El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque

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Estudiar la danza como performance

La danza no es una cosa de bailarines sino un fenómeno que sucede a las personas.

VERA MANTERO

Coreógrafa

Estudiar el bullerengue como performance implica tratar interculturalmente las cuestiones de la personificación, la acción, el comportamiento y la intermediación que sucede en él y con él, reconociendo que en el mundo de hoy las culturas interactúan constantemente, que no hay ningún grupo totalmente aislado y que los medios actuales para la interacción cultural, posibilitados y posibilitadores de la globalización, “ponen en juego desequilibrios extremos de poder, de dinero, de acceso a los medios de comunicación y de control de los recursos” (Schechner 2012, 24). En palabras de Barbara Kirshenblatt-Gimblett (en Schechner 2012, 25), los estudios sobre la representación o el performance (“fusión provisional en movimiento”) son más que la suma de sus inclusiones. Estos se guían por un arte contemporáneo que borra las fronteras entre modalidades. Asunto que resulta clave en el estudio de la danza-baile del bullerengue entre el arte y la academia, entre el arte danzario y las tradiciones culturales, entre contemporaneidad y tradición y entre los géneros dancísticos. Dado que los estudios de la representación han ampliado el espectro de lo que puede considerarse una práctica de factura artística, han hecho surgir el arte de la representación que desmaterializa el objeto artístico (Schechner 2012, 25). Aquí se hace posible y deseable encontrar nuevas formas de hacer y de analizar las representaciones de la danza, dado que, como lo enuncia Geertz (2005), el conocimiento cultural nunca puede completarse.5 Las representaciones (performances) de danza pueden verse como categoría conceptual o como formato escénico en cada uno de los lugares de su producción. Las conforman quienes co-diseñan la experiencia y contribuyen a la interrelación desde su lugar histórico-social de enunciación y desde la

relación intersubjetiva de los cuerpos presentes. [En estos cuerpos presentes] la concepción de la alteridad no parece formar parte de un programa regulador, diferenciado del entorno en que las prácticas aparecen, sino que, por el contrario, se da como producción e interacción intersubjetiva junto a los materiales y dispositivos interpersonales utilizados. (Fernández 2012, 2-3)

Una de las cualidades centrales del performance para nuestro estudio se asume como performatividad. Su característica central es aquella de producir transformaciones en quienes lo realizan, “crean/ refuerzan, afianzan y consiguen resultados: marcan identidades, tuercen y rehacen el tiempo, adornan y modelan el cuerpo, cuentan historias” (Schechner, en Bianciotti y Ortecho 2013, 128). Visto así, el performance del bullerengue puede constituirse en “acción del devenir” en cuanto “hecho de conducta transformador”, en cuanto “reiteración sistemática y estilizada de un cuerpo a partir de la cual se gestan identidades” (Butler, en Bianciotti y Ortecho 2013, 127). El performance bullerenguero como performatividad puede verse, en el sentido que Judith Butler le otorga, como “práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra”, de manera tal que, parafraseando a la autora, las normas reguladoras obren de una forma performativa para construir materialidad de los cuerpos de los sujetos bullerengueros. Dicha materialidad sería vista como el efecto más productivo del poder: la materialidad de la norma reguladora tangible en alguna medida en los cuerpos, pues, al decir de Butler, la norma califica un cuerpo para toda la vida dentro de la esfera de la inteligibilidad cultural (Butler 2002, 9-10). Sin embargo, desde la misma perspectiva, el solo hecho de tener que repetirse la performancia anuncia que siempre queda una brecha con la norma en la que pueden introducirse otros intereses, otros efectos.

En esta vía, observamos que dichas reiteraciones del bullerengue baile-danza se realizan en diferentes momentos y con fines diversos por lo que las condiciones de su presente se transforman también en aplicación a la función que desempeñan en el momento de su realización. Como rueda en el escenario o fuera de él, como práctica artística o educativa, o como coreografía creada y representada en los escenarios, está implicado siempre en una experiencia estética que involucra a participantes y aparentes espectadores: el bullerengue es un fenómeno que les sucede a las personas, es un acontecimiento estético, ético y político, particularizado y recreado cada vez por las condiciones y actores que lo configuran.

Asociando la perspectiva de Turner, el que procesos sociales como la danza se estudien como performances tiene varias implicaciones. Por una parte, implica tener en cuenta su flexibilidad, sus incongruencias e incoherencias a la par que la estructura que la hace posible, las reglas establecidas para ella y desde ella en cada sociedad y sus marcos simbólicos. Implica observar sus áreas de indeterminación, ambigüedad, incertidumbre y manipulación, es decir, observar a través de ella las incongruencias de nuestros modelos conscientes y guías de conducta que la consolidan (tanto como las estructuras socioculturales y económicas) en la vida social; y también, estudiarla observando y describiendo su estructura diacrónica, esto es, su pertenencia a secuencias temporales con principio y final que se interrelacionan en la vida. Finalmente, implica sumar en el proceso la cognición y la racionalidad a la volición y el afecto que la constituyen (Turner 1988, 123).

Dado que la producción social de sentido transita por las diferentes materialidades que constituyen la dimensión total estética de la vida, lo que dicen los sujetos que danzan es para esta indagación tan relevante como lo que hacen en el momento mismo de la realización de los performances (incluido el performance del hablar mismo), por ello, el registro audiovisual se ha sumado a la vivencia y observación de esta práctica sociocultural, como intento de realización de un registro empírico fidedigno de lo real para hacer posteriormente analizable la expresión de las corporeidades danzantes consideradas como productoras de signos susceptibles de generar conocimiento.

Es paradójico pensar en registrar un performance como el de la práctica danzaria, dado que, como diría Peggy Phelan (1993), la vida del performance está en el presente y, como tal, “no puede guardarse, grabarse, documentarse, o de alguna forma participar en la circulación de representaciones de representaciones: una vez que lo hace, se vuelve otra cosa distinta de performance”, cuando este se graba o registra traiciona su propia ontología caracterizada por su desaparición. El ahora del performance es al que el performance dirige “sus preguntas más profundas” y esta es la razón por la que debe completarse con el registro de la cámara y el archivo del video, pues aquel

ocurre durante un tiempo que no se repetirá. Puede realizarse de nuevo, pero esta repetición en sí lo(a) marca como “diferente”. El documento de un(a) performance es solo un gatillo a la memoria, un estímulo a la memoria para que se haga presente. (Phelan 1993)

Registrar el performance del bullerengue en video se diferencia de escribir lo vivenciado y recordado por sus protagonistas o lo observado como espectadora, pues el recuerdo narrado es “un acto discursivo de memoria y descripción” (1993), que posee en sí mismo su lugar performativo. Por ello, para detectar los imaginarios, contamos con las representaciones sociales que se evidencian en los performances danzarios y con aquellas que se muestran en los performances de los relatos, para subvertir los imaginarios que los causan y los transforman en cada instante de su existencia efímera.

Frente al performance del bullerengue como danza-baile, sus descripciones varían en función de un recuerdo que, de cierta manera, se olvida del mismo objeto y entra en un juego propio de significaciones, olvidos y asociaciones en un esfuerzo por retener lo que, como performance, ya está perdido: “Las descripciones nos recuerdan cómo la pérdida adquiere significado y genera recuperación —no solo del objeto y para el objeto sino para el que recuerda” (Calle, en Phelan 1993). La desaparición del objeto-danza es fundamental en el performance de la danza, por lo que este ensaya y repite la desaparición del sujeto que siempre anhela ser recordado.6

Discurso-memoria, narración-emoción suplementan el ademán, el movimiento y la simbolización intersubjetiva del espacio conformando un conjunto de producciones sígnicas, asumidas aquí como gestos y movimientos codificados, intencionalizados o espontáneos que guardan relación con referentes específicos, bien sea de forma directa —relación de similitud con lo que se desea representar—; de contigüidad —que da cuenta de la relación con lo representado— o arbitraria —que evoca desde el contrato social específico de un grupo, un determinado objeto a través de un símbolo—. Tales producciones se denominan, respectivamente, sígnicas de función icónica, indicial y simbólica, según la caracterización de signos realizada por Charles Pierce (Bianciotti y Ortecho 2013, 131).

Danzar es ejercer la evocación como memoria que actualiza lo que nos ha sido entregado a través de la vivencia y que, al ser recreado por las condiciones cambiantes del aquí y el ahora, reconstruye inevitablemente los sentidos fijados en el cuerpo por generaciones para sembrar en los sujetos significaciones existenciales. Si bien el performance de la danza, el de los cuerpos en movimiento —en o sobre un escenario— posee la fuerza expresiva de un presente siempre efímero, intentamos usar el recuerdo que evoca la emoción de los sentidos y las imágenes que fijan lo que ya no es, pero fue, reconstruyendo la memoria de lo que presenciamos, sentimos y ayudamos a constituir como observadores y partícipes sensibles de cada momento de encuentro en el bullerengue. Juntos, sensibilidades, significaciones existenciales y sentidos se construyen colectivamente y se fijan en las subjetividades tomando también la forma de representaciones sociales.

 

REPRESENTACIONES SOCIALES, DANZA Y SUBJETIVIDAD

Desde una perspectiva histórico-cultural, entendemos las representaciones sociales como el elemento articulador que da forma a la subjetividad individual en relación permanente con la subjetividad social. Ello implica entender la subjetividad no como fenómeno exclusivamente individual, sino ante todo como subjetividad constituida desde lo social y constituyente de la subjetividad social. En ella, se considera al sujeto generador en los espacios sociales en que actúa (González 2008, 227).

El concepto de subjetividad se ha ido modificando en el transcurso de su desarrollo, lo que nos permite observar la manera como ha sido tratado desde las ciencias sociales de acuerdo con la transformación de su pensamiento. En el lenguaje de la modernidad, la subjetividad fue tratada como un desliz de los conceptos de cogito y conciencia entre el sentido común y la filosofía. Así, encontramos que en la filosofía kantiana y en la hegeliana

la subjetividad es referida esencialmente a los procesos que, desde contenidos a priori del sujeto, significan las estructuras y procesos esenciales que caracterizan la producción de conocimiento, por lo tanto, lo subjetivo aparece mucho más como una referencia genérica para significar procesos del sujeto que conoce y construye, como una definición ontológica particular de los fenómenos humanos. [La ciencia moderna positivista consideró la subjetividad y la comunicación] como procesos de distorsión del saber objetivo, con lo cual lo subjetivo quedó encapsulado y “controlado” en el principio de la neutralidad que materializó en el positivismo la escisión sujeto-objeto en el campo del conocimiento. (González 2008, 227)

Siguiendo el desarrollo del concepto, el investigador brasilero Fernando González Rey (2008) expone las bases de una propuesta para la comprensión de la subjetividad desde una perspectiva histórico-cultural en la que, prolongando el pensamiento de Lev Vygotsky, propone una comprensión de la psique vista como resultado de la influencia cultural en la conformación de la mente humana, lo que resulta relevante para nuestro estudio. En dicha perspectiva, la subjetividad es la unidad simbólico-emocional producida en el curso de la experiencia, la particularidad cualitativa que da forma a una estructura interna: la conciencia. González, siguiendo a Durkheim, ubica la comprensión de la mente como estructura constituida por estados subjetivos y sitúa la representación dentro del funcionamiento de ese sistema. Resulta esencial para nuestra argumentación metodológica, basada en el análisis de las representaciones sociales y en los performances bullerengueros para indagar en las subjetividades, observar que

la separación de lo individual y social no permite ver que la organización psíquica individual se desarrolla en la experiencia social histórica de los individuos, y tampoco permite considerar cómo las acciones de los individuos, las que son inseparables de su producción subjetiva, tienen un impacto que, de hecho, se asocia a nuevos procesos de transformación de las formas de vida y organización social. (González 2008, 229)

Estos argumentos critican la ausencia —por lo menos en la historia de la psicología moderna— de trabajos teóricos profundos orientados a definir “lo subjetivo como una dimensión esencial de los procesos humanos, que se expresa tanto en el nivel de los procesos y de las organizaciones sociales, como en el nivel del individuo” (González 2008, 230). El concepto de subjetividad es una opción productiva cuando se trata de inteligir la manera como las diferentes formas de organización y los procesos de la vida social

se expresan en la organización de cada espacio y forma de organización de esa vida social, y la forma que esa intricada red subjetivo social adquiere en la organización subjetiva de las personas concretas, quienes, a su vez, constituyen en su acción nuevos momentos de desarrollo del tejido social. (González 2008, 230)

El mismo Vygotsky señalaba en esta dirección que, en el proceso de vida societal,

las emociones entran en nuevas relaciones con otros elementos de la vida psíquica, nuevos sistemas aparecen, nuevos sistemas de funciones psíquicas; unidades de un orden superior emergen, gobernadas por leyes especiales, dependencias mutuas, y formas especiales de conexión y movimiento. (Vygotsky, en González 2008, 233)

González propone la categoría de sentido subjetivo, que se define por la unidad inseparable de las emociones y de los procesos simbólicos y en torno a espacios simbólicos producidos culturalmente. En esta categoría, la presencia de uno de esos procesos evoca al otro sin ser su causa. El sentido subjetivo está asociado de forma inseparable a las configuraciones de la subjetividad individual y expresa las producciones simbólicas y emocionales, configuradas en las dimensiones histórica y social en las actividades humanas. De esta manera, el sentido subjetivo fundamenta una definición de subjetividad que no se restringe a los procesos y a formas de organización de la subjetividad individual, sino que implica la definición de una subjetividad social. El sentido subjetivo se produce entonces por los efectos colaterales y por las consecuencias de acciones y relaciones simultáneas de la persona en sus espacios de vida social. Así, dicho sentido se puede generar por múltiples aspectos (cómo habita su género, sus afectos, sus relaciones, sus experiencias, su corporeidad, etc.), que, en cada persona, constituyen una verdadera red y que se forman de manera diferente en la vida social a través de la historia y los contextos actuales de esa vida social.

Una definición de subjetividad así vista “representa la especificidad de los procesos psíquicos humanos en las condiciones de la cultura” (González 2008, 234), de manera que la organización de las configuraciones subjetivas individuales “representa una verdadera producción sobre una experiencia vivida, en la cual el estado actual del sistema, el contexto y los desdoblamientos de la acción de la persona son inseparables” (234). En consecuencia, las configuraciones subjetivas representan sistemas dinámicos y en desarrollo, pero que “expresan la organización de la subjetividad en su devenir histórico” (234). Definir así la subjetividad nos obliga a ver todo el material simbólico o emocional como constituyente básico de los sentidos subjetivos producidos en la experiencia de vida de las personas, aunque

no como operaciones que se interiorizan, sino como producciones que resultan de la confrontación e interrelación entre las configuraciones subjetivas de los sujetos individuales implicados en un campo de actividad social y los sentidos subjetivos que emergen de las acciones y procesos vividos por esos sujetos en esos espacios, que son inseparables de las configuraciones de la subjetividad social en la cual cada espacio de vida social está integrado. (González 2008, 234)

González nos muestra la subjetividad social como la forma en que se integran sentidos subjetivos y configuraciones subjetivas de diferentes espacios sociales y se forman verdaderos sistemas en los cuales lo que ocurre en un ámbito alimenta los otros. Así, la organización subjetiva de los conflictos “expresa sentidos subjetivos en los que participan emociones y procesos simbólicos configurados en la subjetividad individual de las personas a partir de su acción en otros espacios de la subjetividad social” (234), por lo que las personas constituyen sistemas portadores —en su subjetividad individual— de los efectos colaterales y las contradicciones de otros espacios de la subjetividad social.

En este contexto, las representaciones sociales se organizan de forma compleja para constituir “la base inconsciente de las posiciones socialmente asumidas” (González 2008, 235), de manera que representan una producción de subjetividad social

capaz de integrar sentidos y configuraciones subjetivas que se desarrollan en la multiplicidad de discursos, consecuencias y efectos colaterales de un orden social con diferentes niveles simultáneos de organización y con procesos en desarrollo que no siempre van en la dirección de las formas hegemónicas de institucionalización social. (235)

Aquí el comportamiento individual no es el resultado de una racionalidad situada en el individuo, dado que el conocimiento es una producción subjetiva “que no solo aparece como una construcción intelectual que se apoya en cierto sistema de informaciones, sino que también expresa formas simbólico-emocionales que tienen que ver con la configuración subjetiva de quienes viven una determinada experiencia” (González 2008, 235-236).

La práctica danzaria, en cuanto experiencia corpo-oral sociocultural, forma parte de este sistema complejo de producción de subjetividades, tanto como ámbito que porta y desarrolla discursos, sentidos y, por lo tanto, representaciones sociales, causados-por y en-relación-con el orden social, como por las construcciones y resistencias suscitadas en la interacción del sujeto con este orden. Es una práctica que dinamiza la vida de hombres y mujeres de múltiples formas:

Valida y refleja la organización social, sirve como vehículo para la expresión secular o religiosa, como diversión social o actividad de recreación. Como declaración de valores estéticos y éticos, para lograr propósitos educacionales y para poder conocer una cultura en particular. (Ochoa 2004, 6)

La danza es un ámbito que nos permite comprender tanto las formas de aprehender como “los contenidos de la construcción colectiva de la realidad” (Jodelet 2000, 8); es, al mismo tiempo, práctica intersensible que evidencia representaciones sociales y práctica intersensible que transforma dichas representaciones, dada su naturaleza expresiva, creativa y re-creativa; es en sí un lugar de permanente configuración de subjetividades. De manera que estudiar su dinámica desde las representaciones sociales de los sujetos que la realizan en los diferentes performances en que se produce nos conduce a la comprensión de los saberes y sentidos subjetivos que la constituyen y que constituye.