La piel insomne

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

En el estudio el radio funcionaba quedito quedito: el noticiero policiaco de las seis. Y mamá por ninguna parte. Sofía se acercó al aparato y lo apagó, identificando el título de algunos libros: aquí un ejemplar de la Biblia, allá las novelas de caballería que eran las favoritas de papá. Luego salió. Atravesó el cuarto donde sus juguetes parecían cuchichear y la sala de televisión en cuya alfombra yacía un suéter de mamá, qué descuidada. Llegó al patio y avanzó hacia las jaulas que fulguraban entre los árboles. Los canarios cantaban, aleteando y brincando en sus columpios, contentísimos. Tenían suficiente alpiste. Sofía pegó el rostro a una jaula. El pájaro quiso picotearle la boca, qué travieso. Una ráfaga hizo vibrar el patio, trayendo un aroma dulzón que sofocó el del excremento de los canarios. A lo mejor cobre. Pero quién sabe. La niña se sintió repentinamente mareada. Cerró los ojos.

Al abrirlos estaba frente a la puerta principal. Pese a que el mareo persistía, apoyó una mano en el picaporte y empujó. La puerta reveló la terraza despacio, despacio. El olor a cobre irrumpió en la casa, insoportable. Sofía estornudó. Llamó varias veces a mamá. No hubo respuesta, sólo el zumbido de los insectos que sobrevolaban los rosales del jardín. Y el susurro de la urbe que se entibiaba con algunas hebras de tráfico tras la verja. Y un goteo cercano. Drip, drip, drip. Quizá moscas. O un lavabo. O el crepúsculo hecho líquido en las baldosas. Drip, drip, drip.

La niña pasó a la terraza con el alma en vilo. Había distinguido a papá, al menos una mano de papá que sostenía una botella medio vacía. Estaba en una butaca de mimbre volteada hacia la calle, hacia el semáforo que parpadeaba en una esquina invisible: rojo, amarillo, verde. La mano izquierda. La botella. Verde, amarillo, rojo. Sofía se aproximó, qué princesa tan chismosa. Rodeó la butaca hasta situarse frente a papá, que tenía los ojos abiertos y la miraba como ella lo miraba y sonreía doble, por los labios y por el cuello. Y la sonrisa del cuello era más amplia que la de los labios. Más húmeda. Más roja.

Alguien derramó una cubeta a espaldas de Sofía. El agua le mojó los zapatos y empezó a resbalar por los escalones, teñida de carmesí. Un hilillo corrió por el último peldaño, se deslizó entre los rosales, alcanzó la verja y se perdió en la avenida dominical. Papá goteaba, terco: drip, drip, drip. El charco formado a sus pies era enorme. Tardarían varios minutos en limpiarlo. Qué lata.

–No te quedes ahí, reinita, ayúdame a recoger. Acuérdate que el abuelo viene a cenar y odia los tiraderos.

Giraste sobre tus talones. Yo dejé caer la cubeta, el cuchillo de cocina salpicado de gotas rojas: clonc. Intenté sonreírte pero no pude, hija, cuánto lo lamento. Sé que me comprendiste. Las dos estábamos tan emocionadas que se nos había olvidado cómo torcer la boca. Era fascinante ver que la sangre de papá regresaba a la ciudad de donde había venido, la mugre de vuelta a la mugre. Pero debíamos limpiar la terraza. Rápido. A conciencia.

–Ve por la escoba, tigresita. Ándale.

Obedeciste en silencio, como siempre: qué niña tan hermosa. Mientras yo iba por más agua comenzaste a barrer. Los peldaños cho rreaban. Los rosales se mecían en la brisa. Y tú, escoba en mano, se guramente pensabas que qué alivio, la pesadilla había terminado. Seguramente te despedías de todos los animales del sueño.

Hasta nunca.

Adiós, tigre, adiós.

NATURALEZA MUERTA CON VENTANAS

A Alain Robbe-Grillet, por el breve encuentro en Guadalajara

Un cigarro recién prendido se consume plácidamente. El humo forma una columna que al cabo de cinco o seis centímetros empieza a zigzaguear y a descomponerse en un extraño diseño que se enrosca sobre sí mismo, dibujando siluetas que parecen subir por una soga. El cigarro ha sido colocado en un cenicero de cristal verdoso: una mano abierta, con los dedos extendidos, trabajada con un esmero tan próximo a la manía que es posible distinguir arrugas, líneas y venas, la divisiones de cada falange e incluso algunas cicatrices en los dedos índice, medio y pulgar. La punta del cigarro se apoya en la palma de la mano y el resto, apenas inclinado, descansa en la muñeca mutilada. En el filtro hay señales de saliva que han comenzado a secarse. El humo trepa sin cesar, deshaciéndose en figuras circenses.

A la derecha del cenicero hay un reloj de madera labrada a mano, una antigüedad de aire barroco. La base está conformada por diez niños desnudos que sostienen la esfera de porcelana con manecillas negras, rodeadas de ángeles que devoran racimos de uvas. La manecilla menor apunta al número seis romano y la mayor se halla entre el dos y el tres; el tictac del reloj es casi inaudible, un murmullo que se diluye en el humo del cigarro. A la izquierda del cenicero hay una manzana madura partida en dos que, iluminada por una luz entre naranja y sepia, arroja una sombra paralela a la mano de cristal. El instrumento que partió la manzana permanece entre las dos mitades: un flamante cuchillo de cocina cuya hoja de acero inoxidable, sin mella ni mancha, lanza destellos plateados; todo indica que la fruta fue hendida de un tajo, un solo corte quirúrgico del cuchillo. Tras el cenicero, más cargada hacia la manzana que hacia el reloj pero aún sumida en la penumbra, hay una muñeca de porcelana con vestido de terciopelo guinda; está descalza y algunos bucles rubios, fugados del gorro que lleva atado bajo el mentón, le caen sobre la frente. Tiene un ojo azul bien abierto; el otro ha desaparecido. Entre sus labios gruesos y rojos, apenas separados, se advierte algo que semeja la punta de una lengua o quizás un opaco colmillo; manos y pies evocan una inflamación atendida a destiempo. Sentada en una revista abier ta en una página publicitaria, la muñeca tiene el vestido alzado hasta los muslos. Entre sus piernas se ven fragmentos de una fotografía en blanco y negro que abarca toda la página: el torso desnudo y el rostro torcido en una mueca de éxtasis de una rubia recostada en un lecho; también un brazo masculino que brota del pubis de la muñeca y hunde un cigarro bajo el pecho izquierdo de la rubia, en la piel sembrada de círculos diminutos. Al pie de la fotografía, junto a los talones de la muñeca, un eslogan pregona: “Encienda sus pasiones ocultas con los nuevos cigarros Frisson”.

La mesa en la que están el cenicero con el cigarro, el reloj de madera cuyas manecillas no se han movido ni un milímetro, la manzana partida en dos con el cuchillo incrustado en medio, la muñeca tuerta y la revista que despliega el anuncio de la rubia, es pequeña y redonda, de un mármol que alterna vetas rosadas y sanguíneas. Su base es una delgada columna de bronce. El extremo inferior de la base, el que descansa en el suelo, termina en un tripié rudimentario que hace pensar en raíces. El extremo superior, el que sostiene el disco de mármol, estalla en líneas que imitan una maraña de ramas entretejidas, por lo que la primera impresión que causa la mesa es la de estar frente a un árbol en miniatura, un escuálido baobab con la copa repleta de objetos.

Tres o cuatro metros tras la mesa, cargado a la izquierda de modo que la luz más naranja que sepia sólo baña la manzana partida, hay un enorme ventanal cuadriculado; las cortinas, de terciopelo rojo, han sido amarradas con cordones a los lados como si fueran trenzas. La cuadrícula del ventanal, hecha de pequeños travesaños de madera blanca y ligeramente ajada, se desdobla en el piso de la habitación; la silueta se alarga por efecto de la luz sobre la alfombra carmesí y se quiebra en la pared de enfrente, por la que asciende unos dos metros antes de interrumpirse con brusquedad. Junto al ventanal a través del que pueden verse unos pinos mecidos por un viento suave, la in sinuación de un parque o un bosque no muy lejano, hay una silla Luis XIV cuyo respaldo, forrado de tela oscura al igual que el asiento, presenta en su parte más alta una serie de incisiones practicadas con un objeto punzante. Ubicada a noventa centímetros de la mesa, la silla arroja una sombra que también se alarga en el suelo alfombrado y se quiebra en la pared que le queda a unos tres metros, donde traza un arco negro. El asiento de la silla está húmedo y hundido; de los brazos y las patas delanteras cuelgan fláccidas correas de cuero. Algunas hebras de humo, atraídas por la luz que desprende el ventanal, se escurren del cenicero a la silla y se enredan en el respaldo para esfumarse poco después.

Frente a la silla, en la pared estriada por la sombra simétrica del ventanal, hay una pintura rectangular con marco de lámina de oro. A primera vista no llama la atención: es una naturaleza muerta similar a tantas otras que adornan salas y comedores, un bodegón común y corriente que no delata el empleo de una técnica relevante ni mucho menos innovadora. Lo único que sorprendería, y eso en el caso de un espectador poco interesado en las artes plásticas, es el tamaño del óleo: dos metros de longitud por uno y medio de altura. Aunque es factible que las dimensiones sean mayores ya que el bodegón abarca toda la sombra del ventanal e incluso la rebasa unos decímetros, de tal suerte que le toca parte de la penumbra ocre en que naufraga la mesa y la habitación en general. Pero bastaría una segunda mirada para que la opinión del espectador cambiara y el óleo comenzara a hechizarlo; en algún instante podría pensar que en realidad se trata de una fotografía, el registro fiel de una docena de manzanas dispuestas sobre una mesa de madera hinchada, rica en cuarteaduras que remedan heridas de bayoneta. Una tercera mirada lo obligaría a acercarse al óleo para reconocer que los contrastes han sido bien manejados, los claroscuros plasmados por un pincel experto: seis de las frutas, de un rojo maduro idéntico al de la manzana partida junto al cigarro que continúa consumiéndose, son una jubilosa explosión en medio de las otras seis pintadas de un verde marchito que hace juego con la madera de la mesa, captada con obsesiva minuciosidad. A la izquierda de las manzanas, que ocupan dos cuartas partes de la mesa, hay varios objetos recreados también hasta el último detalle: una jarra de cerámica azul con un agujero por donde sale vino tinto, un flujo que diseña una red arterial sobre la madera para luego chorrear hacia un suelo inexistente; semioculto por la jarra, el brazo de una muñeca salpicado de gotas que en definitiva no son de vino; junto al brazo, un pequeño globo que recuerda un ojo de vidrio y más allá, enterrado dos o tres centímetros en la madera, un cuchillo con la hoja moteada de un rojo más denso que el de las manzanas maduras, el único objeto bañado apenas por la luz que se cuela por el ventanal situado tras la mesa. A la izquierda del ventanal, el pintor alcanzó a trazar la luna de un antiguo ropero que se interrumpe en los límites del óleo. La puerta donde encaja la luna está lo suficientemente abierta como para admitir el reflejo de la figura sentada frente a la mesa en una silla de respaldo alto: una mujer que, por razones de perspectiva y aun por desgana, el artista no ubicó en primer plano dando la espalda al hipotético espectador. El reflejo de la mujer es borroso: está sumergida en la penumbra y además aparece incompleta debido a la posición del ropero y a la distribución de los otros elementos del cuadro; se distinguen sólo algunos bucles de su pelo rubio, la mitad de su rostro y su vestido guinda hasta unos centímetros abajo de los pechos. El resto es bloqueado por la mesa, cuyo reflejo es igualmente difuso por efecto de los claroscuros y la casi total ausencia de luz en la pintura. La mujer tiene la vista fija en el ventanal, lo cual se intuye por la forma en que su único ojo retratado se clava al frente pero sin mirar la mesa ni el ropero.

 

A través del ventanal, largo y de doble hoja, se aprecia otra ventana cuadriculada por travesaños de madera blanca que despide un tenue fulgor bajo el sol vespertino. La distancia que separa ambos ventanales remite al patio de una vieja casa olorosa a gente y objetos enclaustrados o quizás a una calle cualquiera, aunque por algún motivo la primera conjetura se antoja la más adecuada: un patio donde la humedad de varios años ha contribuido a una intensa floración de musgo entre las baldosas. Tras el segundo ventanal, perfectamente enmarcado por el primero, se perfila el respaldo de una silla de estilo barroco que alguien ha colocado ahí para contemplar el patio. En la silla está sentada una niña de rasgos imprecisos que ha sido captada sólo hasta la cintura; lo que puede asegurarse es que tiene el torso desnudo, que sus pechos son dos tímidas frutas coronadas por aureolas de un pálido rosa y que alguien la amordazó con un trozo de tela negra que le oprime las mandíbulas. Junto a la niña se insinúa una silueta cuyas facciones permanecen ocultas; en la mano, de uñas manicuradas y dorso velludo, sostiene un cigarro a medio consumir. En el aire enrarecido de la habitación flota un hedor a carne quemada mezclado con un tufo a nicotina o humedad que cala los huesos.

La niña siente náuseas; una y otra vez intenta hincar los dientes en la mordaza pero en vano. Sus ojos, de un azul inyectado de sangre, giran desesperadamente para tratar de seguir cada movimiento del cigarro, las parábolas que el humo describe en la atmósfera antes de acercarse a su piel: imposible, el campo visual es muy limitado cuando se está atada de manos y pies a una silla como de piedra. La niña se echa a llorar en silencio, aguardando que el hombre la vuelva a tocar; el sudor le corre por el torso, por la espalda, por los muslos. A través de las lágrimas observa lo que recorta el ventanal cuadriculado que le queda a medio metro: en la pared de enfrente, al otro lado del patio invadido de musgo, una ventana de doble hoja fulgura en el atardecer. Tras la ventana hay una mesa cuarteada con varios objetos: una jarra de cerámica, una docena de manzanas verdes, un flamante cuchi llo de cocina, un plato gris con un pedazo de pan duro y algo de queso manchego con hongos. Tras la mesa, en una silla de respaldo alto, una mujer con facciones semejantes a las de la niña desnuda hojea una revista con fotografías eróticas en blanco y negro. A espaldas de la mujer, en un muro que se ha empezado a descascarar, cuelga un cuadro que representa una habitación con todos sus detalles y en el que se advierte cierta influencia del impresionismo francés; el extremo izquierdo del cuadro lo ocupa un ventanal por el que se filtra el resplandor naranja que inunda la habitación. Las cortinas rojas del ventanal a través del que se ven algunos pinos, la insinuación de un parque o un bosque no muy lejano, han sido amarradas a los lados como si fueran trenzas. Junto al ventanal hay una silla Luis XIV que parece no haber sido ocupada jamás y a la derecha de la silla hay una mesa redonda de mármol; ambos muebles, los únicos del cuadro, apoyan sus patas en una alfombra carmesí. Sobre la mesa el pintor ha depositado cuatro objetos: una manzana verde, una muñeca de porcelana con vestido de terciopelo guinda, un reloj de madera de aire barroco y un cenicero en forma de mano. Los ojos azules de la muñeca están extrañamente fijos en el reloj: la manecilla menor apunta al número cinco romano y la mayor se ha detenido entre el dos y el tres. Mientras tanto el humo del cigarro olvidado en el cenicero sube por el cuadro en una sola columna, una soga tensa y evanescente que no pierde la verticalidad en ningún instante.

NOCTURNO PARA CAZADORES

Lo único que puedes hacer ahora que la luna ha decidido surgir como el vientre de una rana al filo del paisaje cada vez menos oscuro y más lechoso es correr sin mirar atrás y sin importarte que tus pies descalzos se cuajen de guijarros y espinas, correr rezando una letanía hecha de trozos de plegarias mientras la campiña se despliega ante ti igual que un manto de acero erizado de arbustos y rocas, correr asumiendo que eres prófuga en el viento desde que advertiste que la cacería había comenzado, correr y recordar la náusea en la boca del estómago cuando notaste que te habías alejado de tus amigos más de lo recomendable y que estabas sola, sin nadie que te oyera en varios kilómetros a la redonda, completa y terriblemente sola y desnuda en el río que soltaba filamentos fluorescentes de vapor.

Te apartaste del grupo que había ido de excursión al bosque por ese estúpido pudor inyectado desde niña, era inconcebible que alguien te viera con los pechos y los muslos al aire, la intimidad era un asunto delicado y la decisión de bañarse desnudos en las aguas termales fue tomada por Carlos y dos cartones de cerveza y no te causó gracia y así lo dijiste y hasta Isabel se unió a la burla general, una risotada que te hizo fruncir el ceño y tomar otra decisión y una cerveza y gritar váyanse al carajo y marcharte de la fogata porque la tentación de sentir el río entre las piernas era mucho más fuerte que tu orgullo. Caminaste admirando el fulgor perfilado tras las colinas negras, la luna que apenas incendiaba los árboles en lo alto del bosque mientras las ranas se desgañitaban en los charcos y tú te dejabas llevar por la inercia de los senderos improvisados y la cerveza te lubricaba la garganta y los grillos componían una ópera verde y las piedras remitían a cráneos ancestrales y tú pensabas en los cazadores que según el periódico merodeaban por el bosque desde hacía algunos meses. Por fin llegaste a unas rocas que te llamaron la atención y permaneciste inmóvil intentando descifrar lo que el río te contaba, las seductoras palabras del río que te desvistieron con rapidez y sin tapujos. Tu ropa voló en las tinieblas y la lata de cerveza fue una mariposa de metal que la luna rozó antes de que se hundiera en el agua a la par que tu pie izquierdo y te sumergiste despacio en el río y ya no hubo lenguaje capaz de describir las sensaciones que te inundaron, sólo el tibio silencio del agua que burbujeaba al centro de la noche y que te masajeó el cuerpo hasta que captaste un ruido que no pertenecía al paisaje y erguiste la cabeza y por un momento las ranas dejaron de cantar y el aire trajo el ajetreo de unos arbustos golpeados por manos y botas; antes, segundos antes de que distinguieras los ojos frenéticos que alumbraban la vegetación, tu aliento se había congelado. Y entonces la luna se desembarazó de los árboles que la retenían entre sus ramas y flotó como un globo de papiro sobre las colinas y la oscuridad se disolvió en una cálida fosforescencia y así pudiste ver cómo se agitaban los matorrales a orillas del río, cómo dos o tres figuras se acercaban con pasos pesados, cómo las linternas bailoteaban y te hacían pensar en ojos fuera de sus órbitas mientras tu corazón latía desbocado y recordabas que nadie había propuesto guardar una linterna en la cajuela del auto, ni Marcela ni Antonio y ni siquiera Roberto, el hombre prevenido que vale por dos, por tres hombres que se aproximan al río vuelto una vena inflamada de mercurio.

Al comprender que dentro de poco las piedras donde te acurrucas no te servirán de escondite, permites que la corriente te arrastre unos metros. Cierras los ojos, te zambulles apelando a la falsa protección del agua y por un instante estás en tu baño, en la tina donde quisieras verte ahora, rodeada de mosaicos y agua limpia y con la certeza de que la toalla está al alcance de la mano, la misma mano rebanada por un objeto puntiagudo que te impele a abrir los ojos para que una penumbra líquida se meta hasta lo más hondo de tu mirada; hay agujas de pino que te acarician por doquier mientras algo se cuela a tu boca –tal vez una cucaracha de agua– y alzas la cabeza y escupes, a punto de asfixiarte, tratando de regular tu respiración pero el miedo te lo impide aunque miedo a qué, de repente el cuadro del que formas parte no tiene coherencia, el río absorto en su murmullo lunar y tú desnuda en medio de toda esa noche ajena a ti. Con la sensación de tener todavía algo entre los dientes nadas a la orilla y caes en cuenta de que hasta el momento has actuado por instinto, aún no sabes de quién son las linternas y los pasos que continúan acercándose y ya estás huyendo, qué tal si son Carlos y Rodrigo cerveza en mano, qué tal si ellos traían lámparas en alguna mochila pero no, ahora que observas con detenimiento las figuras que aplastan la vegetación adviertes que no pueden ser ni Rodrigo ni Carlos, mucho menos Isabel o Yolanda porque las tres siluetas son hombres que ubican el remanso donde te has escondido: dos vienen a pie y el tercero a caballo y sus linternas recortan la noche en delgados conos que se mueven abajo y arriba, arriba y abajo, a diestra y siniestra y el bamboleo luminoso está cada vez más cerca y la brisa congela las gotas de agua en tu piel y la luz resbala por el cañón del rifle que carga el hombre a caballo y uno de los que van a pie trae en la mano un fulgor que te remite a un revólver y acelera el ritmo de tu corazón.

Oculta entre las rocas intentas recordar dónde quedaron los jeans y la blusa, dónde la sangre fría que tanto te critican en casa y en clase pero lo que acude a tu memoria es la nota roja de un diario del mes anterior, el reportero de mirada soñolienta que cubrió los crímenes en el bosque para Canal 7, las cápsulas informativas en la estación que te gusta oír y los comentarios en la universidad: Roberto dice que es inverosímil que en pleno siglo veintiuno existan locos aislados de la civilización en un bosque que la policía ha peinado incansa blemente, Marcela afirma con tono fúnebre que los bosques guar dan secretos que ni los árboles más viejos conocen o imaginan, Isabel secunda a Marcela y acota que la hojarasca es la tumba ideal para los huesos que han perdido hasta el nombre. El tipo a caballo se estampa contra la luna y por primera vez adviertes su sombrero pasado de moda y te preguntas dónde pusiste tus sandalias, hacia dónde debes huir, en qué dirección se encuentra el ojo protector de la fogata. Distingues las linternas al fundirse en un solo haz que revienta en tus pupilas y te deja ciega e inerme, agazapada entre las rocas como una rana, escuchando los bufidos del caballo y lo que dice uno de los hombres –¿vieron que algo se movió allá?– antes de que estalle el relincho triunfal con que da inicio la cacería.

Primero es el caballo que reanuda el trote mientras uno de los hombres lanza una exclamación de júbilo y tú parpadeas, tratando de disipar las luces que las linternas olvidaron en tu retina. Después son los pasos que atropellan la vegetación, los bufidos del caballo cada vez más próximos y tus músculos que al fin responden; de un salto abandonas tu refugio y echas a correr y oyes de nuevo la exclamación de júbilo seguida de una obscenidad. Luego viene el disparo que rompe la quietud en un millón de ecos y te lleva a asumir que lo único que puedes hacer es correr sin mirar atrás y sin importarte que tus pies se cuajen de guijarros y espinas, correr pensando en los amigos que quizá se bañan o hacen el amor en las aguas profundas de la noche mientras la campiña se desdibuja frente a ti y tu cráneo es una estancia vacía donde reverbera el disparo inaugural y tu cuerpo un torpe proyectil que hiende el aire. De un momento a otro la penumbra se ha convertido en el túnel que debes recorrer para sobrevivir y más allá de ese túnel está la salvación, al otro extremo de la noche te espera una humedad sin agujas de pino que laceren tus pechos y tus piernas como ahora que el pánico es algo vivo que se pudre en tus entrañas y te obliga a parar porque ya no hay indicios del caballo y te arrodillas junto a un árbol; tus pies están hinchados y llenos de sangre pero extrañamente no hay dolor aunque no logras respirar con normalidad, de seguro tus pulmones resienten todo el paisaje que has aspirado y que de golpe trepa por tu esófago y te explota en el paladar en forma de náusea. Oculta detrás del árbol vomitas la oscuridad tragada en la carrera a campo traviesa, escupes pedazos de luna y de constelaciones y cuando crees que no puedes arrojar ni una estrella más el asco te dobla, te apoyas en el tronco con un hilo de saliva plateada colgándote de los labios y entonces se quiebra el silencio.

 

Antes de descubrir las dos figuras que se acercan, ágiles, implacables, oyes sus pasos y te levantas; sigues deambulando por el bosque sembrado de hojas y breña, tratando de hacer el menor ruido posible. El frío que te calaba hasta hace unos minutos ha desaparecido como por arte de magia; el alivio que te inunda, fugaz y tramposo, se diluye en cuanto volteas hacia atrás. Los hombres vienen a pie, uno trae un objeto largo que apunta hacia ti y hay un súbito fogonazo naranja, una fractura en el viento que agita la copa de los árboles; la bala atraviesa limpiamente tu mano izquierda y se extravía en las sombras y gritas, tu carne empieza a rezumar una tibia viscosidad y gritas, reemprendes tu frenética carrera con la luna bronceándote la espalda y gritas. Tus perseguidores ríen como si el disparo fuera la mejor broma del mundo, uno dice qué puntería tienes, hermanito hijo de la chingada y tu cabeza es un segundo corazón, el otro farfulla esto le va a encantar a papá y tu mano derecha araña el aire, sus pasos son un tambor en la penumbra y tú aprietas los dientes para interrumpir los gritos y ellos ríen otra vez y estás a punto de enredarte en un cúmulo de raíces y sus linternas rasgan la bruma depositada sobre el bosque y ya no sientes los pies y la noche es una danza de ojos que olfatean y la sangre se acumula en tus dedos y de entre los pinos brota un hedor a verano en descomposición y el sudor fluye junto con tu sangre y la oscuridad es un ojo omnisciente y tropiezas con un tronco y la noche da un vuelco y caes, el cielo es la tierra y caes, la tierra está en el cielo y caes, uno de tus tobillos cruje y caes, veloz, como un bulto, bocabajo.

Mientras te incorporas, luchando por bloquear el dolor, recuerdas que Roberto es hombre prevenido (las linternas hurgan en la niebla) y que mujer incauta equivale a cadáver (las linternas se divierten) y piensas en sacrificios en honor a un dios pagano (los cazadores corren), en el altar donde atan a las víctimas (los cazadores jadean), en el puñal de obsidiana que concentra los rayos del sol (los cazadores murmuran), en el sacerdote que esgrime el puñal con una mueca desquiciada (los cazadores sueltan un bramido), en el salón de clases donde alguien explica cómo el altar se cuaja de órganos conforme el puñal traza su ruta inexorable y los cazadores pisan tus huellas (evocas las agujas de pino que se clavaban en tu piel mientras nadabas), y el bosque deviene el altar donde se hacen ofrendas a la noche (el vapor que te volvía una nube de algodón azul), el río ya no se escucha (las agujas de pino que te rozaban el rostro), por aquí no hay animales (el vapor que te acariciaba) pero sí troncos y ramas y una hojarasca interminable, el eterno túnel sin salida por donde corres y trastabilleas y chocas con un árbol o con diez o con cincuenta y tratas de invertir los papeles y jugar el juego de los cazadores y te muerdes la lengua, olvidas tu desnudez, te detienes, te tranquilizas un poco con el aroma de los pinos, inhalas y exhalas porque las linternas están allá abajo y los cazadores también han dejado de correr. Buscas una piedra de buen tamaño y la alzas con la mano sana y la acurrucas en tu regazo, te escondes en un arbusto frondoso y sólo te queda esperar creyendo que te desmayarás por la pérdida de sangre y pensando en el laboratorio de biología de la secundaria, en la clase donde había que destripar una rana para estudiarla con frialdad de arúspice, en el maestro que daba instrucciones para abrir el anfibio sin derramar ni una víscera; tus compañeros fruncían la boca en señal de asco y alguien nombraba lista y tú eras la elegida, el maestro o más bien el sumo sacerdote de bata inmaculada te entregaba el puñal que por alguna razón se llamaba escalpelo y con los labios secos te acercabas a la plancha donde yacía el anfibio, contenías la respiración, elevabas el puñal y lo dejabas caer y así comenzaba el ritual, te convertías en la sacerdotisa de una ceremonia antigua y salvaje como el hombre, oficiabas el sacrificio en honor de los biólogos y en tu vientre había una comezón primitiva cuando se desgarraban las entrañas de la rana y tus compañeros permanecían inmóviles mientras la plancha se teñía de rojo, un rojo tan caliente como el que gotea al suelo, rojo en el arbusto donde te ocultas, drip drop, drip drop, drip drop. Ahora te das cuenta de que eres el anfibio sobre una mesa de disección improvisada por los elementos, la presa que debe recuperar sus orígenes de depredador y aguardar a que el falso depredador regrese a su nivel de presa; ahora debes arrebatar el escalpelo o puñal al maestro o sumo sacerdote de los biólogos y aguzar el oído y la vista y olvidar el dolor que sube de la planta de tus pies a tus muslos, de tu mano izquierda a tu cuello y ahí se detiene. Sientes el cuello frágil, quebradizo, no crees resistir mucho tiempo el peso y la presión de tu cabeza que en cualquier instante se echará a rodar libre de su pedestal, se precipitará a través del bosque en un vértigo de pelota cuesta abajo y tu pelo se llenará de hojas y tu boca masticará breña y tus ojos se poblarán de hormigas y no podrás parar, tú o tu cabeza no podrán parar, si me cortan la cabeza qué voy a decir, yo y mi cabeza o yo y mi cuerpo, qué derecho tiene mi cuerpo o mi cabeza de llamarse yo, piensas evocando un diálogo de película. Procuras respirar pausadamente y así, acuclillada en el útero de la noche con una piedra en el regazo, distingues las linternas que se aproximan, los cazadores que avanzan hacia tu escondite aunque ignoran dónde está. Uno dice nos salió ingeniosa la pinche vieja, ¿no la ves por ahí? y el otro no responde, el silencio crece en la niebla hasta que la primera voz se deja oír de nuevo, papá nos chinga si esta se nos escapa, ¿te acuerdas cómo se puso cuando lo del guardabosques? la putiza que nos metió por no haberle volado los sesos de un tiro el pinche guardabosques casi se nos va ¿cómo puede moverse alguien que trae una bala en la jeta?, el otro hombre contesta cállate no hables tanto mejor nos dividimos tú la buscas por allá yo por acá el que la encuentre chifla con ganas.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?