El lado oscuro y perverso del amor

Text
Autor:
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

—No, no te preocupes, no es nada grave.

—Está bien, Diego, allá nos vemos luego.

De nuevo el Toyota se detuvo. Ricardo, Antonio y Carlos miraron a través del espacio que sobresalía entre la carrocería y la cabina para asegurarse de que ya estaban en el pueblo. Vieron el jaleo que había en el cementerio y miraban curioseando.

—¿Quién habrá fallecido, jefe?

—Ya nos enteraremos, Gatillo, lo importante es que no fuimos nosotros. —Los hombres se ríen de aquel comentario. Continuaron observando porque les llamaba la atención la cantidad de personas que se había reunido dentro y fuera del cementerio.

—¡Es alguien importante! —afirmaba Antonio—. ¿Si no cómo se explica toda esta expectación?

—¿Si quiere me bajo y me acerco para ver de quién se trata, jefe? Ya estamos en nuestro pueblo y aquí estamos seguros.

—No, ya veremos desde aquí, igual no estamos lejos. —Desde donde estaban podían observar con claridad lo que sucedía. Ricardo creyó haber visto a su esposa y se puso nervioso.

—¡Antonio! Creo haber visto a Gloria, es la que está a punto de entrar al cementerio. —Antonio se asomó para mirar.

—Sí, Ricardo, es Gloria. Está con mi esposa y con Diego. ¿Qué estará pasando? —se preguntaba algo asombrado.

Estaban con los nervios a flor de piel por la incertidumbre de no saber qué sucedía y empezaron a llamar al chico para que les abriera las puertas de la camioneta. Habrían saltado si pudieran, pero la carrocería llevaba la carpa puesta y no tenían capacidad para salir.

—¿Qué pasa, amigos? —pregunta el chico.

—Abre la puerta por favor, tenemos que bajarnos inmediatamente. —El muchacho abrió una de las compuertas y los hombres bajaron rápidamente en busca de sus esposas.

Mientras se acercaban vieron a muchos conocidos que los miraban con pena y asombro a la vez. Algunos ni los reconocieron ya que iban vestidos al estilo campesino, con ropa sencilla y botas de agua. No se detuvieron a hablar con nadie y pasaron empujando a las personas que se agolpaban en la entrada buscando desesperados a sus esposas entre la multitud. De repente Antonio vio que escaleras arriba a medio camino se encontraban las mujeres y subieron de prisa hasta llegar a ellas.

—¿Qué pasó, Stella? —preguntó Antonio muy exaltado y ella solo lloraba.

Al lado estaban los dos ataúdes y Antonio sentía horror de abrirlos y confirmar sus más oscuros temores.

—¡Gloria, cariño! ¿Dime qué pasa? —Ricardo miraba hacia todos lados—. ¿Dónde está Robert?

Diego y Jonathan estaban asombrados por la repentina aparición de sus amigos.

Ignoraban de qué manera habían logrado llegar hasta el pueblo sin ser detectados por sus hombres.

—¡Lo siento mucho, amigos! —dice una voz nerviosa. Era Diego.

Antonio al escuchar esto, corre hacia los ataúdes y abre uno de ellos. No pudo ocultar su terror al ver a Robert y supo enseguida que su hijo era el otro muerto. De un salto pasó al otro lado y abrió el siguiente ataúd desplomándose de rodillas, gritando y llorando. Ricardo al ver a su hijo se abalanzó sobre su cuerpo a abrazarlo y se echó a llorar desesperadamente. Fue un momento escalofriante con mucho dolor en el ambiente.

—¡Esto no puede ser! Mi Mauricio no puede estar muerto —decía Antonio mientras lloraba sobre el cuerpo de su hijo—. ¿Quién me lo mató? —preguntaba con vehemencia.

—Los asesinaron vilmente, mi querido amigo, pero yo me encargaré de que quien lo haya hecho ¡lo pague! —exclamó Echavarría.

—Quiero que todos se marchen de aquí ¡déjenos solos, malditos curiosos! —Ricardo estaba fuera de control.

—¡Cirujano!

—Dígame, jefe.

—¿Cómo es posible que hayan logrado salir vivos? —le reclamaba en voz baja—. ¡Vaya ineptos contrataste para este trabajito!

—No sé qué haya pasado, pero ubicaré a nuestros hombres para que me lo expliquen.

—Está bien y procura que no se dejen ver por el pueblo, es peligroso para nuestros planes que los reconozcan. Ahora ve y dale las gracias a los que han asistido y pídeles que se vayan, que las familias quieren estar solas. Asegúrate de que se vayan todos, excepto mis compadres, la familia de Paula y por su puesto la de Celeste. Ellos que se queden.

—Claro que sí, jefe.

Poco a poco los que asistieron fueron saliendo y el lugar iba quedando vacío. Los padres estaban inconsolables, llenos de rabia y dolor. Querían venganza. La tarde pasaba y era la hora de darles sepultura, pero sus progenitores se negaban a apartarse de sus hijos.

Ricardo y Gloria estaban postrados al lado del cuerpo de Robert, mientras Amanda intentaba darle consuelo a Paula que estaba de pie mirando el cuerpo de su novio fijamente.

Antonio y Stella estaban abrazados llorando junto al ataúd de Mauricio mientras los demás contemplaban aquella escena tan dolorosa. Diego se acercó a los afligidos padres para decirles que ya era la hora de la despedida final. El sepulturero y su ayudante se acercaron para cerrar los ataúdes y empezar la labor de sepultarlos. La peor experiencia que puede experimentar una persona cuando pierde un ser amado, ver cómo poco a poco lo va cubriendo la tierra. Ese latigazo que sientes en el corazón con cada montón de tierra que cae sobre él.

Ya estaba oscureciendo y todo había terminado, solo se observaban dos parcelas de tierra con algunas coronas de flores encima. Parecía ser el fin para aquellos atormentados padres. Celeste se apartó de todos para entrar en la capilla y orar un poco. Era la oportunidad perfecta y Diego la aprovechó, así que entró, se arrodilló al lado de la chica y empezó a hablarle.

—Me imagino lo mal que te encuentras por la muerte de tu novio.

—No, no era mi novio, pero sí me duele mucho lo que sucedió. —Echavarría había escuchado a varias personas decir que Mauricio era el novio de la chica.

—¡Oh perdona! Pensé que eran novios, o por lo menos es lo que se dice.

—La gente habla mucho, solo éramos muy buenos amigos.

—Ya lo veo. ¡Eran tan jóvenes! —le hablaba con pena.

—Sí, es algo muy injusto —respondió la chica con lágrimas en los ojos.

—Tranquila, pequeña, el tiempo lo sana todo —dijo mientras secaba las lágrimas de sus ojos con un pañuelo.

—¡Gracias, señor!

—Dime Diego, señor me hace sentir más viejo. —Ambos sonríen.

—¡Esta bien! Pero le aclaro que le digo señor por respeto, no porque crea que sea mayor y mucho menos viejo.

—Es todo un halago para mí, viniendo de una señorita tan linda como tú y me alegra saber que no me ves tan mayor. —Aquellas palabras lo habían alegrado—. Pero nos hemos desviado del tema, yo venía a invitarte a ti y a tus padres a mi casa, porque allí se hará el novenario por los chicos.

—¡Claro que sí! Allí estaremos durante los próximos nueve días.

Diego sonreía discretamente pensando en que los próximos días la tendría cerca, por lo menos mientras investigaba más sobre ella. Además, no podía negarse a sí mismo la fuerte atracción que sentía, así que tenerla cerca lo haría sentir bien.

A cierta distancia, Jonathan los observaba detenidamente, y empezó a intuir que algo raro pasaba. Conocía muy bien a su jefe y sabía cuándo alguien le interesaba más de lo normal.

La noche había llegado y Wilson estaba en aquel gran salón esperando a Diego para concluir su plática pendiente. Diego se encontraba en el estudio hablando con su hijo por teléfono. Steven había nacido en el pueblo, pero su padre se lo llevó cuando tenía cuatro años. La madre del chico había muerto a manos de unos asaltantes, o por lo menos esa era la versión oficial.

Wilson estaba nervioso porque ya se imaginaba de qué tema quería hablarle su compadre y gran amigo, de Celeste. Intentaba disimular los nervios porque Echavarría no debía sospechar nada, de aquello dependería la vida de muchos, incluida la de él mismo y sin ir más lejos la de Celeste.

—¡Mi querido compadre! Ya estás aquí. Espero no haberte hecho esperar mucho, es que estaba hablando con Steven. Dice que quiere venir a pasar las vacaciones de Navidad al pueblo. Me pareció raro porque nunca ha querido venir conmigo, pero bueno, así son los jóvenes.

—Qué bueno que se haya animado a venir, así conoce el lugar donde nació. No creo que recuerde gran cosa de aquí. Te lo llevaste cuando murió Eugenia y ya han pasado dieciséis años desde aquella tragedia.

—Sí, pensé que lo mejor era alejarlo de toda esa historia y por eso me lo llevé a la capital. Además, allá ha estado muy bien todos estos años. ¡Pero siéntate, hombre! Creo que nuestra conversación será larga.

—¡Gracias, Diego! ¿Y de qué quieres hablar conmigo? —El hombre disimulaba no saber.

—¡Verás, Wilson! No creo que no sepas de qué quiero hablarte, es evidente que quiero hablar de aquella chica que sorprendentemente es idéntica a Ana y que por cierto de la que nunca me has hablado, a pesar de que es muy allegada a tu familia por lo que he visto.

Wilson sentía atragantarse, pero debía actuar con normalidad.

—Sí, tienen rasgos parecidos, yo también lo he notado, pero es una mera coincidencia. He investigado a su familia y no tienen ningún parentesco, ni nada que ver con Ana. Así que no te preocupes más por ese tema.

—¿Estás seguro? Porque el parecido es impresionante.

—Ya te lo he dicho, es una coincidencia.

—Tú sabes que no creo en las coincidencias. Mejor dime algo que me intriga hace muchos años. ¿Tú volviste a ver a Ana o al traidor aquel después de lo que sucedió?

—¡Por supuesto que no! —Wilson se alteró—. Sabes bien que, si así hubiese sido, te lo hubiera dicho.

 

—¡Más te vale, compadrito! Porque sabes que el que no está conmigo, está contra mí y yo no perdono una traición.

—¿Por eso intentabas encontrar a Ana y a Wilmer? ¿Para matarlos?

—A ella no, a él quizás.

—¿No entiendo por qué? ¿Si ellos no hicieron nada malo? —Diego se cabreó.

—Lo único mal que hizo ese traidor fue haberse enamorado de la misma mujer que yo y por su culpa ella está ahora en el cementerio y él quién sabe dónde y con quién.

—Sabes bien que las cosas no sucedieron así.

—¡Para mí sí! —gritó Diego muy exaltado—. Si Wilmer no se hubiera interpuesto en mi camino, Ana y ese bebé hubieran sido míos.

—¿Y cómo? ¿La ibas a tener de amante mientras tú seguías casado con Eugenia?

—No, pero si no hubiera huido con él, yo hubiese luchado por ella incluso en contra de mi padre.

—Por favor, a quién quieres engañar. Tú nunca lo hubieras enfrentado como lo hizo Wilmer.

—Lo mejor será que te calles, Wilson, esto no nos llevará a nada bueno.

—Es verdad, es pasado muerto y enterrado, Ana y su hijo están muertos y Wilmer desapareció, así que mejor olvidemos el tema y no abramos viejas heridas.

Echavarría sospechaba que Wilson sabía más de lo que decía acerca de la joven doble de Ana y pensaba investigar a fondo aquel asunto.

—¡Bueno! Si ese era el tema por tratar y ya está zanjado, creo que me iré a casa porque estoy cansado y mi familia me necesita. —Wilson deseaba salir de allí corriendo.

—Claro que sí, Wilson, ve con tu familia y ya nos estaremos viendo. ¡Que pases buena noche!

—¡Igualmente, gracias!

Wilson se fue pensativo y muy preocupado porque sabía que Echavarría no dejaría las cosas así, lo conocía muy bien y sabía que ese tema no moriría ahí. Solo le quedaba la esperanza de que su compadre no descubriera la verdad que llevaba ocultándole tantos años, por el bien de todos.

El día se despertaba frío, debía transcurrir como un sábado normal y corriente, pero no para aquellos afectados por tan inesperada tragedia. Antonio y Ricardo ardían de dolor y rabia por lo ocurrido. No solo los habían intentado asesinar, sino que les habían arrebatado lo que más amaban; y deseaban llegar al fondo de aquel asunto y encontrar al o los culpables. Para ello debían contactar con su mayor aliado, El Conde de Texas para que les ayudase a vengar la muerte de sus hijos.

Se disponían a salir de viaje para la capital en donde se verían con él y de esta forma ver una solución a aquella situación. Mientras tanto Echavarría disponía su enorme casa para llevar a cabo el novenario por los difuntos. Aunque eso era lo que menos le importaba. A él solo le interesaba Celeste y lo que pudiera descubrir sobre ella.

Escuchó cómo se acercaba un vehículo que entró en su Jardín, eran Quintana, Grajales y Gatillo, así que salió a recibirlos.

—¡Queridos amigos! Me alegro de verlos, ¿espero que ahora sí me cuenten qué pasó? ¿Por qué llegaron en esas condiciones al cementerio?

—Dieguito, es una historia muy larga, solo te podemos decir que nos dieron caza como a animales, por suerte logramos escapar, como te has podido dar cuenta. Lo fatal de esta historia es que nuestros hijos no tuvieron tanta suerte, aunque los responsables de esto la tendrán mucho menos —asegura Ricardo lleno de odio y dolor—. Venimos a despedirnos porque nos vamos para Bogotá a ver a nuestro socio, como comprenderás lo que pasó no se puede quedar así. Queremos vengar la muerte de nuestros hijos y descubrir quién nos quiere muertos y por qué.

—Entiendo, Antonio, ¿pero no será peligroso que salgan del pueblo ahora? ¿Y más sin saber quién los quiere muertos? —Echavarría quería disimular estar preocupado, pero en realidad lo que no le convenía era que buscarán ayuda. Aunque pensándolo mejor se dio cuenta de que era la oportunidad perfecta para deshacerse de sus amigos y socios en un terreno neutral, fuera del pueblo. No podía permitir que El Conde se involucrara en este asunto y arruinara sus planes brindándoles protección.

—¡No, Diego! Nosotros no podemos quedarnos como si no pasara nada, así que venimos a pedirte que cuides de Stella y Gloria mientras nosotros regresamos. No sabemos cuánto tiempo estaremos fuera y solo confiamos en ti. —Echavarría pensaba en la ingenuidad de sus amigos y se alegraba. Sabía que ellos nunca dudarían de él.

—¡Está bien, amigos! Cuenten conmigo. Yo las cuidaré con mi vida.

—¡Muchas gracias! Nos vamos más tranquilos.

—Que tengan un buen viaje y espero verlos pronto. ¡Ah! y me saludan a nuestro amigo misterioso, díganle que quiero conocerlo, que ya es hora de que tengamos una reunión frente a frente.

Quintana y Grajales a pesar de llevar cinco años de sociedad con El Conde, solo lo habían visto un par de veces, aunque en unas condiciones en las que si lo volvieran a ver por la calle no sabrían reconocerlo.

—Claro que se lo diremos, Dieguito. Creo que te has ganado ese derecho, amigo.

Sin más, se subieron al Toyota 4x4 negro en el que pensaban viajar hasta la ciudad de Cali, donde tomarían un avión con destino a la capital del país, Bogotá.

Aquel día el pueblo se levantaba con otra horrorosa noticia.

Unos campesinos que venían de la vereda vecina, Lituania; escandalizaron a los habitantes con la mala noticia de que se habían hallado seis cadáveres en la montaña. Eran hombres jóvenes que trabajaban en las tierras de Quintana y Grajales, todos oriundos de aquella vereda. Sus familiares llegaron en busca de los dueños de aquella cocina de droga para pedirles ayuda y una explicación sobre lo sucedido. Se trataba de familias humildes y de muy escasos recursos económicos.

Los dovienses comenzaron a intuir que todos aquellos sucesos ocurridos en los últimos días tenían muy mala pinta y estaban asustados por las consecuencias que aquello podría traer a su comunidad. Se empezaba a murmurar sobre la extraña desaparición de Quintana y Grajales cuando sus hijos habían sido asesinados. Se suponía que a lo mejor iban por ellos cualquiera de sus tantos enemigos y al no encontrarlos aquella noche mataron a los trabajadores y a sus hijos a modo de venganza.

Cirujano preparaba a sus hombres que yacían escondidos en una pequeña finca abandonada cercana al pueblo, para que fuesen en busca de sus objetivos y terminaran con ellos de una vez por todas. Como era arriesgado participar esta vez, no iría con ellos.

El día pasaba y los campesinos habían hecho un viaje en vano, ya que no pudieron dar con Antonio y Ricardo, entonces se refugiaron en la parroquia del pueblo pidiendo consejo y ayuda al sacerdote.

—Queridos hermanos, siento mucho lo sucedido. —El padre les daba el pésame a las familias—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Padre, necesitamos hablar con el señor Antonio Quintana o con Ricardo Grajales para que nos colaboren económicamente con los actos fúnebres y para preguntarles ¿qué pudo haber sucedido? pero es que no los encontramos —dice un hombre de mediana edad de aspecto muy humilde.

—¡Hijo mío! Esos pobres hombres acaban de enterrar a sus hijos, que por desgracia también fueron asesinados esta misma semana.

—¡Que fatalidad, padre! Están pasando por lo mismo que nosotros.

—Sí, hijo, pero si no han podido dar con ellos a lo mejor el señor Diego Echavarría los pueda ayudar. —Intentaba darles alguna solución—. Él seguramente sabrá donde los pueden encontrar.

—¿Y dónde vive ese señor, padre?

—No te preocupes por eso, hijo, ahora mismo lo llamo a su casa y vemos qué se puede hacer. Pasemos a la casa parroquial.

Había una puerta en el lateral derecho de la iglesia que conectaba con la casa parroquial.

Al abrirla había unos cuantos escalones de subida y al finalizar se podía apreciar un jardín precioso enfrente de la casa de dos plantas en la que vivía el sacerdote y daba refugio a personas que iban de paso.

Los invitó a entrar a la casa mientras él llamaba. Sonó el teléfono fijo y respondió la mujer encargada de la limpieza de la casa.

—¡Carmen! Soy el padre José. ¿Será que el señor Diego se encuentra por ahí?

—Hola, padrecito. Sí, está en el salón; ahora mismo se lo paso.

—¡Dios te bendiga, hija! —La mujer lo comunicó con Diego.

—¡Buena tarde, padre! ¿Dígame qué se le ofrece?

—Señor Diego, qué vergüenza molestarlo, pero es que tengo aquí a unas personas que están buscando al señor Antonio o al señor Ricardo, es por un tema muy personal y penoso. Si usted pudiera ayudarnos a dar con ellos, se lo agradecería.

—Padre, lo lamento, pero ellos han salido de viaje esta misma mañana y no sabría decirle cuándo regresan. Aunque si pudiera ayudarle de cualquier otra manera ¡yo encantado!

—¡Muchísimas gracias por el ofrecimiento! ¿Será que me puedo pasar por su casa para hablar de este tema? Es algo delicado y es mejor tratarlo personalmente.

—Como usted guste, padre, aquí lo espero. —Ambos colgaron el teléfono.

—¿Qué quería el padre, jefe? —pregunta Cirujano.

—Molestar, como siempre. Porque tengo que mantener una imagen atiendo a todas sus peticiones, que si no…

—¡Tranquilo, jefe! le conviene mantener al sacerdote de su lado.

—Ya lo sé. ¿Por qué crees que me pongo a su servicio? Él es una figura muy influyente en este pueblo y necesito tenerlo en el bolsillo.

—No lo digo solo por eso.

—¿A qué te refieres entonces?

—A que también es muy importante para Celeste. La chica con la que hablaba en la capilla del cementerio. —Disimulaba hablando de ella como si fuera una desconocida para él.

—¿Ah sí? ¿Por qué?

—Me enteré de que es su tío.

—¡Vaya! Eso no me lo esperaba, me acabas de dar un buen dato. —Sonrió con picardía.

—¡Jefe! ¿Te interesa esa chica? Quiero decir como mujer. —El chico quiso ser directo.

—La verdad es que no debería ni responder a esa pregunta porque no lo entenderías, pero sí, me interesa mucho por diversos motivos los cuales no te voy a explicar, por supuesto.

—¡No, claro que no! Era simple curiosidad.

—¡Pues ya lo sabes!

Ahora Jonathan estaba entre la espada y la pared. Acababa de confirmar lo que se temía, que su jefe, su padre, también estaba interesado en la misma chica que él. Mientras analizaba su desgracia sonó el timbre de afuera y Diego salió a recibir al sacerdote.

—Qué placer tenerlo por aquí, padre, siga, pasemos al salón.

—Muchas gracias, señor Diego, la verdad es que no vengo solo, me acompañan las personas que le comenté.

—¡Bueno! Pasen todos entonces. Adelante, siéntanse como en su casa.

—Qué amable, muchas gracias. —Pasaron todos al salón principal de la casa.

—Ahora sí, padre. ¿A qué debo el honor de su visita?

—Pues como le comentaba antes, estas personas vienen en busca de ayuda.

Es que por desgracia han encontrado seis muertos en la montaña, en las tierras del señor Quintana y el señor Grajales, y lamentablemente eran familiares de estas personas.

—No me diga. ¡Que desgracia más grande! ¡Lo siento mucho! Pero mis amigos salieron de viaje y no sé cuándo regresen. Aunque con todo gusto yo puedo ayudarles en lo que necesiten.

—Qué compasivo es usted, señor Echavarría. —El sacerdote le agradecía—. Como puede darse cuenta son familias humildes y en estos momentos no tienen con que darles cristiana sepultura a sus familiares.

—No se preocupen por cuestiones económicas que yo me hago cargo de todo. —Aquellas familias lloraban dándole las gracias.

—¡Qué gran corazón! —decía una de las mujeres mientras le besaba la mano.

—Aunque también sería importante que en cuanto contacte con sus amigos les comente sobre este tema, es algo muy raro y sospechoso todo lo que ha sucedido esta última semana —le aconsejó el padre.

—Por supuesto que sí, padre, es lo primero que haré cuando sepa algo de ellos. —Aquellas familias y el sacerdote salieron de allí un poco más tranquilos.

—¡Jonathan! —exclama Echavarría.

—¿Qué pasa?

—Nos ha llegado el castigo divino, Cirujano.

—¿Cómo así, por qué lo dice?

—Porque el padre vino a pedirme ayuda para enterrar a los muertitos que dejaste en la montaña.

—¡No me diga! Menuda coincidencia.

—Ahora tendré que pagar el sepelio de los mismos que mandé a matar. —Ambos se ríen, como si se tratase de algún chiste. La insensibilidad de aquel par de hombres era algo abrumador.

 

Rumbo a Cali iban cinco hombres en una camioneta marca Chevrolet de color negra y Castro iba al mando. Tenían las señas del coche en el que viajaban Quintana y Grajales e iban en su búsqueda. Debían dar con ellos antes de que llegasen al aeropuerto internacional Alfonso Bonilla Aragón, ya que acabar con ellos dentro del aeropuerto era muy arriesgado. Con lo que no contaban aquellos maleantes era con que Antonio y Ricardo fueran protegidos por unos cuantos hombres que su gran aliado El Conde de Texas había enviado para escoltarlos hasta su encuentro y cuando por fin dieron con ellos en una gasolinera de paso entre Roldanillo y Palmira, se percataron de que no iban solos, así que el encargo de su jefe El Fantasma iba a tener que posponerse de nuevo.

—¡Vaya faena! Ahora sí el jefe se va a cabrear en serio. Chicos, vamos a tener que devolvernos porque este asunto se nos sale de control. En cuanto salgan de la gasolinera llamaré al jefe para informarle, espero que esté en casa y pueda hablar con él a ver qué órdenes nos da.

—Es lo mejor, Castro —le dice uno de sus acompañantes.

Entre los hombres que acompañaban al par de socios y a su escolta, se encontraba El Diablo, quien quería saber hasta el más mínimo detalle de lo sucedido para así poder dar con los responsables. Aunque él y su jefe El Conde tenían muy claro desde el principio que debía de tratarse de algún truco de su tercer socio El Fantasma.

El Diablo y El Conde conocían muy bien a Echavarría y Diego a ellos. Aunque en ese momento Echavarría ignorara por completo de quiénes se trataba en realidad, ellos sabían muy bien hasta dónde podía llegar para lograr sus objetivos y no dudaban para nada de que lo sucedido fuera obra suya.

—¡Jefe! Le tengo malas noticias. Sus socios viajan bien escoltados. ¿Qué hacemos?

Castro lo llamó al fijo de casa.

—¡Maldita sea! Son duros de pelar este par. Aunque debo reconocer que esta vez han sido listos tomando precauciones y ni siquiera me lo comentaron. Pues síganlos y me van avisando qué hacen.

La noche llegaba y comenzaron a llegar los amigos y conocidos de Mauricio y Ricardo para empezar el novenario. José, el Sacerdote del pueblo ya estaba presente, Gloria y Stella también, pero Jonathan y Diego solo se fijaban en que Celeste aún no llegaba, los demás les daban igual.

—¡Padre! ¿Y su sobrina vendrá? —le pregunta Jonathan a José.

—¡Sí, hijo! Ya debería estar aquí, venía con sus amigos.

—Entonces estará por llegar. Se lo pregunto porque como ella era tan amiga de los chicos, se me hace muy raro que no esté aquí.

—¡Sí, hijo! Se querían mucho.

En ese momento entró Paula con Robinson y Celeste detrás. Diego sentía que el corazón se le quería salir del pecho y eso más que agradarle le asustaba, ya que Celeste solo era una niña y él un hombre mayor. A pesar de su forma de ser tan dominante, fuerte e insensible, había una parte de él que lo hacía sentir humano de nuevo, después de tantos años de no sentirse así, Celeste estaba reviviendo en él la llama del amor que alguna vez en su pasado sintió, pero que murió junto con su amada Ana. Esto lo perturbaba y hacía sentir débil, pues si sus sospechas sobre Celeste eran ciertas, no sabría qué hacer.

Empezaron a orar por las almas de los difuntos y Diego observaba detenidamente a una mujer que estaba cerca de Celeste. Era María Márquez, en ese tiempo la directora del hospital Santa Lucía de El Dovio y madrina de la chica. Echavarría necesitaba información sobre los archivos de nacimiento del año en que Celeste había nacido y ella era la persona indicada a la que debía acudir. No sería difícil ya que a veces coincidían en los eventos de beneficencia en los que Diego siempre hacía donaciones para el hospital.

El tiempo pasó deprisa y ya habían terminado la novena de esa noche. Las personas que asistieron seguían en la casa tomando café, que amablemente les brindó su anfitrión.

—¡Buena noche, Celeste! ¿Cómo te encuentras? —Diego aprovechó que la chica estaba sola.

—¡Muy bien! Señor Diego.

—Oh. ¿Sigues diciéndome señor?

—¡Perdón! Es cuestión de acostumbrarme.

— ¡Está bien! ¿Y tus padres?

—No pudieron venir, así que vine con mi madrina.

—María, ¿verdad?

—Sí, ella.

—Y dime algo. ¿Tú estudias en el pueblo?

—¡Sí, señor! ¡Perdón! Sí, Diego.

—Vaya, qué bien suena eso, así no me siento tan viejo. —Ambos sonríen.

—¿Por qué la pregunta? —dice la chica.

—Es que nunca te había visto por el pueblo.

—Pues siempre hemos vivido aquí —respondió Celeste—, aquí nací y estudio en el José María Falla.

—¡Qué bien! Yo también cursé mi bachiller en el Presbítero.

—¡Ah qué bueno! Yo en cambio sí he oído hablar mucho de usted. En las reuniones del colegio siempre lo nombran agradeciendo sus donaciones.

—¿Ah sí? No lo sabía, pero tampoco lo hago para obtener ningún reconocimiento. —Se estaba haciendo el desinteresado delante de la chica.

—Pero se los merece, es una persona muy buena y generosa. —Diego sentía flotar con cada palabra de admiración que le decía la chica. ¡Le encantaba!

—¡Gracias, Celeste! Y hablando de eso, me han invitado a un evento que harán en mi honor, ahí mismo en tu colegio.

—¿Sí? No lo sabía, seguramente solo asistirán los directivos y profesores, porque a los delegados de las clases no nos han dicho nada aún.

—¿Tú eres la representante de tu clase? ¡Vaya! eres una chica muy lista.

—¡Muchas gracias! Pero no es para tanto. —Entretanto se acercó la madrina de Celeste.

—¡Buena noche, Diego!

—¿Qué tal, María?

—Muy bien, gracias. Vengo por Celeste que ya nos tenemos que ir, es tarde.

—Por supuesto. ¿Si quieres las puedo llevar?

—¡No, Diego! No queremos molestar.

—Para mí no es ninguna molestia, es más, me sentiría desairado si no aceptan.

—¡Está bien! ¡Gracias! —La casa iba quedando vacía, la mayoría de las personas ya se habían marchado.

—¡Tío José! Ya nos vamos a casa.

—Yo también, hija.

—¡Vamos, padre! ¡Que lo acerco a la parroquia! —se ofreció Echavarría.

—¡Vamos entonces!

Celeste se despidió de Robinson y Paula que aún seguían allí. Subieron al coche y Diego estaba feliz, pero quien no estaba muy contento era Jonathan, que había estado observando todo lo sucedido. Vio cómo Diego estaba teniendo un acercamiento con la chica y aquello lo ponía en contrariedad con él mismo. Rápidamente llegaron a la casa parroquial donde dejaron a José y continuaron su camino bajando por la carrera novena.

—¡María, cuéntame! ¿Qué tal va el hospital? —Diego intentaba ganarse a María.

—Muy bien, Diego, en parte gracias a ti.

—¡Me alegro mucho! Me gustaría pasarme por allí. ¿Cuándo crees que podrías recibirme? Necesito que me hagas un favor.

—¡Por supuesto! Cuando quieras. Yo estoy allí todo el día de lunes a sábado, así que en el momento que vayas yo te atiendo con mucho gusto.

—Qué amable. Me pasaré el lunes entonces.

—¡Allá te espero! Y si gustas nos puedes dejar aquí, Celeste vive un poco más adelante por la escuela Policarpa Salavarrieta, pero podemos ir caminando.

—Tranquila que yo las llevo hasta la puerta de su casa. —Quería saber dónde vivía la chica exactamente, tenía el presentimiento de que la visitaría a menudo.

Unos metros más adelante, en una casa de color verde manzana con un pequeño jardín en la entrada vivía Celeste.

—¡Acá mismo es! ¡Gracias por traernos! —María bajó del coche y Celeste iba adelante al lado de Diego. Él también bajó y le abrió la puerta.

—Celeste, ha sido un gusto verte y espero que sigas yendo al novenario.

—¡Claro que sí! Cuente conmigo. ¡Hasta mañana, Diego!

—¡Hasta mañana, Celeste! —Diego se quedó mirándola hasta perderla de vista.

Ya era domingo, día de mercado en el pueblo. Los habitantes desde muy temprano empezaban a hacer sus compras y después una gran parte de la población, perteneciente a la Iglesia católica, asistía a la misa dominical de las once de la mañana. Entre los feligreses se encontraba Celeste, que asistía siempre acompañando a sus alumnos de catecismo. Ayudaba en la labor de la iglesia junto con las monjas a catequizar a los niños que deseaban hacer su primera comunión. Jonathan lo sabía y llevaba asistiendo a misa todos los domingos solo para verla, pero en esta ocasión daría el siguiente paso e intentaría de nuevo un acercamiento con ella, así que, al terminar la santa misa, como Celeste siempre era una de las últimas en salir, la esperó en el atrio.