La piel insomne

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DESHUESADERO AL CREPÚSCULO

A José Javier Coz

CARLOS

Creo que la idea fue de Rito.

Ahora en retrospectiva, después de lo que pasó creo que sí, que Rito aquella tarde con el sol medio quebrado en el horizonte, que los cuatro amigos de siempre aburridos en la casa del árbol donde nos juntábamos a diario. De repente Rito abrió la boca con una bocanada de humo y se nos antojó la mejor idea; de repente fue el cementerio y jugar futbol entre las lápidas. Al fin y al cabo era un pueblo chico como nosotros, quién iba a darse cuenta si el cementerio estaba a un par de kilómetros y los cigarros de Manuel nos quemaban los catorce años, si nuestros padres nadaban en la siesta o la indiferencia y nadie conocía nuestro club, acuérdense del acuerdo, todos lo firmamos con sangre cuando traje mi navaja y les rebané el índice.

Cómo olvidarnos de la navaja de Rito. Esteban se desmayó al ver el hilo rojísimo que le bajaba por la yema del dedo y se deshilachaba finalmente en una firma recién inventada, un garabato que se tiñó de marrón junto a otros tres garabatos en el trozo de papel que Rito traía siempre en los jeans, revuelto con la resortera y dos fotos de rubias en cueros y sus sueños de conquistador y los cerillos que sacaba para encender otro Camel y hablarnos del cementerio, un lugar mágico que comenzaba a echar raíces en nuestras mentes y a crecer hasta cobrar las dimensiones de una meta o una obsesión. Teníamos que ir allí, al deshuesadero –así lo llamaba Rito–, ese era nuestro último destino, el deshuesadero esto y el deshuesadero lo otro y lo de más allá: imagínense revisar las tumbas abiertas, coger varios cráneos y jugar futbol, desaburrirnos y enterrar los pantalones cortos de una vez por todas, quedarnos a dormir sobre un sepulcro y puto el que se raje; apenas son las cuatro y media, en una hora nos vemos frente a la tienda del Gato. Y no vayas a salir con tus pendejadas, Esteban, nada de que tu mamá te encargó la leche o de que van a misa porque se le ocurrió a tu papá; el chiste es que ellos no sepan a dónde vamos, déjenles una nota o algo así, un campamento o una fiesta en casa de alguien que no existe, usen sus neuronas. Nos vemos a las cinco y media; el que no esté deja de ser miembro del club.

Manuel y yo quisimos protestar, decirle a Rito que el futbol de acuerdo, pero no quedarnos a dormir sobre las tumbas y claro, como él prácticamente no tenía padre y su madre era una de las mujeres más fáciles del pueblo, no había problema: él abandonaba su casa y listo, si no llegaba a dormir qué importa, mamá estaría muy ocupada para advertirlo. Además Rito siempre agarraba las riendas del club, él era el jefe y el resto que se joda, él tomaba las decisiones y ahora vamos acá, ahora para allá, hacemos esto, deshacemos lo otro. Como el verano pasado, aquella vez que robamos gasolina para bañar al perro del carnicero y Rito se reía a carcajadas y prendía un cerillo tras otro y el animal vuelto una pelota caliente y naranja que rebotaba por el lote baldío, aullando y ladrando hasta que reventó como fruta podrida.

Todo eso quisimos decirle Manuel y yo a Rito. Pero bastó una de esas miradas verdes y tan suyas para que nos sintiéramos estúpidos y desarmados y todo fue igual que siempre: el líder era y seguiría siendo Rito, algún engranaje secreto de la naturaleza le había asignado ese privilegio y nosotros lo aceptábamos de algún modo, continuaríamos aceptándolo hasta que Rito dejara de ser Rito y el viento de la madurez nos desbalagara por los cuatro puntos cardinales. Manuel, Esteban y yo de acuerdo, Rito, a las cinco y media; cada quien a su casa a inventar alguna mentira que superara las de los otros, una competencia de cuentos y huidas por la puerta de la cocina o alguna ventana que harían que nos desternilláramos de risa, esa risa irresponsable de la juventud hambrienta de misterios y peligros.

MANUEL

Una hora después la tienda del viejo Gato, el paraíso de las conservas rancias y el hedor a anciano que aguardaba la irrupción de la adolescencia dispuesta a adquirir alguno de los condones agazapados como serpientes en el polvoriento atardecer de las estanterías.

Fui el primero. La mochila con algo de comer, el sleeping bag y los cigarros me hundía los hombros; mamá con su ¿a dónde vas? cuando dejé la casa aún me taladraba los tímpanos. Estudié el escaparate de la tienda. Allí seguían las telarañas del año pasado, tejiendo fantasmas entre los adornos navideños del año antepasado; vi la cabeza de un maniquí que me hizo pensar en un huevo de avestruz, los alimentos enlatados que jamás se venderían por contener quizá sólo cucarachas, mi reflejo opacado y dividido inexplicablemente en cuatro por los lamparones de la vitrina.

Esteban y Carlos llegaron al cabo de unos minutos, las sonrisas de oreja a oreja, las manos en los bolsillos. Rito apareció treinta segundos después como de costumbre, como desde lejos para que supiéramos una vez más quién era el líder, a quién teníamos que esperar para encender el primer Camel y referir nuestra fuga de las garras paternas y decir Rito, eres el único que no trae nada, ni mochila ni sleeping. Lo oímos reír, murmurar con una mueca llena de dientes no es cierto, traigo mi navaja, es todo lo que se necesita, putos. Otra carcajada y Rito se burlaba de nosotros y nosotros felices por reírnos con él, sintiéndonos pendejos con tanto bulto a cuestas, orgullosos de ser los mejores amigos de Rito y de que Rito fuera nuestro mejor amigo aunque se carcajeara en nuestras narices y se sintiera nuestro padre y por cierto, Esteban, ¿no te pegaron? Cómo podíamos dejar de quererlo, el más grande fanfarrón de nuestro mundo reducido a unas cuantas casas y a catorce años de coníferas en torno del pedazo de tierra donde abrimos los ojos: Rito el ladrón de las bicicletas de cada verano, Rito el del fetiche de látex arrugado en un bolsillo de los pantalones, Rito el que decía vámonos a jugar en las tumbas. Y ahí íbamos todos, fieles como el perro naranja del carnicero aquella tarde en el baldío tan semejante a esta tarde: el sol igual de mutilado por una nube aborregada, la tierra de las calles igual de suelta en nuestros pasos.

Eran las cinco cuarenta y cinco cuando nos internamos en la vereda silvestre que según Rito nos llevaría directamente al deshuesadero, un atajo que había descubierto meses atrás. Él iba a la cabeza de la fila india. Sin decir nada nosotros clavábamos nuestras huellas en sus huellas, confiados de que a pesar de tantos matorrales y espinas y gritos de pájaros localizaríamos el cementerio, seguros gracias a esa curiosa certidumbre que Rito nos infundía cuando iba adelante de nosotros, guiándonos como esa tarde con humo de cigarro en los ojos y en el viento las primeras canciones de rocanrol llegadas al pueblo. Elvis Presley y Bill Halley eran desentonados por nuestras voces; “Heartbreak Hotel” y “Rock Around the Clock” sonaban extrañas en esas cuatro gargantas inexpertas. El aire era tan azul que parecía desprenderse de los huecos entre los árboles, tan frío que podía ser exhalado por las pupilas de Rito mientras “Don’t Be Cruel” y “See You Later Alligator” se diluían en el bochornoso zumbido de los insectos.

Entre los arbustos saltaba el pelo de Rito, una melena rubia que un instante era visible y luego invisible, invisible y visible, ahora me ves, ahora no me ves. Carlos, Esteban y yo la seguíamos a risotadas nerviosas porque las espinas nos acariciaban por todos lados; los pinos nos arrojaban breña sobre los hombros como si se mofaran de nuestro cargamento de falsas comodidades. Envidiábamos a Rito, sin una gota de sudor en la frente y en los Levi’s una simple navaja, el amuleto que nos había obligado a ensangrentar un pacto de hermandad secreta y a asumirnos como los cuatro mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Porque todos éramos Rito y Rito era nosotros de alguna manera, un club de un solo miembro o un adolescente con cuatro facetas que cada tarde se refugiaba en un árbol desvencijado a fumar y discutir consigo mismo sobre rocanrol y películas de aventuras, las primas de la ciudad y las faldas con crinolina, la masturbación y las cicatrices del crecimiento paulatino, el miedo de ser hombre y permitir que la casa del árbol se pudriera con todo y las cervezas jamás empinadas.

Caminábamos tras nuestros propios cabellos, una señal rubia entre la vegetación donde acechaban arañas esmeralda y gusanos que se retorcían como títeres en el extremo de un hilo. El sol atravesaba las ramas de los pinos para divertirse con nuestras facciones, entretejía luz y sombra y diseñaba patas de bichos sobre los párpados, larvas de mosca junto a la nariz mientras cantábamos y Rito iba varios metros adelante de nosotros o nosotros varios metros adelante de Rito o viceversa o todo lo contrario, nadie adelante de nadie y todos juntos, uno para todos y todos para uno, voraces exploradores de esa jungla llamada pubertad.

ESTEBAN

Veinte o veinticinco minutos después de la cita frente a la tienda del Gato llegamos al deshuesadero. Lo distinguí entre arbustos y árboles antes que Carlos y Manuel, incluso antes de que Rito gritara ¡maricón el último que toque la verja!

Primero vi una serie de barrotes puntiagudos, negros como debían ser los pecados que tanto criticaba papá sin saber que mamá los cometía cada fin de semana cuando él iba a la ciudad por asuntos de negocios y nos dejaba solos a ella y a mí. Mamá aprovechaba jueves, viernes y parte del sábado; luego de que papá se alejaba en el Plymouth, se ponía a inventar pretextos como si no me percatara de lo que sucedía en su dormitorio y era ir por la leche o vete a jugar con tus amigos porque tengo visita, cielo, como si yo todavía fuera su niño de ocho años y encima estúpido. Si le platicara lo que Rito nos contaba en la casa del árbol, si supiera que medio pueblo le decía la puta oficial, la más barata de la región porque para acostarse con ella bastaba una botella de whisky… Papá estaba demasiado ciego o demasiado idiota o ambas cosas; cuando regresaba el sábado por la noche la besaba igual que diario. Tal vez sus negocios en la ciudad eran similares a los de mamá en el pueblo y los dos a gusto con su matrimonio hipócrita; aunque esto le corresponda a Rito más que a mí, mamá y papá vivían mentira tras mentira, pecado tras pecado, como los barrotes que divisé antes que nadie.

 

Después vinieron las hileras de cruces y los ángeles mancos en la distancia y la carrera para evitar ser el maricón del club. Carlos y Manuel iban adelante de mí y Rito adelante de ellos, siempre más adelante, todos raspándonos y dejando jirones de camisa en las espinas, dos fotos de rubias desnudas junto a un árbol para deleite de los ciempiés, en el suelo una resortera y unas mochilas que alojarían a los escarabajos pero la navaja aún en el bolsillo trasero de los jeans, tibia y concreta, único equipaje indispensable. Corrí lo más rápido que pude; la vegetación era tan verde como la mirada de Rito, que brincaba hecho un saltamontes ante mis ojos. De pronto se acabaron los pinos y las plantas y todo fue jadear a campo traviesa, aceptar que los pantalones eran demasiado angostos para que las piernas se alzaran sobre los pastizales, empezar a mover los brazos en un aleteo sin freno y volar hacia la verja negra, pasar encima de Carlos y Manuel y Rito con mis tenis rozándolos a cien kilómetros por hora, rebasarlos a lo pájaro y llegar en primer lugar al deshuesadero para no tolerar las burlas porque fui el último y Rito dijo ¡tenía que ser el Huesos! y Carlos y Manuel se doblaron de risa, atragantándose con el aliento que recuperaban junto a la verja mientras a sus espaldas el sol se hundía en una nube semejante a un agujero bermellón.

Los cuatro esperamos a que la sangre se nos bajara del rostro. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando Rito comenzó a escalar los barrotes terminados en puntas de flecha, gritando que no debíamos entretenernos más. Y así nos volvimos lagartijas y el hierro se escurrió bajo nuestras uñas mientras yo decía cuidado con las flechas oxidadas, mamá dijo en el verano tétano seguro y Rito qué mamá ni qué mierda, no le hagan caso al Huesos, sólo había que trepar y saltar al otro lado como la mirada de Rito para caer de nalgas en un matorral desgreñado. Rito dijo casi te espinas el culo, Esteban, y Manuel y Carlos se carcajearon de nuevo. Descendí del matorral con el honor en los tenis y entonces vino el silencio como un calambre en lo más profundo del estómago.

Nos quedamos callados. El sol horadaba la lejanía y allí frente a nosotros estaba el deshuesadero, un espectáculo de tumbas y estatuas y lápidas invadidas de sombras rojas que se escabullían como salamandras, reptando en un desorden de colas y lenguas bífidas para subrayar las inscripciones que según Rito se llamaban epitafios y las fechas, el nombre de cada muerto sin nombre. Permanecimos petrificados el tiempo suficiente para que el sol se hundiera un poco más en su nube y la olfateara, enorme calavera que preludiaba los cráneos con que jugaríamos.

La realidad enmohecida del deshuesadero nos había convertido en cuatro estatuas de bocas abiertas y músculos encogidos, cuatro ángeles que habían dejado sus alas ensartadas en puntas de flecha y que ahora imitaban a los ángeles de mármol hartos de custodiar cadáveres que no les incumbían. Algunas gárgolas se desperdigaban por ahí, salpicando de gestos obscenos el paisaje de cruces y aureolas. La quietud era asfixiante, una mordaza agitada por el viento y por la voz de Rito que decía ¡a buscar los balones de futbol! sin tomar en cuenta los pinos que nos espiaban al otro lado de la verja, desde el mundo al que recién habíamos renunciado.

RITO

Cuando la parálisis nos liberó, eché a correr entre los matorrales con ganas de estar a solas en el deshuesadero sin tener que cuidar a Carlos, Manuel y Esteban, sobre todo a Esteban. Pinche flaco, qué culpa tenía de ser tan pendejo y despistado; al fin y al cabo era casi mi sombra, de mis tres amigos el que más me idolatraba con esa especie de fanatismo que es la fantasía de cualquier adolescente: ser modelo de otros y que te sigan a donde vayas, incluso a dormir a un deshuesadero. Por eso me preocupaba Esteban, tan distinto a los demás aunque después de todo éramos uno solo, ellos parte de mí y yo parte de ellos como un personaje con cuatro máscaras, mi navaja al mismo tiempo en sus bolsillos y en el mío. Los cuatro compartíamos ese instante de sepulcros y risas nerviosas; los cuatro sentíamos que una zarpa de hielo nos estrujaba los testículos cuando creíamos percibir una silueta grande y rolliza como una rata; los cuatro nos estremecíamos cada vez que un terrón se desprendía de alguna de las lápidas más viejas. Había que vernos: Esteban con un principio de pavor en la mirada verde, Carlos con una mano en el pelo rubio, Manuel inmóvil ante una estatua que esperaba mi señal para moverse, y yo sin dar la señal porque tenía los labios secos.

Todos intentábamos negar el pánico de haber dado con una tumba abierta igual que una boca, sus colmillos los pedruscos que surgían de las cuatro paredes y apartaban las raíces para luego colgar bruscamente sobre la sima. Tres o tres metros y medio de altura y nuestras cabezas allá abajo, en el fondo; el contorno de cuatro cráneos desdibujados por la luz de las seis se revolvía con los otros cráneos que se perfilaban en la penumbra, olvidados quizá por descuido del vigilante que no estaba a esa hora o si acaso estaba no salía de su choza junto a la verja, seguramente más lleno de aguardiente que las botellas que escondía en la alacena según decían en el pueblo.

Y entonces la pregunta fatal que no exigía palabras y que se coagulaba en la mente de cada uno, la pregunta y a la vez la respuesta porque de antemano todos sabíamos quién iría por los balones de futbol. Por eso preferí romper el silencio con una carcajada, acercarme al borde de la boca y antes que alguien dijera algo brincar y caer en cámara lenta, las piernas listas para convertirse en resortes al tocar el fondo, los brazos alzados como si de mis axilas fueran a brotar alas que me llevarían al infierno a mil kilómetros por hora; caer con el corazón en la garganta y regresar al momento en que habíamos trepado la verja para saltar al deshuesadero y yo había dicho casi te espinas el culo, Esteban; caer otra vez pero ahora dentro de una boca cuyos dientes resbalaban junto a mí en una ráfaga de mordiscos veloces. Por un segundo quedé suspendido en el aire como fotograma de película muda y me sentí el protagonista de Nosferatu, pero de golpe irrumpió el vértigo, la náusea se filtró a ese segundo y en mis intestinos se instaló el temor a seguir cayendo por una eternidad de segundos, el horror a nunca dejar de caer porque el fondo se veía más y más lejano y la boca se ensanchaba y los colmillos crecían hasta que por fin el suelo me acogió y las piernas me acuclillaron y mis tenis se sumieron en el lodo justo cuando un olor a huesos encajonados se disparó hacia mi nariz y mis brazos hallaron el equilibrio.

Sonreí desde el fondo de la tumba para que los otros se cercioraran de que no había problema; le devolvimos una mueca a Rito, que se dedicó a escarbar entre los huesos mientras nos daban ganas de vomitar. Conforme removía las calaveras, manchándome los dedos de musgo, noté que los de arriba tenían la cara transparente; Rito se aguantaba el asco que sentíamos al verlo hurgar en las cuencas vacías para quitarle tierra a los cráneos. Se los empecé a arrojar uno tras otro, seis o siete en total; nosotros los recibíamos y los apilábamos a un lado de la fosa, luchando contra las arcadas. Después Rito subió apoyándose en terrones y raíces y lo ayudamos a salir, todo sonrisas y jadeos, y ellos aún pálidos por estar frente a los balones de futbol; quizás apenas advertíamos que habían sido cabezas humanas iguales a las de nosotros y nos preguntábamos a quiénes habrían pertenecido, qué opinarían sus dueños si nos descubrieran jugando con algo que fue tan suyo, tan sus cabezas como las de nosotros y la de Rito.

De repente nos miramos y comprendí lo que cada uno pensaba: qué sucedería si en vez de cráneos desconocidos fueran nuestros propios cráneos, sus propias calaveras las que patearían y con las que anotarían goles en una portería improvisada. Sí, eran nuestras cabezas las que rodaban y rodaban por el deshuesadero, una procesión de órbitas y maxilares que el atardecer ensangrentaba a ras del suelo y que se detenía para que Rito prendiera un Camel y festejara el segundo gol de Manuel, cuatrouno a favor mío y de Manuel, claro, Carlos y Esteban eran muy lentos, tú portero y yo defensa, qué idiotas, como si fuera un equipo común y corriente, once jugadores y no dos contra dos; perdían el tiempo planeando estrategias que nunca ejecutarían pero allá ellos, Rito y Manuel no tenían técnica, eran niños de primaria, todo lo hacían al aventón y yo le decía a Carlos que pronto los empataríamos, vas a ver, les vamos a ganar, ¡cuidado con Carlos, Manuel! ¡No se te olvide que Rito es un cerdo, Esteban! ¡Rito, traes al Huesos detrás, acuérdate de las patadas! ¡Ojo con los codazos de Manuel, Carlos! ¡Gol, cincouno a favor de nosotros! ¡Eso fue trampa, carajo! ¡Son unos pendejos, Esteban! ¡Ah, qué chingón saliste, Manuel! ¡Váyanse a la mierda, no sean llorones! ¡Llorona tu puta madre! ¡Con mi familia no te metas, pinche flaco! ¡Métete la familia por el culo! ¡Gol, cincodos! ¡Dame un cigarro, ya me hicieron encabronar! ¡Eso te pasa por fumar como chimenea!

NOSOTROS

Y así prosiguió el partido durante más de media hora que se escurrió como premonición de lo que inevitablemente debía suceder en el deshuesadero. El sol naufragó en un letargo de vino tinto. Atónita, la luna despuntó para atestiguar nuestro juego y oír los insultos y las risas que pendían en el aire junto a los pétalos geométricos de las telarañas mientras el sudor nos pegaba las camisas a la piel.

Los cráneos rodaron entre nosotros. Los rompimos uno a uno; tanta edad, tanta fragilidad celosamente preservada entre tinieblas no podía soportar mucho tiempo los embates de nuestros tenis. Las seis o siete cabezas fueron despedazándose en una lluvia ósea: un tiro a gol y una mandíbula volaba, fracturando la brisa en un arco, a punto de aterrizar en nuestros hombros; una patada y la vista de un cráneo se descoyuntaba en el pie; un pase rápido y astillas amarillentas salían disparadas en todas direcciones para alfilerear la penumbra que envolvía al deshuesadero, un simulacro de luz hecho de humo y ceniza y la dilatación de las sombras. Nos dábamos cuenta de que oscurecía porque algo se había alterado alrededor y dentro de nosotros: un giro súbito de las estatuas cuando volteábamos a verlas, una especie de congelamiento de nuestro cansancio, una intuición que apestaba a verano marchito y nos angustiaba. Las ramas de los árboles se sacudían las últimas brasas solares y nosotros sabíamos que la noche era inminente y no nos importaba, creíamos que todo venía de una remota región cerebral: las gárgolas que conversaban entre sí, el sapo que parecía ahogarse en el agua estancada de una tumba, el terror a dormir a la intemperie sin traer más que una navaja en los jeans, la certeza de que el vigilante no se había emborrachado en el pueblo y había decidido ocultarse en su choza para espiarnos, sólo así se podían explicar los ojos que sentíamos en el viento y en la nuca.

Seguimos pateando cráneos hasta conseguir ocho-cuatro, nuevecuatro, nueve-cinco y cambio de balón porque a este ya se le botaron las quijadas; nueve-seis, nueve-siete, diez-siete y a este ya le volamos la tapa de los sesos; diez-ocho, diez-nueve y la penumbra caía sobre nuestros cigarros, ojos fluorescentes que evocaban el ojo moribundo del sol y esos otros ojos que nos veían desde cualquier punto o desde todos los puntos al unísono. La noche expandía su universo óptico para vigilarnos; había pestañeos raudos como lagartijas, pupilas insinuadas en el canto de los grillos, perros ocasionales que llenaban el horizonte con su letanía. Nos habíamos quedado fuera del gran párpado del día que terminaba de cerrarse y por eso tantos ojos, por eso nosotros al otro lado del día y la noche cerrándose como otro párpado y el sol vuelto una cicatriz violeta en la distancia y de golpe un aire frío, el alud de ladridos que agitaba el silencio, la patada que remataba en un diez-diez, cabrones.

 

El último cráneo se desbarató en nuestros tenis; sus fragmentos trazaron una parábola tras la portería. Por varios minutos permanecimos inmóviles, congelados como el sudor en nuestra piel, oyendo el escándalo de los perros y el parpadeo de las miradas nocturnas, seguros de que algo nos acompañaba en el deshuesadero: algo que era casi una presencia humana y a la vez no lo era, algo que podía ser nuestra imaginación que nos gastaba una broma. Nos volteamos a ver con los ojos verdes bien abiertos y una especie de culpabilidad que ya empezaba a despertar nuestra conciencia, haciéndonos entender el significado de prohibido. Y sin embargo, queríamos que el futbol continuara, qué carajos, diez-diez, imposible aceptar un empate; aún había un poco de luz en lontananza, un fulgor similar a un hilo de sangre oxidada, y además allí estaban las estrellas, el sabor a luna en la punta de la lengua. El hilo de sangre en el cielo nos remitía a ese otro hilo convertido en firma sobre nuestro pacto de hermandad secreta, el trozo de papel que cargábamos siempre en un bolsillo de los jeans junto a nuestro fetiche de látex y nuestros sueños de conquistadores y los cerillos que sacábamos para encender otro Camel y tratar de olvidar las miradas en la nuca. Un ridículo nerviosismo causó que nuestra voz surgiera del estómago cuando gritamos ¡a buscar más balones para el desempate! y nos lanzamos a la caza de otra tumba abierta, una fosa donde no se ahogara un sapo como el que aún croaba. El solo hecho de pensar en el anfibio agazapado en la oscuridad, listo para brincarnos a la cara, nos ponía la carne de gallina; el humo se nos atoraba en el paladar, la saliva se nos espesaba.

Así fue que nos entregamos a la búsqueda de otras bocas destapadas en el suelo, aguzando el oído para identificar sus bostezos, cuidándonos de las gárgolas y sus susurros. La luna se exprimía entre los pinos y difuminaba el follaje mientras recorríamos el deshuesadero; nos sentíamos Sam Spade con algo de Dick Tracy, quizá un poco Nosferatu por nuestros movimientos de película muda y porque además estábamos mudos. Nadie hablaba, sólo el viento en su infinito diálogo con el mármol. En la lejanía los perros le aullaban a un dios perdido entre los arbustos, tal vez al animal que habíamos inmolado en un lote baldío como parte de los ritos de paso de la pubertad. Comprendíamos que estábamos haciéndonos hombres y por eso la mascota naranja del carnicero había dado tumbos entre nuestras risas, incendiando una parcela de nuestra juventud al igual que los cigarros, llevándose en el hocico un jirón de nuestra inocencia; un jirón que había anticipado el hilo rojo que goteó sobre el papel luego del ir y venir de la navaja en nuestro índice. Debíamos sepultar al niño que aún traíamos dentro, enterrar sus pantalones cortos ahora que nos encontrábamos en el deshuesadero jugando por primera vez con la muerte, burlándonos de ella en un lúgubre partido de futbol que tenía que seguir. Por eso saltábamos entre las estatuas en pos de otros balones, un Camel recién prendido en los labios, y nos carcajeábamos al comprobar que el hombre captado por el rabillo del ojo era un ángel ciego, y suspirábamos de alivio al descubrir que lo que reptaba bajo nuestros tenis era únicamente una rata.

Exploramos el deshuesadero con el tabaco raspándonos la garganta y los nervios. Acabábamos de subir a una tumba para normalizar la respiración y tener una mejor perspectiva de los sepulcros cuando sucedió lo que debía suceder, lo que ya estaba previsto que nos sucediera al violar la quietud del deshuesadero e incluso desde antes, mientras cantábamos a Bill Halley y Elvis Presley o nos reuníamos frente a la tienda del viejo Gato o imaginábamos mentiras para fugarnos de las garras paternas o cuando en la casa del árbol uno de nosotros dijo, en medio de una bocanada de humo, vamos a jugar futbol entre las lápidas.

Un instante me hallaba allí, de pie sobre una tumba fumando un cigarro, y al siguiente ya no: un segundo sí y luego no, visible e invisible, ahora me ves, ahora no me ves, abracadabra. Creí seguir parado y cuando reaccioné estaba cayendo; la losa que cubría la tumba se había vencido bajo mi peso y ahora me precipitaba en una boca larga y profunda, custodiado por terrones y esquirlas de granito. La noche se transformó en un rectángulo índigo con estrellas cerca de los bordes; empezaba a verla desde abajo de la tierra. De nuevo quedé suspendido en el aire por la eternidad de la caída y ya no fueron tres o tres metros y medio sino cuatro, cinco, cincuenta, quinientos mil metros, los suficientes para despeñarme durante una hora, tres días, seis semanas, nueve meses. La oscuridad se frotaba contra mi piel y mi ropa y las rasgaba con pedruscos o dedos o dientes salidos de quién sabe dónde, de todas partes o de ninguna; la oscuridad y a la vez un caleidoscopio de colores y sensaciones que me hacía perder toda noción de tiempo y distancia y caer seguido por rocas y pedazos de una inscripción que conmemoraba al dueño de la boca que me devoraba; caer despellejándome la cara y las manos en los colmillos de la tumba y aspirando el hedor más penetrante del mundo, la fetidez de lo que acechaba allá abajo con los brazos bien abiertos como mis ojos; caer hacia un fondo cada vez menos lejano mientras asumía que en ese fondo me aguardaba una noche doblemente noche y algo más, una sacudida que me rompería la columna antes de que las tinieblas cerraran sus quijadas sobre mí, quizás un abrazo tan gélido que me obligaría a comprender que nadie me ayudaría a salir, que estaría solo como siempre había estado, que Carlos y Manuel y Esteban continuarían siendo los mismos inútiles fantasmas que yo había inventado para ser el líder de un club que nunca existió, los mismos amigos ficticios que jamás me rescatarían y que me acompañarían hasta el final de la caída, cuando todo se redujera a un relámpago de dolor antes de que la noche se colara a mis poros, justo antes de aceptar que mi destino sería esperar pacientemente a que alguien desenterrara mi cráneo para astillarlo durante un partido de futbol y recordarme que a fin de cuentas la idea había sido mía aquella tarde con el sol medio quebrado en el horizonte.