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Cuando miro atrás, Quint luce… ¿enojado?

–¿Qué? –pregunto.

Señala el informe, que ahora desapareció entre los demás.

–¿No creías que lo iba a hacer?

–Y tenía razón.

Giro para enfrentarlo.

–¿Qué pasó con ser un equipo? Quizás, en vez de hacerlo por tu cuenta, podrías habérmelo recordado. Lo hubiera hecho.

–No es mi trabajo recordarte que hagas la tarea. Y si vamos al caso, que debes llegar a clase a tiempo.

–Estaba…

Lo interrumpo alzando mis manos con exasperación.

–Lo que sea. No importa. Solo agradezcamos que este “equipo” terminó al fin.

Hace un ruido con su garganta y, aunque creo que está concordando conmigo, me molesta de todas formas. Llevé adelante a este equipo todo el año e hice mucho más que mi parte. En cuanto a mi concierne, soy lo mejor que le pudo haber sucedido.

–Ahora bien. –El señor Chavez toma los últimos informes que llegan al frente–. Sé que mañana es su último día de tercer año de secundaria y que todos están ansiosos por disfrutar de sus vacaciones, pero deben venir al colegio igual, lo que significa que aquí está su tarea. –La clase emite un gruñido colectivo mientras el profesor destapa su marcador verde y comienza a garabatear en la pizarra–. Lo sé, lo sé. Pero piénsenlo así: está podría ser mi última oportunidad para impartirles mi sabiduría superior. Denme un momento, por favor.

Saco una pluma y comienzo a copiar la tarea en mi cuaderno.

Quint no lo hace.

Cuando suena la campana, es el primero en salir del salón.


3

–En general, no me opongo a hacer tarea –dice Jude mientras pasa las páginas de su libro de Biología Marina mecánicamente–. Pero ¿tarea en el anteúltimo día de clases? Eso es característico de un líder supremo tiránico.

–Ya deja de quejarte –dice Ari escondida detrás del menú. Cada vez que venimos, se toma su tiempo para estudiarlo, aunque siempre terminamos pidiendo lo mismo–. Por lo menos tienen vacaciones de verano. Nuestros profesores nos dieron una lista detallada de lecturas y deberes para “mantenernos ocupados” durante las vacaciones. Julio es el mes de la mitología griega. Por favor.

Jude y yo compartimos una expresión de consternación. Los tres estamos sentados en una cabina en Encanto, nuestro lugar preferido en la calle principal. El restaurante es una trampa para los turistas, ubicado justo en la salida de la carretera; hasta se pueden ver rastros de la playa desde las ventanas del frente. Solo se llena de gente los fines de semana, así que es el lugar ideal para pasar el tiempo después de la escuela. En parte porque la combinación de comida mexicana y puertorriqueña es increíblemente buena. Y en parte porque Carlos, el dueño, nos da toda la soda y los nachos con salsa que podamos comer gratis sin quejarse de que ocupamos una valiosa cabina. Si soy honesta, creo que le gusta tenernos cerca, incluso si solo ordenamos comida entre las tres y las seis de la tarde para recibir el descuento del 50 % en los aperitivos especiales.

–¿Qué? –pregunta Ari cuando nota nuestras expresiones.

–Estudiaría mitología griega en vez de plancton cualquier día de la semana –responde Jude gesticulando hacia una ilustración en el libro.

Ari resopla en señal de “ustedes no lo entienden”. Y tiene razón. Desde que nos conocimos hace casi cuatro años, hemos estado discutiendo qué es peor: atender a la prestigiosa secundaria de St. Agnes Prep o sobrevivir a Fortuna Beach High. Jude y yo siempre estamos celosos de los temas desconocidos y los planes de estudio de los que Ari se queja. Por ejemplo: cómo el comercio transcontinental de especias cambió la historia o la influencia del paganismo en las tradiciones religiosas modernas. Mientras que Ari anhela la normalidad de las películas de adolescentes acompañada por la comida de baja calidad del comedor escolar y no tener que vestir un uniforme todos los días.

Y, quiero decir, parece comprensible.

Algo que Ari no puede negar es que St. Agnes tiene un programa musical muy superior a cualquier secundaria pública. Si no fuera por sus clases de Teoría y composición musical, sospecho que Ari les hubiera rogado a sus padres que la transfirieran a otra escuela.

Jude y yo volvemos a concentrarnos en nuestra tarea mientras Ari se distrae con dos mujeres compartiendo un postre en la mesa del costado. Tiene su cuaderno delante de ella y tiene su rostro de estar pensando en una rima para que funcione la letra de su canción. Imagino una balada sobre budín de coco y amor incipiente. Casi todas las canciones de Ari son sobre las primeras etapas de un romance o sobre la angustia turbulenta de amores que terminan mal. Nunca sobre un punto intermedio. Aunque creo que eso podría decirse de casi todas las canciones.

Leo la consigna otra vez con la esperanza de que tal vez inspirará una idea.

–Doscientas cincuenta palabras sobre un tipo de adaptación submarina que sería útil en nuestra vida sobre el nivel del mar.

No es una tarea difícil. Debería haber terminado hace una hora. Pero pasé las últimas noches terminando el proyecto de ecoturismo y mi cerebro se siente como si hubiera pasado por una trituradora de carne.

–¡Eso es! ¡El tiburón peregrino! –dice Jude y marca su libro con un dedo. La imagen muestra a un tiburón definitivamente espeluznante con su enorme boca abierta, pero no tiene dientes gigantes y filosos, sino algo que parece ser su esqueleto o sus costillas o algo que se extiende hasta su cuerpo. Me recuerda a la escena de Pinocho siendo tragado por la ballena–. Mientras nada recoge la comida que se cruza en su camino.

–¿Y eso cómo sería útil? –pregunto.

–Eficiencia. Podría tragar toda la comida que vea. Nunca tendría que masticar o detenerme para comer. –Hace una pausa y sus ojos se tornan pensativos–. De hecho, sería un gran monstruo para Calabozos y Dragones.

–Sería un monstruo asqueroso –replico.

Mi hermano encoge los hombros y garabatea una nota en un cuaderno de dibujo que siempre tiene bajo el codo.

–Tú eres la que está obsesionada con administrar tu tiempo.

Tiene un punto. Gruño y hojeo mi libro por sexta vez mientras Jude toma la computadora portátil que compartimos y la acerca a él. En vez de abrir un nuevo documento, simplemente elimina mi nombre y lo reemplaza con el suyo antes de empezar a tipear.

–Aquí tienen, pequeñas abejas trabajadoras –dice Carlos y apoya una canasta con nachos, guacamole y dos tipos de salsa; una dulce a base de guayaba para Jude y para mí y una extra picante, pseudomasoquista del tipo “¿por qué alguien se haría esto?” para Ari–. ¿No terminó la escuela todavía?

–Mañana es nuestro último día –explica Jude–. Ari terminó la semana pasada.

–¿Eso significa que los veré más o menos?

–Más –responde Aire sonriéndole–. Básicamente viviremos aquí este verano, si no tienes problemas con eso –Ari tiene un enamoramiento de colegiala por Carlos desde que comenzamos a venir aquí. Lo que podría parecer un poco extraño considerando que el dueño de Encanto está cerca de los cuarenta, salvo que se parece bastante a un joven Antonio Banderas. Eso se suma a su acento puertorriqueño y al hecho de que el hombre sabe cocinar. ¿Quién puede culpar a una chica por estar un poco embelesada?

–Siempre son bienvenidos –dice–. Pero intenten no aprovecharse demasiado de mi política de recargar bebidas sin cargo, ¿sí?

Le agradecemos por los nachos y se marcha para atender otra mesa.

–Listo –Jude se reposa contra el asiento y limpia sus manos.

–¿Qué? –despego la mirada de una fotografía de un pez rape–. ¿Ya terminaste?

–Solo son doscientas cincuenta palabras. Y esta tarea no contará para nada. Confía en mí, Pru, es una manera del líder tiránico de poner a prueba nuestra lealtad. No lo pienses demasiado.

Frunzo el entrecejo. Ambos sabemos que es imposible que no lo piense demasiado.

–Ese es bueno –dice Ari y señala con su nacho hacia el libro. Una gota de salsa aterriza en la esquina de la página–. Ups, lo lamento.

–No quiero ser un pez rape. –Limpio la mancha con mi servilleta.

–La consigna no dice qué quieres ser –dice Jude–, solo pide una especie de adaptación que podría ser útil.

–Tendrías una linterna incorporada –añade Ari–. Eso podría ser útil.

Tarareo pensativa. No es terrible. Podría incluir algo sobre ser una luz brillante en momentos oscuros, lo que tal vez sea un poco poético para una tarea de ciencias, pero igual.

–Está bien –digo y posiciono la computadora en frente de mí. Guardo el documento de Jude antes de empezar uno nuevo.

Acabo de terminar mi primer párrafo cuando suena una conmoción en la puerta del restaurante. Echo un vistazo y veo a una mujer jalando de un carro con ruedas repleto de parlantes, equipo electrónico, una pequeña televisión, una pila de tres… carpetas y varios cables.

–¡Llegaste! –dice Carlos desde detrás de la barra tan fuerte que, de repente, todos están mirando a la mujer. La recién llegada se detiene y parpadea para que sus ojos se ajusten al cambio de la luz brillante del sol a la iluminación tenue del restaurante. Carlos se apresura hacia ella y toma el carro–. Llevaré eso. Pensé que podías instalarte por aquí.

 

–Oh, gracias –agradece y acomoda un largo flequillo teñido de color rojo cereza. Además de los mechones que casi cubren sus ojos, su cabello está peinado en un rodete alto desprolijo; pueden verse sus raíces rubias. Viste prendas que demandan atención: botas de vaquera desgastadas, jeans oscuros que tienen tantos agujeros como tela sana, un top de terciopelo color borgoña y suficientes bisuterías para hundir a un pequeño barco. Es muy diferente de las ojotas y short de surf que la gente viste en la calle principal a esta altura del año.

También es hermosa. De hecho, deslumbrante. Pero es un poco difícil darse cuenta por la capa de delineador negro y labial violeta corrido. Si fuera local, definitivamente la hubiera visto, pero estoy segura de que nunca la vi.

–¿Qué te parece aquí? –pregunta Carlos ignorando el hecho de que la mayoría de sus clientes los están mirando.

–Perfecto. Maravilloso –responde con un leve acento sureño. Carlos, que suele ofrecer música en vivo los fines de semana, se para en la pequeña plataforma en donde se presentan las bandas. Se toma un segundo para inspeccionar el área antes de señalar a la pared–. ¿Ese es el único toma corriente?

–Hay otro allí atrás –Carlos aleja un carro con vajilla sucia de la esquina.

–Excelente. –La mujer pasa un minuto girando en su lugar e inspeccionando los televisores instalados por todo el restaurante, casi siempre transmiten eventos deportivos–. Sí, genial. Funcionará. Tienes un lindo lugar.

–Gracias. ¿Necesitas ayuda para acomodarte o…?

–Nah, yo puedo. No es la primera vez que hago esto.

Lo ahuyenta con las manos.

–Bueno, está bien –Carlos da un paso hacia atrás–. ¿Puedo traerte algo de tomar?

–Oh. Eh… –piensa unos pocos segundos–. ¿Un Shirley Temple?

–Seguro –Carlos ríe.

Carlos regresa al bar y la mujer comienza a mover mesas e instalar los equipos que trajo. Después de unos minutos toma la pila de carpetas y se acerca a la mesa más cercana. Nuestra mesa.

–¿Acaso ustedes forman parte de la distinguida juventud de Fortuna Beach? –pregunta observando nuestros libros y computadoras.

–¿Qué está sucediendo? –indaga Ari, señalando con la cabeza hacia las cosas que trajo la desconocida.

–¡Tardes semanales de karaoke! –responde la mujer–. Bueno, de hecho, hoy es la primera, pero esperamos que sea algo semanal.

¿Karaoke? Inmediatamente me cubren imágenes de ancianos canturreando, señoras en sus cincuentas graznando y unos cuántos ebrios que no pueden seguir la melodía y… oh, no. Allí se van nuestras sesiones de estudio en silencio. Al menos el año escolar ya casi termina.

–Soy Trish Roxby y seré su anfitriona –sigue. Cuando nota nuestras expresiones poco entusiasmadas, señala el bar con su pulgar–. ¿No vieron los carteles? Carlos me dijo que lo ha estado publicitando hace algunas semanas.

Le hecho un vistazo al bar, tardo un minuto, pero luego lo noto. En la pizarra para tiza al lado de la puerta, sobre la lista de los especiales del día, con letra desprolija, alguien garabateó: únete a nuestro karaoke semanal, todos los jueves a las 18:00 a partir de junio.

–Entonces, ¿se nos unirán esta tarde? –pregunta Trish.

–No –respondemos Jude y yo al unísono.

–No es tan terrible como parece –ríe Trish–. Lo juro, puede ser muy divertido. Además, a las chicas les gusta les canten serenatas, ¿sabes?

Al darse cuenta de que le está hablando a él, Jude se avergüenza inmediatamente.

–Eh. No. Ella es mi hermana melliza. –Inclina la cabeza hacia mí y luego gesticula hacia Ari–. Y nosotros no somos… –no termina la oración.

–¿En serio? ¿Melliza? –Trish ignora lo que sea que Ari y Jude no sean. Sus ojos se posan en mi hermano y en mí por un momento y luego asiente lentamente–. Sí, es verdad. Ahora me doy cuenta.

Está mintiendo. Nadie cree que Jude y yo somos familia, mucho menos mellizos. No nos parecemos en nada. Él mide un metro ochenta y cinco y es delgado como papá. Yo mido uno sesenta y siete, y tengo curvas como mamá. (A nuestra abuela le encanta bromear y decir que robé los kilos extra de bebé de mi hermano en el útero y me los quedé para mí. Nunca me pareció una broma particularmente divertida cuando éramos niños y no cambié de opinión con el paso del tiempo. Inserte emoji con los ojos en blanco aquí).

Jude es rubio y superpálido, casi como un vampiro. Su piel se quema a los treinta segundos de entrar en contacto con el sol, lo que hace que vivir en el sur de California no sea ideal para él. Por otro lado, yo tengo cabello castaño y tendré un bronceado semidecente a fines de junio. Jude tiene pómulos, yo tengo hoyuelos. Jude tiene labios carnosos que lo hacen lucir como un modelo de catálogo, aunque odia que diga eso. ¿Y yo? Bueno, por lo menos tengo mi labial.

–Entonces –Trish se aclara la garganta luego de un instante de incomodidad–, ¿alguno hizo karaoke antes?

–No –responde Ari–, aunque pensé en hacerlo.

Jude y yo intercambiamos miradas porque, a decir verdad, sí hemos participado en karaokes antes. Muchas veces. Cuando éramos niños, nuestros padres solían llevarnos a un pub-restaurante que tenía un karaoke apto para familias el primer domingo del mes. Cantábamos a todo pulmón una canción de los Beatles tras otra y papá siempre terminaba “su set”, como él le decía con Dear Prudence y después nos llamaba para cantar todos juntos Hey Jude. Al final de nuestro turno, todo el restaurante cantaba Naaaa na na... nananana! Hasta Penny se sumaba, aunque solo tenía dos o tres años y probablemente no tenía idea de lo que estaba sucediendo. Era como mágico.

Una pequeña parte nostálgica de mí se ilumina al pensar en la versión ligeramente desafinada de papá de Penny Lane y en los intentos un poco exagerados de mamá de Hey Bulldog. Pero una vez, cuando tenía diez u once años, un borracho en la audiencia gritó: “¡Tal vez esa niña debería pasar menos tiempo cantando y más tiempo haciendo abdominales!”.

Todos sabíamos a quién se refería. Y, bueno, la magia se arruinó después de eso.

Ahora que lo pienso, puede que ese haya sido el inicio de mi ansiedad al hablar en público y de mi miedo general de que todos estén observándome, criticándome y esperando que me humille a mí misma.

–Bueno, chicos, solo piénsenlo –dice Trish y apoya la carpeta al lado de los nachos. Toma una pluma y una hoja de papel de un bolsillo y también los apoya–. Si encuentran una canción que quieran cantar, solo escríbanla y denme el papel, ¿sí? Y si la canción que quieren no está en la carpeta, díganmelo. A veces puedo encontrarla en internet –nos guiña un ojo y luego se marcha a la próxima mesa.

Nos quedamos mirando la carpeta como si fuera una serpiente venenosa por unos segundos.

–Seh –murmura Jude y comienza a guardar sus cosas en su mochila–, eso no sucederá.

Me siento exactamente igual. Ni, aunque me paguen cantaría delante de un grupo de desconocidos. Es más, tampoco de conocidos. Fortuna Beach no es un pueblo grande y es imposible ir a algún lugar sin encontrarse con un conocido en algún grado. Incluso ahora, echo un vistazo a mi alrededor y veo a la peluquera de mi mamá en el bar y a la gerente del supermercado en una de las mesas pequeñas.

Ari, sin embargo, está mirando fijo a las carpetas. Sus ojos brillan con anhelo. La he escuchado cantar, no es mala. Por lo menos sé que puede sostener una nota y no desafinar. Además, quiere ser compositora. Ha soñado con escribir canciones desde que era una niña. Y todos sabemos que, para tener algún tipo de éxito, habrá oportunidades en las que probablemente tenga que cantar.

–Deberías intentarlo –digo y deslizo la carpeta hacia ella.

–No lo sé –se encoge de miedo–, ¿qué cantaría?

–¿Cualquier canción grabada en los últimos cien años? –responde Jude. Ari lo mira de mala manera, aunque es claro que su comentario le complació.

Ari ama la música de todo tipo. Es una Wikipedia caminante de todo, desde jazz de 1930, punk de los ochenta hasta indie moderno. De hecho, es probable que nunca nos hubiéramos conocido de no ser por su obsesión. Mis padres son dueños de una disquería a una manzana de la calle principal; Ventures Vinyl, en honor a una popular banda de surf-rock de los sesenta. Ari comenzó a comprar en la tienda cuando estábamos terminando la escuela primaria. La mesada que sus padres le daban era mucho más dinero del que yo recibí jamás, y, cada mes, traía el dinero que ahorraba y compraba tantos discos como podía.

Mis padres adoran a Ari, bromean que es su sexta hija. Les gusta decir que Ari sola ha mantenido la tienda abierta estos últimos años, lo que sería encantador si no temiera que, de hecho, pudiera ser bastante cercano a la verdad.

–Podríamos hacer un dueto –dice Ari y me mira con esperanza.

Reprimo mi “no” instintivo y vehemente, en cambio, gesticulo con desgano hacia mi libro.

–Lo lamento, todavía estoy intentando terminar esta tarea.

–Jude tardó diez minutos –Ari frunce el ceño–. Vamos, una canción de los Beatles, ¿quizás?

No estoy segura de si su sugerencia se basa en mi amor por los Beatles o porque, probablemente, sea la única banda de la que sé casi todas las letras. Al crecer en una disquería, mis hermanos y yo hemos estados expuestos a una gran variedad de música, pero nada, a los ojos de mis padres, podrá competir con los Beatles. Hasta nombraron a sus cinco hijos inspirados en sus canciones: Hey Jude, Dear Prudence, Lucy in the Sky with Diamonds, Penny Lane y Eleanor Rigby.

Suspiro cuando noto que Ari sigue esperando una respuesta.

–Tal vez, no lo sé. Necesito terminar esto.

Mientras Ari sigue pasando las hojas con canciones, intento volver a concentrarme en la tarea.

–Un Shirley Temple suena bastante bien –dice Jude–. ¿Alguien más quiere uno?

–¿No es un poco femenino? –bromeo.

–Estoy lo suficientemente cómodo con mi masculinidad.

Encoge los hombros y se desliza en su asiento.

–¡Quiero tu cereza! –Ari grita detrás de él.

–Ey, estás coqueteando con mi hermano.

Jude hace una pausa, me mira a mí y después a Ari, luego su rostro se pone rojo. Nosotras estallamos en risa. Jude sacude la cabeza y camina hacia la barra.

–Sí, ¡también queremos uno! –grito formando un túnel alrededor de la boca con mis manos.

Jude hace un gesto sin mirarnos para hacerme saber que me escuchó.

No podemos cruzar la línea que divide la zona para mayores de veintiuno, así que Jude se detiene en la barrera invisible para darle nuestra orden al camarero.

Logré escribir otro párrafo más para cuando Jude regresa cargando tres vasos altos repletos de soda burbujeante rosa con cerezas extra. Sin preguntar, Ari usa una cuchara y toma las cerezas de mi vaso y las de Jude y las deja caer en su propia bebida.

–Hola a todos. ¡Bienvenidos a nuestra primera tarde semanal de karaoke! –dice Carlos a través del micrófono que Trish trajo con ella–. Mi nombre es Carlos y soy el dueño de este lugar. Realmente valoro que vengan aquí y espero que se diviertan. No sean tímidos. Aquí somos todos amigos, ¡así que anímense y hagan su mejor esfuerzo! Terminada la introducción, me complace presentarles a nuestra anfitriona, Trish Roxby.

Algunas personas aplauden cuando Trish toma el micrófono y Carlos empieza a caminar hacia la cocina.

–Alto, alto, ¿no cantarás? –pregunta Trish. Carlos gira en el lugar con los ojos bien abiertos y aterrorizados. Suelta una pequeña risita.

–¿Tal vez la semana que viene?

–Te lo recordaré la semana que viene –responde Trish.

–Dije “tal vez” –replica Carlos y retrocede unos pasos más.

–Hola, gente –Trish les sonríe a los comensales del restaurante–, estoy muy emocionada por estar aquí esta noche. Sé que a nadie le gusta ir primero, así que yo misma empezaré esta fiesta. Por favor, traigan los papeles y díganme qué quieren cantar ustedes esta noche, caso contrario, tendrán que escucharme durante las próximas tres horas.

Toca algo en su máquina y un riff de guitarra estalla en los parlantes: I Love Rock and Roll de Joan Jett.

Intento no gruñir, pero… por favor. ¿Cómo se supone que vaya a concentrarme y termine esta tarea con eso de fondo? Estamos en un restaurante, no en un concierto de rock.

 

–Esto es, eh, inesperado –dice Jude.

–Lo sé –replica Ari mientras asiente con la cabeza–. Canta muy bien.

–Eso no –Jude me da un pequeño codazo–. Mira, Pru, es Quint.

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