sin tu presencia mi inexistencia será eterna».

Aquellas palabras habían salido del fondo de su corazón cuando la perdió para siempre y con ella toda esperanza de ser un hombre mejor, pero sobre todo feliz.