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Con admiración y alegría he presenciado tu grandiosa trayectoria pública. Sin duda me dispensas de hablarte humildemente de ello o de tratar de mostrarte mis logros. Hablo en presente, pues espero reencontrarnos como amigos. Mi formación científica comenzó por necesidades humanas de carácter secundario; así tuve que ir siendo empujado hacia la Ciencia, y el ideal juvenil debió tomar la forma de la reflexión, convirtiéndose en sistema. Ahora, mientras aún me afano en ello, me pregunto cómo encontrar la vuelta para intervenir en la vida de los hombres (2014a, 489, el énfasis es mío).

Ahora bien, es innegable que la filosofía hegeliana toda evidencia complicaciones para objetivar el ideal, espíritu o forma. Y eso sí será coherente entre el periodo temprano y el tardío. Las dificultades que encuentra Hegel en la manifestación del amor son evidentes. El amor, que podría ser “equivalente” a espíritu en este punto, no puede hacerse intuitivo sino al costo de su aniquilación, de su separación. Porque si se manifiesta no tiene otra alternativa que adoptar la forma del mandato (cuestión que indefectiblemente ocurre en el Sermón de la Montaña). El problema es que Hegel quiere pensar un amor sin dominación, un amor como absoluta ilimitación entre el hombre y lo divino: “Solo el amor quiebra el poder de lo objetivo, sólo él derriba ese ámbito entero; el límite de una virtud siempre seguía sentando en su exterior algo objetivo; tanto mayor era la insuperable diversidad de lo objetivo sentada por la pluralidad de las virtudes; solo el amor es sin límites, lo que él no ha unido carece de objetividad para él, o no ha reparado en ello o solo es virtual, no lo tiene delante” (Derrida 2015, 419). ¿Cómo pensar el infinito? ¿Cómo darle forma al amor?24

Esta desconfianza frente a la objetividad nos devolverá a la reflexión sobre la belleza, a la coincidencia que –no es posible negar su efectividad– detecta Derrida entre el Hegel temprano y el sistemático a propósito de la incapacidad, antes bien, de la falibilidad de la encarnación de la figura por condena del material (2015, 81-84)25.

VIII. La trenza. Ya a estas alturas del argumento, Derrida ha presentado casi todas sus críticas al pensamiento del amor hegeliano. El amor es ya el sistema en ciernes, y entonces lógico. Porque lógico, no sería capaz de resistir el pensamiento dialéctico (esta sería mi exégesis de su hipótesis), sería, antes bien, la dialecticidad en la forma de una semilla ya infinita, absoluta, sin pliegues. La matriz es casi aristotélica. De aquí en más, Derrida desplegará como una trenza sus distintas subhipótesis, entramándolas, anudándolas para hacer del pensamiento de Hegel una unidad sin afuera, sin apertura ni relieves. Esta trenza tendrá como eje articulador el motivo de la reconciliación absoluta que abordé en III., pero que regresa para aplanar todo accidente que haya quedado levantado a lo largo de la reconstrucción derridiana, más fiel incluso que Hegel al movimiento especulativo.

Y así, el cristianismo es reconciliación desde su escena fundacional, la comunión: “La unión, la comunión, la reconciliación forman una sola cosa con el Sein” (Derrida 2015, 105). Sein es Aufhebung. Esta reconciliación del amor cristiano quiere ser presentada como analogía de una de las figuras del saber absoluto de la Fenomenología, la “madre efectiva”26. Sin embargo, permaneciendo en la comunidad de Jesús, Hegel nos recuerda que Jesús parte y porque parte el proyecto del amor fracasa. Es todavía demasiado unilateral. Para Derrida, en el fondo, Jesús no amó tampoco, abandonó sus relaciones con el mundo tal y como lo hizo Abraham (2015, 105). El punto que Derrida no considera aquí es que, en su análisis de Jesús, para Hegel lo relevante es que la partida del hijo de dios tiene como objeto distinguirse del amor, esto es, no encarnarlo o darle figura, pues en tal caso corre el riesgo de replicar la estructura autoritaria que denunciaba entre los judíos y en Kant, es decir, convertirse en la figura positiva del amor y aniquilarlo. No obstante, como el mismo Hegel diagnosticó, el cristianismo deviene positividad, se equivoca, olvida el amor tal y como el judaísmo. Pero distingue aquí a Jesús; lo diferencia tanto del judaísmo como del cristianismo, giro que se opera en el tránsito entre el conjunto de fragmentos conocido como “Die Positivität der christlichen Religión” y aquel de El espíritu del cristianismo.

Aunque Derrida vincula este amor sintiente con el final de la Fenomenología, su estrategia más certera es siempre entroncar con el derecho; tiende así a leer la noción de matrimonio de los textos tempranos como la misma figura que se despliega al comienzo de la sociedad civil. Para Derrida, el matrimonio es una castración del goce: “A este secreto del goce que se sacrifica, que se inmola a sí mismo, es decir, en el altar del goce, para no destruir(se) a sí mismo y al otro, al uno en el otro, al uno por y para el otro –no-goce e im-potencia esenciales–, es a lo que Hegel llama el amor. Ambos sexos pasan el uno al otro, son el uno para y en el otro, lo cual constituye el ideal, la idealidad del ideal. / Esta idealidad tiene su ‘medio’ en el matrimonio” (2015, 141-142). El matrimonio aseguraría la preservación del amor y a la vez haría posible que el deseo se libre del goce. Derrida lo retoma como un modo de encajar, de nuevo, el pensamiento del Hegel temprano en el horizonte sistemático.

No entraré, por cuestiones de extensión, en el detalle sobre el abordaje derridiano del matrimonio. Acá se entabla una discusión importante sobre el contrato, la lucha por el reconocimiento y el papel que ocupa el matrimonio en el silogismo ético (2015, 141-142), así como sobre las diferencias con respecto a Kant y la consideración o la anulación de la diferencia sexual (2015, 159) en el matrimonio. Son particularmente interesantes las reflexiones sobre el deseo y la herida, que se vinculan con el amor (2015, 156, 160)27, pero no directamente relacionadas con la persecución que he querido exponer acá, vale decir, la lectura continua que establece Derrida entre el joven y el viejo Hegel28. Lo que le importa es demostrar cierta unidad del amor, esto es, que no es tu amor ni mi amor, como si el infinito pudiera dividirse, sino nuestro amor (2015, 179-180). El amor, para ser infinito, necesita esta reunión, esta reconciliación única que logra constituir el basamento de la familia cristiana, modelo para el primer estadio de la eticidad del derecho.

En este sentido, los problemas que Derrida ha detectado en Hegel a propósito de la objetividad vinculan indefectiblemente el amor y su imposible encarnación al rechazo de la positividad de la ley, que es también condena del signo y de la palabra escrita. La “pura formalidad” es ciertamente el vicio que obliga a Hegel a sostener una pugna de modo tan temprano con la escritura, que nos remite –sí, lo sabemos– al histórico problema de la palabra como muerte29 frente al aliento que insufla vida y que dona la forma –en principio el signo supera el significante como un puro momento, es decir, no lo reconoce como una resistencia–. Esta sería la misma lógica en el caso del matrimonio, en el cual lo relevante no está del lado de la firma de quienes han contraído el matrimonio, no en el formalismo, sino en el sentimiento que los anima, el amor.

El signo lingüístico, elemento de espiritualización sublimante, releva precisamente la formalidad sensible de la operación. En él el significante se encuentra elevado y cumplido. Si se confundiera el matrimonio con la “formalidad externa” de la constatación, no se comprendería nada de su espiritualidad viva. Nos quedaríamos en el afuera sensible que, como siempre, forma sistema con el formalismo. Atenerse a la formalidad de la firma es creer que el matrimonio (o el divorcio) dependen de ella; es negar la ética del amor y volver a la sexualidad animal. Ahora bien, ¿en qué consiste la ética del amor que no se satisface con ninguna prescripción burguesa o civil (bürgerliche Gebot)? (2015, 220).

Así, la ética del amor condenaría toda manifestación externa30 y, a la vez, las inclinaciones más bajas. Elevaría la materia hasta la forma de la estatua a la reunión con lo divino sobre la base de un principio que, en realidad, no puede, no ha podido tener más expresión que las lágrimas de María Magdalena. Su belleza es, como toda belleza para Hegel, perecedera.

***

Una ética del amor que se ha construido mirando el ejemplo de Jesús parece prevenirnos de los equívocos que la Dido virgiliana cometió en Cartago una vez llegado Eneas. Porque no respetó el pudor, porque se dejó llevar por la inclinación y el deseo infinitamente singulares despertados por el troyano, erró como los héroes y tuvo que morir en un tiempo que no era el suyo. Tuvo que propiciarla porque amó sin la reconciliación que, según Derrida, nos promete Hegel, sin las restricciones externas del contrato; aunque Hegel –el temprano– no manda el contrato, sí aconseja la liberación respecto de la heteronomía de las inclinaciones. Una ética del amor debiera, tal y como Derrida la lee en Hegel, preservar nuestro amor. Y entonces no cabe un amor como el de Dido. El modelo de esta ética temprana es, sin lugar a dudas, el de Penélope que espera presta en el telar y el de Odiseo que retorna de su viaje, sin referencia a sus amoríos con Circe. Ellos se reconcilian al modo antiguo, es decir, a través de una suerte de anagnórisis por señales (el reconocimiento de nuestra cama, i.e., de nuestro amor), y los veinte años que han pasado desaparecen de pronto, desaparición que los reúne y los reconcilia.

 

Aunque a lo largo de este capítulo he intentado sugerir que el amor, tal y como lo concibe Hegel antes de 1800, es muy distinto de lo que la teoría se empecinará en llamar dialéctica más tarde (es decir, justamente lo contrario de lo que ha hecho Derrida), es innegable que la lectura atenta y tendenciosa del filósofo francés ha mostrado grietas en el argumento de Hegel: el amor de Jesús no es el amor nuestro. Una ética del amor tan desapasionada, aunque intenta salvaguardar nuestra singularidad frente a la ley, se olvida igualmente de la inclinación, tal y como lo ha hecho Kant.

Sin embargo, un pensador tan trágico como Hegel, que estudió en profundidad a Sófocles y que leyó bien a los romanos, intuyó que el amor nuestro se parece menos al pudor de Lucrecia que a la falibilidad de Dido, menos a Penélope y mucho más a Fedra, presa de sus inclinaciones; reconoció, al terminar de escribir sobre el destino del cristianismo, que nuestra libertad no era posible en el marco de una ética del amor como la de Jesús y que la separación a la que nos somete el juicio no puede retroceder a la unidad de un estado prerreflexivo. Y así, negarle la posibilidad de haber cambiado, de haber tenido que abandonar su fe en la unión mística que el amor prometió al encarnarse en el pan, es negarle a la vez todo crecimiento, todo decurso, toda distinción. Y es condenarlo, también, a la ingenuidad de una reconciliación todavía frágil o – como lo diría más o menos él a propósito del espíritu en el pan– a una promesa que quiso hacernos del infinito y que, no obstante, se deshizo en la boca, todavía entre los dedos.

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5 Hegel fue consciente de esta insuficiencia y la consignó al terminar de escribir el grupo de fragmentos conocido como El espíritu del cristianismo y su destino.

6 Véase Vieweg 2011.

7 Esto se abordará más adelante.

8 “El ser es Aufhebung. La Aufhebung es el ser: no como un estado determinado o como la totalidad determinable del ente, sino como la esencia ‘activa’, productiva del ser. No puede, pues, convertirse en el objeto de ninguna pregunta determinada. Se nos reenvía a ella sin cesar, pero este reenvío no reenvía a nada determinable. Imposible, por ejemplo –pero el ejemplo también se releva–, comprender el advenimiento de la verdadera familia (amor y monogamia), de la familia cristiana, sin tener en cuenta la Aufhebung del derecho abstracto” (Derrida 2015, 43).

9 “El esquema de la Filosofía del derecho ya está aquí: el amor como relevo del derecho y de la moralidad abstracta, es decir, de una escisión entre la objetividad y la subjetividad” (Derrida 2015, 43). “ ‘La moralidad (Moralität) releva (hebt auf) la dominación (Beherrschung) en los círculos de aquello que ha alcanzado la conciencia; el amor releva los límites del círculo de la moralidad; pero el amor mismo es todavía una naturaleza incompleta’. Anticipación de la Filosofía del derecho: el amor (unidad sentida de la familia) releva la moralidad subjetiva que había relevado a su vez el derecho abstracto o la dominación; pero el amor (la familia) es todavía naturaleza, primer momento de una Sittlichkeit incompleta, y, por consiguiente, deberá ser relevado a su vez” (Derrida 2015, 75).

10 Sin embargo, me cuesta comprender por qué a Derrida esta formulación específica, la renuncia al derecho, le parece tan escandalosa. Me pregunto si de veras no nota el aire de familia entre aquella y su propia afirmación del perdón como perdón de lo imperdonable, y entonces como perdón sin condiciones que hace posible lo imposible –para decirlo con las palabras de Ismene al comienzo de Antígona– y que rompe así cierta cadena causal como la que supondría la suspensión del reclamo de un derecho.

11 Esta subsección será particularmente breve y sumaria, por dos razones. La primera de ellas, porque ya hay en este volumen un capítulo dedicado exclusivamente al problema del judaísmo en Glas. Y la segunda, porque la caracterización que del judaísmo hace Derrida, es decir, la lectura que ofrece Derrida del judaísmo en Hegel, es bastante fiel a la fuente. Al mismo tiempo, el tratamiento del judaísmo es muy estable a lo largo de la filosofía hegeliana, no sufre mayores variaciones. En el caso del judaísmo sí se aplicaría de modo indudable la premisa general de Glas a propósito de la invariancia de los temas entre la filosofía temprana y la filosofía sistemática de Hegel, si es que se soporta una distinción tal. Mi intención en este capítulo ha sido, y sigue siendo, mostrar que en el caso del amor es imposible concluir lo mismo.

12 Esta es una cuestión bien común a las filosofías de la época. De acuerdo con Fichte, por ejemplo, en efecto el dios cristiano concibe a su creatura en el seno de su existir junto con el logos, no en un afuera, cuestión que sería imposible –y de preferencia este relato en boca de san Juan–. Véase las lecciones intermedias en Fichte 2012.

13 “… Abraham rompió die Bande, los lazos de la convivencia, pero sin la menor afección, sin el menor afecto, encentando así su historia y engendrando la del pueblo judío” (Derrida 2015, 49).

14 “El judío no ama la belleza; basta con decir, a secas, que no ama” (Derrida 2015, 50).

15 La idea no se reconcilia con la figura como podría decir uno, extendiendo la analogía sobre la que quiere hacer hincapié Derrida. Por eso prefiero, en lugar de reconciliación, referirme a este encuentro en el arte bello como armonía, porque esta reunión fracasará en último término –tanto como la reconciliación–. Hay una inevitable tensión en esa reunión que se hace insostenible, como “[l]a palabra harmonia, en griego, [que] describe el modo de sujetar las cuerdas para tensarlas” (Quignard 2012, 111).

16 Sobre el problema del tránsito entre estas dos justicias, me he referido ya en Ibarra B. 2016.

17 Obviamente esta concesión será parcial. Como veremos más adelante, y como se ha enunciado antes ya, el amor no es la inclinación misma, y entonces no es la alteridad, por decirlo de algún modo, radical del deber.

18 Derrida ha abordado esta cuestión con más detalle en, por ejemplo, “Ante la ley”, en el marco de su análisis del relato kafkiano. El motivo de la humillación y su clara vinculación con las condiciones formalizantes de la moral kantiana quedan claramente expuestas a propósito del relato de Kafka, que pone a la singularidad enfrentada a la generalidad de una ley que nunca se le presenta y que, sin embargo y paradójicamente, está hecha solo para él, como señala Kafka. El salto entre este motivo eminentemente kantiano y la propuesta del joven Hegel me sigue siendo oscura. Véase de todas formas Derrida 1992.

19 Hegel intenta pensar la reconciliación en el marco de la justicia punitiva. En este intento, será muy relevante para él problematizar la noción de castigo, y distinguir de la ley, frente a ella, al destino, entendido aquí no como un poder ajeno, sino antes bien como un producto de la actividad misma del hombre. El destino, a diferencia de la ley, podría ser reconciliado precisamente en su condición humana, en su calidad de producto de la actividad del hombre. La ley, en cambio, no podría reconciliarse. A propósito de ella solo podemos acudir a la gracia, como algo externo. La gracia como una cuestión que escapa de la capacidad del hombre y que por lo tanto Hegel parece despreciar. Sería interesante detenerse aquí en la distinción y contraposición entre gracia y destino reconciliado, pero por cuestiones de extensión es imposible. Sobre la vecindad entre esta idea de destino opuesto a la ley moral como pasible de reconciliación y la idea nietzscheana de ley inmanente, véase el artículo de Siemens 2015.

20 Véase Siemens 2015.

21 “La aparición del ligamento, de la cópula (pareja) y del par, produce un objeto que excede a la interioridad del sentimiento. Esta declaración judicativa más el hecho de repartir (Austeilung), de dividir el pan y el vino para consumirlos juntos, expulsa el sentimiento fuera de sí mismo y lo vuelve ‘en parte objetivo’ (zum Teil objektiv)” (2015, 78).

22 Tal y como “[l]a letra y la palabra desaparecen en el momento en que son escuchadas en el interior y, en primer lugar, simplemente captadas, comprendidas” (2015, 81).

23 “El retorno a la subjetividad en el acto de consumición lo define Hegel mediante una comparación. La comparación con la lectura debe definir aquí aquello mismo que escapa –nos ha dicho un poco más arriba– a la estructura comparativa. La necesidad de la comparación provoca quizá la recaída incesante de lo que debería escapar a ella, pero esta fatalidad es relevada a su vez: la comparación recibe su posibilidad de una analogía espiritual que tira siempre hacia arriba” (2015, 82).

 

24 “Consumado y consumido sin resto, el objeto místico vuelve a ser subjetivo, mas, por eso mismo, ya no es objeto de adoración religiosa. Una vez dentro, el pan y el vino están sin duda subjetivados, pero de inmediato vuelven a ser pan y vino, alimento digerido, naturalizado de nuevo; pierden su cualidad divina. También la perderían, es verdad, al no ser digeridos. Su divinidad se mantiene, muy precaria, entre la deglución y el vómito; ni es sólida ni es líquida; ni está fuera ni está dentro” (Derrida 2015, 83-84). Habría que retrotraer al mismo Derrida a sus reflexiones sobre las lágrimas de María Magdalena que, líquidas y bellas, son manifestación del amor de aquella que ha amado tanto y que, por consiguiente, alcanza el perdón de los pecados.

25 “En el momento en que la cosa vuelve a ser cosa por ser consumada y consumida –la cosa es esencialmente consumada y consumida, el proceso de consumación y consumición la constituye como cosa antes que encentarla como tal– podemos compararla de nuevo con la estatuaria griega del amor, en el momento en que la piedra vuelve a ser polvo. Hegel recoge entonces las referencias a las estatuas de Apolo y Venus. Mientras tienen una forma, podemos olvidar su materia quebradiza, la ‘piedra frágil’ (zerbrechlichen Stein); con ella nos remitimos entonces al elemento inmoral, estamos penetrados de amor. Pero si la estatua tumba en ruinas y decimos todavía ‘este es Apolo’, ‘esta es Venus’, el polvo que tengo ante mí y la imagen divina en mí ya no pueden juntarse. El valor del polvo residía en la forma. Al desaparecer la forma, el polvo disperso vuelve a ser la cosa principal. El pensamiento mediante, adorante, no puede dirigirse a ella, solamente a través de ella, al recuerdo de sí. Lo mismo sucede con el pan místico. Una vez comido, aunque en este caso la destrucción sea interior, se traga con él la posibilidad de una adoración propiamente religiosa. De ahí el duelo, el sentimiento de pérdida, de pesar (Bedauern), de escisión (Scheidung), que se apodera de los jóvenes amigos de Cristo cuando lo divino se ha fundido en sus bocas. Todavía los cristianos de hoy lo siguen experimentando. La pérdida inminente de Cristo, la cuasipresencia de su cadáver resultan sensibles precisamente al término de la comida, ‘después del goce de la cena’ (nach dem Genuss des Abendmahls).

Lo religioso no se acomoda a este sentimiento de impotencia y de división después del goce. Después de una operación religiosa ‘auténtica’, el alma debe estar sosegada, es decir, debe continuar gozando. La Cena todavía no es la religión. Sus restos –es decir, un cadáver– deben ser relevados” (2015, 84).

26 “Dejemos planteada la analogía, unas líneas antes de El saber absoluto: ‘Así como (so wie) el hombre divino singular [einzelne está subrayado: es Jesús, el individuo histórico] tiene un padre que existe en sí (ansichseienden Vater) y solo una madre efectiva (wirkliche Mutter), así también (so) el hombre divino universal, la comunidad (die Gemeinde), tiene por padre su propia operación (ihr eigenes Tun) y su propio saber (Wissen); y por madre, empero, el amor eterno que solamente siente (die sie nur fühlt), pero que no contempla en su conciencia como objeto efectivo inmediato’” (109). Esta conexión con PhG hace del sentimiento del amor una cualidad “privativa” de la madre; específicamente de la madre de la comunidad, el amor eterno que solamente siente. Amor que, por supuesto, no puede ser objeto efectivo inmediato de la conciencia del saber. ¿Puede haber inmediatez entre la conciencia y su objeto? ¿No nos queda claro que la inmediatez no es tal ya desde la sinnliche Gewissheit? Esta remisión al sentimiento, a la madre y a su papel ad portas del saber absoluto volverá mucho más adelante (254-255), con una larga cita a Hegel.

27 En varios momentos el amor volverá así referido a propósito del matrimonio como su medio, a propósito del libre consentimiento y entonces de la independencia frente a la inclinación subjetiva del deseo y de la voluntad de los padres (2015, 216), a propósito del amor en los matrimonios arreglados como un agregado que aparece, que surge en el seno del matrimonio (2015, 216), a propósito de la dificultad de que lo conceptual surja a partir de la singularidad (2015, 217).

28 He omitido en la composición de este capítulo las referencias al amor en la correspondencia de Hegel que Derrida discute en Glas, puesto que habían obligado a una exégesis que no tengo espacio de abarcar.

29 Véase Platón 1986 y Derrida 1997.

30 Habría que establecer las relaciones ya discutidas entre el pensamiento de Hegel y la influencia del mundo romano, en este caso, Virgilio y su concepción del pudor en Dido, para la consideración de la virtud femenina y la ética de un amor que entronca desde Grecia (y la figura de Penélope) con el cuidado de la casa y la inhibición del impulso. “En el pudor. La verdad (del matrimonio) es el pudor. No tiene nada de fortuito que este sea nombrado aquí. Lo espiritual se produce bajo el velo que impide aparecer desnudo. El pudor (Scham), la castidad (Keushheit o Zucht), verdad del sexo, encuentra su destinación en el matrimonio. Para ser más precisos: el pudor, que es todavía natural, se cumple espiritualmente en el vínculo conyugal. ‘Semejante opinión (Meinung) [formac12_9a, contractuac12_9a, naturac12_9a] que tiene la pretensión de ofrecer el concepto más elevado de la libertad, de la interioridad y del cumplimiento del amor, niega [o deniega: leugnet] más bien lo ético (Sittliche) del amor, la inhibición superior y el rebajamiento del simple impulso natural, los cuales ya están contenidos de forma natural en el pudor y son elevados a la castidad y a la decencia por la conciencia espiritual más determinada’” (220-221).