Noche que te vas, dame la mano

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Aus der Reihe: Candaya Narrativa #48
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–Muy buen trabajo. Muy bueno. ¿Cómo has conseguido todas estas cosas?

Ella mira al crucificado. No sabe si la imagen ofrece consuelo o pena. Se sorprende de no encontrar la diferencia entre ambas.

–En Internet –contesta al fin–. He buscado en muchas páginas.

–En esa Internet se puede encontrar de todo, ¿verdad?

–Sí.

–¿Cómo es?

–Perdón, hermana superiora. ¿Cómo es qué?

–Internet. Ese sitio donde igual se puede conseguir dinero enseñando tu cuerpo que encontrar un estudio sobre –calla y mira las notas–, sobre la ricina. Ya tengo una edad. Para mí, los estudios sobre las toxinas están en las bibliotecas y el pecado se encuentra en los burdeles. Que exista un mundo que no podemos tocar donde todo se mezcle tiene algo de perverso, algo maligno. El Señor nos provee a través de ese mundo, luego no me cabe duda de que es parte de su plan. Sin embargo, cuando me lo explicaron, no fui capaz de alcanzar a entenderlo. Menos mal que tú llegaste. Tú has crecido con ese nuevo mundo. ¿Cómo es?

–Es… No sé. Son pantallas en el ordenador. Como si las calles, las casas, las tiendas, las personas, el sexo, la vida entera, todo hubiera sido atrapado dentro de un cristal. Puedes pasear por las ciudades; puedes ver los monumentos; ojear los libros de las bibliotecas; hablar con los demás; puedes pecar con ellos, aunque sin olerlos, ni saborearlos, sin mancharte. Es como… Es… Como si a tu cuerpo solo le hubieran dejado el sentido de la vista y el oído. Puedes ver y escuchar, pero no puedes oler, ni saborear ni tocar.

La hermana superiora la mira durante unos minutos.

–Es vivir con los sentidos de largo alcance.

–Sí.

–En una pantalla de ordenador.

–Sí.

–Hace unos años, una persona vino para hacer unas fotografías del monasterio. Venía con permiso de la Orden. Dijo que era para ponerlas en una página web. Fue la primera vez que escuché hablar de esto de Internet. Luego me enteré que incluso se podía obtener dinero de eso. Imagino que soy demasiado vieja. O demasiado cuerda.

La hermana superiora saca unas pastillas del cajón y se las alarga. Sus manos son huesudas. Ella observa que tiene el mismo defecto que su madre en el dedo anular, una especie de dureza en la segunda falange.

–¿Cómo van las voces y las visiones? No debes preocuparte, todas nuestras oraciones te protegen.

Ella tuerce el rostro hacia la ventana tapiada. Fuera, la gente debe de estar encerrada en las oficinas, en las fábricas, en los colegios, en camiones, en los supermercados. En realidad, se le ocurre, la gente vive en su propia clausura y les tocan el hombro cada ocho horas.

–¿Vuelves a escucharlas?

–No, hermana, no es eso. ¿Le puedo decir algo?

–Claro.

–Hermana, estoy segura de que alguien sabe lo que estoy haciendo. Me han estado tocando las cosas del baúl. Alguien tiene las llaves. Ayer… Estoy segura de que alguien me había tocado los…, bueno, las herramientas.

–Eso no puede ser. Solo hay dos llaves. Una la tengo bien guardada y la otra es la que tienes tú. Es imposible. ¿Estás segura de eso? Es una cuestión muy grave.

–Sí. Creo que sí.

–¿Sí o crees que sí?

–Creo estar segura de que sí.

–Es imposible. Debes tomarte la medicación, por favor. No hay voces, ni nadie sabe nada. Hay que saber diferenciar dónde se encuentra Satanás y dónde se encuentra la química.

–Pero, hermana, siempre dejo… Y usted misma cree que nos están envenenando.

–Basta, por favor. Yo no creo nada –La hermana superiora suspira profundamente varias veces. Mira una pared. Se santigua–. Lo estás haciendo muy bien, pero hay que seguir esforzándose. Un poco más. Es una tarea ingrata, sin embargo, el Señor no elije al azar. Eres montepulciana, él sabe que puedes resistirlo. A partir de ahora, tienes permiso para conectarte desde completas hasta laudes, o incluso más si hay gente. Duerme hasta tercia, tómate la medicación, reza, no te preocupes por nada más.

–¿Cuánto tiempo más, hermana? Me siento muy cansada. Me duermo por el día, no puedo concentrarme en las tareas. A veces siento como debilidad y no puedo ni levantar los brazos. Está siendo muy difícil.

–Lo sé. Sé que es una prueba que muy pocas personas podrían aguantar. Vamos a hacer una cosa: en lugar de todas las noches, descansa una noche y haz la tarea la siguiente. Una de cada dos. No sé cuánto tiempo. Ahora mismo, solo puedo decirte que eres la persona que mantiene esta comunidad. Estoy en tratos con el arzobispo, pero, hasta que no se aclaren unas cosas, todas dependemos de ti. A veces, las mezquindades del mundo enturbian la visión de Dios. Somos la últimas montepulcianas de España. Si desaparecemos, la Orden desaparecerá del país y este convento pasará al arzobispado. Debemos ganar algo de tiempo. Y solo tú puedes dárnoslo con ese invento de Internet. Hay que mantener esta comunidad con vida. Es nuestro deber. Es el deseo de santa Inés. El deseo de nuestro señor Jesucristo. Tómate la medicación, descansa si lo necesitas. Sé que no nos vas a fallar. No solo eres montepulciana, eres de mi sangre.

La madre superiora entonces se levanta, le toca el hombro, regresa el silencio. Ella se santigua. La madre superiora le da unos botes envueltos en trapos. Ella los guarda dentro del hábito y sale de la habitación.

El Señor, cree, no se cansa nunca de poner a prueba a sus leales. Él tampoco ve la diferencia, se dice, él tampoco sabe si les ofrece consuelos o penas.

Hace un rato que sonaron maitines. Fuera, en la calle, los coches pasan cada vez más espaciados. Se pueden escuchar las conversaciones de la gente. Las montepulcianas ya se han acostado. Ella bloquea la puerta con la silla. Retira sin hacer ruido el baúl de la pared antes de abrir el candado. El papel está caído en el suelo.

No son las voces, no es su cabeza, no es la enfermedad. Alguien ha abierto el baúl. Piensa que una hermana sabe lo que hace, o que es la propia superiora para comprobar que cumple sus mandatos.

Revisa su contenido, pero todo parece estar tal como lo había dejado la vez anterior: el ordenador dentro de su funda, los consoladores alineados. Los comprueba uno por uno. Ruido de pilas.

Se pregunta si la hermana Josefa estará al tanto de su forma de ayudar a la comunidad. Se levanta, se santigua delante del crucifijo.

Enciende el ordenador. Esas horas son las más ansiosas, cuando más gente se conecta, cuando más dinero se hace. Comprueba la cámara web. Prepara los dildos, los embadurna de lubricante, se aplica también en la vagina. La siente irritada. Le escuece al ir al baño. Se conecta. El mundo entra por ventanas que se abren ininterrumpidamente. Contesta a algunas.

Comienza el ritual.

Va poco a poco. Cada día cambia los gestos y los movimientos. Deja que se regocijen con su hábito. Se muestra con calma. Al terminar, desnuda, chupa uno de los consoladores. Ahora es cuando las ventanas se disparan con más velocidad.

Se acerca al computador. Lee algunas notas, las va contestando lentamente. Los minutos son dinero. Todos deben creer que son los únicos que están allí. De repente, aparece. Saluda con cariño. Pregunta por su día. Ella se aleja del ordenador de forma brusca. Se vuelca el reposapiés que le hace las veces de banqueta.

Y entonces siente que la desnudez está más desnuda, que los vibradores son más grandes, que su vagina escuece más. Es como si se viera en un espejo: ridícula, bailando sin música, fornicando sin un hombre, viviendo sin una vida. Le perfora una profunda vergüenza. Desea apagar el ordenador, vestirse, meterse en la cama, cubrirse la cabeza con la esterilla de esparto.

Pero la superiora ha ordenado que hay que continuar y ella es montepulciana. Sabe cómo hacerlo. Se da la vuelta, pone el culo en pompa a la cámara y mientras se introduce un dildo con una mano, con la otra se seca los ojos vidriosos.

Piensa en Adrián. Piensa también, aunque no quiere pensar, en el bebé.

La vagina escuece.

Piensa que, en realidad, no lloraba tanto, que era precioso cuando se despertaba y sonreía, piensa que tendría los ojos azules, o verdes. Piensa que era bonito escuchar su risa cuando Adrián le mordía los pies y ella miraba por la ventana. Piensa en Adrián, con su camiseta negra y el olor a disolvente en las manos, cantando al bebé una canción de Los Suaves.

La recuerda perfectamente. Adrián la cantaba, el niño reía. Ella miraba por la ventana.

El consolador entra y sale, monótono. La canta entre dientes.

Cien años de soledad,

diez mil noches sin final,

un espejo sin cristal,

las trampas de la verdad.

Un revólver en la sien,

sangre una vez al mes,

esto es lo que vas a ver

si te atreves a nacer.

Una canción triste, una canción que sabía lo que ella haría. Una canción que las voces conocían. Piensa que Adrián hubiera sido un buen padre, un padre desconsolado, pero un buen padre.

Ya no llora. Saca el dildo. Se aproxima a la cámara.

Bank_33 sigue allí. Lo siento, dice él y se desconecta.

Otra ventana le pide que ahora se meta dos cacharros.

Es verdad, encontramos barro, vimos muchos muertos, de los nuestros, y de los que les hicimos a ellos, y pasamos mucha hambre. También mucho frío. Pero no fuimos las putas de ningún miliciano. Ni tampoco las sirvientas. Nosotras servimos en la columna de Micaela, de Mica, como la llamábamos.

 

En otras columnas eran las mujeres las que lavaban la ropa, hacían la comida y, en los combates, como mucho, actuaban de enlaces, con los mensajes de un puesto a otro. Mica nunca permitió esas cosas en su columna, allí se lavaba y se cocinaba por turnos, y luego en la batalla se agarraba el fusil y se disparaba, si había fusil y si había munición. Micaela era argentina, había llegado desde Francia, y cuando los hombres iban con quejas de que lavar no era asunto masculino, ella les explicaba con ese acento de baile, de noche de verano, que no había tareas de hombres ni tareas de mujeres, que nada era de hombre o de mujer, todo era de personas. Nos decía más cosas también, cosas que a veces no entendíamos, aunque las sentíamos como revelaciones, como cuevas donde se iba haciendo la luz.

En la batalla disparas y no sabes si aciertas o no, el fusil te golpea el hombro, duele y te muerdes los labios para que los compañeros no te vean fallar. Las balas salen, es cuestión de suerte si encuentran carne o se pierden. Lo que pasa es que en la batalla hay mala suerte y muchas pillan carne. Una vez no fue suerte. Una vez apunté y vi cómo moría el soldado al que había disparado: cayó hacia un lado, muerto. No hay otra palabra, un muerto cae al suelo como un muerto. Nada más en el mundo cae de ese modo al suelo. Cuando terminaron los disparos, volví a mirar, el muerto seguía en el mismo lugar y en la misma postura, solo se podía ver una rodilla, el resto del cuerpo estaba oculto por unas matas. Nada cae al suelo y nada está tan quieto como un muerto.

Desde aquel momento, comencé a ofrecerme voluntaria para cocinar, para lavar la ropa, para zurcir los pantalones y los calcetines. Micaela tenía razón, las tareas son para las personas. El resto de balas que disparé no sé dónde fueron a parar.

Todas permanecen arrodilladas frente al cuerpo. Rezan en silencio. La hermana Ascensión era la cocinera. La primera consecuencia de su muerte es que se han quedado sin cenar. La hermana superiora entra en la estancia. Pasa por la espalda de las otras monjas, toca sucesivamente el hombro de cada una. Llega hasta la cabecera del féretro y se santigua. Las mira una tras otra. Su rostro es severo. Contrasta con la dulzura que la muerte ha dejado en la hermana Ascensión.

–Buenas noches, hermanas. No sabéis cuánto lamento que nos encontremos de nuevo delante de otra hermana muerta. Tantas en tan poco tiempo. Sin embargo, creo que tengo la obligación de compartiros una preocupación que me invade. Temo no equivocarme cuando pienso que todas estas hermanas no han sido llamadas por el Señor, sino que sus muertes han podido ser provocadas –se calla unos segundos. Mira a cada hermana y se agacha para besar la frente de la hermana Ascensión–. Es una inquietud que me laceraba por dentro y que hasta ahora no había querido compartir. Hermanas, es duro esto que quiero comunicaros, pero tengo la sospecha de que estamos siendo envenenadas. Y, en nuestra situación, dicho acto no puede venir sino de una persona de la congregación. Creo que tenemos alguna oveja descarriada entre nosotras.

Todas las miradas se levantan. Ella cuenta. En realidad ya solo quedan, además de la hermana superiora y ella misma, la hermana Josefa, la hermana Teresa y la hermana Virginia. Cinco hermanas. Cada una podría ocupar más de cinco celdas.

–No deseo realizar ninguna acusación. No debemos juzgar a la ligera, si no deseamos ser juzgadas del mismo modo. Si de verdad estoy en lo cierto, soy incapaz de alcanzar cómo ha sucedido el… el hecho. Pero se me han ocurrido algunas medidas que nos pueden ayudar a que no vuelva a suceder. Tal vez si las hubiéramos aplicado antes, las otras hermanas seguirían vivas. A partir de ahora, trabajaremos y rezaremos en parejas, desde que nos levantemos hasta que nos acostemos iremos de dos en dos. La hermana Teresa irá con la hermana Virginia y la hermana Josefa irá con usted –dice señalándola con un gesto de cabeza–. Eso nos ayudará a resistir las tentaciones del maligno. También, en caso de que Dios me ilumine y si lo que digo es cierto, el veneno debe encontrarse en algún lugar de esta casa. Una de nuestras tareas será encontrarlo. Además de los trabajos que cada una realizamos, ahora que la hermana Ascensión ha ido al encuentro del Creador, usted y la hermana Josefa se encargarán de la cocina. Es usted la más joven y es justo que libere de cargas al resto de hermanas –se vuelve hacia ella. La hermana Josefa asiente–. Quiero que antes de nada revisen bien los estantes de la cocina y tiren todos los alimentos. Puede que el veneno se encuentre en alguno de ellos. También deberán cocer bien todas las ollas, sartenes y resto de cosas que se emplean para cocinar. Cuézanlas al menos media hora y después las dejan con agua y lejía. Para terminar, limpien bien todos los armarios también con agua y lejía. No dejen nada, tiren todo. No quiero más riesgos. Haré un encargo de comida fresca y después la colocarán. Nadie, excepto ustedes, podrá acceder a la cocina.

La hermana superiora se santigua de nuevo.

–¿Tienen algo que decir?

Ella se pregunta si deberá seguir trabajando delante de la cámara.

–¿De verdad cree que alguna de nosotras ha sido capaz de asesinar a las hermanas? –pregunta la hermana Virginia. La hermana superiora respira hondo.

–Hermana Virginia, me hallo muy confundida. Yo solo creo en Dios nuestro señor, que es Hijo y Espíritu Santo al mismo tiempo. He ido reuniendo pruebas y datos que indican que podemos estar siendo envenenadas y, dadas las normas especiales de clausura de nuestra orden, es casi imposible que nos puedan envenenar desde fuera sin ayuda de alguien de dentro. Créame cuando le digo que son tiempos duros para las montepulcianas. Aunque hayamos renunciado al mundo, hay muchos intereses en ese mundo que hacen de nosotras un estorbo. Así que, aunque nunca lo haya compartido con ustedes, faltan dedos para enumerar los posibles beneficiados de la desaparición de esta congregación. La verdad es que lo he pensado mucho: no busco saber si alguna de nosotras hemos cometido un pecado tan ignominioso, cada cual cargará con su conciencia y rendirá cuentas ante el juicio del Altísimo, sino que busco, en caso de que sea verdad, que no se vuelva a producir o, al menos, ponerlo lo más difícil posible. ¿Algo más?

La hermana Teresa mira fijamente a la hermana superiora durante unos segundos. Ella la observa de soslayo, cree que sonríe. En realidad, ella siempre cree que la hermana Teresa sonríe.

–Hermana superiora, ¿y si en realidad Dios nuestro señor está castigándonos por todos nuestros pecados, los pecados que cometemos en este convento? Yo creo que el Señor nos está escarmentando por nuestra altivez, nuestro orgullo, nuestra lujuria…

Ella baja la cabeza. Traga saliva. De repente, siente mucho calor.

–¿Nuestra lujuria, hermana Teresa? ¿Tiene acaso problemas con el sexto mandamiento, hermana? No se preocupe por eso, en breve llegará el padre Valentín y podremos confesarnos todas. Puede ser que el Señor castigue nuestros pecados, hermana Teresa, pero, si las cosas son como digo, el brazo ejecutor es bien terrenal.

Ella ve por el rabillo del ojo cómo las miradas de la hermana superiora y de la hermana Teresa se encuentran y cómo ninguno de los rostros baja al suelo.

–Y ¿si no lo son, hermana superiora, si está usted equivocada?

–Entonces, hermana Teresa, ningún mal nos hará compartir un poco de tiempo con el resto de hermanas hasta que el Señor nos llame a su seno. ¿Alguna otra cosa?

En el silencio solo se escucha el crepitar de alguna vela y los susurros de la hermana Virginia rezando. El resto calla. La hermana superiora se santigua de nuevo y pasa por detrás de las hermanas mientras toca sus hombros.

Las hermanas se recogen antes de la llegada de la gente de la funeraria. El cuerpo será llevado y enterrado en los espacios concertados por la Orden con el cementerio. No se avisará a ningún familiar. No se hará ninguna ceremonia pública. Cuando una montepulciana jura los votos ya no existe pasado. Las dos parejas de monjas caminan juntas. Se escucha lejana la puerta metálica del viejo almacén. El coche fúnebre ha abandonado el convento.

Ella deja a la hermana Josefa en su celda. Se dirige a la suya cuando la hermana superiora aparece detrás de las sombras. La mira y camina hacia su despacho. Ella la sigue. Entran a oscuras. La hermana superiora enciende una vela, le coloca la mano sobre el hombro.

–La hermana Teresa lo sabe, hermana. Mire lo que ha dicho. Se refería a mí. Ella lo sabe.

–Por favor, no digas burradas. La hermana Teresa es vieja y su cabeza no rige bien. Desde que soy superiora vengo escuchando sus quejas sobre los pecados de esta comunidad. No debes hacerle caso, de verdad. Hoy, tal vez, no he sabido responderle con el respeto que se merece y he pecado de arrogancia, de orgullo. Pero eso es algo de mi incumbencia.

–Hermana, yo creo que lo sabe.

–No es posible –zanja la hermana superiora–. De lo que quería hablarte era precisamente de eso. Debes seguir haciéndolo. No hay otra manera. Soy consciente del esfuerzo que te va a suponer. Sabes que no te lo pediría si hubiese cualquier otra solución.

–Me siento mal, hermana. Estoy como desganada, con pocas fuerzas. Creo que es porque duermo poco.

La hermana superiora la observa. Su rostro es una sucesión de sombras. Abre el cajón, saca las pastillas. Las deja sobre la mesa.

–De acuerdo, cada dos noches. Duerme bien una noche y trabaja la otra. ¿Tomas las pastillas?

–Sí, hermana. No me salto una toma.

–Muy bien.

–¿Hasta cuándo, hermana? ¿Cuándo podré dejar de hacerlo? No aguanto más.

La hermana superiora la mira durante unos minutos que a ella se le hacen eternos. Finalmente se le acerca. Le pellizca la mejilla. La abraza. Comienza a llorar en su hombro. Ella no sabe cómo comportarse. Se queda rígida. La hermana superiora llora unos minutos, de forma sorda, ella nota la humedad de las lágrimas a través de la tela.

–Hermana, lo disfruto. No puedo evitarlo. Me gusta. Pienso en Adrián, recuerdo el sexo con él. Rezo y ya no me sirve. Le rezo a Cristo, pienso en su calvario, en su martirio, pero no puedo. Soy débil. Y ¿si la hermana Teresa tiene razón?, y ¿si estamos pagando mi lujuria?

La hermana superiora se separa, la mira sujetándola por los hombros. A pesar de la luz escasa, ella distingue su cara congestionada. La hermana superiora se sorbe los mocos. Una montepulciana no lleva pañuelo. Se le quiebran los labios, vuelve a llorar. Vuelve a abrazarse a ella.

–Mi sobrinita –gime la superiora–, mi sobrinita pequeña, mi chiquitina, mi niña. Lo siento, lo siento.

Enciende el ordenador.

La luz verde del chat se enciende. La ventana brota de inmediato. Cómo estás, pregunta. Ella sonríe. Lo imagina joven, piensa que debe de ir a la universidad, que tendrá la voz profunda y tal vez lleve gafas, que le gustarán las matemáticas y las canciones antiguas de los sesenta. Bien, responde ella.

No me conecto desde aquel día, aparece de pronto en la ventana. Ella tensa los labios. No quiere responder nada. Busca uno de esos iconos que mandan una sonrisa o sacan la lengua, despliega el menú. Ninguno le parece adecuado. Hay uno que levanta las cejas y otro que hace una burla.

¿Te sirvió lo que te envié?, quiere saber él.

Mucho. Muchas gracias de verdad.

Si no es indiscreción, aparece en la ventana, ¿para qué lo necesitabas?

Ella duda un instante. Lee la frase varias veces. No sabe qué responder. Se levanta, piensa que sería bueno poder conectar la cámara web para ver su rostro, para poder intuir si debe confiar en él. Respira hondo. Se santigua.

Soy monja, escribe. De verdad. Vivo en un convento.

Puntos suspensivos en la ventana. ¿Sí?, escribe él. No me lo puedo creer, pensaba que era un montaje, un decorado.

Es verdad, teclea ella.

¿Y cómo…? Bueno, ya sabes, ¿por qué…? No entiendo.

Mi congregación necesita dinero.

Pero yo creía que las monjas hacían dulces, pasteles. Ese tipo de cosas. Había escuchado unas que arreglaban ordenadores, nunca creí…

Esto, teclea ella, es especial y secreto. La congregación necesita mucho dinero.

Puntos suspensivos en la ventana.

Lo del veneno que te pregunté, cuenta ella, es porque aquí están muriendo las monjas. Llevamos tres muertas en solo dos meses. Eran viejas, pero no es normal. Y la hermana superiora cree que alguien las está envenenando.

 

Las teclas suenan sueltas, sin ritmo.

¿Por qué alguien querría envenenar a unas monjas?

No lo sé. Somos una congregación de clausura. No tenemos contacto con el exterior.

Me conecté contigo la primera vez porque ponía en la web que eras de mi ciudad. ¿Dónde queda el convento?

Pues… No sé si debo… Estamos en la ciudad que dice la página web.

Durante unos segundos la ventana permanece quieta.

Comprendo, dice por fin Bank_33. Después de varios instantes enmudecida, sale él en la ventana otra vez. Igual, si creéis que os pueden estar envenenando, podéis acudir a la prensa. Sería una noticia muy morbosa. Yo tengo algunos amigos en los diarios locales.

No sé, debería consultarlo. No puedo…

Pregúntalo y, si os parece, nos conectamos y me dices.

Muchas gracias, teclea ella.

De nuevo, la ventana queda muda unos segundos.

Mira esto, Bank_33 envía un link, es una canción de Los Suaves.

Abre la ventana. No se atreve a darle volumen al ordenador, tampoco tiene auriculares. Ve las imágenes del grupo tocando.

Se llama Palabras para Julia, ¿la conoces?

La canción le suena. Está segura de que Adrián se la había cantado alguna vez a ella, o al bebé, pero no consigue acordarse. Recuerda su voz grave, desafinada. Se recuerda también agarrada a la cintura de Adrián al oscurecer, acompañando la inercia de la moto cuando adelantaban a los coches en la subida del alto de La Muela. Luego se metían por caminos sin asfaltar, entre aerogeneradores, esqueletos de urbanizaciones inacabadas y campos de alfalfa. Se quitaban el casco y dejaban que la brisa de la noche recién estrenada les alborotara el pelo. Ella pegaba su mejilla a la espalda de él, quería quedarse siempre así. El viento, la espalda de Adrián y la sensación de dejarse una misma atrás.

Aparcaban en una de las partes más altas. Olía a tomillo y a hierbas de secano. Desde allí veían las luces de la ciudad. Adrián le cantaba canciones de Los Suaves al oído. Se imaginaba que todo el mundo era oscuridad y las luces eran agujeros que deseaban engullirlo. Adrián la abrazaba por la espalda, le acariciaba el pelo, le besaba el cuello, le tatareaba que para no ver más a la muerte, él se quisiera morir, y que para dejar de quererla, con ella quería vivir. La noche se muere. Esa canción la recuerda perfectamente. Tararea el estribillo. La noche se muere. Y ella pensaba que eran todas esas luces quienes la asesinaban, que la electricidad había robado el derecho a morir cada día, que el pecho de Adrián era negro, que sus camisetas eran negras, que las canciones de Los Suaves eran negras y que las luces iban a matarlas. Y es que vivir, le seguía cantando Adrián, no lo consigo ni contigo ni sin ti. Ella encaraba a Adrián. Lo besaba con fuerza. Le quitaba todas las canciones tristes de los labios, las sustituía por saliva. Hacían el amor, las luces asesinas en el valle. Llévame a la oscuridad, le pedía ella, la boca abierta de Adrián, los suspiros. Cuando se iban a correr pegaban sus rostros, se miraban a los ojos y ella sabía que las canciones de Los Suaves se habían ido de sus labios para refugiarse en sus pupilas. Pupilas también negras.

La noche se muere. Esa canción puede recordarla, pero no se acuerda de esa otra que envía palabras para Julia.

No puedo escucharla. ¿Qué dice la canción?

Es una poesía, responde Bank_33, de un poeta que se llama José Agustín Goytisolo. Dice que no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable. Te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido. Entonces siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti como ahora pienso. Esto es el estribillo. Luego sigue. La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor. Un hombre solo, una mujer, así tomados, de uno en uno, son como polvo, no son nada. Bueno, sigue un poco más, pero ya se repiten muchas estrofas. A mí me gusta mucho.

Ella se queda con los dedos a unos milímetros del teclado.

Adrián no había querido estudiar, trabajaba con su padre colocando ventanas de aluminio en la obra. A los padres de ella no les gustó cuando lo llevó a cenar por primera vez. Querían conocer al padre de su nieto. Él acudió elegante para lo que acostumbraba, con unos pantalones vaqueros y una americana negra que ella nunca le había visto. Trabajo en la empresa familiar, dijo cuando le preguntaron. Aquello satisfizo más a su padre. Le comenzaron a tomar mucho más cariño cuando el bebé nació. Acompañó a su madre a elegir el carro y la cuna. Sus padres se negaron cuando él dijo que había mirado un piso para alquilar e irse los tres a vivir, aunque les gustó la iniciativa. Os podéis quedar aquí, en la planta superior hasta que mi hija termine el bachillerato, dijo su padre. Adrián tomaba el bebé en brazos durante horas, cuando ella solo podía mirar por la ventana, lo mecía, le traía juguetes de peluche, le cantaba mientras se dormía.

Canciones de Los Suaves.

No sé otras, respondió con dulzura cuando ella le chilló si no podía cambiar de disco, que ya aburría.

Aprende de Adrián, le dijo su madre una mañana al tiempo que cambiaba el pañal del bebé, al menos trabaja y quiere al bebé, tú solo sabes estar ahí, como un pasmarote. ¿Qué ves en esa ventana?

Fue la primera vez que escuchó las voces. Te ha quitado la juventud, te ha quitado al niño, te va a quitar a tus padres, le decían desde más allá del vidrio, ¿acaso eres tan tonta que no eres capaz de verlo?

Palabras para Julia. No la recuerda.

Sonríe.

Es bonita, teclea ella por fin, ¿por qué ya no te conectas?

Los muebles son viejos pero sólidos. El barniz se ha desprendido, aunque las bisagras cierran todas las puertas. Abajo se encuentran las ollas, las sartenes y el resto de utensilios de cocina. En los muebles de arriba, la comida. Ella está contenta de que le haya tocado con la hermana Josefa. No sabe si hubiera podido aguantar el aliento de la hermana Teresa todo el día.

Revisan la comida. Ella la va sacando de los armarios y la hermana Josefa va tachando de una lista lo que aparece. En realidad, solo hay harina, sémola y grandes latas de verduras y legumbres. Introducen todo en una bolsa de basura.

Retiran también los utensilios de cocina, los meten en una gran olla –que se empleaba para hacer los potajes cuando el convento tenía casi cincuenta hermanas– y los cuecen durante treinta minutos.

La hermana Josefa está débil, puede observar cómo suda, le cuesta sujetar las ollas más pesadas: debe emplear ambas manos, apoyarlas en sus caderas. Antes había trabajado en la lavandería. Eso sería suficiente para tumbar a cualquier otra anciana de su edad, pero las montepulcianas no saben envejecer. Ella la toma del brazo. La lleva a un taburete y la sienta. Sonríe. La hermana Josefa asiente con la cabeza. Toma aire. Mientras se esterilizan los utensilios de cocina, ella saca un barreño, lo llena de agua, añade una botella de lejía. Limpia los muebles por dentro con una bayeta. Frota bien en las esquinas. La concentración de cloro es tan fuerte que le escuecen los ojos, de vez en cuando le viene una tos seca que le irrita la garganta.

El único sonido son las burbujas del agua explotando y el gas quemándose.

La hermana Josefa se ha levantado, ha tomado otra bayeta y se agacha a limpiar los armarios de la parte de abajo. Ella deja lo que está haciendo, la vuelve a tomar del brazo, con algo más de determinación, y la sienta de nuevo en el taburete. Simula poner cara de enfado, le señala con un dedo el sitio. Ambas parecen mimos de una película de cine mudo. Ella se percata del hecho y le sale otra sonrisa. La hermana Josefa se la devuelve. Le sujeta la mano mientras se miran fijamente. Ella sonríe y asiente. Vuelve a limpiar los armarios.

Fuera de la cocina, en cajas de cartón, espera la comida nueva que han traído esta mañana en una furgoneta de reparto.

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