¿Qué queda del padre?

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Aus der Reihe: Mirar con las palabras
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Malentendidos de la función paterna

Cuando Lacan introduce la figura del declive irreversible del Padre y de su función ideal-normativa, no es casual que lo haga en dos momentos cruciales de nuestra historia: 1938 y 1969. En 1938, Europa se encuentra al borde del abismo de la Segunda Guerra Mundial y el periodo trágico de los grandes totalitarismos está en su momento culminante. En ese año, en Los complejos familiares, Lacan introduce la imagen del «ocaso de la Imago paterna» para señalar cómo la titánica afirmación de los padres locos de las dictaduras totalitarias compensaba patológicamente el debilitamiento del padre en la sociedad occidental.

La segunda fecha es la de 1969, próxima a la protesta juvenil que encuentra su punto culminante en el mayo francés del 68 y que se extenderá no solo en la Europa burguesa sino por todo el mundo. En una breve nota, no exenta de un cierto efecto de sorpresa para su público, habituado a oírlo teorizar en torno al papel fundamental del Nombre-del-Padre, hará referencia a la «evaporación del padre» como rasgo constitutivo de nuestro tiempo, dominado por la afirmación universal (hoy diríamos globalizada) de los mercados comunes.9 Treinta años separan estas dos formulaciones de la crisis de la paternidad cuyo tono se muestra, sin embargo, muy similar. De lo que se habla es de una crisis irreversible de la función ideal y normativa del Padre edípico.

¿Qué tienen en común estas dos escenas tan radicalmente lejanas? ¿Por qué Lacan, en dos situaciones históricamente tan diferentes anuncia, en el fondo, el mismo acontecimiento respecto al destino del Padre en nuestra Civilización? No hay, a primera vista, nada más incomparable: por un lado, la afirmación indiscutible y delirante de una Imago paterna totémica que caracteriza la versión históricamente determinada de los totalitarismos y, por el otro, la crítica radical de la sociedad patriarcal, la lucha de los hijos contra el autoritarismo burgués del padre amo, la lucha de los hijos contra los padres. Por una parte, la aniquilación de la singularidad y de la diferencia; por la otra, la afirmación crítica de la singularidad y de la diferencia. Pero entonces, ¿por qué utiliza Lacan expresiones similares para definir el destino de la función paterna en estas dos situaciones históricas, hablando de ocaso y de evaporación del padre? ¿Qué puede mantener juntas la titánica afirmación de un padre, cuya potencia se muestra ilimitada, y la crítica libertaria a su función autoritaria en la sociedad burguesa? ¿Qué lectura de conjunto podríamos atribuir a Lacan de estos dos fenómenos históricamente incomparables (totalitarismo y protesta del 68) que haga posible una aproximación entre ambos? ¿Qué es lo que intenta tocar o, mejor, que es lo que intenta sacudir?

Pienso que Lacan utiliza estas dos figuras evocadoras de un debilitamiento de la figura del padre («ocaso» y «evaporación») para indicar una apuesta radical común a estos dos giros en el camino histórico de Occidente. Por el momento, podemos sintetizar su razonamiento en una tesis general: en la afirmación del Padre-Führer y en la protesta juvenil contra la sociedad patriarcal se puede localizar un fatal malentendido de la auténtica función simbólica del Padre. Lo que no comporta en modo alguno la uniformidad histórica de las diferencias que separan profundamente estas dos escenas. La crítica juvenil de la sociedad patriarcal y, más en general, la experiencia del 68, representaron un momento fecundo de nuestra historia por razones que también Lacan reconoce, incluso hay quien lo considera como el inspirador oculto de aquel movimiento en Francia. Por el contrario, el culto totalitario del Padre-Duce únicamente ha producido devastación y crimen.

El padre primigenio del totalitarismo

¿Cómo interpretó Lacan el terrible período del totalitarismo? Como una compensación atroz y nefasta de un desmigajamiento de la función paterna y del tejido familiar que se sostenía gracias a ella. La experiencia de la desaparición del padre y de su función simbólica no es una experiencia nueva, específica del tiempo hipermoderno, sino que caracterizaba ya la época de Freud. En Los complejos familiares, Lacan, audazmente, se atreve a pensar que toda la teorización freudiana del Edipo podría tener de fondo este desmigajamiento de la Imago paterna y de su poder simbólico. Huérfano de este refugio, caída la autoridad paterna como punto de referencia ideal, firme e inamovible, el hombre occidental busca figuras autoritarias capaces de ofrecer estabilidad e identidad. El gran cuerpo de la Comunidad sustituye ese desmembramiento de la familia sin centro y amenazada por la precariedad económica y social producto de la crisis ligada a las vicisitudes de la Primera Guerra Mundial. Asegura pertenencia y protección de la vida a cambio de la renuncia al uso de la razón crítica. El espacio ya segmentado y desordenado de la familia burguesa parece encontrar así una recomposición loca en la identificación a la masa.

Carencia del padre simbólico y afirmación de los fundamentalismos exaltados son dos caras de la misma moneda. La llamada de las masas al Padre loco y déspota, al Padre de la destrucción y de la guerra, es un modo patológico de compensar la crisis social de la Imago paterna. Donde falta la función simbólica del padre, donde esta función declina e inevitablemente se debilita, puede aparecer, como sucede hoy con el renacimiento en Oriente de fundamentalismos fanáticos, la nostalgia por una Ley fuerte, absoluta, inhumana, capaz de reemplazar la impotencia paterna a través de la rehabilitación de una imagen loca y omnipotente del Padre. En este sentido, la tentación totalitaria, el espejismo de la fusión y de la armonía universal, la utopía trágica de una comunidad que engulle las particularidades y que anula cualquier diferencia, son modos patológicos de recuperar la fuerza titánica e ideal del Padre que, sin embargo, en realidad no hacen sino exhibir su declive irreversible y revelar la mezcla de esta fuerza con la sombra terrible de un matriarcado arcaico y mortífero.

La esencia del totalitarismo es, en efecto, la rehabilitación inconsciente del poder loco de un Padre primordial y fanático que se confunde con aquel otro caníbal de una madre que devora a sus propios hijos. Por tanto, si por un lado, en el vínculo totalitario la sombra del Padre cae sobre el sujeto, por el otro, esta caída se da precisamente como movimiento nostálgico de recuperación de una matriz perdida desde siempre. El padre primordial del totalitarismo no es solamente el complemento necesario del padre carente del que Lacan dibuja el retrato, sino que es también la prolongación del vínculo viscosamente incestuoso del sujeto con la Imago materna originaria.

El triunfo del discurso capitalista

Si el ocaso del padre era la imagen que Lacan utilizaba para reconstruir el fondo psicopatológico sobre el que se recortaba la figura omnipotente del padre primigenio del totalitarismo, la de la evaporación del padre es propuesta tras la protesta de 68 para definir el proceso de pérdida de autoridad simbólica que inviste una figura paterna objeto de la crítica antiedípica que empuja a los jóvenes rebeldes contra el sistema patriarcal. La paradoja es que esta crítica coincide con la afirmación del discurso capitalista, que retira los fundamentos que sostendrían cualquier tipo de Ideal, incluido el paterno. El Padre-fundamento, el Padre-garantía, cuyo origen revela una naturaleza profundamente teológico-religiosa, el Padre-Uno, se ha disuelto definitivamente, se ha evaporado. A partir de esta evaporación, Lacan en Francia, al igual que hará poco después Pier Paolo Pasolini en Italia, señala una paradójica convergencia entre el movimiento de la protesta y la afirmación del discurso capitalista.

Está en juego la disolución de la función de la Ley de la castración simbólica que, ya según la doctrina freudiana del Edipo, tenía la tarea de articular el deseo del sujeto a la experiencia del límite. Sin este centro de gravedad el goce aparece, como señala Lacan mismo, «extraviado», privado de brújula y de anclajes simbólicos. La astucia del discurso capitalista consiste en la capacidad de explotar sistemáticamente este extravío. Era lo que el Pasolini luterano sintetizaba como un viraje de la época en la configuración del poder en el tiempo de la afirmación del capitalismo: los súbditos devienen consumidores.

La creencia que anima el discurso capitalista es doble: es creencia de que el sujeto es libre, sin límites, sin vínculos, movido únicamente por su voluntad de goce, embriagado por su avidez de consumo; pero es también creencia de que el objeto que causa el deseo (el objeto pequeño (a) en el álgebra lacaniana) puede confundirse con una simple presencia, con una Cosa, con una montaña de cosas… El deslumbramiento astutamente sostenido por el discurso capitalista consiste en hacer brillar ilusoriamente el objeto, no para hacer posible la satisfacción, sino para mostrar el carácter ávido, imposible de satisfacer, del empuje a gozar. Lo que borra esta ilusión es que lo imposible de satisfacer no depende de las cualidades del objeto, sino de las leyes del lenguaje que abolen irreversiblemente la posibilidad de reencontrar la Cosa absoluta del goce y que, por tanto, nos confrontan con una ausencia, con una falta fundamental.

Este inédito totalitarismo del objeto, como lo he definido en L’uomo senza inconscio,10 se funda en una peculiaridad paradójica que consiste en su carácter bífido. Por un lado, en efecto, el discurso capitalista se rige por la fe idólatra y fetichista respecto al objeto de goce. Se trata de la fe en el objeto como remedio al dolor de existir. La teoría de la mercancía de Marx aisló bien este aspecto. La mercancía se anima de un valor que prescinde de su uso para investir la dimensión más amplia de la apariencia y del prestigio social. «Basta pensar en cómo, recientemente, la sociología ha investigado a fondo el valor adjunto que la figura de la marca (brand) introduce en la mercancía. La fe en el objeto que el discurso capitalista alimenta astutamente define el carácter artificialmente salvador del hiperconsumo. La salvación de la angustia de la existencia y de la fatiga del desear es buscada, no ya por la vía clásicamente religiosa del abandono de las cosas terrenales, sino por aquella (hipermoderna) de un consumo que ya no parece conocer límites. Esta salvación es artificial porque instala una forma de esclavitud del sujeto respecto al poder totalizador del objeto. El objeto de goce se perfila como consistente, sólido, no reductible a las palabras, fiable, no sometido a la aleatoriedad contingente del encuentro con el Otro, partenaire siempre presente, asexuado, fetiche desenganchado de la escena del intercambio simbólico y sexual con el Otro.

 

El carácter bífido del objeto del discurso capitalista consiste en el mezclar esta versión ilusoria y salvadora del objeto-marca, del objeto-mercancía, del objeto-fetiche, del objeto-ídolo, con el aspecto absolutamente inconsistente del objeto de goce, que es, precisamente, un objeto caracterizado por una vacuidad de fondo, aleatorio, destinado a disolverse en una obsolescencia cada vez más rápida. Esta segunda característica del objeto de goce, la de la vacuidad, casa con la primera y constituye lo que Lacan define como la astucia fundamental del discurso capitalista. ¿En que consistiría, por tanto, esta astucia? En entrelazar la dimensión ilusoria y de salvación prometida por el objeto con su vacuidad de fondo. Este entrelazamiento alimenta la máquina del discurso capitalista como máquina de goce. El carácter vacuo del objeto —su destino caduco, su obsolescencia constitutiva— alimenta la insatisfacción permanente a la que el discurso capitalista responde con la oferta del objeto como lugar de salvación que, sin embargo, más que salvar, reproduce aquella misma circularidad que prometía romper. En este sentido, la hiperactividad que Lacan le atribuye no es una característica más entre otras, sino la condición («infernal») de su funcionamiento que, para regir eficazmente el carácter bífido de su objeto, debe viajar con una velocidad en aceleración constante. Es la dimensión genéricamente maníaca del discurso capitalista. En efecto, la manía es una figura clásica de la psicopatología a la que tenemos que asignar una gran actualidad. No casualmente Lacan describía la manía como un «rechazo del inconsciente». El hombre maníaco es el prototipo del hombre sin inconsciente. Su condición de festinación obscena define esa mezcla trágica entre la volatilidad perpetua y la tendencia eminentemente mortífera que caracteriza este tipo de lazo social.11 No es casual que Lacan sitúe los dos ejes sobre los que rota el discurso capitalista en la «forclusión de la castración» y en la exclusión de las «cosas del amor». ¿Qué significa esto?

Forclusión de la castración significa que la máquina del discurso capitalista no se rige por el procedimiento simbólico de la represión; rechaza el límite, la falta, el deseo y la división del sujeto que la represión comporta. Significa que el goce se desborda sin diques, sin frenos, no se engancha al deseo, empuja hacia el consumo disipador de la vida. En efecto, para el psicoanálisis la castración es el modo de decir que a la función simbólica de la Ley le corresponde humanizar el deseo. En este sentido, la forclusión de la castración es un modo de designar la pulsión de muerte como pulsión que conduce la vida hacia un goce tan ilimitado como destructivo. En consecuencia, el carácter inhumano del discurso capitalista no consiste solamente, como aún pensaba Marx, en la reducción de las facultades humanas a las animales, en la animalización del hombre como bestia de trabajo, como pura fuerza-trabajo, sino en rechazar maníacamente el sujeto del inconsciente en tanto sujeto del deseo, forcluyendo el principio (la castración simbólica) que hace accesible al hombre la posibilidad misma de desear.

El segundo principio sobre el que se rige el discurso capitalista es el de la exclusión de las «cosas del amor». En L’uomo senza inconscio he traducido esta expresión de Lacan con la idea de que toda la clínica contemporánea podría ser concebida como una clínica del antiamor en la que el sujeto, más que situar en el lugar del Otro lo que ha perdido originariamente a causa de la acción del lenguaje (que lo separa irremediablemente del propio ser), prefiere rechazar la falta que lo constituye y el deseo que de ella surge. Es decir, prefiere no aventurarse en el campo del amor, en aquella zona de turbulencia que caracteriza fatalmente el encuentro contingente y arriesgado con el Otro sexo. Prefiere elegir un objeto inhumano como partenaire antes que situar, como diría Lacan, el objeto perdido en el campo del Otro. Prefiere dejar de lado las «cosas del amor». Es el drama silencioso que acompaña al triunfo del objeto en la economía dominada por el discurso capitalista. Hay que advertir el peso específico de esta coincidencia: la evaporación del padre coincide con la exclusión de las «cosas del amor». El vaciamiento, el ocaso, la caída de su función simbólica, corresponden a una marginación del discurso amoroso. En efecto, donde triunfa la pulsión de muerte no se da la posibilidad del amor. La función paterna implica que el deseo se instituya sobre el fundamento de la Ley de la castración simbólica. Sin embargo, si esta se evapora, la Ley ya no se articula al deseo. Tendremos, por una parte, una Ley sin deseo, anónima, burocrática, incapaz de hacerle sitio a la excepción y, por la otra, un deseo sin Ley, es decir, un empuje a gozar sin horizonte, autista, mortífero, sin lazo alguno con el Otro.

La forclusión de la castración y la exclusión de las «cosas del amor», como efectos principales del dominio del discurso capitalista, rompen la alianza entre Ley y deseo que es tarea de la función paterna custodiar y encarnar.

Ley, deseo y testimonio paterno
La disociación entre Ley y deseo

Deseo y Ley son dos palabras clave del psicoanálisis que nos permiten entrar más a fondo en nuestro tema: ¿qué queda del padre, de la función paterna, en la época de su evaporación? Unir el deseo a la Ley define con precisión la función simbólica de la paternidad. Lacan lo afirma literalmente: un padre es aquel que sabe unir y no oponer el deseo a la Ley.12 Para que haya deseo, para que la existencia esté animada por el empuje del deseo, para que haya facultad de desear, es necesario que haya Ley. Donde, evidentemente, la Ley no avala ninguna instancia meramente represiva, sino que define la condición de posibilidad de la existencia misma del deseo. ¿De qué Ley se trata en el campo del psicoanálisis? De la Ley que establece la alianza con el deseo y que nombramos como Ley de la castración simbólica. Volveremos con insistencia a lo largo de estas páginas sobre el significado de esta alianza que la función paterna está llamada a renovar.

«Ocaso de la Imago paterna» y «evaporación del padre» son dos versiones diferentes de la disolución del nexo que une Ley y deseo. Mientras que en el tiempo de los totalitarismos este nexo se disuelve con el triunfo de una Ley loca y fanática que mata el deseo —la ley de la Causa encarnada en la mirada hipnótica del jefe—, en el tiempo hipermoderno el nexo se disuelve dando lugar a una pseudoliberación del deseo respecto de la Ley que acaba por avalar su degradación a un puro capricho, a un goce compulsivo y desregulado privado de deseo. Si el tiempo del totalitarismo es el tiempo de la identificación paranoica a la Causa de la Historia, de la Naturaleza, de la Raza, de la exaltación de una Ley universal (ideológica) que aniquila todo deseo singular, el hipermoderno es el tiempo cínico y perverso de un goce que se quiere libre de todo vínculo, incluido el ideológico; es un goce postideológico.

¿Restaurar el orden del pater familias?

Hemos conocido un tiempo en el que la Ley descendía directamente desde el cielo de las esencias o de la palabra de Dios. Hemos conocido una versión «teológica» de la Ley. Sin embargo, la época de las sociedades religiosas que se fundaban en este estatuto de la Ley ha quedado definitivamente atrás y el psicoanálisis ha contribuido a denunciar las aberraciones ideológico-moralistas de aquellas versiones de la Ley. Pero hoy los detractores más inteligentes del psicoanálisis lo acusan de que al enfatizar la función normativa del Padre edípico, recuperar subrepticiamente, precisamente aquel fundamento teológico de la Ley.

Si la Ley impide al deseo deslizarse hacia la disipación sin fin del goce, si la Ley es lo que pone un límite a la efervescencia subversiva del deseo, ¿eso no significa, entonces, que el psicoanálisis quiere restaurar, por otras vías, el orden de la moral represiva, patriarcal, el orden de una Ley que se contrapone al deseo con la finalidad de extirparlo o de adaptarlo a la realidad? Diferentes críticos del psicoanálisis han denunciado este peligro. La Ley que el psicoanálisis invoca cuando habla del deseo aún tendría naturaleza teológico-religiosa. Sería todavía la Ley autoritaria del pater familias que prolongaría la de Dios-Padre y que el Edipo freudiano remitiría al centro de la escena de los lazos familiares y culturales. Más que encontrar en la Ley su soporte, el deseo quedaría de nuevo totalmente sometido a la Ley. Entonces, ¿la Ley de la castración sería una pura coartada ideológica para esconder el hecho de que el objetivo del psicoanálisis es el de sedar, normalizándolo, el carácter nómada, irregular y rebelde del deseo? ¿Sería una eviración del deseo? ¿Una amenaza dirigida al deseo para reducir su espacio de juego? ¿Una orden represiva encaminada a neutralizar la irregularidad antinormativa del deseo?

Lo que estas críticas no captan es el significado profundo de la Ley de la castración como condición estructural del deseo. Pensar la Ley en su relación con la castración no significa rehabilitar una Ley que actúe contra el deseo, sino afirmar que la Ley del deseo surge sobre la definición de un imposible. Este imposible es el goce incestuoso, el goce de la Cosa materna como emblema de un goce absoluto y sin faltas que comporta el rechazo de la experiencia del límite. Si no hay distancia de este goce absoluto, de este goce de lo más cercano, del goce de la Cosa materna, si no hay prohibición simbólica de la naturaleza incestuosa de este goce, no se da posibilidad alguna de que haya deseo. Es necesaria una pérdida originaria, una diferenciación, un límite, una lejanía de la Cosa materna para que haya deseo: la condición estructural para acceder al deseo implica una prohibición de acceso al goce absoluto de la Cosa. Es lo que es ratificado, antes que por el Padre, por el funcionamiento mismo del lenguaje y de sus leyes. El estar inmersos en el lenguaje nos separa irreversiblemente de la Naturaleza y del sueño imposible de un goce que excluya el filtro de la palabra. Para poder hablar, recordaba Françoise Dolto, el niño debe haber sido destetado, es decir, debe haber perdido una cuota de goce, debe ser separado del objeto primario (el pecho) de su pasión oral. No puede tener todavía en la boca la Cosa-pecho y acceder a la función simbólica de la palabra. Una excluye necesariamente a la otra. Esto significa que el juego del deseo exige un campo estructurado por la Ley de la castración que, en consecuencia, precisamente en tanto Ley que estructura el deseo, no es únicamente la Ley de la pura interdicción sino que es, sobre todo, la Ley como don de la facultad del deseo. Éste es un punto decisivo: la interdicción sostenida por el padre se acompaña siempre de la donación. Pero no en el sentido cognitivo-conductual de la teoría del palo y la zanahoria (denominada «teoría del refuerzo»), porque en el sostener la interdicción ya hay donación y la donación ya implica la interdicción; del mismo modo, la Ley no está en oposición al deseo, sino que es su condición de posibilidad. En este sentido la Ley dona la posibilidad del deseo que es ya posibilidad de advenir, posibilidad de separarse de la Cosa inmediata del goce, del goce «uniano» (unien) de la Cosa, como diría Lacan.

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