El valenciano Enrique Dupuy y el Japón del siglo XIX

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Estas eran las actividades en la legación a la que Enrique Dupuy se incorporó el 23 de julio de 1873. A partir de este momento el joven secretario de legación comenzó a mirar a su alrededor para entender aquel mundo japonés en transformación, y fue anotando las impresiones, publicadas años después en España y, ahora, en este volumen.

7. DOS AÑOS EN JAPÓN COMO SECRETARIO DE LEGACIÓN

Enrique Dupuy dejó Valencia con veintidós años, en plena guerra carlista, con la universidad cerrada por encontrarse bajo los tiros de la artillería gubernamental. Salió desde la estación de Atocha de Madrid el 28 de abril de 1873 rumbo a Yokohama (España no tenía aún una legación en Yedo, esto es, en Tokyo), «para ir a ocupar un puesto de Secretario de Legación en un país tan distante, que todo paso que de él se aleja, acerca al punto de partida», y el 5 de agosto de 1875 regresó «a Madrid por la Estación del Norte, habiendo dado la vuelta al mundo» (MM: 7). El viaje de ida duró desde el 8 de junio hasta el 23 de julio: «45 días» de navegación sin imprevistos, tediosos para quien estaba acostumbrado a la vida en tierra firme, pero ricos de constantes y nuevas impresiones: «Los veloces medios de comunicación modernos han convertido a la tierra en un caleidoscopio» (MM: 9).

El viaje llevó a Dupuy a considerar melancólicamente la situación estática de España, no solo respecto a las tradicionales potencias europeas, sino también respecto a los estados de más reciente formación, «viendo a Italia y a Alemania pasear por todas partes sus banderas recién compradas, y viendo a España desperdiciar las condiciones de grandeza y de poderío que Dios le ha dado» (MM: 9).

a) Desde España a Japón: cuarenta y cinco días por mar

Durante la larga travesía, las etapas de acercamiento –Saigón y Hong Kong– ya anuncian el Asia oriental. El capítulo VIII, dedicado a Saigón, es una precisa historia eurocéntrica de la conquista francesa del Asia sud-oriental, donde se recuerda que «en el establecimiento en Asia de Francia, ha tenido parte principal nuestra madre España» (MM: 169). Estas breves palabras evocan un capítulo olvidado de la última tentativa de expansión colonial española en Asia, es decir, la participación de España al lado de Francia en la campaña de la Cochinchina, en la que, inexplicablemente, no obtuvo ventaja alguna. De hecho, España participó por igual en el esfuerzo militar mediante el envío de numerosos militares filipinos, pero en el momento de recoger los frutos se mostró poco interesada, y los franceses transformaron en su propia colonia la que podía haber sido una conquista común.73

La campaña de Indochina se fundaba quizás en una «idea racional que puede, tarde o temprano, dar sus frutos» (MM: 171): la «de introducir en Asia una nación nueva y fuerte», Francia, que tenía puestas sus miras solo en el continente asiático y que, «por agradecimiento por nuestra ayuda, nos podría un día defender contra los que codician nuestras posesiones, sobre todo Alemania» (MM: 170 y ss.). Una visión profética, con la única diferencia de que las Islas Filipinas le fueron arrebatadas a España no por Alemania sino por Estados Unidos.

Dupuy veía con claridad las exigencias de una política colonial que incluyera Filipinas en el tráfico mundial: «Es preciso una voluntad firme y constante, empresas de comercio que unan la ilustración y la grandeza de miras al genio emprendedor y al arrojo, un gobierno que se empeñe a tener representación diplomática y consular bien retribuida y con positivas ventajas para que permanezca mucho tiempo en Asia». A estos requisitos es necesario también añadir «una administración colonial inamovible, una marina de guerra [… que] pueda pasear el pabellón gualdo y oro por remotas tierras, enseñando el camino a los barcos mercantes» (MM: 171). Estas precisas exigencias identificadas por Dupuy son en realidad la lista de lo que le hacía falta a España para desarrollar una política asiática eficaz, no solo respecto a Filipinas, sino también respecto a Japón. Sin embargo, en España los cambios de régimen impedían organizar una política exterior de gran alcance y las guerras internas mantenían bloqueada la flota en las costas ibéricas.

La escasa rentabilidad de la empresa de Cochinchina llevó a Dupuy a identificar las responsabilidades del mundo político y económico español en la falta de aprovechamiento de aquella expedición militar acabada en nada. Los militares «habían construido un gran campamento de barracas, a lo largo del cual abrieron la calle de Isabel segunda, una de las más largas y de las más hermosas de Saigon» (MM: 169 y s.). Una vez consolidado el poder colonial, los franceses cedieron a España un buen terreno para construir allí la sede diplomática: «A pesar de los años transcurridos, nada se ha hecho, y hoy el terreno de España afea uno de los sitios más públicos y más hermosos de Saigon» (MM: 170). Sin embargo, también el sector privado tenía su grado de culpa. Saigon es «casi un puerto franco» y la navegación por el río es libre para los franceses y los españoles, pero «entran en el Donnai más barcos con bandera inglesa y alemana que con la nuestra» (MM: 170).74

Una situación análoga se produjo en Japón, cuando la corte imperial se trasladó a Tokio y ofreció a varias naciones occidentales el terreno para construir su propia representación diplomática en Tokio. España «no se aprovechó de la oferta», se lamentaba aún en 1904 el diplomático Francisco de Reynoso, cuando ya se habían perdido las Filipinas (cf. infra, § 18), recordando que la oferta había sido aceptada incluso por estados que tenían intereses limitados en Japón, como «Austria e Italia, pero cuyos gobiernos comprendieron la imperiosa necesidad de que sus representantes residiesen cerca del Soberano, en la sede del gobierno, Capital del Imperio». La ausencia de una política extranjera española en Asia oriental es resumida así por Reynoso:

Para que decir, que entre las naciones invitadas lo fue también España y que no se aprovechó de la oferta, olvidando que por el imperio colonial que poseía en Oriente y por la proximidad de la Isla de Luzón al imperio japonés, debería haber aspirado, a que su Representante cerca de un Soberano de un pueblo de más de cuarenta millones de habitantes, tan audaces como aguerridos, ejerciera entonces legítima influencia y hubiera seguido con escrupulosa atención, los importantes sucesos allí desarrollados, que tanto nos interesaban, por lo que pudieron afectar la posesión de España, del ahora perdido Archipiélago Filipino.

Con esa clásica apatía que nos distingue de todos los demás pueblos occidentales, donde la frase «Cosas de España» ha adquirido carta de naturaleza, para explicar lo inexplicable, ni aceptamos la oferta ni la rehusamos; no nos quisimos tomar el trabajo ni aun de contestar, dando lugar con tal incuria, a que España ofreciese el triste espectáculo, de tener su Legación instalada en una casucha o en una Fonda de Yokohama, lejos de la Capital, entre las Agencias de buques, donde no reside el cuerpo diplomático y las noticias sobre la marcha política del Gobierno japonés, llegaban impresas en algún periódico oficioso, publicado por un aventurero europeo a quien los japoneses subvencionaban. Para semejante resultado, hubiera valido más, no tener allí Legación.75

b) El Japón, país «nuevo» porque no se parece «a ningún otro pueblo del mundo»

Al navegar por los mares tropicales sin aire acondicionado, el peso de aquella larga travesía obligaba a comportamientos insólitos: los viajeros dormían en cubierta o sobre las mesas del comedor. Sin embargo, la meta ya estaba cerca: en Hong Kong (al que Dupuy dedica el cap. IX) se produce el trasbordo para Japón y Dupuy –que evidentemente tiene bien presente Gibraltar– observa que «los ingleses tienen un talento especial para amueblar peñascos» (MM: 177).

De nuevo Dupuy subraya la ausencia de España: «Nuestra nación […] debería ser una nación asiática, es decir, una nación que ejerciera gran influencia en la parte del mundo en cuyo archipiélago poseemos tan vastos territorios» (MM: 181): pero para hacer esto haría falta difundir en España mayores conocimientos sobre Asia oriental. Dupuy renuncia a escribir sobre China, demasiado compleja (pero espera que lo haga el amigo Francisco Otín),76 y se limita a reportar sus impresiones sobre Hong Kong y a criticar las Guerras del Opio, promovidas por «los ingleses, tan filántropos cuando no les cuesta dinero» (MM: 183 y ss.).

Le llama la atención la modernización general de Asia, casi un anticipo de lo que estaba ocurriendo en Japón: «El comercio en el Extremo Oriente es hoy tan metódico y tan regular como el de cualquier mercado de Europa» (MM: 186), aunque no faltan problemas. En Europa la guerra franco-prusiana ha obstaculizado el «comercio agobiado con una excesiva producción», mientras «la facilidad de comunicaciones» ha hecho llegar a Asia muchos comerciantes occidentales, «que se han hecho ruda competencia valiéndose para ello del telégrafo y de la apertura de Suez». Estos recurren también a la más moderna técnica de navegación: por ejemplo, en Singapur están preparados vapores rápidos para llegar a Hong Kong antes de que lo haga el barco de correos, para aprovechar así las noticias anticipadas sobre mercancías y mercados. Aunque la velocidad de los tiempos modernos tiene sus límites:

El adelanto industrial e intelectual va mucho más de prisa que el mejoramiento material de los pueblos y las necesidades de éstos no aumentan en razón directa de los productos que para cubrirlas se fabrican. Ya no puede especularse como en lo antiguo ni hacerse fortunas colosales en pocos años (MM: 185).

 

Finalmente, el 23 de julio de 1873, el vapor entra en la bahía de Yokohama y Dupuy toma contacto con un mundo totalmente nuevo: nuevo porque durante el viaje había encontrado «colonias europeas que por medio de la fuerza imponían la civilización; al desembarcar en Yokohama pisaba el primer país independiente» (MM: 193); pero nuevo también porque, debido al cierre prolongado durante más de dos siglos, «el Japón no se parecía a ningún otro pueblo del mundo» (MM: 192). A este país le dedica dos capítulos, uno con sus primeras impresiones y otro con las conclusiones sugeridas durante dos años de permanencia.77

El tema de la historiografía sobre Japón vuelve en ambos capítulos. Los libros publicados hace veinticinco años transmiten «una idea errónea de la historia y de las tradiciones de este país, porque entonces no se conocían». Por otro lado, «las descripciones de viajeros que han pasado solo quince días en el Imperio de la Mañana no son más que relaciones muy bien escritas, pero en las que la imaginación tiene necesariamente más parte que la verdad» (MM: 194).

Estas últimas narraciones corren el riesgo de generalizar la impresión individual, es decir, la única que el viajero ha percibido durante su breve estancia. Este error se agrava por el confinamiento de los extranjeros en los «puertos abiertos» (Yokohama, Yedo, Hiogo, Osaka, Hakodate, Nigata), desde donde solo pueden alejarse 30 millas (10 ri):78 originalmente, esta limitación se debía a la «desconfianza» de los japoneses; hoy, precisa Dupuy, se debe al desacuerdo entre los gobiernos extranjeros y el Gobierno japonés: «Aquellos quieren que conserven sus nacionales privilegios extra-territoriales, y éste quiere someterlos a su ley y a los tribunales indígenas que no están todavía bastante civilizados para juzgar a europeos y americanos». Esta restricción «hace que el Japón que se ve en los puertos no sea el Japón verdadero» (MM: 195) y que, por tanto, el viajero apresurado describa un ambiente excepcional como si se tratara de la normalidad japonesa.

De ahí el propósito de Dupuy, que había decidido escribir sobre este «pueblo extraño» (MM: 206): «Para analizar a estos pueblos es menester mirarlos desde su punto de vista y no desde el nuestro» (MM: 205). Es todavía inevitable que incluso Dupuy comparta la primera impresión de casi todos los viajeros: «Parece que se está en un país de niños: todo es alegre, todo sonríe; el traje es pintoresco, las casas lindas» (Pierre Loti se sorprendía del gran número de veces que había usado el adjetivo petit); «más tarde se conocen los defectos de los japoneses y se ve su falsía; pero cuando se les compara con todo lo que se ha visto en Asia, se siente hacia ellos una atracción de que nadie se ha libertado al llegar a aquel lejano imperio» (MM: 196).

Dupuy dedica muchas páginas a describir la ciudad que tiene ante sus ojos, así como la vida de una imaginaria familia estándar.79 Constata que el japonés es pequeño, «debilidad que yo atribuyo a que se alimenta exclusivamente de arroz y pescado» (MM: 196). En lo que se refiere a la divinización de la mujer japonesa (que se encuentra por ejemplo en Wenceslau de Moraes, cf. infra, § 20), Dupuy es más realista y prosaico: la mujer japonesa es «ya vieja, aunque no tenga más que treinta años», así que «una japonesa de veinte y cinco años está tan vieja y tan ajada por lo menos como una europea de cuarenta y cinco». Según Dupuy, la raza precoz, la alimentación pobre y «los baños de agua casi hirviendo que diariamente toman los japoneses» minan «la lozanía y la juventud» (MM: 200).

Los vestidos femeninos y, sobre todo, la exhibición inocente de las rodillas y de los senos, no turban en lo más mínimo a este católico ibérico, que más bien aprovecha la ocasión para ironizar sobre los europeos en general: «Ha sido preciso que viniesen al Japón los europeos para que en esa exhibición y en otras muchas encontrasen malicia» (MM: 201). Admira que los niños salgan de casa pertrechados con una tablilla con la dirección de su casa y con una moneda, en caso de perderse: le llama la atención que «en ese país se respete ese dinero y no sea esa moneda un aliciente, como sucedería en Europa, donde tanto vago hay a la sombra de su civilización» (MM: 202).

Pero el contacto con los occidentales estaba transformando también el comportamiento de los japoneses, y aquí las impresiones de Dupuy difieren de aquellas que, un siglo después de él, se encuentran en los japoneses actuales:

Un japonés al hablar con un extranjero supone que debe abandonar por completo su cortesía y educación, sin tomar en cambio la cortesía y educación nuestra: eso salta a la vista en cuanto se les trata un poco. Pero entre ellos y entre los que no quieren adoptar nuestras costumbres la cosa varía, y sus saludos y ceremonias llaman muchísimo la atención del viajero (MM: 202).

En este punto Dupuy también describe minuciosamente las recíprocas cortesías de los japoneses.

Las páginas conclusivas ofrecen un cuadro de la que podía ser la vida de los residentes occidentales, dificultada en Japón por el límite de las treinta millas dentro de las que estos estaban constreñidos. La alternativa era o vivir como en «destierro» (reproduciendo los entretenimientos de la madre patria), o tener curiosidad, como decidió hacer Dupuy, sin olvidar que él era heredero de la más antigua tradición europea de contactos con Japón: «Ya que usted es español –le dicen–, verá que el paso de sus compatriotas y de sus hermanos los portugueses por este país en el siglo XVI ha dejado trazas»: le sigue de hecho la lista de las palabras japonesas derivadas del español.80

En este breve periodo de la clásica vida colonial Dupuy no menciona a los amigos japoneses, pero recuerda a otros diplomáticos, entre los cuales estaba Emilio de Ojeda, segundo secretario de la legación, que a su juicio no era suficientemente valorado por el Ministerio: además de su conocimiento del japonés, Dupuy recuerda «sus premiadas Memorias» (MM: 211) sobre la producción de la seda;81 un tema que, como veremos, apreciaba especialmente.

c) El Japón Meiji, entre el sol naciente de hoy y las nubes del mañana

Al finalizar su estancia en Japón, Dupuy recogió con espíritu crítico sus impresiones acerca de tres temas:82 la ruptura de Japón con el pasado, su proceso de transformación en curso, que podría tener desarrollos no solo positivos, y por último los recuerdos personales de los dos años vividos en el país del sol naciente. En todas estas valoraciones Dupuy no se identifica con aquel Japón casi idolatrado por Wenceslau de Moraes, ni asume la actitud de superioridad eurocéntrica de Pierre Loti: es un diplomático que examina con equilibrio los diversos aspectos de cada cuestión, a pesar de que en algún momento el eurocentrismo también se apodera de él.

El primer tema abordado –la ruptura con el pasado– está relacionado con el brusco cambio que la europeización estaba imponiendo, y también en la historiografía sobre Japón: lo que hasta entonces se sabía sobre este país se encontraba ya superado. En particular, era un error, que no tenía sentido seguir manteniendo, la concepción de un dualismo de poderes, «uno temporal y otro espiritual, que el uno ejercía el Taicun y el otro el Mikado» (MM: 221). Las páginas de Dupuy sobre este tema constituyen una síntesis de las creencias erróneas sobre Japón comúnmente existentes a mitad del siglo XIX (MM: 215-225) y presentes también en los libros escolásticos españoles, a los que Dupuy dedica una crítica específica en otro escrito.83

El segundo tema –la transformación en curso– coloca en el centro de atención la rápida y radical mutación de Japón, indicando las luces, pero también las sombras:

Una sed de reforma se ha apoderado de los hombres que gobiernan el Japón, y las instituciones que nos han costado siglos de experiencia y ríos de sangre adquirir, las adoptan y las adaptan a un país que pasa de un salto del feudalismo al régimen constitucional. Todo lo que es moderno y todo lo que es occidental es admitido ciega e irreflexiblemente [sic] por gobernantes que creen que basta un decreto o creen que basta la ley escrita para que todo un pueblo varíe sus creencias y su modo de ser (MM: 225).

En 1875, cuando Dupuy publicaba estas líneas, era difícil prever cuánto de esas normas estaba llamado a convertirse en algo real. En cambio, sí era posible ver en poco tiempo en qué medida dichas normas fueron eficaces y hasta qué punto fueron recibidas de forma capilar.

En particular, Dupuy fue uno de los pocos observadores que pusieron el acento en algunos rasgos de la modernización japonesa que muy pronto terminarían conduciendo a la degeneración de la época militarista:

En los dos años que en el Japón he vivido he seguido paso a paso las transformaciones; he visto muchas mejoras y muchos adelantos; pero he visto también una raza cegada por el orgullo de su valer, del que tienen una idea muy errónea. He visto y presenciado las luchas interiores de los partidos que quieren gobernar, unos marchando adelante de una manera desalentada, queriendo volver otros a las prácticas feudales, y otros llegar a las modernas, sin reñir con tradiciones, pero obrando con poca y con mala fe (MM: 226).

Otras observaciones son más eurocéntricas porque son expresión de la pulsión hegemónica de Occidente y no reconocen el deseo de autonomía soberana de los japoneses, al interpretar como un retraso su defensa de las tradiciones nacionales y, por tanto, al reflejar claramente el sentimiento común de las potencias occidentales de la época:

He visto la inutilidad de los esfuerzos de la diplomacia europea para conseguir la apertura de un imperio que se dice civilizado, y que se comunica con el mundo por sólo cinco puertos, y prohíbe la circulación por el interior sin grandes formalidades; he visto el orgullo de un pueblo que, conservando la tortura en sus instituciones jurídicas, pretende ejercer jurisdicción sobre los súbditos de naciones que han sufrido en sus Códigos las reformas traídas por el cristianismo, por Beccaria y por la Revolución Francesa (MM: 226).

Junto a estos problemas internos, Japón había conocido la guerra contra Corea, «la expedición de Formosa contra ley y derecho» (MM: 226) y había convocado al Parlamento.

¿Cuál será el resultado de la situación en este país? ¿Seguirán adelante con las reformas, y fundarán en un país habitado por raza amarilla instituciones que han hecho progresar a la raza blanca, o llegando el partido anti-reformista a medidas violentas, se atraerá la intervención occidental, sirviendo el Japón como campo para los intereses encontrados de Rusia, Inglaterra y los Estados Unidos? Nadie puede preverlo (MM: 227).

Estas consideraciones llevan inevitablemente a Dupuy a extender sus reflexiones sobre la política internacional. Sobre todo, pone la atención en el futuro geopolítico de Japón:

Si el Japón está destinado a progresar en el camino que ha emprendido, su influencia en Asia será muy grande; su situación es magnífica. País insular, y de costas que la naturaleza ha hecho poco hospitalarias, es muy fácil de defender, y puede llegar a ser, por su posición análoga, la Inglaterra de Asia (MM: 227).

Pero en Japón convergían también las pretensiones coloniales de las potencias occidentales. Al lector de hoy le llama la atención la escasa relevancia que entonces tenía Estados Unidos en el área del Pacífico. Esta vocación estadounidense por el océano Pacífico podría haberse visto favorecida por el «fabuloso desarrollo de sus Estados del Pacífico», pero –según Dupuy– se tropezaba con obstáculos por su estructura política, con una administración que cambiaba con cada presidente, con «el abandono de la política activa por casi todas las personas honradas» y, por consiguiente, con «una representación diplomática y consular completamente lega, muchas veces poco respetable», otras veces «formada de personas improvisadas» que «pretenden aplicar a todas las cuestiones el criterio americano, con lo que consiguen resultados negativos» (MM: 227 y ss.). La actitud antiestadounidense (y antinglesa) de Dupuy es una constante de sus escritos y contribuye a explicar la dureza de los ataques al presidente de Estados Unidos contenidos en la carta que causó su dimisión como ministro de España en Washington (cf. § 15).

 

La marina mercante estadounidense era ya entonces la segunda del mundo, pero no era suficiente para garantizar su influencia en Asia porque –según la opinión de Dupuy, que refleja la de la entera comunidad diplomática de entonces– Estados Unidos no estaba militarmente en condiciones de influir en el área del Pacífico:

Su marina militar tampoco les ayuda en Asia a conquistar ni a mantener influencia; conocido es de todos el sistema seguido per el Ministerio de Marina en estos últimos tiempos. Los barcos que tienen en Asia no pueden asustar ni siquiera a las naciones salvajes. Todos ellos son restos de la Guerra Civil, y muchos no pueden volver a América a causa de sus malas cualidades marineras (MM: 228).

Más concretas podían ser, en cambio, las pretensiones de Gran Bretaña, que habría deseado «anexionarse el Japón»; sin embargo, habría sido más realista «ocupar algún puerto, como ha hecho en Hong Kong y Singapur», dado que a Inglaterra le importa «imponer tarifas de aduana, sin cuidarse para nada del interés de los demás con tal que el suyo encuentre ventajas» (MM: 228 y ss.). Pero estos intereses comerciales chocaban con las pretensiones expansionistas de Rusia. En efecto, la amenaza rusa podía adivinarse ya en su peligrosa proximidad, dado que «para completar y defender sus establecimientos en Siberia oriental, se ha anexionado la isla de Shangalien, haciendo un cambio con el Japón, con lo cual es dueña de uno de los lados del Estrecho de Lapeyrouse,84 y puede, cuando quiere, cerrar el paso» (MM: 229). En definitiva, concluye Dupuy, vale el dicho: «Dios nos libre de la vecindad de Rusia y de la amistad de Inglaterra».

Después venían aquellas potencias medianas que, pese a ser menos peligrosas para Japón, tenían mayores posibilidades de intercambios no solo comerciales: «Sobre todo Francia, Italia y Alemania, tienen relaciones comerciales con el Japón y tienen interés en que se desarrollen los recursos de ese país y que sirva de ejemplo a las demás naciones asiáticas» (MM: 229).

Dupuy concluye este panorama internacional con unas sentidas notas sobre España: «España, que debería estar directamente interesada en este país, porque es el que más cerca de él posee una colonia muy importante, no hace nada porque su nombre sea conocido y respetado». Siguen las constataciones recurrentes en las comunicaciones de los diplomáticos españoles en Asia oriental, hoy conservadas en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid: la legación española está dirigida por un «Encargado de Negocios, mientras todas las demás naciones tienen Ministros»; así, el representante de España «es siempre el último del cuerpo diplomático, y no tiene intérprete ni casa»; además, después de la firma del tratado de comercio y amistad de 1868 entre España y Japón, «no ha ido ni un solo buque de nuestra Armada»; y aquel tratado ha sido «firmado, por cierto, catorce años después que los de las otras naciones».85

Dupuy se refiere aquí al tratado que España firmó en 1868, justo catorce años después de los primeros tratados suscritos por Gran Bretaña y Estados Unidos. Un vistazo a las cartas del archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores español confirma la dificultad con la que constantemente se paralizaban las relaciones hispano-japonesas.86

Por último, respecto al tercer tema –los recuerdos personales–, nos encontramos de nuevo con la alternancia de luces y sombras. Refiriéndose a los dos años de estancia en Japón, escribe Dupuy: «quiero solo recordar un país hermosísimo, cuyo privilegiado suelo es uno de los más bellos del mundo» (MM: 239). Sin embargo, no todas las experiencias japonesas habían sido positivas, de modo que, además de las cosas que rememorar, se añaden las cosas que olvidar, todas ellas unidas a las que ofrecen una visión realista de aquel Japón en plena transición:

Quiero olvidar el odio que hacia nosotros siente esta raza, para no acordarme más que de su afable y ceremoniosa hospitalidad; quiero olvidar sus bajezas y embustes, y llevarme solo el recuerdo de su urbanidad y de su constante alegría. No quiero recordar su servil instinto de imitación para pensar sólo en los progresos que en la moderna cultura ha realizado (MM: 231).

8. EL ESTUDIO GLOBAL DEL JAPÓN AQUÍ PUBLICADO

Enrique Dupuy se proponía escribir una obra seriamente informativa sobre Japón, pero no formalmente científica. Esto explica, por un lado, la vaguedad de las referencias a los autores de tanto en tanto utilizados y, por otro lado, su atención a los datos estadísticos. Sus notas sobre Japón aquí publicadas –escritas antes de 1874 pero reelaboradas a lo largo de los años, como veremos en el punto b– presentan el estilo seco y documental de sus informes comerciales. Sin embargo, precisamente como consecuencia de la seriedad con que se tomaba su trabajo, Dupuy dejó indicadas, al menos de forma sintética, las principales publicaciones a las que recurrió en el curso de la redacción. Estas indicaciones son importantes, además, porque llaman la atención sobre las raras publicaciones españolas del siglo XIX acerca de Japón. Por ello, a continuación se analizarán estas fuentes con algo más de detalle. Quedará así documentado el contexto cultural al que él se remitía, pero sin hacer excesivamente densas las notas explicativas que acompañan al texto íntegro de sus observaciones sobre Japón.

a) Las fuentes impresas de Enrique Dupuy

Una vez llegado a la parte final de su escrito, Dupuy confronta la historia de las Islas Filipinas con la de las islas japonesas, para constatar que, mientras en Filipinas fue necesario un intenso trabajo civilizatorio por parte de los españoles, Japón ya contaba con una civilización milenaria en el momento de su apertura. En Filipinas los españoles tuvieron que llevar la civilización a «una sociedad completamente salvaje» (infra, p. 260). Para sostener esta afirmación, Dupuy aporta varios escritos sobre Filipinas, todos ellos brevemente comentados en las notas en el texto del mismo Dupuy.87

En el pasado España había hecho mucho por Filipinas, pero eso ya no bastaba: con la apertura de Japón al comercio occidental, la afortunada posición geopolítica de las Islas Filipinas despertó el interés de las grandes potencias que se abrían paso en esa área del Pacífico, con intervenciones militares incluidas. Dupuy temía, con razón, que si España continuaba desatendiendo a las Filipinas la colonia corría el riesgo de acabar como «las islas Hawái, en que la raza indígena ha sido desposeída del gobierno en beneficio de los mestizos y de los aventureros norteamericanos». Y en efecto, cuatro años después de la publicación de su libro sobre Japón, como profeta involuntario, Dupuy se vio obligado a levantar acta de la ocupación estadounidense de las Islas Filipinas. Desaparecía así lo poco que quedaba del imperio sobre el que no se ponía nunca el sol, dejando a España entera consternada por el «desastre del 98».

En opinión de Dupuy, para evitar la que hasta entonces era solo una amenaza, todos los españoles, y especialmente los políticos, deberían haber estudiado con atención «la historia y geografía de esa preciada colonia», «tan importante para el bien y el porvenir de España» (infra, p. 262) y para este fin aconsejaba las obras de cuatro autores: «Scheidnagel, Moya, Montero Vidal, Blumentritt, traducido por Ramón Jordana».88

La crítica a la dejadez en la Administración de la valiosa colonia asiática vuelve a aparecer en el prefacio del africanista Emilio Bonelli Hernando en un libro de Manuel Scheidnagel.89 En este, Bonelli indica «un lamentable desbarajuste en la organización política y administrativa de nuestras colonias, tanto de Asia y de Oceanía como de África. En ocasiones se ha confiado su dirección a un personal que ignoraba su extensión y difícilmente hubiera sabido determinar su situación sobre un mapa».90 En la administración de las colonias es necesario tener «gran fe en el porvenir y esperanza en el engrandecimiento de la patria» y, según Bonelli, justo estas eran las virtudes de Scheidnagel: