El horizonte de los vestigios

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Al tiempo que los cientos de adeptos a la convicción cristina dirigen sus ataques contra los objetos y lugares de culto romanos (imágenes, estatuas, íconos, montes, templos, altares campestres, etc.) y maldicen, con invectivas e insultos apocalípticos a quienes, al mostrarse indecisos, pusilánimes, melancólicos, infieles o depositarios de cualquier indicio de inmoralidad, no se unen a su propia congregación (respecto de la cual proclaman que es la única verdadera), van desplegando un odio progresivo, entintado de dogmatismo, hacia toda actitud, sentimiento, juicio o expresión verbal individual o colectiva que deje traslucir, ante sus ojos y oídos febriles, una auténtica vocación filosófica.

Finalizado el siglo V d. C., y en los albores del siguiente, dicho odio se materializa en innumerables movimientos de masas, instigados por los obispos de las iglesias más relevantes, cuyo unánime objetivo consiste en acabar con las escuelas de pensamiento y, en particular, con los centros de enseñanza que durante más de mil años se han gestado y consolidado en tierra ateniense. Ni siquiera el neoplatonismo se libra de los anatemas. El motivo es uno y claro: lo que semejantes círculos de pensamiento enseñan –sea por mediación de Platón, Aristóteles, Demócrito, Plotino o algunos de sus llamados discípulos– hace vacilar, si no es que contradice, muchos de los principios declarados por la doctrina cristiana. Aceptar, por ejemplo, la aserción teórica de que el universo no es otra cosa que el resultado de la colisión de un complejo de partículas invisibles (átomos), perfectamente sólidas, indestructibles y eternas, con estructura y disposición espacial propias, cuya espontánea combinación produce la totalidad de los seres que vemos a diario moviéndose en diferentes direcciones (Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, I, 485 y ss.), equivaldría a dejar sin fundamento la creencia en un creador omnipotente. De admitirse, en la misma medida, la idea filosófica de que la dinámica natural del mundo obedece a ciclos regulares que se alternan entre sí conforme a un orden basado en pares de opuestos (noche y día, verano e invierno, limitado e ilimitado, etc.), dejaría de tener sentido el dogma de la voluntad divina (Nixey, 2019, p. 236). Y, en fin, conjeturar, con una vehemencia exenta de escepticismo, que el alma de los seres vivientes es inmortal y, por tanto, que ella es inmune a cualquier enjuiciamiento moral, echaría por tierra la esperanza escatológica en el Juicio Final.

La situación llega a su punto más crítico cuando, por orden de Justiniano, se emiten una serie de ordenanzas tendientes a prevenir nuevos brotes de instrucción pagana. Una norma en particular, hoy conocida como Ley 1.11.10.2, y emanada del emperador mismo, declara lo siguiente: “Prohibimos que enseñen ninguna doctrina aquellos que se encuentran afectados por la locura de los impíos paganos [de modo que no puedan corromper las almas de los discípulos]” (Cod. Just, citado por Nixey, 2019, p. 232). Es esta ley la que conduce al cierre de la Academia platónica, en el 529 d. C., y la que, durante siglos, causa que el carro de la filosofía se vea forzado a detener su marcha.

Habrá que esperar hasta la llegada de la Ilustración, puntualiza Gadamer, para que, tras deponerse las trabas y censuras esgrimidas por ciertas corrientes dogmáticas del cristianismo primitivo, las cuestiones aún en vilo relacionadas con el lenguaje (logos), algunas de las cuales ya habían sido mencionadas, aunque todavía sin contar con una explicación plausible, en ciertos relatos del Antiguo Testamento –la orden impartida por Dios al hombre para que impusiera nombre a cada cosa (Gn, 2: 18-20) o la edificación de la torre de Babel (Gn, 11: 1-9)–, reclamaran el esfuerzo de no pocos estudiosos, entre ellos Rousseau, Hamman y Herder.

En su Ensayo sobre el origen de las lenguas, Rousseau, a contrapelo de la tradición platónica que establece la génesis del lenguaje en relación con las necesidades básicas del hombre y las herramientas desarrolladas técnicamente para satisfacerlas, encuentra en las pasiones –el amor, el odio, la piedad, la cólera– la fuente primaria a partir de la cual los seres humanos emiten “las primeras voces” (2008, p. 28).

Por su parte, Hamman, en su “Aesthetica in nuce”, además de proclamar la convicción de que la “poesía es la lengua materna del género humano” (1999, p. 274) y, por ende, uno de los focos más potentes de comunicación creativa con que cuentan los hombres, no deja de insistir en el hecho de que el lenguaje y el pensamiento se amparan entre sí, conforme a un principio de cooriginalidad mutuo, por lo demás mantenido con celo (cf. Smilg Vidal, 2011, p. 378).

Por último, Herder, en su Ensayo sobre el origen del lenguaje, tras meditar acerca de las sensaciones que se articulan mediante sonidos naturales (interjecciones que se conservan en las raíces de los nombres y verbos de las distintas lenguas conocidas), refuta la tesis del origen divino del lenguaje y defiende la opinión de que el lenguaje es una invención antropológica que permite al hombre salir del círculo estrecho de la naturaleza (en cuyo espacio está confinada inexorablemente la vida de los animales) y servirse de las posibilidades que le ofrece para crear un dispositivo “adecuado a su esfera de necesidades y funciones, a la organización de sus sentidos, a la orientación de sus representaciones y a la fuerza de sus deseos” (1981, pp. 146-148).

En suma, con un ánimo remozado y hondamente crítico, estos pensadores, alentados por el espíritu de una época que impulsa el uso de la razón (hasta el punto de permitir que ella misma sea capaz de desnudar sus propios límites y consentir que las pasiones sean ubicadas en un lugar gnoseológico de privilegio), exteriorizan una preocupación por el lenguaje “como espacio en que la vida, la comunidad y la historia se desarrollan” (Seoane Pinilla, 1998, p. 157; Taylor, 1985, pp. 248-292).

El avance que, para Gadamer, comportan estos trabajos que se dedican a escrutar el origen del lenguaje partiendo del examen de la naturaleza humana y dejando por fuera la apelación a un designio divino, conduce a tomar conciencia de la aporía que entraña el planteamiento de un estado previo alingüístico del hombre y de las ventajas e importancia que ofrece, en cambio, la concepción que pondera, sin graves o excesivas prestaciones escolares, su “linguisticidad originaria”, aceptada como signo de su brumosa prehistoria y, más aún, de su consciente finitud (1994, p. 146). De un lado, dejaría de concedérseles virtud intelectual a las pesquisas que, atraídas y embebidas por el objetivo de establecer el “grado cero” –o punto de arranque– de los fenómenos humanos (el lenguaje, por supuesto), incurren en la inocencia, por no decir falacia, de creer que una filiación genética, en caso de que pudiera fijarse sin discusión alguna, vale o pesa más que una demostración lógica o una explicación causal (Bloch, 1999, pp. 27 y ss.); y, de otro, despejaría la ruta para encauzar las indagaciones en dirección hacia otros frentes de reflexión, más aceptables y menos insatisfactorios, habitualmente desestimados por el escrutinio dominante en un momento dado. No obstante, el devenir de la historia de los objetos de conocimiento excepcionalmente responde a los dictados del sentido común.

No bien el siglo XIX asiste a la hegemonía de las ciencias naturales como modelo de todo conocimiento humano inequívoco, la exploración lingüística, en sentido amplio, a despecho de la insinuación gadameriana (o, si se quiere, aristotélica), sigue el rumbo que le traza el espíritu positivista del momento. En lugar de radicalizar las preguntas por la esencia del lenguaje, por los enlaces o discontinuidades entre este y la realidad o por los efectos pragmáticos que dicha facultad humana ocasiona en los usuarios (tres dominios de interés que serán explorados a lo largo del siglo XX), vuelca la atención en asuntos que, de antemano, se empeñan en justificar, ante los profesionales de su respectiva comunidad (llámense profesores, eruditos o letrados), su configuración científica. Fruto de ello, y en medio de una situación epistemológica que tiende a validar los resultados del trabajo investigativo en función del rigor metodológico empleado, la consistencia y unidad del corpus elegido, la utilización de códigos discursivos exentos en lo posible de ambigüedad, la experimentación (si el problema tratado lo amerita) y el control de las inclinaciones subjetivas, son los estudios del lenguaje que, sin claudicar en el intento por discernir las leyes –fonéticas, gramaticales y sintácticas– que rigen su funcionamiento, orientan su interés hacia la comparación de lenguas emparentadas entre sí, las visiones de mundo que de ellas se desprenden o la estructura puntual que una lengua en concreto revela luego de ser analizada desde un punto de vista sincrónico.

Ninguna aproximación expresa con más fuerza esta cualidad científica ampliamente aceptada que la concepción que hace del lenguaje, en cualquiera de sus múltiples registros operativos (sean orales, escritos, icónicos, musicales, audiovisuales, etc.), un instrumento de comunicación. Diríase uno más, tal vez el de mayor relevancia para la conservación de la especie, de los tantos que el hombre, a lo largo de su evolución, se ha visto forzado a elaborar a fin de hacer frente, y resolver con relativo éxito, a los obstáculos impuestos por la naturaleza o la realidad. Del mismo modo como, en el marco de esta concepción, bajo la cual resuena una callada determinación analógica, la azada (empleada para el trabajo agrícola) o la pica (destinada a la defensa de la comunidad, la apropiación de territorios vecinos, la obtención de trofeos de guerra o la ejecución de actos de venganza individual o colectiva) son prolongaciones artificiales de la mano, así el lenguaje llegaría a ser una extensión del cerebro y la boca, aplicada para los más diversos propósitos. No sería tanto, pues, una propiedad constitutiva del ser humano, inherente a su especificidad biológica, y base racional con la cual este puede desplegar su facultad de pensamiento, libertad creativa y exteriorización emocional (Hamman, citado por Smilg Vidal, 2011, p. 376), cuanto “un medio más que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo” (Gadamer, 1994, p. 147). Una consciencia que, apuntalada en la indiferencia que supone la posibilidad de que ella misma lleve a cabo procesos de autoconciencia, idóneos para certificar la espontaneidad verbal de todo individuo, se ciega al desafío de explorar “el enigma más profundo que el lenguaje propone al pensamiento, a saber, que el pensamiento sobre el lenguaje queda siempre involucrado en el lenguaje mismo” (Gadamer, 1994, p. 147).

 

De ahí que Gadamer, sin renunciar a compartir el asombro que entraña para cualquier persona el hecho de hablar una lengua materna, de oírse pronunciar una primera palabra, una primera secuencia de nombres y verbos, y, más, de familiarizarse lentamente con los conceptos generales con los cuales puede nombrar sin mayores tropiezos las cosas del mundo que le salen al encuentro, y sin inclinarse por acoger acríticamente una concepción del lenguaje (logos) que tendería a considerarlo únicamente como una herramienta básica de comunicación recíproca entre los seres humanos, y, por ende, una suerte de utensilio funcional que se guarda en el gabinete de los aparejos caseros tan pronto como lo hemos usado para realizar algún arreglo doméstico (similitud errónea porque, de un lado, jamás, salvo que padezcamos un accidente o una afección que nos inhabilite para la interacción verbal, logramos desprendernos del lenguaje que nos constituye genética y socialmente, y, de otro, puesto que “nunca nos encontramos ante un mundo como una conciencia que, en un estado a-lingüístico, utiliza la herramienta del consenso” –1994, p. 147–), declare su deseo de volver a situar todo apunte sobre el lenguaje en el centro de la reflexión filosófica, en el corazón de la indicación aristotélica, antes de suponer y proclamar que puede ser convertido en objeto de tratamiento científico, artístico o de otra índole.

Si el lenguaje nos precede y sobrepasa, hasta el punto de que una vez llegamos al mundo ya encontramos una interpretación lingüística de cada uno de los aspectos que lo conforman (interpretación en parte recogida como legado de épocas anteriores y en parte también acrecentada como dote de tiempos venideros), y si además resulta vano todo “intento de suspender de modo artificial nuestra implicación en el mundo lingüístico en el que vivimos” (Gadamer, 1994, p. 148), pues nada parece haber que escape a la vocación nominativa que nos distingue como grupo de seres vivientes, entonces, y aquí volvemos a repetir la pregunta de partida, “¿qué es lo suyo [del lenguaje]?” (¿qué es aquello que lo constituye esencialmente y por lo cual decimos que es eso y no otra cosa?).

A la luz de una perspectiva filosófica, hermenéutico-filosófica para más señas, tres elementos destacan por su importancia. Nos interesa considerar solo el primero, al cual Gadamer hace referencia con una frase a la par extraña e inusitada: “el auto-olvido esencial del lenguaje” (1994, p. 149).

Que la fórmula resulta extraña e inusitada lo prueba el hecho de que no resulta inmediatamente significativa o de explícito y común sentido; no cuando menos para el hablante ordinario de una lengua natural, habituado a servirse de palabras socorridas para interactuar con los demás. Nótese cómo la sustancia de contenido de la frase se construye haciendo uso de un prefijo de raigambre griega, que se adosa, mediante la utilización de un guion interpuesto, a un sustantivo abstracto. Así, tenemos un vocablo compuesto cuya forma de expresión oculta inicialmente, por razones que apenas podemos intuir, su significado. En nombre de una suerte de personificación (figura retórica), ¿se olvida el lenguaje a sí mismo? ¿Tiene la fuerza interna para hacerlo? ¿Escapa por ventura a la intención de sus usuarios? De ser así, ¿cómo se da semejante proceso? La impresión de desconcierto desaparece, sin embargo, cuando reparamos en el hecho concreto que la expresión acuñada intenta captar y describir. ¿Cuál es ese hecho? El del diálogo vivo en comunidad y, por qué no, el de la escritura automática (agregaríamos nosotros). ¿Cómo procedemos en ambos casos? En uno y otro nos abandonamos a la práctica que ponemos en marcha. Abandonarse significa que, al momento de la realización del acto, hacemos lo que hacemos sin pensar demasiado en ello, sin reparar en el modo como lo hacemos y en las consecuencias que nos podría acarrear. Si conversamos, nos dejamos arrastrar por la dinámica del intercambio verbal haciendo caso omiso de la calidad de nuestra actuación, ya sea torpe o fluidamente; si escribimos, bajo los efectos de una especie de trance iluminado, nos dejamos llevar por el caudal de las ideas e imágenes que el lenguaje termina representando y verbalizando. Sea que conversemos o escribamos, estamos lejos de ser conscientes de que el lenguaje –léase su naturaleza, estructura y funcionamiento– “desaparece detrás de lo que se dice en él” (Gadamer, 1994, p. 149). Somos, pues, como jugadores que no solo entramos en un contexto de movimiento propio, sino que además vamos en el juego con los otros. Si nos detuviéramos a pensar en cada una de nuestras jugadas (“¿Será acertado y juicioso mi aporte a esta conversación?”, “¿estaré preguntando muchas tonterías”, “¿debo reconocer que se me dificulta captar los matices irónicos de mi interlocutor, así como sus comentarios graciosos?”, “¿cuántas oraciones yuxtapuestas llevo escritas en este párrafo?”, “¿de dónde procede mi tendencia a repetir las mismas locuciones verbales?”, “¿se justifica sazonar un denso argumento con algún pasaje anecdótico?) la seriedad de nuestro desempeño lúdico se pondría de inmediato en entredicho. Jugar con seriedad el juego de la conversación o la escritura supone una disposición especial: la de permitir que nuestro ser se llene del “espíritu de ligereza, de libertad, de la felicidad del logro” (Gadamer, 1994, p. 150) que caracteriza a todo juego. Fruto de este autoolvido sabemos que hablamos o escribimos, pero, salvo que seamos estudiosos del lenguaje (lexicógrafos, gramáticos o especialistas en semántica), ignoramos la manera de hacerlo. Y lo ignoramos, entre otras causas, porque nos atrapa, envolviéndonos, la corriente verbal de la acción ejecutada.

De no ser depositarios de esta especie de inconsciencia lingüística, o, más bien, de este desconocimiento especializado que, paradójicamente, nos habilita y estimula para participar día a día, lo queramos o no, en eventos comunicativos de distinta naturaleza, el habla y la escritura se tornarían, si no imposibles, tormentosos y, al extremo, rayanos en la desesperanza. Atentos a observar los entronques histórico-culturales de la etimología, las particularidades articulatorias de la fonología, los radicales inalterables de la lexicología, las coacciones impuestas por la gramática, las normas arbitradas por la sintaxis, los postulados de significación entrañados por la semántica y las reglas de uso de la pragmática, seríamos fácil presa de un aletargamiento expresivo que daría al traste con la vocación lingüística de nuestra condición humana. Por fortuna, y sin que ello implique que al disponernos a dialogar o a escribir consentimos un empleo lingüístico viciado de impropiedad, Gadamer nos hace ver que “cuanto más vivo es un acto lingüístico es menos consciente de sí mismo. Así, el auto-olvido del lenguaje tiene como corolario que su verdadero sentido consiste en algo dicho en él y que constituye el mundo común en el que vivimos y al que pertenece también toda la gran cadena de la tradición que llega a nosotros desde la literatura de las lenguas extranjeras muertas o vivas” (1994, p. 150).

¿En qué circunstancias dicho autoolvido se torna inoperante o deja de hacer lo “suyo”, lo que le es consustancial? Aunque Gadamer alude a la experiencia de aprendizaje de una lengua extranjera, en la cual todo lo que la ciencia puede tematizar deviene materia de enseñanza, pues su fin es despertar en el aprendiz una renovación dramática de su propia sabiduría lingüística, y a pesar de que en otros pasajes de su obra relaciona la nulidad del autoolvido con la ardua faena de la traducción, pues en ella es indispensable un profundo conocimiento científico de las lenguas que han de verterse una en la otra, de suerte que se lleve a cabo el ideal de toda traducción, a saber, una interpretación esclarecedora del texto original (Gadamer, 1994, pp. 151-152), nos gustaría llamar la atención sobre una experiencia adicional (teñida de un cierto color artificial) en la que el fenómeno admite ser puesto a raya.

Aludimos a la experiencia que consiste en creer, aun cuando solo sea a título de ficción, que es posible ponerle “palos a la rueda del lenguaje”. Infeliz (o impropia) como la mayoría de su especie, la imagen insinúa un acto de detención reflexiva, no real y efectiva. El procedimiento no carece de historia. La tradición teórica lo acredita ampliamente, aunque valiéndose de otros términos y buscando alcanzar otros fines. ¿En qué consiste? Básicamente, en tomar una palabra que ya ha alcanzado rango conceptual en determinados ámbitos corporativos (la universidad, la administración pública o de justicia, los medios de comunicación, la Iglesia o el deporte) y emprender un estudio de ella que sea capaz de dar cuenta de algunas de sus múltiples implicaciones semánticas, más allá de las significaciones que predominan, a lo largo de un segmento de tiempo, en dichos ámbitos. Sabemos que no hay concepto que no sea designado por una palabra puntual que le sirve de vehículo de expresión. Y tenemos conocimiento, asimismo, de que cientos de palabras que empleamos a diario para orientar y regularizar nuestras vidas escapan al uso conceptual, en el sentido técnico del término. No sobra decirlo: la palabra es el vehículo de expresión de cualquier concepto, desde el menos cultivado y desconocido hasta el más usufructuado y socorrido y pasando, por qué no, por aquellos que han sido objeto de una demoledora refutación. Pero el concepto, cuando es auténtico, esto es, cuando incluye una ingente potencia de significación y no deja de prestar méritos para desentrañar aspectos inéditos de la realidad o para contemplarla de un modo insospechado, trasciende la simple nomenclatura. Diríase que es un nombre que, aparte de su revestimiento lexical y compostura gramatical, aparece impregnado de contenidos lingüísticos, históricos y filosóficos, todos los cuales forman un tejido de relaciones recíprocas en cuyo centro reverbera, a la espera de una exploración concernida, el objeto al cual hace referencia y pretende expresar. En esa medida, el concepto rebasa, y con mucho, las certidumbres suministradas por el diccionario y las evidencias derivadas de las manipulaciones del uso callejero. Aunque su sonido nos resulte familiar, su sentido deriva, ya no de un acuerdo institucional (el que le proporciona la correspondiente Academia de la lengua), sino de una determinación particular (la que le concede un individuo o un grupo humano en el curso de la historia).

Aun cuando así lo parezca, tomar el concepto (una frase verbal de por sí viciada de un toque figurativo), como si de un objeto sensible y palmario se tratara, no equivale a retirarlo de la corriente ordinaria del lenguaje, pues eso supondría desarraigarlo, en contra de toda posibilidad y evidencia fácticas, del espacio y tiempo humanos que por convención lo definen. Tampoco es igual a asumirlo en términos de dispositivo de comunicación, de herramienta que “tomamos en la mano y la dejamos una vez que ha ejecutado su servicio” (Gadamer, 1994, p. 147), ya que no sabríamos cómo ponderar una concepción tecnológica de su naturaleza y estructura, por muy bien que estas se dispongan sobre un espacio de variaciones o constantes formales o generativas, sin causar perjuicio a un acercamiento avivado por cierta inquietud filosófica. Y mucho menos se identifica con el esparcimiento infantil –y, en ocasiones, la alteración neuropsicológica– que consiste en repetir, una y otra vez, de manera juguetona u obsesiva, un vocablo cualquiera (sustantivo, adjetivo, verbo, no importa la categoría gramatical) hasta conseguir vaciarlo de sentido, haciendo que se lo escuche como un simple encadenamiento de sonidos cuya desnaturalización es producto de la ecolalia a la cual se lo somete, puesto que tal diversión o padecimiento, con ser que pueden ganar el interés de los estudiosos, se desvía de la senda que aquí hemos de tomar.

 

Tomar el concepto, a la sazón, admite otra alternativa: implica disponerse a fingir que él, independientemente del campo disciplinario al cual pertenece, de repente, sin que medie una llamada vinculante o una indicación ajena, nos sale al encuentro y nos insta, pese a la sorpresa que nos produce, a percibirlo como si lo viéramos por vez primera, con otros ojos y otra finalidad de visión; o, si se quiere, con otros recursos de aprehensión y entendimiento. Nada de esto acontece efectivamente, pero es como si aconteciera. Basta avalar esta suerte de pacto cognitivo, inclinándose a ser parte de él, para vislumbrar las opciones que ofrece. Guardadas las distancias, corresponde en una conversación ordinaria a la pregunta “¿en qué sentido entiendes x o y?” o “¿qué has querido connotar al decir x o y?”, y en una jornada de escritura al momento en que reconocemos una determinada confusión o fallo de dicción, sintaxis o razonamiento que nos mueve a detenernos, releer, borrar, reconsiderar, ordenar y volver a escribir. Puesto que el recurso mencionado, una vez es acogido racionalmente, responde a una operación intencional de la conciencia en virtud de la cual esta “se dirige a algo”, pues tener conciencia es “siempre tener conciencia de algo” (Husserl, 1986, p. 79), el como si cumple la función de supeditar el concepto a un vívido proceso de extrañamiento. La exigencia es clara: el concepto ha de ser despojado de su familiaridad convencional, de su anodina existencia mundana, de su aletargamiento enquistado y sedante, con el propósito de permitir que en nosotros, tan habituados a las rutinas y la inercia mental, se instale el deseo de trascender la inclinación natural que consiste en hablar o escribir sobre los objetos con los que nos topamos o que convertimos en motivo de indagación como si fueran algo dado, del orden de lo conocido, cierto y averiguado, y, por consiguiente, desprovistos de la necesidad de ser cuestionados o puestos en duda.

Cierto que la confianza en lo dado, en lo que está ahí a la vista de todos, en lo que damos por descontado, ora pareciendo llevar una impávida existencia de la que pocas veces nos apercibimos, ora palpitando con un temblor que refleja la contracara de nuestras propias vidas –y cuyo contenido es expuesto nominalmente por el lenguaje, por su abultado depósito de signos verbales antiguos y modernos, siempre que activamos el engranaje de su funcionamiento–, constituye un motivo de tenso sosiego para la salvaguarda de nuestro ánimo cotidiano; cierto, además, que la impresión de seguridad que se desprende de lo dado, pues muy excepcionalmente nos educan para administrar la incertidumbre o para sortear la contingencia, dos fuerzas naturales que, ya desde los griegos, era sensato tener en cuenta a la hora de sondear y describir la condición humana, nos hace suponer que vivimos a resguardo de cualquier clase de peligro o exentos de sufrir las calamidades que, con una candidez obtusa y reprensible, creemos que solo les sobrevienen a los demás, pero nunca a nosotros o a quienes conforman nuestro más íntimo círculo; y cierto, en fin, que la familiaridad inherente a lo dado (a la sombra que ella proyecta), muchos de cuyos componentes hacen parte de la hacienda de todos y de nadie, nos redime de la necesidad –o libre decisión– de sopesar nuestra propia existencia en términos problemáticos, propensos como somos, por lo común, a llevar una vida enraizada en el ideal de equilibrio; pero no es menos cierto que la irrestricta aceptación de lo dado, una actitud que muy a menudo se solapa tras la máscara de la conformidad o dejadez que ella misma ocasiona, conspira inevitablemente, y en algunos individuos de manera casi absoluta, contra cualquier tentativa de interrogación acerca de las cosas del mundo. Si queremos ser consecuentes con nuestro deseo y, más aún, con el acto de fingimiento cognitivo que antes imaginamos, debemos intentar descubrir, más acá o más allá de lo que es proveído por el lenguaje, aquello que es retenido o sustraído por él. Y ponerlo entre paréntesis, suponiendo que estamos en capacidad de arrancarlo del flujo de la vida por donde cotidianamente circula, es una forma de intentarlo. No es, pues, un vano ejercicio de autoengaño, por más que esa sea la sensación que genera; es, antes bien, una compleja práctica de desvelamiento que se fundamenta en la aspiración de realizar una exploración filosófica de una expresión transformada, desde hace muchos siglos, en entidad conceptual y en actividad de vida.

Convencidos de que lo que decimos o escribimos nunca se agota en lo dicho o lo escrito, dedicaremos nuestro esfuerzo intelectual a la comprensión del sentido de lo que propiamente queremos decir cuando hacemos uso de conceptos tales como investigar e investigación. Por supuesto, mal haríamos en señalar que, al enunciar el tema, nos hemos de ocupar de todos y cada uno de sus elementos constituyentes. Pero si cabe anotar que al querer hacer con ellos una experiencia nueva que sea capaz de buscarles un lugar teórico un tanto alejado de los condicionamientos ordinarios, quizás podamos contribuir a despertar una conciencia renovada respecto de la práctica que algunos de sus matices semánticos entrañan, y así impedir, no que el autoolvido se produzca (cosa inevitable), sino que nos prive de la posibilidad de profundizar en aquello que el lenguaje parece guardarse para sí.

Entremos en materia.