Nafar

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5

Al principio de la tarde el cielo está cubierto. Ha caído un aguacero y el viento que estaba calmado comienza a soplar de nuevo arrastrando con él las nubes de humo gris que salen de las chimeneas. Los coches, sobre el puente de la autopista que hay por encima de tu cabeza, cada vez son menos frecuentes. El paisaje se ha empañado, se ha desvanecido lentamente: los caminos de tierra, los troncos talados de los campos baldíos, el tejado de una cabaña, allá abajo, a tu izquierda, todo se ha difuminado. Has visto desaparecer la arena, la grava y las telarañas con un sentimiento de alivio y angustia a la vez.

El viento te ha traído la última llamada a la oración del día. Cuatro o cinco voces han emergido una tras otra desde las pequeñas mezquitas de los barrios que atravesaste al abandonar la ciudad. Se superponen mezcladas, su coro ha crecido amplificándose y, desde lejos, la confusión de ese disparo de cañón perdido ha producido un extraño canto, casi inquietante, que evoca los murmullos de una manada de espíritus venidos a atormentar al pueblo. Intentas distinguir cada palabra de la oración para impregnarte de ella, porque crees en Dios y desearías que te acompañara esta noche.

Pero la distancia provoca que las palabras vuelen y su sentido se pierda en una cacofonía. Los muecines se han callado, regresa el silencio y te sientes triste y desanimado.

Envidias a los que disfrutan del calor de su salón, de su cocina, a los que esta tarde no tienen otra cosa que hacer que reproducir sin pensar toda una serie de actividades banales y cotidianas: comer, fregar los platos, ducharse y acostarse. Ellos se sientan con sus esposas y ellas con sus maridos, mirando juntos la televisión, jugando con sus hijos. Hace mucho tiempo que no sientes el calor de tu hogar, la certeza de una estabilidad, de una permanencia, saber la ubicación de cada cosa: dónde están los muebles y dentro de qué cajón están los tenedores, caminar descalzo sobre la alfombra que elegiste, comer en el plato que compraste simplemente porque el color te gustaba. Los pequeños detalles. La construcción progresiva y deseada de un espacio interior. Tener la tierra prometida únicamente en uno mismo. Tienes miedo de enfrentarte al río. Estás solo. Ellos, los que desconocen tu presencia, viven ahí, a menos de un quilómetro.

Encogido en la oscuridad de la tubería, entre la ciudad y el campo, no puedes dejar de pensar en el pequeño cuartucho del altillo donde tu patrón te permitía dormir, allá en el Café Vatan, en Estambul. El colchón era de espuma, aplastado por el peso de los que se habían tumbado allí antes que tú, pero sólo la idea de pasar la noche fuera te hacía regresar a la seguridad de ese pequeño espacio donde, en menos de un minuto, te introducías en el sueño, con la cabeza clavada en la almohada y la manta subida hasta la coronilla.

Piensas en las luces brillantes y en el alboroto del barrio de Taksim, donde está situado el Café Vatan. Terrible, excesivo Taksim que te engullía en su gentío cada vez que abandonabas el local. Ahora, en este momento, la multitud estará invadiendo la avenida Istiklal, pronto será difícil abrirse paso por ella, las calles rebosarán de gente, desbordadas por el alboroto que provocan los cientos de discotecas, bares o clubes que ocupan todos los pisos de los edificios.

Te gusta su ambiente de fiesta y sentir la animación de la gente en sus calles. Todos los fines de semana, hasta el amanecer, Taksim resuena con el bum-bum de la música tecno, es toda una aventura atravesar Istiklal sobre las cinco de la madrugada, cuando pequeños grupos de borrachos todavía rondan a los músicos callejeros, los vendedores ambulantes ofrecen sus mejillones rellenos de arroz y los niños mendigan tocando sus tam-tam.

Tú, que de medianoche a mediodía servías, lavabas, fregabas y ordenabas, atendías, o mejor dicho recogías, a los juerguistas que no tenían ganas de acostarse y querían fumar la chicha hasta la mañana o beberse la última cerveza. Tu patrón no tenía licencia para servir alcohol, pero si un turista te lo pedía tú no le contrariabas y te ibas a buscar la cerveza que te pedían a la tienda de la esquina del bulevar Tarlabası, abierta noche y día. Algunos clientes se quedaban mucho tiempo, como hechizados, a veces se adormecían y se ponían a roncar escurriéndose poco a poco en su asiento.

En el Café Vatan te llamaban el “yabancı8”. La palabra aparecía en todos los comentarios que interceptabas y se te clavaba como la espuela de la bota de un jinete, hiriéndote en el costado. “No, replicabas al principio, ¡yo no soy japonés!”.

En árabe, “Yaban” significa “Japón” y “yabancı” quiere decir “japonés”. No podías adivinar que la palabra yabancı tuviera en turco un significado tan diferente del que tú conocías en tu lengua materna. “¡Yo no tengo los ojos así!”, exclamabas estirándote los párpados. Te miraban y se reían de ti: “Añádeme carbón, por favor”.

Te sentías herido, entonces retirabas el foco de la chimenea de la chicha, como si no pasara nada, soplabas para quitar los residuos de las cenizas y, con la pequeña pinza de metal que hacías sonar, colocabas sobre el papel de aluminio dos o tres trozos pequeños de carbón incandescente, dejando caer algunas brasas sobre los zapatos de quien te había ofendido.

Todavía hoy no llegas a convencerte de que en turco yabancı quiera decir “extranjero”, para ti es un término despectivo, algo así como “mestizo” o “moro”. Cada vez que lo escuchas pronunciar sientes como si te aplastaran un pie y se marcharan sin pedir disculpas.

“Nunca volveré a trabajar en el Café Vatan”, piensas con resentimiento. Estambul está detrás de ti y te reconforta la idea de haber dejado plantado a tu jefe. Te gusta pensar que, desde hace dos noches, se las arregla sin ti, imaginas que te ha buscado, desbordado por la aglomeración de clientes y que ahora debe bajar a la cocina para preparar los pedidos en tu lugar. No tienes nada contra él, no eres rencoroso. El pequeño escalofrío de placer que alivia tu angustia y tu melancolía es el de la liberación. Crees que has roto la cadena que hacía de ti un esclavo. La has esquivado, has huido.

6

La punta de tu cigarrillo forma una pequeña antorcha incandescente a pocos centímetros de tu nariz. Compruebas, disgustado, que esta noche fumas el último cigarrillo que te queda del paquete.

El hombre del kıraathane insistió en que esperaras tres o cuatro horas después de la caída del día, que no te fiaras de estos primeros momentos de oscuridad, que debías dejar pasar una fase de la luna donde nada de lo que sucede es insignificante, ya sea un ruido, un olor o una luz. Es más fácil distinguir en ese momento los peligros y protegerse de ellos, sólo entonces podrás deslizarte fuera de tu escondite y buscar la luz roja que te indicará dónde está Grecia y caminar en esa dirección.

Tus pies están impacientes. Te resistes como puedes al impulso de lanzarte, con la espalda contra la redondeada pared, las piernas dobladas y la barbilla sobre las rodillas. La sangre ya no te circula, sientes un hormigueo en las piernas que te sube por las nalgas y llega hasta la parte baja de la espalda. Si alguien te descubriera ahora tendrías graves problemas para huir, tanto que en cuestión de horas se ha convertido en algo antinatural moverte. Cuando salgas de la tubería necesitarás bastante tiempo antes de poder recuperar un paso fluido y una zancada digna de su nombre.

Ya no puedes ver nada del paisaje que te rodea, ahora la noche crea nuevos cuadros ante tus miopes ojos. Sólo puedes ver los paisajes que te esperan: Europa, o más exactamente Alemania, Inglaterra, Suecia; con sus tranquilas ciudades enclavadas en depresiones de exuberantes valles, con grupos de chalets alrededor de campanarios puntiagudos y estanques frecuentados por majestuosos cisnes, o al menos crees que se trata de cisnes, porque en realidad nunca los has visto; algún día, pronto, les lanzarás pequeños trozos de pan desde la orilla del lago. Hay algo de probable en todo esto, pero también algo de quimérico. Tú no decides el contenido de estos cuadros, se forman solos, alimentados por imágenes de películas, fragmentos de conversaciones y fantasías.

Ayer, en la pequeña pansyon del tuerto, tumbado bajo el techo doblado, mientras contemplabas los dibujos del salitre, te sorprendiste con la presencia de una multitud de mujeres rubias, gigantescas, que estaban haciendo cola ante un cine. El dibujo se estremeció y los rasgos se volvieron más angulosos, la seductora muchedumbre se transformó en el calor de una chimenea, donde pudiste ver algunos trastos desordenados y unas fotos de familia. Te preguntaste qué fotos pondrías sobre la chimenea de tu futuro hogar. De tu familia ya no te queda ninguna.

Sé que más tarde, mañana o esta noche, verás otros lienzos de un fresco vivo y onírico. Habrá pequeños puntos blancos en un mar celestial que descenderán como copos de nieve para posarse en el fondo de tus ojos: quizás sea el Báltico… o tal vez un lago, dicen que allí hay muchos. No habrá apenas olas, será tranquilo y reluciente. Y después una pequeña casa. La puerta se abrirá y verás a cuatro personas que están comiendo. Hay un sitio libre en la mesa. Los platos humean, huele bien. Reconocerás, es extraño, el aroma de un plato de tu país.

Tus amigos George y Maha son de esas personas que tienen problemas para definirse como nafar. Para ellos es un insulto. Punto. No quieren oír hablar del asunto.

Juntos sopesasteis los pros y los contras. Sentados en uno de los bancos del Café Vatan o, quizás, sobre el sillón de escay del apartamento en el que viven con sus hijas, discutíais de las condiciones de vuestra salida y de las cosas que esperabais disfrutar a vuestra llegada. ¿Alemania? ¿Suecia? ¿Los Países Bajos? Cada uno de vosotros tenía un amigo, una cuñada o un primo en alguno de esos países que estudiabais y comparabais. Os venían ecos de todos los que os habían precedido, a veces contradictorios o extremadamente precisos, y otras veces demasiado vagos para poder dejaros entrever todo lo que os gustaría imaginar.

 

Mientras todavía permanecías en Egipto, ¿o era en Túnez?, cuando apenas habías comenzado tu camino al exilio, mientras cruzabas de un país a otro en busca de un refugio transitorio, se te presentó Suecia como la mejor de las opciones. Al principio no pensabas ir tan lejos, querías permanecer cerca de la frontera de tu país, porque pensabas regresar lo antes posible, pero “yo quiero tener una oportunidad, yo me voy a Suecia”, te repetían aquellos que no veían posibilidad de regreso y deseaban una tierra de asilo.

Suecia se te impuso, se convirtió en una obsesión. De discusión en discusión, de informaciones recogidas por aquí y por allá, aquella tierra que ni siquiera sabías colocar en el mapa y con la que nunca habías soñado, esa nación cuya lengua nunca habías escuchado y de la que lo ignorabas absolutamente todo, sus costumbres, su moral, la gastronomía y las artes. Suecia se convirtió, en tu mente, en la de George y Maha y en la de otros miles, en el lugar donde era necesario viajar e inventarse ex nihilo un nuevo destino.

Que sea la tierra más alejada, la más al norte, la que se encuentra casi más al oeste del continente europeo no en vano despierta el misterio y el deseo en todos los que la han elegido como destino. Suecia es una extensión desconocida, blanca, virgen. Suecia es una promesa hacia la que hay que tender. Suecia es sinónimo de “futuro”, es otra palabra para expresar el “sentido de la vida”, puedes hacer que represente cualquier cosa, ella toma fácilmente cualquier aspecto. Porque Suecia todavía está lejos. Tanto mejor y a la vez tanto peor, porque es una oportunidad para soñar y un drama en la realidad.

“Mañana Grecia, pasado mañana Suecia”.

“Pasado mañana” es una forma de hablar. “Pasado mañana” para decir “pronto”, para decir “un día, cueste lo que cueste”. Porque no se llega fácilmente a Suecia. Hay que atravesar muchos países y cruzar todo un continente. Hay que subir del sur hacia el norte, si es posible por vía aérea, si no salvando la primera barrera que constituye la frontera griega. Por mar o por río, por agua en ambos casos, en barco o nadando, según la vía que escojas, según lo que tengas en el bolsillo.

Pero no se mencionó nada de todo esto cuando hablasteis.

No se habló de la angustia ni de la espera. No se habló de los estallidos de esperanza y decepción consecutivos, no se pusieron palabras a la pérdida de los sentidos ni a esa particular sensación que da a los días “en tránsito” el sabor a sopa fría y pan seco. No puedes decidir sobre nada y es tiempo perdido, es una existencia que gira en círculos.

“Sí, es verdad, ellos nos acogen, incluso algunos dicen que nos miman demasiado: un apartamento, cursos de sueco… ¡¿por qué no?! Pero para tener derecho tienes que estar arruinado.” Maha y George tienen dinero. Tú no. Al menos, ahora ya no lo tienes. Veinte euros en el fondo del bolsillo y eso es todo. Estás arruinado. Pero lo que Maha decía, cuando usaba una palabra especial con un ímpetu que os asombraba a George y a ti, era que no solamente se trataba de una cuestión de dinero, era algo más profundo. Ella hablaba de la “degradación” de la que era víctima. Su degradación social, su degradación íntima. La mujer de George, propietaria de una empresa de transporte, pensaba que ella, más que cualquiera, era humillada al verse obligada a hacer un viaje clandestino para poder entrar en Suecia.

“¿Cómo vivir sin vivir? ¿Cómo ser sin ser? ¿Cómo podré dormir por la noche y despertar por la mañana cuando todo a mi alrededor me grita: ‘No tienes nada que hacer aquí’?”, decía.

7

La espera es insoportable, la impaciencia se ha apoderado de ti. Te frotas las piernas entumecidas, inspiras profundamente como si ya estuvieras listo para sumergirte en el agua y sales de la tubería.

Ya no recuerdas si te marchaste hace veinte minutos o si has estado caminando durante tres o cuatro horas. Espacio y tiempo son datos que te faltan, el campo es infinito, podrías avanzar durante días sin encontrarte con nada ni con nadie. No poder ver el camino que has recorrido te impide evaluar el tiempo trascurrido desde tu partida. Te mueves en un abismo. Te paras, respiras; un abismo donde acecha una amenaza, difusa pero gigante. ¿Estás dormido? ¿Este sueño es tuyo? Sólo puedes ver el punto de luz roja que te guía. Te acercas y sin embargo parece estar cada vez más lejos. No está oscuro, no es de noche: es el vacío. Un vacío vertiginoso, sin final ni fondo. Has caído en un abismo, fuera del mundo.

Y en este abismo los fantasmas de otros éxodos aúllan en silencio, acompañando tus pasos. Otras personas antes que tú huyeron por el mismo lugar por donde ahora caminas, por donde tropiezas, con los brazos extendidos, muchas de esas personas estaban obsesionadas por la locura del desplazamiento, obligadas por otras guerras diferentes a la tuya, pero buscando igual que tú la paz y la seguridad. Es una larga historia de conflictos, igual que los de esta región: confluencia de lenguas, de religiones, de pueblos próximos o lejanos, de conquistadores y conquistados, de soberanos tolerantes o tiránicos.

Me refiero a aquellos tiempos relativamente antiguos. La madre de tu abuela todavía no había nacido y las fronteras de los países no seguían las mismas líneas: el Meriç todavía no había sido escogido para separar Turquía de Grecia, para separar el continente que quieres abandonar del que ahora vas buscando asilo.

Se quería acabar con las masacres y se firmó un tratado de paz. Entonces se trazaron los nuevos territorios para construir los estados y entre sus fronteras se alzaron las naciones: una lengua, una cultura, una religión. Fue en 1923, pero la tierra cien veces labrada todavía lo recuerda.

En ese tiempo los griegos de Turquía, cristianos de Esmirna, de Ponto Euxino y de toda Anatolia, abandonaron sus tierras y se instalaron en el reino de Grecia, al oeste del río que quieres atravesar esta noche.

Los turcos de Grecia, musulmanes de las islas helenas o de la Tracia occidental también abandonaron sus casas, cruzaron el Meriç en dirección contraria y pasaron al este, donde un militar de talento, un tal Mustafa Kemal, que todavía no se llamaba Atatürk, acababa de salvar Turquía de los conquistadores franceses y británicos, fundando una república.

En cuanto a los búlgaros, que ya no tenían espacio en el sur, buscaron refugio al norte de la cadena montañosa de los Ródope, donde nace el Meriç.

Cada uno en su casa. A partir de ahora todo iría bien.

La madre de tu abuela crecía a mil quilómetros de aquí, en un país que poco después se llamó Siria. La Gran Guerra había trastocado fronteras y regímenes, pueblos y poder. Allí también se crearon nuevos estados: con el imperio otomano destronado y el gobierno árabe de Damasco derrocado, tu abuela nacería bajo mandato francés.

Finalmente las guerras terminaron. Sí, a partir de ahora todo iría bien. Era 1923. Y sin embargo, la tierra por donde caminas todavía lo recuerda.

La palabra “éxodo” no necesita epítetos para que al oírla se sienta el hambre, la fatiga, la herida en los talones, la espalda rota… quizás demasiado calor o demasiado frío y por único horizonte las piedras y el barro bajo los pies.

Fueron cientos de miles, algunos murieron en el camino. No hubo nadie que les ayudara, nadie que les dijera: “Te espero” o “Todo irá bien, no te preocupes…”. Éxodo.

Una cadena de seres tambaleantes, uno detrás de otro, en silencio.

Mujeres y hombres, niños que caminaban a ciegas al lado de los únicos bienes que les quedaban en este mundo. Ignorando a dónde iban, siempre empujando hacia adelante, ni la persuasión ni la fuerza podía detenerlos.

Eso ocurrió hace más de un siglo.

Desconoces esta historia, y sin embargo es aquí por donde caminas y comienzas tu propia huida. Existen lugares que concentran en ellos mismos más desgracias que otros, y esta noche tú eres uno de esos cientos de miles.

El Meriç, la nueva frontera, se muestra eficaz. Sólo hay dos puentes. Además, el río es polifacético: durante el verano es un ser moribundo, pero en invierno se vuelve impetuoso. Las crecidas que inundan las tierras de los alrededores cortan la carretera del valle y el delta pantanoso, de treinta quilómetros de ancho, se vuelve infranqueable.

Impredecible y desconcertante, el río es una metáfora de las tensiones diplomáticas entre Grecia y Turquía, poco importa que las organizaciones internacionales se hayan interesado en el Meriç y su cuenca, que hayan visto en él un desafío para la pacificación en las relaciones entre los dos países limítrofes. Miradlo, esta noche, peleándose, tropezando, sondeando la noche con los brazos extendidos hacia el Meriç. ¿Es casualidad que hayas elegido este camino?

8

Compadezco ese cuerpo que no se encuentra más que al principio de una larga serie de pruebas. Yo siento lo que el miedo le impide sentir: el hormigueo, el escozor, la humedad y el frío… Estoy muy cerca, estoy dentro, y ahora puedo ver lo que él ve.

Mano izquierda: libre. Me balanceo hacia delante, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás. Adelante, subo alto, bajo, rozo el muslo, paso detrás. Mi pulgar se levanta como si fuera una pequeña cabeza, pero es él quien siente. Yo sólo soy la mano que se olvida, yo soy el balanceo, yo mantengo el ritmo.

Mano derecha: extendida hacia adelante, abierta. Yo abro el camino, esperando encontrarme con cualquier cosa, aunque no encuentro nada. Tengo los dedos separados, la piel seca. Espero un obstáculo, algo que me pique, que me golpee en la palma de la mano, cualquier cosa que me detenga. Vacilo, más alto, más bajo, no estoy segura. Yo soy una antorcha sin fuego, soy un explorador sin luz: yo soy quien guía.

Manos: estamos deseando regresar a la chaqueta azul, al placer de permanecer en reposo dentro de sus bolsillos, perfectos para nosotras, cubiertas hasta las muñecas, acurrucadas dentro de sus pliegues contra el vientre caliente, dormidas tranquilamente.

Mano izquierda: balanceo. Mano derecha: antorcha sin fuego, explorador sin luz. El aire pasa entre nuestros dedos y tomamos conciencia del espacio a nuestro alrededor. Nosotras somos los límites de este cuerpo que se desplaza por la frontera nocturna.

Acabas de cruzar un arrozal. Los tallos son altos, tus pies están empapados. Los bajos del pantalón se pegan a tus pantorrillas, es una sensación extraña, viscosa y fría, como si un montón de babosas treparan por tus tobillos. ¿Por qué no llevas calzado apropiado? Estos zapatos hacen un ruido como de esponja que se exprime en cada uno de tus pasos. ¡Cuidado, los militares tienen el oído muy fino!

Decides mantener el ritmo, tanto peor para los splatchs y los splotchs que no puedes evitar. Cuanto antes llegues, antes estarás sano y salvo.

Uno de tus oídos se ha taponado. Te pasa a menudo cuando estás estresado. Siempre es el mismo, el derecho. Él solo decide cuándo es demasiado, se niega y se tapona como si tomara la iniciativa de encerrarse y condenar el mundo exterior. Pero tu oído izquierdo sí oye la angustia de tus zapatos, los splatchs y splotchs.

Presionas varias veces sin éxito el hueso de tu oído derecho para destaparlo, pero este te reenvía como en un eco los ruidos que produce el interior de tu cuerpo. Escúchalo, oye cómo se acelera, cómo enloquece y se trastorna. Todo resuena en tu cabeza y no te gusta. Oyes tu respiración, rápida, apremiante, animal. Tu cabeza es como una cueva habitada por un viento ronco. Te esfuerzas. Tu corazón late rápido y fuerte, sientes como si te azotaran las sienes con un látigo, tus dientes rechinan, tus cuerdas vocales vibran, algo silva cada vez que tus pulmones se hinchan de aire. Parece las últimas horas de un moribundo.

Debes parar. Tomarte un poco de tiempo. Recobrar el aliento.

Tragas, presionas con el meñique el agujero de tu oreja, lo aprietas con fuerza y luego lo sueltas. No consigues nada. Te golpeas la cabeza. Tu oído sigue taponado. ¿Cómo podrás permanecer atento a todo lo que pase a tu alrededor? Encerrado en la oscuridad, obsesionado por esa fanfarria que hace resonar tus órganos, ya no puedes distinguir entre lo que surge de dentro y lo que sucede fuera.

 

¿Son tus pies los que hacen gemir el suelo o son los de otro? ¿Es acaso el producto de tu imaginación y tus temores? Tienes la sensación de que alguien ha movido las ramas de los matorrales en algún lugar. Contienes el aliento. Te detienes y te escondes entre la maleza. Paralizado, te imaginas los brazos de los soldados turcos apartando los tallos de los arrozales, sus pesadas suelas de tacos aplastando las ramas contra el suelo. Te han visto, no sabes cómo, pero te han visto. Corren en tu dirección.

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