El lado oscuro y perverso del amor

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Seis de la mañana aproximadamente a treintaiún kilómetros de El Dovio, en la vereda de Lituania.

Era una mañana fría. Llovía, la niebla cubría las montañas y el ambiente se volvía húmedo. Los tres hombres ya estaban cerca de la finca adonde se dirigían para pedir ayuda y regresar al pueblo donde estarían seguros. Llevaban toda la noche caminando por el monte en difíciles condiciones, subiendo y bajando montañas. Estaban agotados, heridos, con sed y hambre.

—¡Hemos llegado, jefe! —exclamó Gatillo rompiendo el silencio.

—¡Por fin, Carlos! Qué infierno el que hemos pasado, esperemos poder salir bien librados de esta y que por lo menos valga la pena la tortura de anoche.

Desde la reja de la entrada vieron cómo un hombre envuelto en una ruana blanca salía a recibirlos, era un hombre mayor, de cara lánguida y piel morena.

—¿Qué pasó, Carlitos? ¿Cómo? ¿Tú por aquí?

—Señor Víctor, espero esté bien. Venimos a ver si nos puede prestar ayuda para poder llegar al pueblo. Estamos en aprietos.

—Me lo imagino. Desde anoche han estado pasando camionetas por aquí en busca de tres hombres y viendo lo visto me imagino que se trata de ustedes. La noticia se regó como la pólvora, tanto movimiento por esta zona es inusual. Pero pasen y vemos qué se puede hacer, chico.

—¡Muchas gracias, señor! Y espero que me disculpe por las molestias, aunque tengo que pedirle otro favor —le dijo Carlos mientras lo apartaba de los otros dos hombres—, es que no supimos qué sucedió con los hombres que estaban trabajando en el campamento. Así que cuando ya hayamos salido de aquí y estemos a salvo, por favor envíen a algún arriero que ya haya estado antes allí llevando víveres, y asegúrese de que averigüe qué sucedió con los demás.

—No te preocupes, Carlitos, yo me encargaré de eso y de verdad espero que aquellos pobres hombres hayan tenido tanta suerte como ustedes.

—Eso espero yo también, son buenas personas.

Aquel buen hombre les dio de comer, de beber, les curó las heridas y les prestó ropa porque la que llevaban estaba destrozada y sucia después de haber caminado durante horas por la montaña.

Diez de la mañana, El Dovio.

Por las calles del pueblo se sentía la consternación de los habitantes. Nadie podía imaginarse que ese suceso solo era el principio de una larga guerra que se cobraría muchas vidas inocentes… y otras no tanto.

Celeste se preparaba para salir de casa, quería saber dónde tenían a sus amigos. Según comentaban por las calles del pueblo, (allí se aplicaba ese refrán que dice: «pueblo chico, infierno grande») esa tarde llegarían con los cuerpos para ser velados. Cuando se disponía a salir escuchó cómo aparcaba una moto fuera de su casa, miró por la ventana de su habitación y vio que era la madre de Paula. Salió deprisa para abrir la puerta.

—¡Buen día, señora Amanda! ¿Qué se le ofrece?

—Hola, Celeste. ¿Será posible que pudieras venir conmigo al hospital? Es que Paula anoche se sintió mal y la dejaron ingresada en observación. Dice que quiere verte.

—¡Claro que sí, señora! ¿Pero qué le pasó?

—Eso es lo que quiero saber. Ella dice que se tomó «por equivocación» unos tranquilizantes que estaban en el botiquín; pero no sé qué pensar, ha estado muy mal por la muerte de Robert y temo que se trate de otra cosa. ¿Entiendes?

—No lo creo, Paula nunca haría algo así, ni siquiera en un momento como este.

El hospital estaba cerca, a unas cuatro calles de casa de Celeste. No tardaron mucho en llegar. Al entrar, Celeste se sentía observada, la gente murmuraba en voz baja. Ella siguió su camino hasta llegar a la habitación de Paula.

—Te dejaré a solas con ella para que hablen cómodamente.

—¡Gracias, señora!

La puerta estaba abierta. Olía a alcohol, desinfectante, cloro, guantes de látex, medicamentos. Aquel olor característico e inconfundible de una mezcla de sustancias que da como resultado ese inconfundible olor a hospital. Paula estaba acostada en la cama con la mirada puesta en la ventana. Tenía un aspecto demacrado, con ojeras, pálida, los labios secos y blanquecinos.

—¡Hola, Paula! Vaya facha que llevas hoy. —La chica hizo una mueca fingiendo una sonrisa.

—Perdona mi aspecto, pero no he estado de ánimo.

—Lo sé, todos estamos sufriendo, pero hay que continuar. Es lo que hubiera querido Robert para ti y lo sabes. Ahora dime, ¿qué pasó anoche?

—No lo recuerdo muy bien, había llorado tanto que simplemente quería dormir y no pensar más; así que fui por los tranquilizantes de mi madre y tomé algunas pastillas. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté aquí.

—¡Vaya por Dios! Pues sí que dormiste, sí. —Pasaron un rato en silencio—. Oye, Paula, ¿recuerdas aquella noche que fuimos a ver las estrellas desde lo alto de la Montañuela y hablamos de nuestros sueños? Robert dijo que su deseo era terminar el bachiller, estudiar una carrera como piloto de avión y casarse contigo. Que tú serías azafata y le acompañarías en todos sus viajes. —Las dos chicas sonrieron.

—Sí, claro que lo recuerdo.

—Pues quédate con esa imagen de él y honra su memoria siendo fuerte.

—Es lo que más deseo, poder ser fuerte, pero cuesta muchísimo. —Celeste la abrazó y así estuvieron un buen rato.

—¿Y tú como estas, amiga?

—Intentando ser fuerte, aunque cueste. Los voy a extrañar mucho y aún nos queda lo más difícil, acompañarlos en su velorio y entierro. Esta noche los traen de vuelta para el pueblo, así que tenemos que estar preparadas. —A ambas se les escapaban las lágrimas—. Me pasaré por casa de Robinson a ver qué tal está hoy —dijo Celeste intentando recuperarse.

—¡Vale! dale un beso de mi parte.

—Claro. En la tarde me pasaré de nuevo por aquí para ver si te dan el alta.

Celeste salió del hospital. Se dirigió a casa de su amigo que vivía a la vuelta de la esquina de su casa. Seguía lloviendo y el día estaba triste. No habría caminado demasiado cuando sintió acercarse un vehículo. La muchacha miró a un lado y vio un Toyota Land Cruiser 4x4 negro. Un coche que llamaba mucho la atención. Conducía un chico que ya había visto antes por el pueblo y en sitios que ella acostumbraba a frecuentar, pero no sabía quién era.

Era pelirrojo, blanco, ojos marrones, entre veinte y veinticinco años, con muy buena presencia.

—¡Hola, Celeste!

—¡Hola! —respondió sorprendida—, perdona. ¿Te conozco?

—No, pero eso puede cambiar ahora mismo, me llamo Jonathan Casillas. Mis amigos me dicen Cirujano (lo llamaban así, porque de niño soñaba con ser un gran médico cirujano. Pero el destino cambió por completo el rumbo de su futuro) y soy el escolta de un hombre muy conocido en el pueblo, se llama Diego Echavarría. ¿Sabes quién es?

—Sí, aquí todos lo conocen; pero yo nunca he tratado con él, aunque es el padrino de mi mejor amigo.

—Sí, de Robinson.

—Exactamente, de él. ¿Lo conoces?

—Sí, lo he visto varias veces cuando ha visitado a mi jefe. Si quieres te puedo llevar a donde tengas que ir.

—¡No, muchas gracias! Prefiero caminar, pero eres muy amable. —La chica siguió su camino y el joven la seguía a la par en la camioneta.

—¿Te da miedo que te lleve porque no me conoces?

—Puede que sea uno de los motivos, pero la verdad es que quiero estar sola. Sin ánimo de ofenderte claro.

—Para nada linda, lo entiendo. De todos modos, ha sido un placer conocerte y ya nos veremos.

—Seguro que sí, si trabajas en el pueblo fijo nos cruzáremos alguna vez.

—Eso no lo dudes. —El chico sonrío y aceleró la camioneta.

En unos pocos minutos la chica llegó a casa de Robinson, la puerta estaba abierta como de costumbre, en el pueblo nadie la cerraba a no ser que salieran de viaje o cayera la noche. Se disponía a tocar la puerta cuando vio que su amigo venía por el pasillo para recibirla.

—¡Hola, Celeste! Qué bueno que hayas venido, pensaba ir ahora mismo a buscarte. Ya me enteré de lo que sucedió con Paula. ¿Cómo se encuentra?

—Está bien dentro de lo que cabe. ¿Y tú cómo estás?

—¡Ahí voy! La verdad sigo asustado y muy triste, pero qué más puedo hacer. Y en cuanto a Paula ¿es verdad que intentó suicidarse?

—Pero ¿quién te ha dicho eso?

—Lo comentan por el pueblo, ya sabes cómo son aquí y el rumor ya está en todos lados.

—¡Qué tonterías dice la gente! ¡Eso es mentira!

—Me alegro de que así sea porque eso sería terrible; y cambiando de tema me ha dicho mi padre que en cuanto traigan a Mauricio y a Robert los van a velar en casa de mi padrino, él es muy amigo del señor Antonio y el señor Ricardo; así que ofreció su casa.

—¡Ah, vale! Qué casualidad, hace un momento conocí al escolta de tu padrino. Se me acercó y se presentó.

—¡Ah sí! Se llama Jonathan, pero es algo más que un escolta. Mi padrino lo acogió desde que era un niño.

—¿En serio? ¿Y su familia?

—La verdad no sé bien qué pasó. He oído que tenía un hermano que de un momento a otro desapareció, entonces mi padrino lo acogió, le dio estudios y ahora lo quiere tanto o más que a su propio hijo.

—¡Ah! ¿Tu padrino tiene hijos?

—Sí, tiene uno, pero hace muchos años que se lo llevó del pueblo, desde que mi madrina murió. Yo lo he visto solo un par de veces cuando hemos viajado a la capital.

—Pues no lo sabía. Bueno, lo de tu madrina sí porque me lo has contado alguna vez, pero no tenía ni idea de que el señor Diego tuviera un hijo. Me gusta mucho la forma de ser de tu padrino y lo que hizo por ese chico es un gesto muy noble.

—Sí, él es una gran persona, incluso está misma mañana me llamó para preguntarme cómo estaba, y también quería saber si había visto algo o a alguien. Vamos, algún detalle que ayude a la investigación. Yo le conté lo que vi, a dos desconocidos en una moto. Nada más.

 

—Sí, fue lo mismo que vi yo, así que de poco servirá lo que vimos. En fin, luego tengo que volver al hospital. ¿Vas a venir conmigo a ver a Paula está tarde? ¿O ya nos vemos esta noche en casa del señor Diego?

—Paso por ti esta tarde.

—¡De acuerdo!

Celeste se fue a su casa, debía prepararse y avisar a sus padres de que pasaría la noche fuera, en el velorio de los chicos.

Ya serían las cinco de la tarde cuando llegó Robinson en medio de la lluvia insistente de aquel día, a decirle que ya habían llegado con los cuerpos de los jóvenes. Una vez más era hora de revivir el dolor.

—No hace falta que vayamos al hospital, Paula ya está en casa de mi padrino. Su madre la llevo hace un rato y dice que está muy mal —afirmó Robinson.

—¡Pobre Paula! Entonces vamos directamente para allá —respondió Celeste con la voz entrecortada.

La idea de ver a sus amigos en un ataúd le angustiaba, quería salir corriendo y perderse para no tener que pasar por ese trago tan amargo, tener que decir adiós para siempre a alguien que se quiere. Sabía que al dolor y al temor había que enfrentarlos porque nada se solucionaba huyendo de ellos, así que tomó una bocanada de aire y subió a la moto de su amigo.

La suave brisa rozaba su rostro y unas minúsculas gotas de agua se posaban en él, hacía frío y la lluvia parecía estar cesando. Quería que el tiempo transcurriera muy lentamente y retrasar todo lo posible el momento en que tuviera que entrar en aquella casa y ver con sus propios ojos que todo era real. Mauricio estaba muerto. No había sido una pesadilla, las lágrimas se adueñaron de sus grandes ojos color turquesa. Iba abrazada de la cintura de Robinson y posaba la cabeza en su espalda mientras lloraba.

2

Un amor tormentoso

Cuando un amor pasa a ser obsesivo, la sed de poseerlo se vuelve insaciable, hasta el punto de perder la cordura y pensar que todo lo que se hace es por amor. Incluso llegando a justificar con ese amor el daño causado.

Celeste nunca había estado en aquella casa. Solo veía la gran verja de la entrada, que por lo general estaba cerrada cada vez que pasaba por allí. Estaba ubicada en una de las salidas del pueblo a orillas de la vía El Dovio-Roldanillo. Era una casa grande y lujosa, o por lo menos eso era lo que se podía apreciar desde afuera.

Diego Echavarría, el dueño de aquella hermosa casa, era una figura muy importante en el pueblo, reconocido por su ayuda humanitaria en la localidad y benefactor de muchos proyectos ejecutados por la Alcaldía Municipal del pueblo. También era un hombre muy atractivo y bien conservado que no llegaba a los cuarenta años. Algunas canas brillaban entre su oscura cabellera y esto lo hacía más interesante.

Poseía varias propiedades en el pueblo, entre las cuales se encontraba aquella casa de dos plantas, rodeada de césped y unos cuantos árboles centenarios. En la entraba había una gran verja negra que al abrirse dejaba apreciar un camino hecho de gravilla color blanco que terminaba en la casa. En el recibidor había unos sillones de fibra sintética color marrón y una mesilla, unos cuantos helechos que desprendían colgados desde el tejado y una colorida hamaca. A los lados del camino sobre el césped, solían aparcar los vehículos.

Al paso que iban entrando, Celeste miraba curiosamente la propiedad que era preciosa. Después de pasar el porche, había una puerta doble de madera que estaba completamente abierta, en su interior un enorme salón con una decoración exquisita y moderna. En ese momento Celeste no se fijó en aquella superficialidad, lo único que veía desde la entrada eran dos ataúdes en medio de aquel maravilloso salón, lo cual le restaba belleza. Sintió que el dolor estaba tan vivo en su interior que la quemaba, eran como mil cuchillos atravesando su corazón, llegando hasta la garganta y ahogándola en sus propias lágrimas.

Se acercó para verlos y así convencerse de una vez por todas de que los había perdido para siempre, que ya no volvería a ver a Robert de la mano de su amiga riéndose de las tontas conversaciones que a veces sostenían, ni a Mauricio mirándola con ojos de enamorado y sonriendo cada que la veía llegar al colegio. Ya no lo vería más jugando los partidos de fútbol que tanto le gustaban, ni en la biblioteca leyendo libros que solo ojeaba para estar cerca de ella. Al mirarlos la sensación fue horrorosa. Su piel inerte y sin color los hacía ver diferentes, la vida se les había escapado demasiado pronto y ya no estaban, se habían ido. En ese momento iba bajando del segundo piso el dueño de aquella increíble y lujosa propiedad. El señor Diego Echavarría que hacía acto de presencia para saludar a las personas que se encontraban en su casa acompañando a los chicos en su velorio. Al llegar a los últimos escalones vio a una chica de perfil en medio de los féretros. Se le hizo familiar así que se acercó a saludarla.

—¡Buena tarde, señorita! —Celeste volvió su rostro y lo miró respondiendo al saludo.

Diego se quedó perplejo, asombrado y muy nervioso. No lo podía creer, era idéntica a ella. Una copia totalmente perfecta de la mujer que lo había sido todo para él, su primer, único y verdadero amor. Los recuerdos le llegaban instantáneamente y un sentimiento de profunda tristeza lo invadió por completo. Aquella historia no había terminado bien.

—¿Ana?

—¡No, señor! Se equivoca, soy Celeste Paz Courel —la chica se presentó.

—¡Perdona! Te he confundido —respondió Diego sin apartar la mirada de ella.

—¡Tranquilo! No pasa nada, señor. —La mirada de aquella chica lo tenía impactado, su rostro, su cabello… toda ella era perfecta.

—¡Pero qué bonito nombre tienes! —dijo cuando por fin pudo hablar—. Yo soy Diego Echavarría. —Se dieron la mano para presentarse formalmente.

El hombre se estremeció al sentir su delicada mano entre la suya. Una mezcla de alegría y tristeza lo invadía.

—Es un gusto conocerlo, señor, lástima que sea en estas circunstancias.

—El placer es todo mío, Celeste, no te imaginas cuánto. —Ella lo miraba con asombro por sus palabras.

—Disculpa si te incomodó lo que dije. Es que verte me trajo muchos recuerdos de alguien de mi pasado y por un momento pensé que eras ella. ¡Lo siento!

—No se preocupe, lo entiendo. —Él no deseaba dejar de mirarla.

Al otro lado del salón se encontraban Stella y Gloria, las madres de los jóvenes asesinados. Estaban totalmente aturdidas de dolor y sin poder dar crédito a lo que había sucedido.

El tiempo pasaba, cada vez llegaban más personas y otras se iban. Celeste y sus dos amigos seguían allí junto a Stella y Gloria dándoles apoyo. Aunque algo muy extraño parecía estar sucediendo, los padres de los chicos no aparecían por ningún lado. Se esperaba que llegaran aquella tarde de donde quisiera que estuviesen, pero ya era de madrugada y no habían llegado. Tampoco había manera de avisarles, ya que no existía telefonía móvil en aquella zona, solo quedaba esperar a que llegasen antes del entierro de sus hijos, que se llevaría a cabo la tarde de aquel mismo día.

Dos de la mañana, viernes 15 de noviembre, vereda Lituania.

El señor Víctor había estado durante el día vigilando e investigando en la zona, si los verdugos de sus protegidos aún seguían por el lugar. Había oído decir a los demás campesinos que aquel grupo de hombres estaban registrando ilegalmente todos los vehículos que pasaban por allí en dirección al pueblo, así que la mejor opción que encontró aquel buen hombre para ayudar a huir a sus amigos era la de salir aquella madrugada por el monte hasta pasar el control de registro que estaban haciendo aquellos sujetos por la carretera.

Decidieron emprender la travesía por la montaña, caminar durante horas, hasta llegar a un lugar en donde los esperaría una camioneta en la que se encaminarían a su último destino, El Dovio. Lograron pasar desapercibidos en medio de la oscuridad caminando entre los árboles y la maleza de aquella montaña.

Era cerca del mediodía cuando llegaron a una cabaña que, a lo lejos, parecía abandonada. Al acercarse se percataron de que había un hombre subiendo bultos a una camioneta. Se trataba de quien los ayudaría a llegar a su última parada en aquella lucha por sobrevivir.

—¡Hemos llegado! —exclama el anciano con tono de cansancio y alivio a la vez—. Hasta aquí los acompaño, señores, quedan en manos de mi hijo Mario, él se encargará de llevarlos hasta el pueblo. Espero que tengan suerte. Según me han dicho no hay más registros a partir de este punto, pero es mejor estar prevenidos. Yo les aconsejo que vayan escondidos en la parte de atrás con la carga de bultos de maíz.

—¡Está bien! Seguiremos su consejo tan sabio y también quiero darle las gracias, señor, le debemos la vida.

—De nada, Carlitos, para eso estamos los amigos. Me saludas a tus abuelos cuando los veas.

—¡Claro que sí! Estarán encantados de saber de usted y mucho más cuando se enteren que me ha salvado de un buen problema. —Se dan una palmada en la espalda mutuamente y se despiden.

Ricardo y Antonio también se despidieron agradecidos por toda la ayuda prestada.

—Créame, señor Víctor, que toda su ayuda será bien recompensada —asegura Antonio Quintana.

—No se preocupen por mí, caballeros, mejor pongan toda su atención en salir con bien hasta el pueblo, que aún les queda un par de horas de camino y mi hijo se está arriesgando mucho.

—Lo sabemos señor, por eso le estamos doblemente agradecidos. —Sin más palabras Víctor se retiró y los tres hombres subieron en la parte trasera de la camioneta. Una Toyota hilux de color rojo que destinaban para transportar cargamentos de verduras, legumbres o animales. Se escondieron detrás de los bultos de maíz y se fueron platicando sobre todo lo sucedido tratando de encontrar al culpable, ya que era obvio que alguien los había traicionado. Sus verdugos sabían la localización exacta y el día en que los dos socios estarían allí, era imposible que fuese una casualidad. De lo que sí estaban seguros era de que no se trataba de la policía, ya que ese tema El Conde de Texas lo tenía controlado.

En aquel momento solo deseaban llegar a El Dovio y reunirse con su tercer socio. Un hombre del pueblo muy poderoso del cual nadie sospecharía que estuviese metido en aquellos negocios sucios. Se trataba de Diego Echavarría, conocido en la organización como El Fantasma porque era como si no existiese dentro del negocio. El Conde de Texas lo tenía como comodín. El pueblo lo respetaba y estimaba. Siempre hacía lo posible para que los habitantes estuvieran bien, destinando cuantiosas donaciones a los colegios, al asilo de ancianos, al único hospital que existía en El Dovio, y cuando alguien requería de su ayuda siempre trataba de socorrerle; pero todo aquello era solo una fachada para desviar la atención y no levantar sospechas de sus actos delictivos.

Por otro lado, el famoso Conde de Texas, el gran jefe de la organización era quien se encargaba por medio de El Diablo, su fiel servidor y ejecutor de los trabajos sucios, de sacarlos de apuros cuando había problemas; sobornando policías, militares, políticos, abogados y hasta jueces si se daba el caso.

Aunque en ese momento lo que más le preocupaba era la aparición de la agente Hunter. Sabía que con ella no podría negociar para comprarla y sería como un dolor de muela para él si seguía inmiscuyéndose en sus asuntos. A pesar de que la organización estaba muy bien estructurada y protegida, le preocupaba tenerla rondando por ahí; pero tampoco podía hacer nada para sacarla de en medio porque asesinarla no era una opción.

Dentro de las funciones de la organización, Antonio Quintana y Ricardo Grajales eran los que se arriesgaban dando la cara en la fabricación y distribución de la droga. Mientras que El Fantasma era la cara amiga y protectora del pueblo de quien no se dudaba de su integridad y apego a la ley. Era la figura pública perfecta para encubrir las atrocidades que la organización causaba a su paso, pero Echavarría tenía un propósito aún más ambicioso: lo quería todo, dinero, respeto y poder. Para conseguir todo aquello se tenía que ir deshaciendo de obstáculos y para ello tenía un plan macabro que ya había puesto en marcha con el fin de eliminar a sus socios y descendientes. Desviando así las sospechas hacia los enemigos de la organización. Una buena jugada para sus planes, ya que, si eliminaba a Antonio y a Ricardo del negocio, El Conde de Texas no tendría más remedio que seguir negociando con él directamente y bajo sus condiciones. Quería tener el poder absoluto sobre el pueblo y sus socios eran un estorbo para conseguir su propósito.

 

El sol brillaba con intensidad después de los últimos días de lluvia y el pueblo se preparaba para despedir a Mauricio Quintana y Robert Grajales. La institución educativa José María Falla, donde estudiaban las víctimas, había decretado tres días de luto y aquella tarde toda la plantilla de la institución participaría vistiendo el uniforme del colegio en un desfile como homenaje a sus dos alumnos, acompañando los féretros hasta el cementerio para darles el último adiós. El tiempo pasaba de prisa y ya se acercaba la hora de la misa. Celeste, Paula y Robinson estaban al lado de los chicos llorando sobre sus ataúdes. Era una escena desgarradora y a medida que se iba acercando la hora de despedirlos definitivamente, el dolor se intensificaba de tal forma que ya no se sabía qué era real y qué no. La tristeza se magnificaba infligiendo un dolor tan insoportable en Celeste que trataba de aislar su mente a un mundo fantasioso donde no sentía nada, donde la realidad era otra muy diferente a la verdadera.

Jonathan se encontraba de pie en la puerta observando a Celeste desde hacía un buen rato.

Sentía ternura y un poco de lástima al verla así de triste, algo retorcido si se tiene en cuenta que dos noches atrás había asesinado a varios hombres a sangre fría e intentó, sin éxito, acabar con la vida de los padres de los chicos. Algo que tenía un poco disgustado a su jefe. Cirujano había dejado a sus hombres buscando a los socios y al escolta porque quedarse era peligroso, lo conocían.

Diego se encontraba al lado de las afligidas madres, sentado en un sillón enfrente de los fallecidos. Estaban tristes y preocupadas porque sus maridos no llegaban, algo no iba bien y lo sabían. La angustia no les daba respiro y su único apoyo en aquel momento era Echavarría, quien sin ellas saberlo era el culpable de tan enorme desgracia.

Echavarría tampoco podía dejar de mirar a Celeste y preguntarse cómo era posible que aquella adolescente tuviera tanto parecido físico a su dulce y fallecida amada. Por supuesto, eso no se quedaría en suposiciones, pensaba investigar hasta el fondo aquel asunto y empezaría indagando sobre la vida de los padres de la chica, los cuales se encontraban allí presentes consolando a su pequeña. Quería saber si aquella familia tenía algún parentesco con Ana, su amor eterno y tormentoso. Por suerte para él, sus compadres también estaban allí. ¿Y a quien mejor para preguntar que a ellos que llevaban toda una vida en el pueblo y conocían a todas las familias?

Había llegado la hora de salir para la iglesia y los nervios hacían estragos entre los presentes, el llanto y el dolor reinaban en aquella casa porque el final definitivo había llegado. A las afueras había una multitud de personas. Se encontraba todo el personal del colegio esperando a que salieran con los chicos para la iglesia y el grupo de música, quienes iban de blanco, entonando el himno a la alegría.

A tan solo ocho kilómetros del pueblo se encontraban los tres desaparecidos. Les quedarían alrededor de unos veinte minutos para llegar. Las condiciones de la carretera sin pavimentar, los numerosos hoyos y rocas para esquivar, eran condiciones que hacían más largo el camino. De repente se detuvo la camioneta roja. Pensaron en que algo iba mal, que seguramente habría algún control y los descubrirían, del susto sus corazones querían salir del pecho. Se quedaron totalmente en silencio esperando lo peor.

Escucharon cómo se bajaba el conductor y se acercó en silencio a la parte trasera de la camioneta, abrió la puerta, se subió tomando un bulto de maíz y con voz baja les dijo que no temieran, que tendrían que seguir escondidos y en silencio unos minutos más porque debía entregar una parte de la carga. Noticia que los alivió después de haberse imaginado lo peor.

Entre pláticas y cafés había pasado alrededor de una hora, aunque cualquier espera era poca después de todo lo que habían tenido que pasar; por suerte ya estaban cerca de su objetivo y era lo que importaba. Al cabo de unos pocos minutos escucharon cómo el chico por fin se despedía y subía de nuevo a la camioneta, ya podían respirar tranquilos porque seguirían su camino.

Mientras tanto en El Dovio, en la parroquia el padre José daba por finalizadas las exequias e iniciaba el desfile fúnebre que recorrería las calles principales en dirección a las afueras del pueblo, en donde se encontraba el cementerio; justo en la dirección hacia algunas veredas y por donde tendría que pasar la camioneta roja con los sobrevivientes de una noche de terror.

Asistieron muchas personas a darles el último adiós a los chicos. Había un gran desfile de coches y motos acompañando a los jóvenes que eran muy conocidos en el pueblito y sus alrededores por participar en campeonatos de futbol.

Mauricio era el deportista estrella del equipo del colegio.

Celeste, Paula y Robinson no se despegaban del lado de los féretros en compañía de sus padres, quienes habían estado todo el tiempo al lado de ellos apoyándolos en todo momento. Echavarría y Jonathan acompañaban a Stella y a Gloria, ya que sus maridos por motivos desconocidos no aparecían. Ninguno de los dos apartaba la vista de Celeste.

Aquel par de hombres llevaban alrededor de un mes en el pueblo. Diego hacía años que iba y venía de sus viajes de negocios, aunque no solía quedarse mucho tiempo, a pesar de que era su pueblo natal en el que había crecido, pero en esa ocasión se encontraba en el pueblo porque debía ejecutar el plan en contra de sus socios. Cirujano ya había estado varias veces en El Dovio, pero aquella vez iba a ser diferente. El mismo día en que llegó, por casualidad, vio a Celeste saliendo del colegio quedando instantáneamente flechado por su belleza y desde ese momento se dio al deber de conocer todo sobre ella, la chica le interesaba mucho. Hasta ese momento ya lo sabía casi todo sobre ella, dónde vivía, qué hacía después del colegio, quiénes eran sus amigos y por su puesto sabía del interés de Mauricio por ella.

Se había sentido aliviado cuando se enteró de los planes de Diego para matar a Mauricio, pensó ingenuamente que era su oportunidad de conquistar a la chica, ya que su rival desaparecería.

Cirujano, aunque era muy joven aún, llevaba una vida oscura y no le temblaba la mano para asesinar a sangre fría con tal de proteger o complacer a su jefe, a quien quería como a un padre. Era un chico duro y rústico, pero con sentimientos firmes y sinceros.

A pesar de que Diego había criado a Jonathan y a su hijo Steven juntos, este último era muy diferente. Era un chico soñador, romántico, responsable y algo ingenuo, ignoraba los verdaderos negocios de su respetado padre. Al contrario, Jonathan estaba al tanto de todo y siempre lo acompañaba en todos sus viajes. Había decidido dedicarse a cubrirle las espaldas a su protector y salvador, porque se sentía en la obligación de protegerlo. Su hijo en cambio había decidido entrar a la universidad y estudiar Administración de Empresas. Quería que su padre se sintiese orgulloso de él, pero Diego siempre había tenido cierto favoritismo por Cirujano, lo veía como a su propio reflejo juvenil.

—¡Si me disculpan un momento, por favor! ¡Ya regreso! —Diego se disculpó con las afligidas mujeres y se acercó a Wilson y a Martha.

—¡Compadre! En cuanto termine el entierro quiero hablar contigo, así que te espero en mi casa.

—¿Pasa algo? —pregunta Wilson con preocupación.