Shei. Cien guerras y una batalla

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Los ojos de Sheila se abrieron de par en par, ella no quería pedidas de manos, ni bodas, ni formalismos.

—El amor no se puede enmarcar, Carlos, parece mentira que me estés pidiendo la mano, qué mano ni qué nada, si tú tienes mis manos, mis ojos, mis brazos, mi vida entera. Quillo, ¿qué te ha dado? ―replicaba Shei ofuscada con ese gracioso acento andaluz.

Carlos se reía sin parar.

—Qué rara eres.

Cualquier otra mujer se hubiera sentido tan dichosa, y Shei claro que se sentía feliz, pero no soportaba los esquemas que la vida traza y la gente rellena como autómatas: hacer la comunión, la boda, la petición de mano, enseguida el primer hijo, el segundo para que el primero no quede solito... Un largo etcétera de cosas que hacemos porque se nos pasa el arroz, y lo único que se nos pasa, confeccionando flores de plástico, es la vida.

Para ella la vida era un jardín de flores frescas que nunca cortabas, solo disfrutabas, un convite de sensaciones, no soportaba vivir siempre en el suelo. Le gustaba volar, andar en cuerdas flojas, hacer el amor en cualquier sitio, hora o lugar, tirarse en paracaídas, escalar montañas, bucear, leer el periódico en una terraza el domingo por la mañana con la perrita Gilda a sus pies o saboreando un buen chocolate con porras en Madrid. Le gustaba comer en casa de sus padres los lunes ―no tenía por qué ser los domingos―, y la verdad es que esto tampoco lo podía hacer ya. Sus padres también la habían abandonado. Cuántas cosas le había robado la vida en los últimos años. Su existencia se había convertido en un cúmulo de pérdidas. Suspiró tan fuerte que su gemido se confundió con la pólvora de los fuegos artificiales que, en aquel momento, a modo de banda sonora, acompañaban su abstracción, la cual se iba convirtiendo en ceniza a la vez que el espectáculo pirotécnico. Y el sueño, al compás del silbido de los cohetes, se iba apoderando como un ladrón de guante blanco de su mente y de su cuerpo.

Amaneció en Hangzhou, al final se había quedado dormida en la hamaca de la terraza, las lágrimas le habían ido cerrando los ojos. Al despertar se sobresaltó, no era consciente de dónde estaba, tantos recuerdos la habían transportado a otros tiempos, a otras dimensiones. Estaba convencida de que el tiempo no pasa, de que no fallecemos, de que vivimos en una secuencia como si de una película se tratara. Desde que nacemos hasta que morimos, vamos rodando escenas, y estas escenas quedan atrapadas en el tiempo. Si se inventara un vehículo para poder viajar en el espacio y tiempo, podríamos ir de nuestro fin a nuestro principio cuando quisiéramos: me voy a la escena de cuando me gradué, me voy a ver a mi abuela, tengo ganas de vivir otra vez aquella fiesta donde conocí a Carlos, etcétera. Por eso tenemos los déjà vu, porque ya lo hemos vivido, en un momento en que nuestro subconsciente estaba a lo mejor visualizando experiencias de veinte años por delante. Donde nunca volvería sería al día en que le dijeron que Carlos había muerto en una emboscada talibán, ni al momento en que varios meses después sus padres fallecían en un accidente.

Se duchó lentamente, necesitaba purificar su cuerpo, quitar tristezas, ella no era una persona triste a pesar de todas las vicisitudes últimas en su vida. Pidió un buen desayuno continental, en aquel hotel tenían comida europea. Por fin iba a saborear un buen vaso de zumo, acompañado de una buena tostada con mantequilla y mucha mermelada. Se puso morada, pero le daba igual, luego saldría a correr, en algún sitio al aire libre encontraría a alguien practicando taichí y se mimetizaría con ellos como solía hacer en Pekín cada domingo.

Se puso el albornoz cálido de algodón, la seda ya le estaba cansando, hacía calor, pero estaba destemplada. Abrió al camarero y se dispuso a dar buena cuenta del festín. Su madre siempre le decía que era mejor comprarle un traje que invitarla a comer. Aún no podía entender cómo estaba delgada. Los nervios y el deporte, claro, contribuían a eso, y una buena genética por parte de madre hacía su función metabólica.

Con la barriga bien llena, decidió salir a correr para bajar el desayuno; además, necesitaba oxigenar, en la noche anterior se le había evaporado mucho aire entre sus pensamientos. Se vistió con unas mallas de deporte, camiseta corta y sus zapatillas rojas de running. Le daba igual que la mirasen, ella era española, occidental, no tenía prejuicios, no quería taparse tanto como las chicas orientales tradicionales. Esto era un decir, porque la verdad es que cada vez había sectores más occidentalizados y modernos dentro de la población; gracias a Dios, el avance tecnológico y la apertura al turismo estaban haciendo su función de abrir las mentes.

Atravesó el hall del hotel resueltamente, los hombres se volvían a mirarla, y las mujeres murmuraban a su paso, le daba igual. Sabía muy bien lo que era la envidia, la había sufrido toda la vida, porque las personas que destacan tienen que pagar a cambio esa moneda. Siempre le explicaba a Inari, en aquellos debates nocturnos que, sentados en el suelo, tenían cuando Sheila se quedaba a dormir en su casa: «La envidia es muy mala, el deporte mundial, cuántas guerras se hacen en nombre de ella, aunque muchos digan que es en nombre de Dios; en nombre de su dios se llevaron a Carlos, ¡y una leche!, en nombre de intereses creados por las naciones, en nombre de un negocio de armas, en nombre de la ignorancia de la gente que sigue a líderes despiadados, tensiones de odio entre las etnias que hasta el momento convivían bien, motivos religiosos, y al final, detrás de todo esto, solo están los motivos económicos».

Se ató bien los cordones de las zapatillas y, sin hacer caso al resto de la humanidad, comenzó a correr por las inmediaciones del lago. La mañana era calurosa y pegajosa, corría como alma que lleva el diablo, por seguir mencionando la religión. Corría y corría, sentía el cargado aire sobre su rostro, pero no dejaba de correr. Cada vez con un ritmo más frenético, era como si quisiera huir o como si alguien la persiguiera. Corría sin saber ni dónde iba, pero le daba igual, sin rumbo, pues nada conocía en esa ciudad. Corría como si el fin del mundo estuviera cerca y, al dar la vuelta a una esquina, no vio que otro corredor venía por el mismo carril, y el descarrilamiento fue inmediato.

Shei cayó al suelo, se golpeó la cabeza y quedó inconsciente durante unos minutos; cuando abrió los ojos, la gente a su alrededor hablaba en un idioma que le sonaba a chino, pero no a chino del que ella chapurreaba un poco, a chino mandarino por lo menos.

Un muchacho la ayudó a incorporarse lentamente, la sentaron en un banco y poco a poco fue volviendo en sí. El joven le pedía mil disculpas en un perfecto inglés, y Shei farfullaba en castellano, acordándose de toda su familia. El chico comenzó a reírse.

—Mi familia está bien, gracias.

Shei se puso del color de su pelo, el muchacho había entendido todos los improperios que había proferido. Eso sí que era casualidad, con la cantidad de personas que habitan la faz de la tierra china, se iba a chocar con un español, con un compatriota, eso había sido como buscar una aguja en un pajar y pincharse.

Diego, que así se llamaba el joven, se presentó formalmente a la vez que le pedía muy educadamente disculpas por el choque.

—Perdona, soy un despistado, cuando voy escuchando música, me abstraigo de tal manera que el mundo deja de existir para mí.

Le entendía muy bien, ella misma era así, se ponía los auriculares y caminaba por la calle imaginándose la protagonista del videoclip de la canción. A veces sin darse cuenta incluso cantaba a grito pelado en plena calle, causando risas a cuantos pasaban en aquel momento, porque cantar, lo que se dice cantar, no era su fuerte. Le había contado hacía poco a Inari un episodio de karaoke con Carlos, y este se partía de risa; de hecho, Li le pedía muchas veces que se lo volviera a contar, pero, como tenía que explicárselo en inglés, no tenía tanta gracia como cuando lo expresaba en español con acento del sur.

Al contrario que ella, Carlos cantaba muy bien, le gustaba dedicarle canciones de esas un poco ñoñas que detestaba, pero que en los labios de él sonaban maravillosas, aunque nunca se lo reconoció. Aquel episodio lo recordaba muchas veces. Una noche de esas gaditanas de rumba y marcha, se tomaban una copa en el karaoke Blue 69 en Cádiz. Una rubia despampanante cantaba en el escenario I will survive magníficamente. Carlos se había quedado embobado mirándola y Shei se dio cuenta. Otra mujer le hubiera puesto un morro de China a Lima pasando por Ecuador, pero ella era distinta y sorprendente. Ni corta ni perezosa, cuando bajó la rubia del escenario, se subió ella, se arremangó la camiseta de manera que se le veía el ombligo, los vaqueros cortos parecían aún más cortos desde abajo del escenario, pidió a su amiga Alba los tacones que llevaba en aquel momento y se los cambió por sus sandalias planas, se revolvió todo el pelo y se dispuso a cantar Like a virgin de Madonna. Los gallos eran todos los del corral de su tía Marian, incluso en algún momento se presentó por allí el gallo de la Pasión de Cristo, pero la gracia con la que movía sus caderas y lo buena que estaba, dicho sea de paso, provocó los aplausos de todo el público del karaoke. Carlos se subió al escenario, la cogió en brazos y, sin soltarla, la llevó hasta una playa que estaba a pocos metros. Y allí entre las barcas, una noche en la que no necesitaron ni luna, hicieron el amor salvajemente. Al finalizar Shei le dijo:

—Este es tu castigo por mirar a rubias de cartón piedra.

A lo que Carlos le respondió:

—Pues si este es mi castigo, miraré a todas las rubias del universo.

Sus recuerdos entre la inconsciencia la devolvieron al presente. Diego le tomaba el pulso, se había quedado tan fijamente mirando a la nada que el muchacho se encontraba muy preocupado. Al contemplar la pálida cara de Diego, Shei volvió en sí como un resorte y, cuando por fin habló, se presentó en voz bajita.

 

—Me llamo Sheila. Te habrás dado cuenta de que soy española. Y no sé si es el golpe o estoy alucinada, pero eres también español, ¿verdad?

—De la misma España.

—¿Y qué hace un español en un sitio como este? Porque un turista no pareces.

—Lo mismo me he preguntado yo ―contestó a carcajadas Diego.

El joven vivía en Hangzhou, en casa de un tío suyo, y trabajaba en el restaurante de comida española que había abierto su familiar. Shei, al escuchar las palabras comida y española, se repuso de inmediato de la caída.

—Lo siento, Diego, esta noche te va a tocar invitarme a cenar en el restaurante de tu tío, es la penitencia que tienes que pagar por el choque.

Y de esa manera tan tonta, casual, como esas cosas que se unen sin esperar que sucedan, quedaron a las nueve de la noche en El Rincón de España, el local del tío de Diego.

Una vez en la habitación del hotel, se preparaba para la cena con esmero. Se miró al espejo, le devolvió una imagen serena. Se encontraba con una paz desconocida, estaba alegre y sonriente, los ojos le bailaban al compás del tictac del reloj. Se vistió despacio, no tenía ni idea de qué ropa ponerse, iba a ir a una especie de embajada de España, pero en versión restaurante. Se probó varias cosas y se las volvió a quitar. No sabía si ir elegante o informal, o no ir. De repente le venían unos vahos de pensamientos que la invitaban a quedarse en su habitación; sabía que el pisar por un rato suelo español, por decirlo de alguna manera, la iba a remover por dentro. Mas ella era una guerrera, Shei, la guerrera Freyja, la diosa nórdica del amor, de la belleza, de las profecías, de la atracción entre hombres y mujeres, de la lujuria. Sonrió al pensar que Freyja tenía el poder de elegir a la mitad de los hombres muertos en las batallas. «¡Madre mía, cómo estoy!, de momento me conformo con elegirlos vivos. Al único muerto en batalla que elegiría una y mil veces sería a ti, mi amor». Qué promesas más tontas hacemos desde el dolor. La vida está llena de capas, y en cualquier estratosfera volveremos a encontrar otro amor al que elegir una y mil veces.

Se dirigió al barrio de Wudaokou en taxi, llevaba puesto un mono verde aguamarina, con escote en v y una lazada enrollada a modo de obi en los vestidos chinos tradicionales. El pantalón era de pata algo ancha y bailaba alrededor de las largas piernas de Shei como el trigo de los campos verdes del norte de China. El bolso de mano y su inseparable Nikita la acompañaban hacia El Rincón de España.

En la puerta, una bandera española ondeaba a modo de saludo. Tras un respingo, un paso atrás y un paso al frente, entró en el local con aire decidido, como hace siempre, aunque estuviera temblando por dentro. Miró para todos los lados y no veía a Diego. Un camarero oriental le preguntó si quería cenar, y ella asintió con la cabeza.

El restaurante era acogedor, pero algo hortera, había que reconocer que, si estuviera en España, estaría lleno de guiris diciendo ole y bailando flamenco en plan robótico. En China era normal esa decoración tan exagerada, aunque fuese un local español. De fondo sonaba flamenco, de ese jondo, Camarón parecía, a ella no le gustaba mucho el flamenco, aunque era andaluza, siempre prefirió la música más discotequera.

No obstante, todo quedó en segundo plano cuando empezó a oler la comida española. Olía a tortilla de patata, a chorizo, a queso curado, a vino tinto. Vio pasar una paella y se le hizo la boca agua.

Se abrió la puerta de la cocina y salió Diego vestido de cocinero. Detrás de él, un hombre no muy guapo, pero sí con un punto atractivo, de esos feos guapos, como les llamaba Shei. Era moreno, y con poco pelo. De unos cuarenta años ―o quizá algo más joven, el tener poco pelo suma años―, sus ojos marrones eran muy bonitos y brillaban como los de un chiquillo abriendo los regalos de Reyes. De cerca pudo observar que se balanceaban unas largas pestañas, y su nariz no era muy pequeña, pero le daba personalidad. Era alto, muy alto, y su cuerpo era delgado, pero debajo de la bata de cocinero se dibujaban líneas bastante trabajadas con el deporte.

Diego le dio dos besos al estilo español, uno en cada mejilla, muac, muac, como si ya se conocieran de toda la vida, es lo que pasa cuando te encuentras a alguien de tu misma nacionalidad en un país extranjero, se crean lazos casi inmediatamente.

—Te presento a mi tío Javier —dijo.

Detrás de la presentación, una sonrisa maravillosa acompañaba a un «encantado de conocerte, Sheila. Diego ya me ha informado de tu nombre y del golpe que te has llevado esta mañana». Y todo esto lo decía sin apartar los ojos de ella. Hasta tal punto que Shei se estaba sintiendo como si estuviera en el hospital haciéndose una radiografía.

Encargaron vino para los tres y se sentaron en la mesa, excusándose de no estar vestidos para la ocasión. «Aquí los negocios no se pueden descuidar, la mano de obra china no es muy responsable, y hay que estar todo el día encima para que trabajen correctamente», narraba Javier sin dejar de mirar fijamente a Sheila. La deformación profesional de ella ya estaba urdiendo una entrevista a Javier sobre cómo y cuándo se asentó en China. Ni en vacaciones podía olvidar su trabajo, porque era una periodista de alma, de raza, no había hecho la carrera por hacer algo; de hecho, era tan buena que sacó la carrera a dos cursos por año.

La comida estaba saliendo de la cocina. Abrió los ojos de par en par al ver llegar a la mesa un plato de jamón ibérico, con sus piquitos de pan y todo. Destapó la botella de aceite de oliva que estaba sobre la mesa y la olió, por un momento se transportó a Cádiz. «Umm». Ese olor a barbacoa, el jamón que cortaba con mimo su padre, el aceite que le untaba su madre en el pan para el desayuno. La tortilla de la abuela Paca. Y el rebujito de Carlos. Comía como el náufrago al que rescatan de una isla desierta. No se veía llena, Diego y Javier la observaban asombrados.

Shei levantó la cabeza de los platos y se rio a carcajada limpia al ver la cara de asombro de los dos. Luego, limpiándose con una servilleta por fin de cuadros rojos, les miró enarcando las cejas.

―¿Y un postrecito?

Javier se levantó para dirigirse a la cocina.

—Tu apetito se merece un postre especial. Yo mismo te lo voy a preparar.

Al rato salió con un «¡tocinillo de cielo!», así fue el grito que se escuchó en todo el restaurante.

―¡No lo puedo creer, el postre típico de Jerez de la Frontera, el pueblo de mi abuela Paca! ―Los ojos de Shei se llenaron de agua.

Javier entendía bien lo que estaba sintiendo. Cuando llegó a China, le pasaba muy a menudo acordándose de España. Lo que él no sabía era que ella no lloraba por la patria exactamente, sino por los caídos por ella más bien. Le pasó un pañuelo de papel y, cuando lo fue a coger, este insistió en secarle él mismo las lágrimas. En ese momento, cuando la mano de Shei sujetó la de Javier en agradecimiento por el detalle, sintió una intensa conexión con él que no entendía, pero le gustaba.

Al terminar de cenar, Javier se brindó a acompañarla al hotel. «La ciudad a estas horas no es muy segura para una extranjera». Ella sonrió irónicamente. «Si supiera este hombre dónde me meto yo muy a menudo», pensó.

Le esperó en la acera fumándose un cigarro. Javier apareció entre las caladas sin su uniforme de cocinero. Estaba buenísimo vestido con una camisa blanca y unos vaqueros desgastados. Justo vestidos así le gustaban los hombres a Shei. Y la verdad, aquel hombre era un feo guapo, como ella decía, no de esos guapos como Carlos de la cabeza a los pies, pero muy atractivo, sobre todo cuando sonreía. «Me pone», pensó mientras se acercaba a ella.

Fueron caminando un buen rato, dos españoles entre olores tan distintos a los de España, aunque no reparaban en ellos. Se notaba que los dos llevaban ya mucho tiempo en China, ya se habían acostumbrado, aunque al principio a Shei le resultaban insoportables. Comenzaron a intercambiar experiencias. Y cada vez, por esa magia que junta inesperadamente a dos personas extrañas, se encontraban más cómodos.

—Háblame de ti, ¿a qué te dedicas? Si quieres, claro, a lo mejor estoy siendo demasiado curioso. ¿Estás de vacaciones?

—No importa, Javier, aunque estoy más acostumbrada a preguntar que a que me pregunten. Hoy me toca contestar. Soy periodista, reportera, trabajo para el China Daily en Pekín. Aparte de todo esto, llevo la fotografía en mis venas, habrás observado que no he parado de hacer fotos con mi cámara. Ya ves que no tengo ningún problema en contarte todo lo que quieras de mí, no sé por qué, pero me da la sensación de que puedo confiar en ti. Tienes cara de buena persona.

—Y yo que pensaba que era mi atractivo lo que te había impulsado a venir conmigo —murmuró Javi con una sonrisa irónica.

Sonrisa que en ese momento encendió en ella la chispa del coqueteo, haciéndolo de esa forma inteligente que engatusa a los hombres para que solo piensen, mientras la miran, en empotrarla contra una pared para acabar comiéndola a besos.

—Siento decirte, querido, que en un principio solo me interesó tu comida; luego, con mi estómago llenito, pensé en hacerte un reportaje, pero estoy de vacaciones, con lo cual quedas emplazado para hacértelo el mes que viene, aquí o en Pekín. Y en tercer lugar, ahora que te veo a la luz de la noche, parece que tu sonrisa es aún más blanca.

Javi se quedó descolocado, se esperaba cualquier respuesta menos esa, ¡que le parecía que en la noche su sonrisa era más blanca! Pero así era Shei, sorprendente en sus respuestas, solo quien la conocía bien sabía que estas nunca iban a ser normales.

Sus pasos de camino al hotel eran lentos, inversamente proporcionales a su conversación. Hablaban atropelladamente, como si tuvieran prisa por saber el uno del otro. Javier le contaba que era de León, una ciudad preciosa, pero con poca salida laboral, por eso había decidido probar suerte en China. Al principio trabajó para otra persona, pero enseguida, al ver las oportunidades que estaba dando la apertura del país, se decidió a establecerse por su cuenta, y así fue como El Rincón de España, al igual que Cristóbal Colón en América, estaba colonizando los estómagos de los occidentales.

—¿Y si dejamos aparte la gastronomía y los trabajos y hablamos de cosas más interesantes? —le espetó Shei riéndose a carcajada limpia.

Javier se sonrojó.

—Qué tonto te debo parecer, es por culpa de esos ojos verdes en los que estoy nadando hace un rato intentando llegar a la orilla de una buena conversación. No obstante, perdóname, Sheila, no sé de qué estamos hablando, porque en lo único que pienso es en besar esa boca maravillosa que frunces cada vez que digo una bobada.

—Los besos, querido Javier, no se ofrecen, se dan sin preguntar, de valientes es arriesgarse a ser rechazados, y usted, my lord, no me parece de esa clase de cobardes que se retraen por miedo a perder. Vivimos en el siglo xx, las mujeres somos dueñas de nuestra dignidad, y en esa dignidad no está contemplada la idea de ser ultrajadas por un beso robado. Así que béseme usted, tonto.

Y ese fue el primero de muchos besos, la puerta de entrada a mañanas de pasión, el beso decorador de la habitación del hotel, a la que convirtió en un paraíso adornado con caricias y sexo elegido ―no como el que había tenido Shei estos años, sexo bañado en alcohol y desolación―, beso centinela de noches a la luz de la luna de Hangzhou. Aquel primer beso tiró la llave de la prisión donde había visto pasar la vida durante cinco años, y por fin empezó a contemplar los fuegos artificiales en primera línea.

IV

Hangzhou. Entre el cielo y su infierno

—Mira, Shei —señalaba Javier encantado mientras hacía de cicerone perfecto.

Agarrados de la mano parecían dos novios. Qué curioso es el tiempo, a veces en un periodo corto vives más experiencias que en mil espacios más.

—Esas son residencias de lujo y casas de té para los ricos. Este lugar se llama Qinghefang. Si quieres ir de compras, podemos ir al centro comercial de la Torre Hangzhou o al Hubin International Boutique Compound, donde se puede comprar lo mejor de los productos extranjeros o chinos.

 

Javier no dejaba de comentarle que estaba preciosa y radiante, cuánto embellece la ilusión amorosa a las personas ante los ojos del que las mira. Gracias a esa ilusión, en quince días en la ciudad, había logrado desconectar por completo de su vida en Pekín. En aquel momento reparó en que incluso hacía días que no hablaba con Inari, conociéndole estaría preocupado, seguramente no la había llamado para no perturbar su aislamiento. Ella no quería contarle nada aún, así que tendría que seguir preocupándose, no sabía cómo se iba a tomar esta relación aún sin etiquetar que estaba viviendo, probablemente mal, pensaría que era otro de sus impulsos ciegos.

Javier la observaba con deseo, miró de reojo sus largas piernas, se estremeció pensando en ellas rodeándole mientras la penetraba lentamente. Y esos pechos que se le dibujaban debajo de la camiseta, sin sujetador, no le hacía falta, eran firmes como dos montañas poderosas que emergen de repente al final de un valle. Los pezones de Shei sabían a miel, o por lo menos a Javier así le parecía, una miel perfecta que endulzaba su boca cada vez que los lamía con suavidad, hasta que se ponían duros de placer. No entendía como en tan pocos días aquella mujer poderosa de pelo rojo se estaba convirtiendo en un regalo en su vida. Posiblemente, no se merecía ese regalo, porque no estaba siendo del todo sincero, pero el placer de saborearla, de hacerle el amor, de disfrutar con las intensas conversaciones que desvelaban sus noches o amenizaban sus mañanas había hecho que no le contara toda su vida al completo, la verdad, por miedo a que al conocerla no quisiera saber nada de él. A veces la vida te sorprende en momentos que no son los más adecuados y ese regalo inesperado te hace tan feliz que te haces egoísta y no piensas en otra cosa que gozar de lo recibido.

No obstante, aún no sabía lo que iba a significar ella en su vida, quizá se quedaría en un amor de verano pasajero y fugaz, como las estrellas de la noche de San Lorenzo, o quizá no, en ese momento lo único que le preocupaba era que le quedaban quince días junto a ella y lo difícil que le iba a resultar la despedida. Aquella mujer de los pies a la cabeza era una reina, una puta reina, como ella decía, una diosa, un regalo, sexo en estado puro. Nunca le había pasado con nadie que después de hacer el amor le temblaran las piernas, que se le estremeciese el corazón, que se olvidase del mundo.

Envueltos cada uno en sus comeduras de coco, se dirigieron hasta la zona comercial. Se sentía muy coqueta. Miraba los escaparates con ganas de comprarse todo. Por un momento le pareció que estaba de compras por Serrano, salvando las diferencias.

—Si hubieses querido, podías haber sido modelo. Tienes un cuerpo espectacular.

—No, querido, yo siempre quise ser periodista, no maniquí, yo soy una guerrera. No nací para estar de exposición, con todos mis respetos a las modelos, yo solo muestro mi cuerpo a quien me da su alma.

«Bueno, ya me pasé tres pueblos ―se dijo para sus adentros―, en los últimos años he mostrado mi cuerpo a mucha gente sin preguntarme si tenía alma o no, porque la que no la tenía era yo». Y realmente, aún no sabía si Javier tenía alma o solo un poco de amor entre las piernas. Y lo que es más heavy, ni ella misma sabía si estaba dando el alma a Javier, ni siquiera el corazón. Lo único que importaba era que se sentía con él como hacía mucho tiempo no se sentía con nadie. No podía compararse a Carlos, porque Carlos era incomparable, más que nada porque con los muertos suele pasar eso, se les pone en un altar, intocables, se les mitifica tanto que a veces ni les reconocemos. En vida no hacemos esas cosas, parece que cuando uno muere se lleva consigo sus defectos, que también mueren con él; en cambio, las virtudes son eternas.

—Shei, Shei, ¿estás bien?

—Sí, Javier, solo estaba hablando conmigo misma —murmuró, desconcertando con esto a su acompañante. Bueno, la verdad es que estaba desconcertado desde que la vio entrar por la puerta de su restaurante.

Llevaban ya un rato caminando, el calor era muy pegajoso, así que decidieron sentarse a tomar un refresco. Shei sostuvo la bebida entre sus manos, alrededor todo era bullicio, pero ellos estaban en un mundo paralelo, Javier no podía apartar la mirada de aquellos ojos verdes intensos. Le quitó el vaso de la mano y la besó apasionadamente. Amor no era, porque el amor se tiene que construir, pero pasión había a raudales entre ellos, tanta que a Shei le parecía incluso sentir esas mariposas de las que habla la gente en el estómago. Seguramente, era más hambre que mariposas, hambre de sentir caricias, placer y besos, no se planteaba nada más. Desde que perdió a sus padres y a Carlos, la vida para Shei era implanificable, se dejaba llevar, y en Hangzhou había decidido dejarse llevar, pero no a la destrucción, sino a la construcción de una nueva persona o, al menos, diferente de la que era antes de todas esas desgracias.

Se levantaron, el calor había pegado las sillas a sus piernas, se rieron al ver la piel de ella rematada con las marcas del asiento. Se fueron de nuevo hacia las tiendas. Javier, al que no le gustaba nada ir de compras, se divirtió como nunca, el ensimismamiento también hace que hagamos muchas cosas que normalmente no haríamos. No obstante, hacer cosas que no te gustan con personas que te gustan muchísimo hace que te cambie el chip.

Shei entraba y salía del probador con diferentes modelos, seductora y pícara. En un descuido de las dependientas, Javier se metió con ella en el probador, le bajó lentamente la cremallera del vestido que se estaba probando, mientras metía sus manos agarrándola por detrás hasta tocarle los pechos. Shei vibraba, la imagen de los dos se reflejaba en el espejo, le quitó el vestido con urgencia, las bragas de encaje rojo acabaron en la moqueta del probador, y recorrió todo su cuerpo con besos.

—Le recuerdo que estamos en un probador, my lord.

Pero Javier ya no escuchaba nada más que el sonido de sus besos sobre la piel de Shei. La puso de espaldas contra el espejo y allí la penetró fuertemente, con prisa. Ella gemía bajito para que no les oyeran. El orgasmo llegó enseguida, el placer de lo prohibido, de estar en un lugar inadecuado, activa el clímax como un microondas a potencia máxima.

Con risas y con más ganas de seguir en otras partes, ya se estaban vistiendo cuando una de las dependientas aporreaba la puerta. Como dos niños traviesos que habían sido pillados con las manos en la masa, no paraban de reír, se preguntaban en bajito qué inventarían para salir del probador. Al final decidieron abrir y salir dignamente. Javier se disculpó diciendo a la dependienta que se le había atascado la cremallera y entró a ayudarla. La dependienta miraba con cara de malas pulgas y farfullaba muy enfadada: «Estos turistas occidentales están locos». Pensaba que no le entendían. Entonces, Shei le contestó en chino: «Sí, locos, pero el uno por el otro». Y aprovecharon el desconcierto de la chica para salir agarrados riéndose a carcajada limpia, Shei se estaba riendo en estos días más que en cinco años.

Los días transcurrieron entre placer y gemidos; sin embargo, ya hacía dos días que no veía a Javier. Le quedaba poco para acabar las vacaciones y regresar a Pekín, y estaba ansiosa por poder estar con él antes de su regreso. Hacía tiempo que no sentía esos nervios de comprobar a todas horas si había algún mensaje en la recepción del hotel. Quería al menos despedirse de él, si podía ser en la cama mejor.