Noche que te vas, dame la mano

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Из серии: Candaya Narrativa #48
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–Y ¿por qué no nos vamos? Solo quedamos seis hermanas. Este edificio es muy grande.

–Este edificio es de la congregación. El único que queda en el país. Si lo abandonamos, las Hijas Dolientes de Santa Inés de Montepulciano desaparecerán. Nos realojarán en otros conventos y la Orden se dará por acabada. Hace setecientos años, san Raimundo hizo de nosotras la única orden independiente de la jerarquía en ciertas decisiones. Lo consiguió a cambio del compromiso de nuestra entrega y del pago de un diezmo. Hacía siglos que la Iglesia no reclamaba ese diezmo, aunque ahora que les desaparece el caudal de dinero del Estado, reclaman lo que por derecho les corresponde. Y nosotras tenemos que dárselo. Seremos pocas, pero tenemos una misión que cumplir y la seguiremos cumpliendo hasta que el Señor nos llame. De toda la dureza de nuestra existencia, tú has sido señalada por el Altísimo para realizar la más peligrosa misión, el más alto sacrificio: tú debes pelear con Satanás en su propio terreno por el bien de esta congregación.

Ella mira a Jesús. Él también tenía una misión, piensa. Coloca el crucifijo en la mesa, se arrodilla otra vez frente a él y reza un padrenuestro. La superiora se coloca a su lado y la acompaña en el rezo. Cuando terminan, le acaricia la cara.

Le escupían mientras cargaba la cruz, recuerda, se mofaron de su nombre.

–Podrás hacerlo, la gracia divina está en ti. Has sufrido mucho, pero tu alma es fuerte. Reza cuanto necesites. Yo rezaré contigo, las hermanas rezarán por ti. Que nuestras oraciones también intercedan por nosotras.

Ella recoge las pastillas. La superiora besa el crucifijo, se sienta de nuevo y le señala a ella otra silla que todavía no ha sido empleada. Con un gesto de duda, ella toma asiento.

–Hay otra cosa. La hermana Fe. Y la hermana Antonia, y la hermana Sofía… Creo que han sido envenenadas.

Ella levanta el rostro de golpe. No dice nada.

–Todas aparecieron como hinchadas y algo amoratadas. Cuando era enfermera vi muchos cadáveres y los cadáveres suelen ser pálidos, nunca como los de las hermanas.

–Pero ¿Cómo? ¿Qué…?

–No lo sé. Solo sé que necesitamos ayuda. Y la única que tiene contacto con el exterior eres tú. Conoces de sobra la regla de san Raimundo: el mundo fuera, Dios dentro. Necesito que confirmes lo que te acabo de decir. Consúltalo en la Internet esa, o pregúntale por el ordenador a algún amigo que tuvieras. Eres la única que sabe qué mundo existe ahora ahí fuera. Yo tengo setenta años y soy de las más jóvenes. Necesitamos saber qué está sucediendo.

–¿No pudieron morir simplemente por la edad?

–Sí, claro, ¿por qué no? Pero ya te lo he dicho, he visto muchas montepulcianas muertas. Y ninguna estaba tan hinchada ni tan violácea. Puedo ser anciana, y no saber cuántos países existen en la Europa de la actualidad, sin embargo, no soy tan ingenua como para no darme cuenta de que algo sucede. El obispado nos retira la subvención, pide a la Orden un dinero que hace doscientos años que no pagábamos. Ahí fuera, el Señor tiene problemas para velar por nosotras, así que nos tocará cuidarnos bien. Han muerto tres hermanas en el mismo mes. Puede que no sea más que la voluntad del Señor; pero si no es así, soy la superiora, la responsable de cuidar de todas vosotras. Las montepulcianas no sabemos rezar solamente, también sabemos hacer otras muchas cosas. ¿Has entendido lo que debes hacer?

Ella asiente. La superiora se levanta y rodea la mesa.

–Tía…

–Soy la hermana superiora. Cuando hiciste los votos…

–¿Cómo están mis padres? ¿Me escriben?

La superiora se detiene un instante. La mira. Hace ya dos años desde que ella ingresó.

–No, no escriben. Aunque te han perdonado, seguro. Todos te han perdonado. Dios te ha perdonado.

Pone la mano sobre el hombro de ella. Regresa el silencio. Antes de salir piensa en el crucificado. Piensa que lleva dos mil años colgando de una pared y nadie lo ha bajado todavía de la cruz. Se pregunta cuál de los tres clavos le dolería más.

Saca la ropa esponjosa de la secadora. Está caliente, acogedora. Le gusta enterrar el rostro en las prendas. Al contrario que sus hábitos ásperos, el suavizante huele bien. Le regresa a la ropa que sacaba de su armario, la ropa que Aga, la asistenta polaca, dejaba doblada en sus cajones. Le gustaba Aga –en realidad se llamaba Agnieska–, porque nunca revolvía sus cosas, se limitaba a dejar la ropa limpia en su lugar y no ordenaba ni la guitarra ni los cedés ni apagaba el ordenador. Se volcó con ella cuando regresó de la cárcel. La cuidó los quince días que tardaron en formalizar su ingreso en las montepulcianas. Su madre no quiso verla más. Únicamente apareció su padre para decirle que se iba al convento con la tía Isabel. Lo había arreglado con unos amigos. Era aquello o continuar en la cárcel, y le explicó que él no iba a consentir que nadie de su familia estuviese en la cárcel. Era una cuestión de honra. Ella le preguntó por mamá antes de que saliese de la habitación. Siempre había un policía vigilando la casa para que no escapase, aunque ella no hubiera tenido fuerzas. Tu madre, le contestó, ya no es tú mamá. No puedes pedir lo que no has sabido ser, añadió. Durante aquellos quince días, interminables, infinitos, solo vio a Aga. La asistenta le traía la comida, la asistenta le daba la medicación y la metía en la cama, la asistenta le impedía ver la televisión. Una noche la abrazó y le dijo algo en polaco. Ella preguntó qué significaba y la asistenta dijo que ‘pobre niña de alma rota’.

La última vez que estuvieron juntas, Aga le dijo que iba a cumplir el más bonito de los cometidos. Lo dijo con su acento seco. Sin embargo, no podía disimular los esfuerzos que le costaba retener las lágrimas.

Siente los pasos detrás de ella pero no retira el rostro de las camisetas. Aga está entre aquellos tejidos desgastados, mirándola con ternura, diciéndole que no es una asesina, que solo está enferma, que tiene el alma rota y Dios se la curará. A su lado otro hábito comienza a rozarse con el aire. Josefa está doblando las camisetas sobre la tabla, la observa durante un segundo, deja la ropa, se acerca y la toma de las manos. Le sonríe. Cuando Josefa vuelve a doblar las camisetas, ella tiene un pequeño papel doblado en las manos. Durante unos segundos parece no saber qué es, pero enseguida lo guarda y comienza de nuevo a extraer la ropa de las secadoras.

Dolía el color del cielo, dolían los gritos del pueblo, dolían los besos de los mozos, dolía ser tan felices, dolía ser tan libres. Toda la semana anterior había estado lloviendo y creímos que haríamos el viaje en medio del aguacero, pero el día antes de marchar hacia el frente salió el sol. Nosotras lo tomamos como un buen presagio, como la prueba de que la fortuna caminaba a nuestro lado. Recuerdo que cuando se lo dije a mi padre, al despedirnos, me dijo que para morir lo mismo daba hacerlo secas que mojadas.

Mis padres siempre fueron inteligentes y de la República, por eso se fueron de los primeros, de los que salieron la noche que el ejército del Ebro se vino abajo. No esperaron a las colas de los que huyeron con los aviones ametrallando los caminos. Ellos escaparon con calma, saboreando la tierra que dejaban atrás, dándole el pésame. Eran de la República pero no entendieron que fuera al frente. Tal vez entendieron que me afiliara al sindicato, tal vez entendieron que me pusiera en la fábrica de mantas, aunque no quisieron entender que su hija, cuando vinieron a reclutar combatientes para el frente, se presentara voluntaria en una columna del POUM.

Yo les dije que si la mujer era igual al hombre en derechos, bien debía serlo en obligaciones, y defender al pueblo era una obligación. Mi madre comenzó a llorar. Podía llorar en silencio, sin dejar de limpiar la verdura o de coser la ropa, había aprendido cómo hacer para que las lágrimas no le estorbasen. Cortó las judías, prendió el fuego y las puso a cocer. Solo entonces me dijo que la vida no entendía de revoluciones, que todo tenía su proceso, que para hacerse bien, el futuro debía ser lento y meditado. Y me abrazó. Mi padre siguió leyendo, inclinado sobre la mesa, con su vieja lupa. Siempre leía mientras mi madre cocinaba. Al cabo cerró el diario, me miró y me dijo que seríamos las putas de los soldados. Se asomó a la ventana. En la guerra no puede existir la igualdad, dijo mirando a la calle, en la guerra hay hambre, muertos y barro.

Piensa en alguna de sus compañeras del instituto o en sus amigas del club de tenis. Sin embargo, no consigue recordar ninguno de sus mails, además, tampoco sabe qué decirles, cómo presentarse. Ellas querrían saber, preguntarían. Después de aquella mañana, nunca regresó a las clases. No se despidió de nadie. No encontró el valor para andar explicando nada.

El rostro de Elena, el rostro de Jeni. Y luego, uno detrás de otro, más rostros a los que no desea poner nombre. Rostros que ríen al borde de la piscina, rostros que pasan un cigarrillo a escondidas en el recreo, rostros que disimulan forzados cuando ella sube en la moto de Adrián y lo agarra por la cintura, rostros a medio camino entre la pena y el gozo cuando le tocan el vientre hinchado por el embarazo.

Abre el ordenador y lo conecta. Mientras arranca el sistema, coloca la cámara web.

Aparte de esos rostros, no es capaz de encontrar a nadie a quien pueda acudir. Teclea la contraseña de entrada. Antes de aquella mañana siempre había algo que hacer: el cine, pasear por el parque con Adrián, ir en moto por la autopista, la piscina en verano, las terrazas, las clases de danza, las clases de piano, los botellones, la discoteca. Cada comienzo de curso su madre le compraba una agenda. Le explicaba que así no se olvidaría de nada. El primer día de clase también las monjas les daban otra agenda con el anagrama del colegio en la portada y frases de santos en cada página. Ella comenzaba apuntando en ambas el horario de las clases, las tareas extraescolares y los cumpleaños de las conocidas, sin embargo, al pasar unas semanas, dejaba de hacerlo. Las agendas quedaban apartadas en la estantería, entre los tomos de la enciclopedia, hasta que al final de curso las arrojaba al contenedor de papel reciclado.

 

Ahora, desde su celda, piensa que, a pesar de todas esas citas registradas en los mensajes del teléfono móvil o en el chat, su vida había pasado como las páginas de esas agendas: espacios en blanco entre horas que no tienen sentido, que no registran tiempo alguno. Y había terminado en el mismo sitio.

Siente que el mundo que había tenido fuera era todavía más angosto y silencioso que el que dispone dentro del convento.

El ordenador apenas hace ruido. A primera hora no hay muchas conexiones. Al tiempo que espera, abre un buscador, mete la palabra veneno y le sale un artículo de la Wikipedia, enlaces a páginas de cantantes, e incluso un blog que se llama Suicidio: tú eliges el día de tu muerte. En él te explican paso a paso cómo diseñar y ejecutar tu plan. Descubre que, si tomas demasiada dosis de veneno, puedes llegar a vomitar y no sirve de nada, sería como un lavado de estómago, aclara uno de los comentarios. También lee que en los días previos al suicidio es cuando hay que mostrarse más alegre para que nadie sospeche nada. Al final de la primera página de entradas, aparece una monografía sobre tipos de fármacos que se pueden emplear como veneno. Lo lee con detenimiento. Es un listado de sustancias químicas procedentes de plantas que podrían resultar tóxicas, desconoce la mayor parte de los términos. Baja la pantalla un poco, cruza los tres pasos que la separan del muro pintado de blanco. La celda no tiene ventana alguna. Pone la oreja en el muro y se pregunta a dónde da aquella pared. Por un instante, se le ocurre que, si hiciera un agujero, tal vez podría ver la calle, o tal vez sacase la cabeza en otra celda vacía –con una manta montepulciana sobre una cama de muelles metálicos–, o en la celda de alguna hermana.

Saca los vibradores, los unta con el lubricante, los deja alineados sobre la cama. Respira profundo. Piensa que no sabe nada sobre venenos, que no tiene a nadie que le pueda ayudar, que al otro lado del ordenador su mundo se compone de penes tiesos, ansiosos: penes duros que teme que un día comiencen a golpear la pantalla y se abalancen sobre ella. Al ir a conectar la sesión se detiene un instante, cambia la expresión de su rostro por una sonrisa. A Adrián no le gustaba que estuviese seria cuando hacían el amor.

A los penes duros, se dice, no les gustan las chicas tristes.

Las ventanas comienzan a desplegarse: «Oy traigo l polla tiesa, monjita», dice una. «Vms, enseñam el xoxito», dice otra. Una tercera quiere que se meta el cacharro hasta el mango. Dejan de salir más ventanas. Las va contestando poco a poco, la sonrisa puesta. De repente, sale Bank_33: «Hola, ¿que tal?», pregunta, «Cómo has pasado el día?».

Deja de forzar la sonrisa. Le sale sola. «Muy bien», responde, «Y tú?»

Termina la oración persignándose tres veces, se apoya en el suelo de la celda para ser capaz de levantarse. Después de la oración de completas las rodillas parecen quedarse dobladas para siempre. Coloca la esterilla de esparto a los pies de la cama. Saca el ordenador del arcón. Lo enciende. Se levanta y camina hasta el otro extremo de la habitación y se queda bajo la imagen de Cristo y su corazón sangrante. Desde allí observa durante unos minutos la pantalla del portátil pidiendo la contraseña.

Se acerca con pasos vacilantes, teclea la mitad de la contraseña y se vuelve a incorporar, regresa al otro extremo de la celda. Se lleva una mano a la boca.

Le había pedido ayuda a Bank_33 en un arrebato a mitad de camino entre la desesperación y la ternura. No le quedaba ninguna persona fuera que desease volver a verla y, por otro lado, le llenaban de afecto las formas educadas, casi tímidas, con las que Bank_33 aparecía y se despedía. Mientras estaba conectado no solicitaba ninguna postura, ni le mandaba mensajes libidinosos. Permanecía callado, al otro lado de la cámara, tal vez observando.

En la última sesión, cuando él anunció que se desconectaba, ella dejó la imagen suspendida, se acercó al ordenador y le preguntó si le podía ayudar. La respuesta tardó en llegar. Sí, decía. Entonces, ella le preguntó si podía enterarse de qué veneno producía los siguiente síntomas al morir: amoratamiento e hinchazón del cuerpo, rigidez de los miembros. ¿Estás de broma?, le preguntó Bank_33. No, dijo ella, es importante, por favor. Está bien, dijo la ventana, dame unos días.

Se pregunta si le habrá contestado con el mismo sentimiento que tenía cuando los chicos la miraban tímidos desde el otro lado de la barra, con el mismo sentimiento que tenía la primera vez que Adrián la desnudó.

Busca una oración, un salmo, y Adrián es lo único que le viene a la cabeza. Un Adrián en el Posturas con un vaso en cada mano, invitándola a tomar algo; un Adrián jugando a los bolos con una de sus camisetas de Los Suaves. A Adrián le encantaban Los Suaves. Eran su grupo favorito, los escuchaba a todas horas. Cuando ella le preguntaba por qué componían esas canciones tan tristes, él apenas sonreía y le cantaba al oído la canción que sonaba, y ella sentía que su voz se le metía por las venas, que los golpes de guitarra eran latidos de corazones lejanos en días de lluvia, que los brazos de Adrián se le injertaban en la carne, que el ritmo de la batería y el bajo eran algún tipo de oración nupcial que solo ellos dos sabían pronunciar.

Y la canción ya no era triste. Las canciones narraban todo lo que les sucedería si se separaban.

Quiere tararear alguna de esas canciones aunque es incapaz de recordarlas. Las canciones tristes se habían convertido en realidad. No quiere seguir pensando en Adrián. Adrián no existe. Las canciones tampoco. Se habían ido todas con él.

Respira hondo y teclea la contraseña completa. Entra en el correo electrónico, luego en el chat y allí está, puntual. Ahora no es Bank_33, sino Veneno77. Salta una ventana. Responde al saludo de forma escueta. Él le pregunta qué tal ha pasado el día, ella no sabe qué contestar y las ventanas quedan en silencio durante unos minutos. Aparecen unos puntos suspensivos. Bien, escribe ella. ¿Y tú?, añade luego. Lo mejor que puedo decir es que el día ya terminó, lee en la ventana. Pasan otro par de minutos. Ella no encuentra nada que decir. No sabe quién se encuentra al otro lado mirando también una pantalla. No sabe si es joven o mayor, si es hombre o mujer, si saca a pasear a sus hijos por la tarde o prepara el último examen del trimestre. Lo único que sabe de esa persona es que paga por verla masturbarse y esa certeza le aleja los dedos del teclado.

Una voz se cuela desde los muros, una voz de mujer y ladrillo, una voz que la llama ramera, que le dice putita, una voz que la condena a arder en las brasas del infierno. Se sacude la cabeza, las ventanas siguen allí, inmóviles, en silencio. Se levanta, toma la esterilla de esparto y se arrodilla delante del corazón sangrante. Comienza a orar: Credo in unum Deum, Patrem omnipoténtem. Las voces no existen, están en mi cabeza, me he tomado la medicación, se repite mentalmente. Factórem caeli et terrae. Las voces no existen, están en mi cabeza, me he tomado la medicación. Visibílium óminum et invisíbilium.

El latín la separa de todo por unos instantes y, cuando termina la oración, abre los ojos: el corazón sangrante la mira con benevolencia. Las voces ya no están. Se persigna dos veces. Señor, dame fuerzas, susurra en voz baja.

Regresa al ordenador. Una ventana nueva se encuentra abierta en el escritorio. Detrás, un hombre que ha disfrutado con ella, que ha observado su sexo atravesado por un trozo de plástico de colores. Un pecador.

Sin embargo, detrás de la ventana también está su única ayuda.

Gracias, escribe. La respuesta tarda unos instantes. De nada. Hay también un icono que muestra una carita sonriente. Sale otra ventana: Los jueves voy al cine. Ella sonríe. Los jueves tengo confesión, teclea. Aparecen unas carcajadas escritas en mayúsculas.

Le gusta que rían con ella.

Acaricia la pantalla con un dedo. ¿Te gustan Los Suaves?, escribe. Tras unos segundos contemplando el mensaje que acababa de teclear, le da a «Enviar».

Se sienta en la cama. Los muelles metálicos crujen. Mira todo en perspectiva, intenta concentrarse en los detalles. Recuerda aquellos juegos que consistían en adivinar las diferencias entre dos dibujos casi idénticos. Contempla los consoladores, la posición del ordenador. Los toma en la mano: en apariencia se encuentran como ella los dejó. Sin embargo, está casi segura de que los han tocado, de que han estado hurgando en el baúl.

Le invade la misma sensación que tenía cuando su madre registraba su habitación en busca de sus diarios, o de preservativos, bolsitas de marihuana o ropa interior diferente de la que ella le compraba. Se trataba de pequeños detalles como un trazo en una esquina, una hoja de más en un árbol. Lo mismo que ocurre en ese momento. Comprueba la separación entre la pared y el baúl, las manchas del polvo en el suelo. Su madre siempre dejaba la esquina de una camiseta doblada, o un calcetín en una posición diferente, o unos libros movidos. Luego, ella bajaba al piso de abajo, la encontraba viendo la televisión, fumando uno de esos pitillos finos o tomando un zumo antioxidante. ¿Cómo voy a registrar yo tu habitación? Hija, qué cosas tienes, le respondía, habrá sido Aga al colocar tu ropa, y seguía observando la televisión. De vez en cuando, hacía algún comentario dirigido a la pantalla como si ella también participase en la tertulia.

Recuerda a su madre arrancándole la camisa del pantalón a su padre, chillándole para que se la cambiara antes de ir al trabajo porque no pegaba con el traje; la recuerda antes de salir de viaje, apresurada en busca de una bayeta húmeda para limpiar unas motas de polvo de la tapicería mientras todos esperaban dentro del coche con el motor encendido y la puerta del garaje abriéndose; la recuerda ordenando a Aga limpiar una y otra vez las cristaleras porque no eliminaba los reflejos, arrebatando la fregona de las manos de la polaca, casi empujándola, mientras le gritaba que no sabía hacer nada, que más valía hacer las cosas que mandarlas. Recuerda a su madre frotándole las mejillas con saliva antes de salir de casa, rezando el rosario en la habitación, casi a oscuras; llorando en su fiesta de comunión porque le había caído una mancha en el traje. Recuerda a su madre diciéndole que ella no ha tocado su ropa, a su madre tirándole del pelo y escupiéndole cuando les cuenta que está embarazada, su padre separándolas, su madre jurándole que no abortará, que tendrá el hijo, que se casará, que aprenderá a ser buena madre y buena esposa. Recuerda, depués, a su madre pasando el cuchillo debajo del grifo, el agua enrojecida cayendo sobre los platos de la merienda, enjugando con toallitas húmedas la sangre de su rostro y sus brazos. Recuerda a su madre diciéndole que las voces eran el maligno que la ha poseído por sus pecados.

Examina el candado que cierra el baúl sin encontrar rastro de haber sido forzado. Revisa los lubricantes, los cuenta, no falta nada. Pasa los dedos por el borde del ordenador portátil, lo abre con cuidado. Todo parece estar en su sitio.

Huele el candado, los dildos. Desarrolló una gran habilidad detectando el olor de su madre en sus incursiones por la habitación. Era un olor a crema de manos, lechoso, floral. Crema de manos de manteca de karité en los tiradores de sus cajones, en los diccionarios movidos, en los sujetadores apartados de la cómoda. Casi puede distinguirlo en el candado y los consoladores. En absoluto parecido al olor, también a crema de manos, que dejaban los registros de su habitación en el centro psiquiátrico. Ese olor era de crema basta, a granel, crema profesional, asalariada.

Pero es incapaz de percibir nada, en un convento montepulciano no hay crema de ningún tipo. El candado huele igual que el resto de la celda, igual que huele el convento entero, igual que debe oler ella: a cera quemada, a aire encerrado durante siglos. Piensa que no se trata del olor, sino de la energía. Estudió algo en el instituto, algo acerca de que todos somos materia y energía, y esa energía es la que queda aún cuando la persona se ha ido. Las cosas están en su sitio, aparentemente de la misma forma que ella las dejó, sin embargo, la energía extraña permanece allí.

 

O no, se dice. O tal vez no existe, como dice la madre superiora que no existen las voces, tal vez debe dormir más. Se sujeta la cabeza. La sacude. Tal vez nadie ha tocado nada. Tal vez, piensa, es simplemente su cabeza. Echa una ojeada de nuevo al baúl. Intenta recordar cómo dejó todo la última vez. Le cuesta concentrarse. Camina hasta la pared de enfrente. Levanta la vista hacia el crucifijo. Se santigua.

No logra encontrar la diferencia entre las dos viñetas. Aunque, en ocasiones, tampoco era capaz de localizar las últimas diferencias de las imágenes del periódico. Y eso no significaba que no existieran.

La puerta del despacho de la hermana superiora es de madera clara. Distinta del color oscuro del resto de puertas. Le recuerda el color de la mesa de estudio que tenía en su habitación.

La hermana superiora coloca un marcapáginas en el libro que estaba ojeando, se quita las gafas y las deja sobre la mesa. Son unas gafas viejas, de metal, con óxido en algunas de sus partes. Una de las patillas está sujeta con esparadrapo. Cuando ella alcanza el otro lado del escritorio, se levanta y le toca el hombro. Sonríe.

–Siéntate si te apetece. Un segundo, por favor.

Continúa leyendo unos instantes más.

–¿Te van bien las cosas?

Ella asiente.

–Sí, hermana, pero se hace muy duro.

–¿Rezas mientras…? Bueno, mientras cumples con la tarea.

–Sí, hermana.

–El Señor, sin duda, está muy contento contigo. El Señor prueba a sus fieles. Él sabe de tu sacrificio, él sabe de esta demostración de amor que estás haciendo. ¿Hay algo que me puedas decir de lo que hablamos en la ocasión anterior?

–¿Del veneno?

La hermana superiora desvía el rostro hacia la pared, coge las gafas y las mueve en sus dedos. Luego baja los ojos al suelo.

–Sí.

La hermana superiora es alta y delgada. A pesar del hábito se puede notar su cuerpo huesudo. Ese tipo de cuerpos que resisten los trabajos físicos, el hambre y los golpes. Imagina su cuerpo como el de unos africanos que vio en una ocasión en una fotografía. Cuerpos que sobreviven siempre.

Nunca la conoció antes de entrar en la congregación. La hermana de su madre ingresó en las montepulcianas mucho antes de que ella naciera. En algunos momentos de su vida, como la comunión, o su décimo cumpleaños, su madre le daba un regalo. De parte de la tía Asun, decía. Siempre eran libros o collares hechos con semillas. Ella nunca preguntó por qué la tía Asun no venía nunca a verla o por qué ellos no iban de visita. En ocasiones, cuando sus padres se peleaban y su madre gritaba que un día se iba a escapar, que él llegaría a casa y ella ya no estaría, su padre le respondía que sí, que se podía ir con su hermana, la monja, y no volver jamás.

Solo cuando la recibió por primera vez, se percató de que la tía Asun y la hermana monja eran la misma persona. Allí no tenía ni un nombre ni otro, allí era la hermana superiora y decidía si debías hablar, si debías comer o si debías masturbarte delante de decenas de personas cada noche.

Ella se concentra para recordar todos los detalles.

–Es complicado. Hay muchos tipos de venenos. He leído muchas formas de envenenar.

–Sí, no hay nada en el mundo que no se haya empleado alguna vez para matar.

–Los principales venenos que pueden dejar amoratamiento en el cadáver son los que asfixian. Uno podría ser el cianuro, fácil de conseguir, pero he leído en algunos sitios que los envenenados sacan espuma por la boca, aunque en otros no dicen nada de eso, todo es confuso. Lo que sí dicen es que huele como a almendras amargas, y si hubiese sido puesto en la comida, sería fácil de identificar. Parece que el cianuro deja mucho rastro en las autopsias. No sé. Otro veneno muy antiguo es la cicuta.

–Con el que mataron a Sócrates.

–¿El filósofo? –La superiora asiente–. Bueno, pues eso. Es una planta que debe ser bastante común y fácil de conseguir. Con unas pocas semillas se puede matar a una persona. Pero debe de ser una muerte con muchas convulsiones, puede traer vómitos y cosas así. Es igual que otra planta, el curare, que empleaban los indios de Sudamérica para untar las puntas de las flechas. También podría ser una toxina… Toxina botuprínica. No. Botulínica. Eso. Toxina botulínica.

–Espera un segundo, por favor –La hermana superiora pasa al otro lado del escritorio. Saca un folio de un cajón, se pone las gafas–. ¿Puedes comenzar de nuevo? A mi edad, lo único que debes recordar es que no puedes confiar en la memoria.

Ella repite la información.

–La toxina botulínica es muy efectiva, produce parálisis muscular y dicen que es una muerte terriblemente dolorosa, por lo que se tendrían que haber escuchado quejidos de las hermanas, creo. Un solo gramo, de forma ingerida, puede matar a quince mil personas. También es fácil de conseguir porque se usa en medicina. Se puede disolver en agua y no tiene ni color ni sabor ni olor. He leído en algún lado que se puede comprar en farmacias, aunque también se desactiva si se calienta en el agua, con lejía, jabón. No sé, habría que haberla añadido al plato de las hermanas una vez que se hubiera enfriado un poco –La hermana superiora toma notas. De vez en cuando, sin dejar de escribir, la mira por encima de las gafas–. Otro es la ricina. Viene del aceite de ricino o de las semillas de ricino, así que es fácil de conseguir. Un miligramo basta para matar a una persona. Ataca el intestino y produce una hemorragia. Es una muerte lenta y dolorosa que suele tardar entre tres y cinco días. He leído que lleva vómitos y diarreas con sangre –se detiene por un segundo. Desde que entró en la congregación, le han repetido que Jesucristo sufrió en la cruz el peor de los martirios. Ahora, recordando lo que le contó Bank_33 y lo leído en Internet, no está tan segura. Murió al tercer día. La ricina puede disolverte por dentro durante diez días. Menos mal, piensa, que los romanos no tenían la química muy avanzada–. Y el último es la tetrodotoxina. Es el veneno del pez globo. Produce parálisis general, fallo cardiovascular y fallo respiratorio. Los efectos llegan entre diez minutos y una hora después de comerla. Hormigueo en rostro y extremidades, ceguera, los miembros se duermen y llega el fallo respiratorio. No sé, mire, aquí le dejo la lista y lo que he encontrado. Menos de un gramo basta para matar de forma instantánea a una persona. Dicen que se puede comprar por Internet.

La hermana superiora toma el papel y todavía escribe un rato más.

–Tú ¿lo podrías comprar, por ejemplo?

–No sé. Imagino que sí. Tendría que saber inglés, pero creo que sí.

Ella observa los muros más allá del crucificado. Ni un póster, ni una imagen, ni un calendario, ni una fotografía. Un escritorio, un archivador, una silla, la ventana tapiada y un crucifijo. La esterilla a un lado. Las trincheras de las montepulcianas son sencillas y eficaces. En el centro penitenciario escribió varias veces a sus padres pidiéndoles que le enviaran alguno de los pósteres que tenía en su antigua habitación. Sus padres nunca le respondieron ni la llamaron. Cuando le permitieron tener visitas, fue Aga un día a visitarla. Casi no reconoció a la sirvienta vestida de calle. Parecía algo más joven. Pasearon por los jardines del centro. Vieron juntas la televisión. Ella no preguntó por sus padres. La polaca tampoco le dijo nada. Hablaron del buen tiempo que hacía a pesar de ser todavía invierno, Aga le preguntó si le daban bien de comer, ella le mostró la habitación. Entonces, Aga le tendió el tubo enrollado que cargaba. Era una lámina con un paisaje de montaña. Son los Tatras, dijo Aga, unas montañas de mi tierra. Ella lo colgó al lado del espejo.