¿Te acuerdas de la revolución?

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2. LA MÁQUINA MUNDIAL DEL PODER

El elemento natural que anima la industria hacia el exterior es el mar.

G. W. F. HEGEL

El fascismo no es lo contrario de la democracia, sino su evolución en tiempos de crisis.

BERTOLT BRECHT

La democracia en África es un lujo.

JACQUES CHIRAC

Mucho antes de que la explotación del trabajo abstracto forjara las constituciones materiales y formales de los países del Norte, la opresión de las mujeres y los esclavos cumplió con ese mismo rol.

Las relaciones de clase hombres/mujeres y blancos/racializados no son solo modos de producción. También son elementos constitutivos de la política moderna, en particular de la política del Estado. En cuanto al patriarcado, Jean Bodin, en el siglo XVI largo donde todo comenzó, captó la función de pater familias en el momento de la constitución del Estado moderno. Frente al poder soberano se levantan los padres de familia que, junto con los propietarios, limitan su acción:

En realidad, el soberano y el padre de familia no establecen un poder dual dentro del Estado, sino una doble imagen de un titular único del legítimo ejercicio del poder soberano. El pater familias es el equivalente del soberano en el ámbito de las relaciones privadas que posibilitan la existencia misma del Estado.15

Identificando “al ciudadano con el varón padre de familia”, Bodin revela el fundamento del sujeto político moderno y sus exclusiones devenidas desde entonces objeto de litigio.

Cada vez que la soberanía es cuestionada por las revoluciones de la época moderna, este modelo de ciudadano soberano va a ser atacado tanto por la identificación que presupone entre ciudadanía y propiedad como por la identificación de la ciudadanía con el género sexual.16

Asimismo, la relación de clase entre blancos y no blancos es tanto un modo de producción (colonial/esclavista) como un elemento constitutivo de la política y el Estado moderno.

La constitución material de la máquina política (absolutista y constitucional) no puede ser pensada únicamente a partir de Europa. Debe necesariamente incluir la conquista de América, construida transversalmente por la separación entre centro y periferia.

La naturaleza y el funcionamiento de la máquina mundial del capital, su síntesis disyuntiva y su doble reterritorialización indisociablemente “económica” y “política”, no solo desplazan nuestra concepción del capital, del valor, de la fuerza de trabajo y de su composición, sino también la idea que tenemos del poder.

La máquina mundial que simultáneamente incluye y excluye para capturar mejor el trabajo abstracto y el excedente (ecológico) de trabajo gratuito (o muy barato) no podría funcionar sin la ayuda del Estado, del derecho, de la guerra, de la fuerza.

El funcionamiento del mercado, la producción y el consumo se encuentra siempre acompañado, sostenido y amparado por el poder directo y sin mediación de la guerra, la conquista, el sometimiento por la fuerza que se ejerce sobre el esclavo, la mujer, el colonizado, el indígena e incluso el obrero que, una vez que ingresó a la fábrica, está sujeto al “poder despótico del capitalista”, para usar las palabras de Marx.

Cuando elogian sus libertades tanto económicas como políticas, los liberales olvidan sistemáticamente que la mayor parte de la humanidad (los colonizados, las mujeres) está sujeta a sus poderes militares arbitrarios y despóticos. Emiten juicios, articulan análisis sobre la política, la justicia y la libertad sin nunca tener en cuenta la dimensión mundial y social de su maquinaria política.

“Siempre hubo economías-mundo, al menos desde hace mucho tiempo”, dice Fernand Braudel, pero la singularidad del capitalismo no radica solo en su máquina productiva global y su doble movimiento que valoriza el trabajo abstracto y desvaloriza cualquier otro tipo de actividad, sino también en la distribución de un adentro europeo donde reina el Estado, la constitución, la ley, la guerra sujeta a reglas, y de un afuera colonial donde el estado de excepción, la guerra sin límites, la arbitrariedad y la violencia sin limitaciones legales son la regla.

La división internacional del trabajo y la división internacional de la guerra, del derecho y de la soberanía son simultáneas y complementarias, de manera que los dos procesos son concomitantes e inseparables, con Europa como centro propulsor. El adentro y el afuera de la máquina política se cruzan con el adentro y el afuera de la máquina económica.

Si bien es verdad que el capital disuelve todo lo sólido, moviliza lo fijo, pone en movimiento lo estable, también está establecido que el capitalismo debe reterritorializar todo lo que hizo volar por los aires. Para ello, necesita del Estado (primer espacio de reterritorialización), pero también del suelo colonial (segundo espacio de reterritorialización) y sus relaciones. Si el primer proceso de reterritorialización fue descrito notablemente por Deleuze y Guattari, el segundo es ignorado por casi todos, con la notable excepción de Carl Schmitt.

Para abordar este segundo aspecto del funcionamiento de la máquina global no podemos apoyarnos en Moore ni en Marx, ni siquiera en David Harvey, que hizo del espacio el objeto de sus estudios. Si la cuestión de la división espacial está en el centro de las investigaciones de Harvey, el análisis de la organización mundial de la guerra, del Estado y de las leyes que deciden su reparto y su naturaleza resulta insuficiente y no se aparta de la senda abierta por Marx. Cuando describe la acumulación primitiva, Marx evoca la acción violenta del Estado, del ejército, el rol depredador de las finanzas (deuda pública). Pero lo que está en cuestión a partir de la conquista de América es algo más: una concertación estratégica entre “Estados y soberanos europeos” no solo para repartirse las tierras de las conquistas coloniales, sino también, a partir de estas, para establecer una nueva configuración del orden jurídico, de la guerra y del Estado en la propia Europa. La acción de la Conquista y la colonización retorna constantemente al continente europeo, primero como fuerza constitutiva del orden político y luego, en el siglo XX, como fuerza destructora de este mismo orden.

La descripción de la síntesis disyuntiva de la política, el derecho y el Estado no hay que buscarla entre los marxistas, sino en El nomos de la tierra, de Carl Schmitt, donde esta separación/conjunción aparece perfectamente descrita.17

En el trabajo de Carl Schmitt, la división del espacio político mundial es contemporánea de la constitución del mercado mundial. Las primeras tentativas de repartición de tierras por parte de los europeos, sobre la base de la nueva dimensión global que resultó de las guerras de conquista coloniales, “comenzaron inmediatamente después del descubrimiento del Nuevo Mundo”.

El Nuevo Mundo es a la vez proveedor de bienes gratuitos, una condición para el desarrollo del capitalismo industrial, y un requisito previo para el orden jurídico y político europeo. En efecto, “la aparición de inmensos espacios libres” y la “toma de la tierra”, integradas en las estrategias de los Estados europeos, fue lo que hizo “posible un nuevo derecho de gentes europeo de estructura interestatal”.

La constitución política, el Estado, el derecho encuentran su fundamento no solo en el fin de las guerras religiosas en Europa, sino también en la apropiación de la inmensidad de las tierras “libremente ocupables y legítimamente apropiables”. El Estado colonizador puede considerar las tierras que ha tomado como “tierras sin dueño” desde el punto de vista de la propiedad privada, tanto como sin dueño desde el punto de vista del imperialismo. La “conquista” del Nuevo Mundo fue un “acontecimiento fundamental” para la estructuración del poder europeo.

La máquina mundial del poder, absolutamente homogénea respecto de la máquina mundial de producción, produce un interior donde se despliegan los Estados europeos, su constitución, su derecho, su división de poderes, y un exterior mucho más vasto llamado Nuevo Mundo, donde reina la anomia, la indistinción del derecho y no derecho, la violencia, la arbitrariedad, el racismo, el sexismo, el exterminio genocida.

Un exterior que no tiene nada de “natural”, porque es la creación de “soberanos y pueblos cristianos” que “habían acordado considerar como inexistente, para determinados espacios, la diferencia entre justicia e injusticia”.

Las fronteras juegan también un papel fundamental en el reparto del poder, la ley y la guerra. Delimitan un espacio reglado, así como “un espacio de acción liberado de obstáculos legales, de una esfera de uso de la fuerza que quedaba excluida del Derecho”. La “línea” que indicaba dónde terminaba Europa y dónde comenzaba el Nuevo Mundo señalaba también “la acotación de la guerra conseguida por el derecho de gentes europeo” y el comienzo de “la lucha desenfrenada en torno a la toma de la tierra”, continúa Schmitt. La frontera servía también “para la acotación de la guerra europea, y este es su sentido y su justificación para el derecho de gentes”: una guerra regulada por la ley entre Estados europeos y una guerra sin límites “más allá de la línea”.

Carl Schmitt, como buen conservador europeo para quien la división entre lo interno y lo externo remite a la oposición entre naturaleza y cultura, tiene una concepción que se corresponde perfectamente con la de los “conquistadores”, en definitiva, una “concepción civilizadora del mundo en la que Europa aún representaba el centro sagrado de la Tierra”.

 

La competencia entre Estados europeos, que siempre corría el riesgo de degenerar en lo ilimitado de la guerra, se estabilizó cuando esta división entre estado de excepción y ley, guerra sin límite y guerra acotada, se superpuso a la división geográfica entre colonia y metrópoli.

Dualidad reproducida durante siglos y que Fanon traduce por la pareja “violencia colonial”/“violencia pacífica” –el oxímoron es solo aparente–, cuyos términos mantienen “una especie de correspondencia cómplice, una homogeneidad”.

2.1. La máquina de dos cabezas

El capitalismo es una máquina con dos cabezas, capital y Estado, economía y política, producción y guerra, que, desde la formación del mercado mundial, actúan de forma concertada.

A partir de la Primera Guerra Mundial, de manera acelerada, la alianza capital/Estado se irá integrando progresivamente para producir una burocracia administrativa, militar y política que no se diferencia en nada de la capitalista. Burócratas y capitalistas, al ocupar distintas funciones dentro de una misma máquina político-económica, constituyen la subjetivación que instaura y regula la relación entre guerra de conquista y producción, colonización y orden jurídico, organización científica del trabajo (abstracto) y saqueo de naturalezas humanas y no humanas.

El capitalismo siempre ha sido político, pero por razones diferentes a las esgrimidas por Max Weber, quien apuntaba al entrelazamiento de estructuras burocráticas y capitalistas. El capitalismo siempre ha sido político ya que, para entender su constitución, no debemos partir de la producción económica sino de la distribución violenta del poder que decide quién manda y quién obedece. La apropiación violenta de los cuerpos de los trabajadores, las mujeres, los esclavos y los pueblos colonizados va acompañada de una sociedad normativa donde el Estado administrativo y el Estado soberano se integran a la acción del capital. La política, el Estado, el ejército y las burocracias administrativas siempre han sido una parte constitutiva del capitalismo.

Desde el punto de vista de este “capitalismo político”, el pensamiento de Moore y el de Schmitt tienen límites especulares. El primero está encerrado en la teoría del valor y la acumulación de capital; el segundo ve solo la soberanía y trazará una historia de la política centrada exclusivamente en el Estado, mientras que la renovación de la soberanía y la formación del Estado moderno están estrictamente vinculadas al ascenso global del capitalismo. Los historiadores, más cómodos en el análisis de la relación capital/Estado, nos dicen que es ilusorio e imposible separarlos.

Si le creemos a Braudel, a propósito del capital, “el Estado moderno, tan pronto lo favorece como lo desfavorece; a veces lo deja expandirse y otras le corta sus competencias […] así el Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia”. Pero “el capitalismo triunfa solo cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado”, solo cuando capital y Estado constituyen una sola máquina de guerra.18

Otto Hintze describirá la relación capital/Estado, ya esbozada por Braudel, como una integración progresiva.19 La hegemonía de uno sobre el otro evoluciona según la coyuntura, pero de tal manera que es imposible concebirlos como dos poderes autónomos.

El Estado no creó el capitalismo, pero organizó y estructuró el mercado nacional y, a partir de 1492, el mercado mundial, gracias a una dinámica de cooperación y antagonismo entre los Estados europeos. Los Estados, con su deuda pública y sus ejércitos, son constitutivos de la máquina mundial de acumulación y su doble reterritorialización del trabajo y el poder.

En una primera fase, el desarrollo del capitalismo fue favorecido por el Estado, que vio en él una herramienta fundamental para su política de poder. En un segundo período, la relación se invirtió. El capitalismo fortalecido, con un mercado nacional a su disposición, derribó los obstáculos que le opuso el Estado.

Las guerras totales de la primera mitad del siglo XX, con la apropiación de la economía por parte de la guerra, la enorme destrucción causada por las guerras y la crisis de 1929, el desarrollo de políticas sociales tras los conflictos mundiales y la revolución soviética “han limitado considerablemente la actividad y la autonomía previa del capitalismo”. La Guerra Fría no aportó “ninguna prueba de una evolución autónoma del capitalismo”, ya que se desarrolló bajo el control y las condiciones impuestas por Estados Unidos y la URSS.

Esta afirmación de Hintze es válida incluso hoy. A partir de los años 80, el capital parece volverse autosuficiente y haber conquistado finalmente la “libertad” que parecía haber perdido durante las guerras totales y la Guerra Fría. Pero el que liberó los flujos financieros, activó políticas fiscales que ya no tenían nada de la progresividad de la época anterior e introdujo la gestión de la industria privada en la organización de los servicios públicos (New Public Management) fue el Estado.

Cuando el colapso “sistémico” se vio venir, como ocurrió en 2008, el capital necesitó absolutamente del Estado como prestamista en última instancia y como soberano con la capacidad de imponer políticas de austeridad, si es necesario, por la fuerza: “La política y la economía están indisolublemente unidas y son solo dos aspectos, dos caras, de un mismo desarrollo histórico”.

La existencia de la máquina de dos cabezas, el poder político y el poder del capital gradualmente integrados, encuentra una confirmación incluso en períodos que generalmente se consideran dominados por el poder exclusivo de la soberanía.

El nazismo no solo introdujo y perpetuó el estado de excepción, como parecen creer Schmitt y Giorgio Agamben, quienes ignoraron por completo la fuerza y el papel que jugó el capitalismo en este período. Junto al estado de excepción, siguió funcionando lo que Ernst Fraenkel llamó “Estado normativo”, el estado legal.20

La acción del Estado normativo, a pesar del deseo nazi de privatizar sus funciones delegándolas en agencias no estatales (anticipando los proyectos neoliberales), está confinada en un espacio definido, aunque muy amplio. Esta acción administrativa es necesaria para el “sistema económico capitalista”, cuya prosperidad depende de un orden jurídico que garantice tanto la seguridad como la previsibilidad en el mediano y largo plazo. Solo un orden legal, un orden de normas jurídicas, puede proteger la acción capitalista de la intrusión impredecible del poder político y asegurar la estabilidad de la propiedad, la empresa, los contratos y el dominio sobre la clase obrera.

Estas afirmaciones pueden sorprender a quienes piensan el nazismo como una anomalía de la historia, un paréntesis en el despliegue pretendidamente pacífico del capital y el Estado. Fraenkel nos recuerda que el nazismo es el “resultado de los desarrollos más recientes del capitalismo”.

La supervivencia del “capitalismo alemán necesita de un doble Estado, arbitrario en lo que concierne a su dimensión política y racional en lo que concierne a su dimensión económica”. El Estado normativo garantiza la continuación de las ganancias, mientras que la clase trabajadora está “sujeta a la injerencia ilimitada del Estado policial”.

La autonomización del estado de excepción nazi del Estado normativo, que se irá afianzando progresivamente, es el resultado del riesgo que asumieron los capitalistas al apoyar explícitamente el acceso de los nazis al poder. Con la Segunda Guerra Mundial, el estado de excepción se convertirá en Alemania en un Estado suicida, provocando con su caída la marginación del Estado administrativo.

2.2. El ordoliberalismo y el estado de emergencia

Durante el transcurso de la Guerra Fría, continuará la integración del funcionamiento del Estado administrativo y del estado de excepción a la lógica de la acumulación. Esta imbricación creciente entre capital y Estado, teorizada por el ordoliberalismo, culminará en el neoliberalismo. Si el Estado administrativo se convirtió en un apéndice de la economía neoliberal, el estado de excepción acompañó continuamente el desarrollo de la máquina del capital, transformándose en la “norma” y constitucionalizándose en el estado de urgencia (o de emergencia). Esta relación entre capital y Estado, entre soberanía y producción, puede invertirse, en el sentido de que puede parecer que la soberanía controla la producción, como en China. Pero incluso en este caso, se trata de una integración dentro de un todo orgánico, porque el poder del Estado no es nada sin la producción.

A partir de la crisis de 2008, ha habido mucha discusión sobre el giro autoritario del Estado (y del neoliberalismo). Pero esto no es ninguna novedad, ya que constituye una alternativa que ya estaba presente en los Treinta Años Gloriosos en Alemania, precisamente bajo la dirección de los ordoliberales. Se diría que Foucault no se dio cuenta de que la “economía social de mercado” necesita de un “Estado social autoritario” para poder funcionar. Desde siempre, el “mercado” necesita del poder soberano y su violencia arbitraria para poder existir.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en el Norte, tras el nazismo, el fascismo, las guerras civiles europeas y dos conflictos mundiales, la máquina del capital adoptó la forma de la racionalidad económica, la producción, el sistema político democrático, el bienestar. Sin embargo, la violencia (directa) no desapareció, siempre estuvo ahí, debajo de la capa muy delgada de la sociedad de “bienestar”, y bastaba cualquier crisis para desgarrarla.

El ordoliberalismo construyó y requirió la función del Estado soberano bajo nuevas formas que en la década de 1960, Hans-Jürgen Krahl denominó “Estado social autoritario”.21

La ideología de los Treinta Años Gloriosos describió este período como un “largo río tranquilo”, pero tan pronto como las luchas obreras y las “crecientes expectativas de las poblaciones” en el Norte, así como las revoluciones antiimperialistas en el Sur, hicieron caer las tasas de rentabilidad de las inversiones, el estado de emergencia y, en determinadas situaciones, el estado de excepción fueron invocados de inmediato. Hacia fines de los años 60, cuando la ruptura subjetiva de los oprimidos se vislumbraba en el horizonte, la “situación de emergencia” tanto como la evolución hacia nuevas formas de fascismo ya podían distinguirse claramente.

La acción del fascismo no es coyuntural y excepcional, sino que forma parte de las opciones estructurales a disposición de la máquina de dos cabezas capital/Estado, especialmente en Alemania, donde borró la historia y la memoria de la organización obrera más importante de Occidente (“el fascismo desorganizó a la clase obrera, reduciéndola a una clase en sí”).

Krahl señala que lo que él llama el “Estado social autoritario” se convirtió en el tema de la reforma social para “evitar que las masas asalariadas se organizaran y se asociaran”.

El Estado “debe intervenir constantemente en el proceso económico”, convirtiéndose así en el “capitalista colectivo ideal”. Esta intervención sistemática fue descrita y organizada por los ordoliberales y analizada por Foucault, pero Krahl captó algo que tanto a Agamben como al filósofo francés parece que se les escapa, a saber, la “normalización” del estado de excepción. A diferencia del viejo Estado liberal, el Estado social autoritario, “para instaurar el fascismo […] ya no necesita pasar por grandes catástrofes naturales en la economía, sino que puede convertirse en un Führer tecnológico y fascista sin tener que recurrir a un Führer personal”.

Para establecerse, el estado de excepción ya no recurre a rupturas radicales, sino a simples decretos, leyes o actos administrativos. Lo que despliega, fortalece, expande son los poderes de la policía y del Ejecutivo. El Estado social autoritario, a diferencia de lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX, es capaz de hacer pasar a la sociedad “a la situación de emergencia definida por Carl Schmitt” sin ninguna “ruptura de legitimidad jurídica y política y sin tener que recurrir a un golpe de Estado”.

Si es necesario, el Estado puede “destruir las instituciones democráticas […] a través de los instrumentos del Ejecutivo autoritario”, lo que el neoliberalismo hace a la perfección. Esta tendencia a la primacía del Ejecutivo, inaugurada durante la Primera Guerra Mundial, sufrió una aceleración y una estabilización paulatina durante el período de posguerra, y con el neoliberalismo, se radicalizó. De esta manera, otro umbral de integración de la máquina de doble cabeza fue traspasado.

 

El estado de emergencia, las nuevas políticas autoritarias, incluso las formas de un nuevo fascismo, racismo y sexismo coexisten con la “sociedad del capital”, porque esta última es incapaz de reproducirse a partir únicamente de su poder de producción y de consumo y de su “poder semiótico e icónico”.

La declaración del estado de emergencia en Francia durante los ataques terroristas de 2015 (nunca revocada e incluso inscripta en la Constitución) y la declaración del estado de emergencia sanitaria en 2020 –las leyes liberticidas que el presidente francés Emmanuel Macron no ha dejado de promover– fueron votadas por el Parlamento tal como lo describió Krahl: sin trabas, sin tirar un solo tiro, sin crisis política importante.

El estado de excepción perdió el carácter excepcional, el oscuro y trágico poder de intervención y decisión que le atribuía Schmitt. De puntual y temporal, pasa a ser continuo y permanente, y adquiere la dimensión más banal de la norma y la policía.

El hecho de que el estado de excepción se convirtiera en la norma significa literalmente que se normalizó. Formalmente, se parece mucho más al poder arbitrario, continuo y permanente ejercido en las colonias por los Estados europeos que al poder excepcional de la “teología política” schmittiana. La colonización interna desarrolló a la vez el trabajo gratuito, precario, no remunerado y, necesariamente, una legislación de emergencia, porque esta creciente cantidad de trabajo no está disciplinada e integrada a los sindicatos.

De la misma manera, la crisis económica se normalizó, y perdió así su carácter de ruptura periódica y relativamente imprevisible, lo cual la vuelve igualmente continua y permanente. Lo que no significa estabilización, sino una inestabilidad más profunda y radical. La crisis ya no es el momento de resolución en el que una fase de acumulación termina para que otra pueda comenzar, sino una técnica de gobierno cotidiano que exige constantemente la urgencia. Ya no determina una ruptura que marca un antes o un después, como la crisis de 1929, sino que produce los grises procedimientos de la política monetaria, al apoyar, a distancia, un crecimiento que no quiere crecer y la triste gobernanza de un escenario hundido en el estancamiento. El regocijo que procura un crecimiento del 0,5% y el miedo provocado por un desempleo de -0,5% son los extraños pasatiempos que animan a nuestras élites.

La eliminación del enemigo político histórico, la clase obrera, dejó al capital en una posición de fuerza. Pero la eliminación del conflicto controlado por los sindicatos y los partidos del movimiento obrero les quita al capital y al Estado la capacidad de leer la sociedad y de prever lo que pasa en ella, privándolos de la posibilidad de anticipar el conflicto (y seguramente no serán las plataformas digitales las que podrán reconstruir este poder de anticipación). El enemigo no tiene rostro, es imprevisible e inanticipable, a pesar de la movilización de todo el conocimiento estadístico, el cálculo de probabilidades y las simulaciones posibilitadas por las tecnologías digitales.

La posibilidad de ruptura está siempre presente, pero permanece indeterminada; la posibilidad de un sujeto insurreccional es una amenaza incesante para el poder, pero es imposible de captar antes de su irrupción en el espacio político. La inestabilidad es, por lo tanto, estructural, permanente, continua.

Las raíces de este cambio en la organización del poder político y económico deben buscarse en el pasaje de la lucha de clases a las luchas de clases. Si este pasaje plantea una serie de dificultades para la construcción de un sujeto político revolucionario, también constituye un rompecabezas para el poder que cree resolverlo con la panoplia de poderes represivos (policía, racismo, sexismo, restricción del espacio público, etc.) o tecnológicos.