Shei. Cien guerras y una batalla

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El metre la condujo hacia donde estaban esperando por ella, taconeó fuertemente sobre el mármol para hacerse notar; al fondo vislumbró un hombre oriental gordo, bien vestido, que le sonreía desde el otro lado de la sala. Se paró en seco, no sabía si quería seguir adelante con la investigación, se estaba pasando tres pueblos, o quinientos; miró a un lado, miró al otro, no había nadie más en el restaurante, tenía que ser ese. A punto estuvo de salir corriendo. Pero el impulso suicida que llevaba en vena desde que murió Carlos la empujó como una bala hacia la mesa del orondo caballero.

—Hello, my name is María ―se presentaba a la vez que le extendía la mano sonriéndole.

El individuo se levantó y le besó la mano. «Vaya por Dios, un caballero andante en versión china ―farfulló Shei para sus adentros―. Espero que, como don Quijote, que confundía los molinos de viento, el gordito se confunda y se tire a otra».

Se presentó como Gang, tenía unos ojos diminutos, pero una cara afable. El hombre bebía baijiu y Shei se alegró de ello, a ver si con un poco de suerte cogía una borrachera que olvidara su nombre, su cara, su casa y pegara la vuelta, como en aquella canción.

Le sirvió un vaso a ella, hizo como que se mojaba los labios y lo posó sobre una mesa dispuesta para una cena romántica, pero sin los manteles de cuadros italianos que le ponía Carlos en la casita de Zahara frente al mar.

Para colmo de males, sabía hablar en un perfecto español, había vivido en España un año, por lo visto tenía bazares de ropa por todo el país, pero la mayor parte del tiempo los gestionaba desde China. A este no le podría decir lo que le viniera en gana como al jefe del puti. La verdad, no tenía pinta de asesino, pero, al igual que en el póker, en la lucha entre la vida y la muerte no te tienes que fiar del aspecto del adversario, pues te puede costar cara la partida.

Se sentó frente a él, Shei le miraba fijamente, él se sintió incomodo, no estaba acostumbrado al descaro de una mujer; probablemente, si en vez de Shei fuera Mei, estaría mirando para el plato, como en señal de antigua sumisión. Lo que no sabía el hombre es que Shei le observaba para ver si en alguno de los gestos descubría algún movimiento extraño del que tuviera que zafarse, algún intento de beso, abrazo, o cualquier clase de cacheo no policial.

Gang apuró el baijiu, Shei se frotó las manos mentalmente, ese licor es alcohol puro, con dos vasos te pega un impacto como si te dieran una bofetada con la mano abierta. «Qué fácil va a ser esquivar a don Quijotillo de la Panza», porque el humanoide que tenía sentado enfrente era «una mezcla entre don Quijote por la caballerosidad y Sancho Panza por el apellido», cavilaba en su extraña cabecita Shei, en aquel momento, con esa pícara maldad que hace que le pasen cosas por la cabeza sin ser procesadas por la máquina de lo que está correcto o lo que no. Inari se partía de risa cuando Shei decía alguna maldad de este tipo en alto, como si no hubiera nadie con ella, y luego hacía la señal de la cruz diciendo que le iba a castigar Dios, unas veces, y otras que el karma se volvería contra ella. Inari llamaba a esas frases espontaneas de Shei «pensamientos a puertas abiertas».

El camarero iba y venía con diversos platos: pato laqueado, xiaolongbao, tangcu xiaopai y sōnghuādàn. Esto último era asqueroso para ella, un huevo centenario, envuelto en arcilla y cenizas durante varias semanas o meses, en los cuales adquiere un color verdoso, textura gelatinosa y olor a queso fuerte que bien podían haberlo utilizado en la Primera Guerra Mundial como gas lacrimógeno. Verle comer a dos carrillos toda esa comida le hizo entender a Shei el tamaño de su panza y por un momento también comprendió el lío en que se estaba metiendo.

Ella se estaba poniendo blanca de los múltiples olores nauseabundos y fuertes que pasaban por debajo de su nariz, y él se estaba poniendo morado. Blanca y morado, una buena combinación de colores si hubiera estado en sus planes combinar algo con Gang, cosa imposible en la mente de Sheila.

El hombre la invitaba a comer constantemente y ella declinaba cortésmente con la cabeza, menuda actriz estaba hecha, en otro momento le hubiera saltado que lo comiera su abuela. Por fin terminó de zampar, porque aquello no era comer era tragar. Shei le servía de vez en cuando más licor, el hombre se quitó la chaqueta, cada vez estaba más rojo, en ese momento ni parecía oriental.

Al terminar la cena, pasaron a una salita privada, no había sillas, solamente una especie de tatami, varios cojines y unas bandejas con tés de varios sabores y muchos dulces. La cosa se ponía peligrosa para Shei. A más intimidad más peligro. El hombre comenzó a cantar, Shei pensaba que sería una especie de canción como la del «vino que vende Asunción ni es blanco ni tinto ni tiene color», pero en chino. Le dio la risa, y se tapó la boca para disimular. A todo esto, el hombre debió entender que quería que la besara y se abalanzó sobre ella. Shei se zafó como pudo, metiéndole una pasta en la boca. Mientras Gang mascullaba y masticaba a la vez, sacó del bolso un frasquito con escopolamina ―se la había proporcionado Inari por si tenía problemas, «benditos mejunjes de este», y eso que se reía de él cuando le observaba haciendo pócimas, como ella decía―. Le sirvió un té para que no se atragantara con la pasta y lo aderezó con unas gotas del frasco, las cosas se estaban poniendo un poco tensas. Voilà !, Gang comenzó a hacer todo lo que ella le decía: «Come pasta», «quítate los pantalones», etcétera. Todo lo iba haciendo el hombre como un robot, incluso la muy gamberra le pidió: «Maúlla como un gatito». Se lo estaba pasando hasta bien. Cuando el hombre por fin se durmió, Shei aprovechó para fisgarle todo lo que llevaba encima, y no encontró nada que le pudiera hacer sospechoso del asesinato de las tres prostitutas. Así que esperó un tiempo prudencial y se fue por donde había venido.

—Esperemos que el señor haya quedado satisfecho, le dijo mientras le daba dos palmaditas en la cara a modo de despedida.

Y en estos lodos metida, pasaron varias semanas y varios encuentros, algunos con orientales, otros con occidentales, unos querían solo compañía, otros perversión, otros sexo sin más, pero de todos se libró uno por uno sin que la tocaran ni una sola uña. Aburrida de tanto encuentro, pensó en tirar la toalla; probablemente, el asesinato de las tres mujeres había sido algo casual. Mientras se vestía esa noche, se dijo que sería la última vez que acudía a aquel sitio. En vez de escribir sobre eso, escribiría sobre los motivos que llevan a los hombres a ir a esos lugares.

Llamó desde el apartamento a Inari antes de salir, le prometió que después de ese encuentro no habría más. Este tenía ganas de que entrara en razón y abortara esa investigación tan peligrosa, y le pidió, como hacía siempre, que le volviera a telefonear cuando acabara el entuerto para saber que estaba bien. Es importante en la vida tener a personas que se preocupan por ti, esos detalles te acarician el alma, le dan brillo y hacen que no seas invisible.

Acudió a la cita vestida para la ocasión: pantalón negro de pitillo, un top atado al cuello, una chaqueta de lentejuelas de colores, sandalias de tiras doradas de tacón fino y un clutch de raso negro con un corazón de lentejuelas de broche. Estaba impresionante.

Llevaba el pelo peinado con ondas de agua y unas pestañas postizas que quitaban el sentido enmarcando esos dos ojos verdes que escudriñaban el hall del hotel Continental, buscando a su cliente. Suponía que se acercaría a ella, pues no le conocía. Cuál sería su sorpresa cuando un hombre occidental alto, guapo y moreno de ojos verdes le tocó el hombro.

—¿Viviane?

Cada día utilizaba un nombre. El hombre era hasta apetecible, si no fuera porque Shei no se vendía por dinero, se hubiera acostado con él.

Sin mediar palabra, la cogió suavemente del codo, la condujo hacia el ascensor en un silencio sepulcral ―nunca mejor adjetivo para ese día― y subieron directamente a la habitación. Comenzó a inquietarse, su olfato de periodista con toques de investigadora del FBI le indicaba peligro. Bueno, tampoco hacía falta que fuera muy lista para ello, la energía de la mala gente no sé qué tiene que da temibles descargas eléctricas. La supervivencia agudiza la inteligencia. Lo que pasaba era que, en aquel momento, el peligro la excitaba tanto que no podía huir de él.

Entraron en la 789, la cama estaba pulcramente hecha y encima había un uniforme de colegiala. Shei comenzó a temblar interiormente, el cuerpo no entiende de las ganas voluntarias de morir. Las prostitutas asesinadas llevaban disfraces y habían sido asfixiadas, probablemente con la propia corbata del uniforme. La mente de ella bullía a pasos agigantados.

El hombre se dirigía a ella por señas, la invitó a ponerse el disfraz. Shei le dijo que si podían beber primero algo, que era un poco novata en estas cosas y que necesitaba entrar en ambiente. Él le contestó: «No» y, en un perfecto inglés americano, que se pusiera el uniforme, que él pagaba y él exigía. Shei se vio en un callejón sin salida. No le quedó más remedio que desnudarse y ponerse el dichoso uniforme mientras el americano, con una pistola sobre el regazo y con ojos lascivos, la contemplaba sentado en un sillón de cuero que se hallaba debajo de una lámpara, parecía que estaba rodando una película de cine negro. Se acordó de su amiga Carmen cuando le decía que, para no sufrir, pensara que estaba en una película, que actuara como si no fuera real lo que estaba viviendo, pero aquello era muy real, por una vez hubiera preferido cualquiera de sus mayores pesadillas a estar allí. En maldita película se había metido.

Tardó en ponerse el uniforme, no le importaba ya que la viera desnuda, solo quería ganar tiempo para pensar cómo salir de allí. Pero el tiempo se le acabó, el señor X se levantó del sillón y se dirigió a ella con una soga en la mano. Shei comenzó a gritar, a darle patadas, a resistirse, todo en vano, pues al final consiguió inmovilizarla atándola al respaldo de una silla.

 

El muy pervertido, una vez que la hubo sometido, se dedicó a tocarle todo el cuerpo señalando cada parte con una especie de puntero: los pechos, las piernas, el clítoris, todo. Shei lo soportaba estoicamente, a veces hasta lo desafiaba sin miedo, eso era su subconsciente gritando que por fin se iba a reunir con Carlos, esta vez sí. La adrenalina le subía como si de repente hubieran quitado el corcho de una botella de champán. Si no puedes con tu enemigo, únete. Así fue como entró en el juego, comenzó a gemir como si estuviera pasando la mejor noche de su vida. Esto desconcertó al señor X, pero siguió a lo suyo, le quitó los zapatos, los calcetines blancos de colegiala, y fue subiendo las manos por sus piernas, hasta tocar sus bragas de seda fina, negras y con unos cristales de strass. El hombre metió los dedos por dentro de ellas, momento de lucidez que aprovechó Shei para darle una patada y comenzar de nuevo a gritar como una loca poseída, como si hubiera despertado de un trance, aquella mano accionó el botón de no querer morir.

—¡No, no, no, para, he dicho que pares, no quiero seguir!

Cuanto más gritaba Shei, más la manoseaba. En un momento del griterío se debió dar cuenta de que podían escuchar a su víctima en todo el hotel y le tapó la boca con esparadrapo. Se sacó del bolsillo del pantalón un lazo grueso negro y se lo puso alrededor del cuello a la vez que se sentaba encima de ella restregando todo su sexo por el sexo de Shei. Le apretaba el cuello con el lazo, ya casi no podía respirar, estaba ya a punto de tirar la toalla, intentaba pensar en otra cosa, si tenía que morir, quería hacerlo con su mente puesta en un recuerdo bonito, y, entre esos pensamientos que ya se estaban convirtiendo en ensoñación por la falta de oxígeno, comenzaron a aporrear la puerta. Medio inconsciente, escuchaba: «¡Abra la puerta, policía!». Reventaron la cerradura de una patada y se abalanzaron sobre él reduciéndole. La policía en China no se anda con tonterías de esas de queda usted detenido, tiene derecho a guardar silencio, y todas esas cosas que vemos en las películas. Aquí te reducen a la mínima expresión y si hablas te meten un porrazo, cosa que en aquellos momentos era muy de agradecer.

La desataron. Medio mareada aún, miró a sus salvadores. El personal del hotel, al escuchar varias veces gritos provenientes de esa habitación, había llamado a la policía. Esta vez no le tocaba morir, había quedado colgada en una cuerda muy fina entre la vida y la muerte, pero la suerte, si es que se puede llamar así a salir de todos los enredos donde ella se metía, había estado de su parte.

Estaba libre, poco a poco fue restableciendo su respiración, ella no sabía si agradecerlo o no, llevaba cinco años buscando el suicidio ejecutado a distancia y, ahora que lo había tenido tan cerca, la rescatan.

De camino a casa de Inari, mirando por la ventana del coche de policía, entre la bruma de las luces que se reflejaban en el cristal, dio la vuelta a la tortilla de su vida y decidió cambiar su rumbo. Todo lo acontecido la estaba haciendo reflexionar a la velocidad de la luz. Daba la sensación de que acababa de salir de ese túnel de la muerte del que hablan todos los que han estado cerca. De repente, como si en el cuerpo de Sheila se hubiese metido la cordura inesperadamente, empezó a comprender que aún no era la hora de irse. Tenía muchas cosas por hacer sobre la faz de la tierra. Viviría, viviría por ella y por Carlos. Cómo había podido ser tan tonta. Si ella moría, moriría el recuerdo de Carlos, y las personas solo morimos cuando ya no hay nadie en esta tierra que nos recuerde.

Al llegar al hogar de su querido amigo, lloró y lloró en sus brazos. Lloró por Carlos, por sus padres, por todos los que no había llorado. El suceso vivido la había hecho pequeña, Inari le acariciaba el pelo y, mientras ella le confiaba sus lágrimas, le decía sabiamente:

—Llora como un río que va al mar, desata todas tus tormentas interiores como si fueran olas, estréllalas contra los muros construidos para protegerte del dolor y rómpelos. Y una vez que lo hayas hecho todo, construye con esas lágrimas un lago en calma.

—Mi chinito precioso, eres el mejor flotador que puede encontrar un náufrago.

Inari la acompañó a la cama, la tapó con el cobertor. A ella todo este cariño le evocaba recuerdos de su niñez. Por un momento se sintió una niña siendo atendida por su madre. Durmió toda la noche plácidamente, hasta soñó cosas bonitas. Qué maravilla son a veces los sueños que te permiten ser plenamente feliz por una noche. A la mañana siguiente, todo había cambiado para ella. Se levantó con una paz extraña, a pesar de lo acontecido. Toda la vida agradeció aquel suceso. Si no se hubiera cruzado aquel hombre en su camino, nunca hubiera despertado. Estrellarse contra el suelo y saber recomponerse es una suerte. Querer morir en un momento dado por ver todo negro hace que te puedas perder cosas maravillosas que están por vivir. Si entonces la hubieran asesinado, nunca le habría conocido más adelante a él.

—Va a ser verdad eso de que de lo malo siempre podemos sacar algo bueno ―le decía a Inari a la vez que este le informaba de todo lo que le había dicho la policía por teléfono.

El hombre detenido gracias a Shei se llamaba Christian Clinton, llevaba seis meses en Pekín, justo el tiempo en el que se habían cometido los asesinatos. Al registrar su habitación del hotel, encontraron diverso material ―disfraces, cuerdas, esposas, mordazas…― que le señalaba como el asesino. Las pobres chicas ya podían descansar en paz, se les haría justicia, porque era necesario hacérsela, habían muerto intentando dar de comer a su familia, vendiendo lo más preciado que tiene el ser humano, el templo que contiene la vida, su cuerpo.

—Venga, Shei, es necesario continuar con lo cotidiano. Voy a poner agua a hervir para el té. Date una ducha mientras te preparo un buen desayuno.

Se duchó enérgicamente en un intento desesperado de quitarse las huellas del perturbado de Clinton, se hubiera frotado con lejía si hubiera podido, pero el tacto de aquellas manos quedó en su cabeza y no en su piel. Tardaría años en borrar aquellas imágenes, aunque se hiciera la valiente delante de todos. A partir de allí, se abría un nuevo capítulo en su vida, el despertar del dolor, el darse cuenta de la realidad, de que, por mucho que hiciera, Carlos no iba a regresar. Tenía que empezar a asentar su recuerdo, como hacen las personas cuando pierden a sus seres queridos, asumir un luto que se había negado, y llorar, sobre todo llorar. Hay momentos que son llaves, instantes en los que se cierran algunas puertas y se abren ventanas por donde entra nuevo aire. Fue lo único que sacó de aquello, bueno, lo único no, fue lo mejor que le pudo pasar. A pesar de lo fuerte que resultó, aquel acontecimiento se llevó consigo a la Sheila suicida y dejó en su cuerpo otra muy diferente.

Con el pelo enrollado en la toalla y un batín kimono largo regalo de Li que le encantaba, se sentó a desayunar. No le apetecía aquella mañana té, hubiera preferido un café bien cargado de esos que tomaba en la cafetería Bambú antes del entrar a la redacción del periódico donde trabajaba de becaria en Madrid. Mas Inari se lo preparaba con tanto amor que ya se estaba acostumbrando a esos tés, infusiones de cariño para un corazón vacío. Con la taza de té entre sus manos, agarrada a ella como si se agarrara a un paracaídas para saltar al vacío, Sheila parecía un patito al que se le ha perdido la mamá y no sabe por dónde seguir nadando. Bueno esta frase no es mía, es de Inari, esas frases metafóricas que hacían de él alguien tan especial que daban ganas de abrazarle cada vez que hablaba.

Pobre Inari, aquel día, estaba bastante más asustado que ella. No le quitaba ojo, incluso se llevó varias banquetas de la cocina por delante, se dio un golpe con la puerta del armario y tiró a la basura la comida que iba a meter en la nevera. Shei, a pesar de que no tenía muchas ganas, se partía de risa, la torpeza de Inari despertó su bella sonrisa de nuevo.

—¿Qué te pasa, Inari? Estás muy torpe hoy. No te preocupes, chinito de mi vida, estoy bien, he estado en peores guerras que ayer, ya sabes que yo voy saliendo de ellas medio ilesa, algún día ganaré al menos una batalla, ya verás.

—En peores no creo, cabezota, espero que el susto te haya servido para algo. No te rías, no me haces gracia alguna. Aunque he de reconocer que me tiene sorprendido la suerte que tienes, que siempre consigues salvarte in extremis.

Las risas fueron interrumpidas por el sonido del teléfono. En aquel momento, Sheila dio un respingo, aún tenía el susto en el cuerpo. Inari se abalanzó para descolgar, menos mal que no quería poner teléfono en casa, era su diversión favorita desde que Shei se lo había conseguido, le encantaba presumir como un pavo real ante sus amigos, «gracias a mi amiga periodista tengo teléfono». Claro que, desde entonces, su casa se había convertido en el locutorio del barrio. El director del periódico llamaba ofuscado, al otro lado se escuchaban bien altas las voces, Inari pegó la oreja al auricular junto a Shei.

—Sheila Barrantes, esto ya ha pasado de castaño oscuro, no voy a consentir que sigas haciendo lo que te da la gana, ya está bien de meterte en historias por tu cuenta. Te podía haber costado la vida. Estamos para informar, pero no para hacer labores policiales. Es la milésima vez que te juegas la vida, si sigues así te envío a tu país de regreso.

Shei escuchaba todo esto con un cigarro sin encender en los labios, asentía con la cabeza como cuando se da la razón a los locos, separaba y acercaba el auricular a la oreja, y el pobre hombre seguía y seguía con la bronca. Cuando terminó de hablar, se sacó el cigarro de la boca y le contestó.

—¿Eso es todo, Xan?

—No, no es todo, te vas a tomar un mes libre, haz lo que te dé la gana mientras y, cuando vuelvas, vuelve calmada.

—¿Lo vas a publicar en primera página, verdad? —preguntó Shei como si hubiera oído llover.

—Eres insufrible, claro que lo voy a publicar en primera página, con una condición: me tienes que prometer que te vas a tomar un mes de descanso.

—Te lo prometo —contestó con poco fuelle mientras colgaba el auricular.

Le venía bien la propuesta, en realidad lo necesitaba, tenía que pensar, quizá había llegado el momento de construir un puzle nuevo en su vida, donde las piezas tuvieran colores más alegres y el paisaje más sol que nubes.

III

Hangzhou. Más cerca del cielo

Un calor pegajoso impregnaba la ciudad, la humedad era insoportable en esa época del año. Sentada en el suelo de la terraza del hotel Hyatt Regency Hangzhou, contemplaba a través de los barrotes del balcón el espectáculo de luz, música y color de la fuente luminosa del lago Oeste. Parecía que estaba contemplando su propia vida. Shei, desde hacía tiempo, veía los fuegos artificiales detrás de unas rejas, una cárcel voluntaria, la vida pasaba sin que participara del espectáculo.

Los últimos acontecimientos la habían hecho recapacitar. Tenía que salir de la prisión emocional. Ella era una guerrera, no entendía cómo se había dejado ganar la batalla.

La muerte de Carlos había partido su corazón, aunque a ella no le gustaba decir que se le partía el corazón, eso era demasiado cursi, decía que la muerte de su amor lo que había partido eran sus pensamientos; los había cogido como papel de fumar y los había rasgado en cachitos pequeños.

Cuando Carlos vivía eran pensamientos completos, cada vez que pensaba en él tejía futuro, «qué ganas de ir con mi niño a Santander», «mira qué jersey más bonito para mi amor», «tengo que comprar a Carlos su colonia, que apenas le queda», «dentro de dos días tenemos la boda de Andrea y Joaquín, le compraré a Carlos una corbata». Todo era pensar en futuro. Sin embargo, ahora solo pensaba en pasado, en un pasado roto, como esos pedazos de papel. «Me acuerdo de cuando fui con Carlos a Santander», «qué guapo estaba con aquel jersey que le compré», «su colonia no se acaba nunca», «qué bien lo pasamos en la boda de Joaquín y Andrea, y qué bien le quedaba la corbata roja con el traje de Armani».

Suspiró, sacó un cigarro de la pitillera de plata que le había regalado Inari. «Qué detallista es mi ángel, él sí que es un ángel», pensó Shei. Lo encendió lentamente, aspirando cada calada como cada pensamiento, profundamente. Sacó del bolso una carta que le había escrito Inari, la olió, siempre lo hacía con las cartas de Carlos, les gustaba escribirse a la antigua, como decían ellos. Aún las tenía guardadas, pero no había vuelto a leerlas, no podía, no estaba preparada.

 

La carta de Inari olía a incienso de raíz de angélica, le encantaba ponerlo por toda la casa, siempre le tomaba el pelo, porque a veces lo esparcía en una especie de botafumeiro.

—Inari, te van a contratar para mover el botafumeiro del Obradoiro.

—De qué estás hablando, Shei, no tengo ni idea de qué es el fumeiro ese, ni el bladoiro, pero que te estás riendo de mí eso sí que es seguro.

Le encantaba tomarle el pelo. Abrió el sobre, la magnífica letra de Inari, en un perfecto español, ondeaba sobre el papel. Las palabras bailaban como las olas cuando el mar está en calma. Inari había aprendido español todos estos años, decía que tenía que entender todas las batallitas que le contaba Shei en su lengua original.

Suspiro de nuevo, volvió a suspirar y comenzó a leer con gran curiosidad.

Querida Shei:

«Un encabezamiento de manual de castellano», pensó Shei sonriendo.

Cada uno tenemos un momento en el que decidimos salir de la cuerda floja y comenzar a revivir. Las cosas vienen cuando estás preparada para recibirlas. Sal de esa cuerda. Los pasados ya no vuelven. Sé feliz. Aunque sea de manera intermitente. No dejes para mañana los besos que quieras dar hoy. Da y recibe te quieros como si de un maná se tratara. Canta. Ríe. Baila. Llora. Vive. Folla, como tú llamas a hacer el amor. Elige. Pero lo que elijas, que te haga feliz; no lo hagas como lo has hecho estos cinco años, hacer por hacer.

No olvides que todo es cuestión de percepción. Todo está en la mente. Somos libres y vemos el mundo que queremos ver. Que nada está escrito y que nada de lo que piensas pasará o dejará de pasar por mucho que tú le des vueltas. El destino es como es y es el único que maneja nuestra vida. No sufras por anticipado. Y deja de sufrir por lo que ha pasado. Solo tenemos el hoy y ahora.

Tú siempre dices que no eres una princesa, que eres una guerrera, pues los guerreros no se quejan, toman todo lo que les da el infinito como un desafío. Lucha por lo que amas. Que no pasen los años y te sientas vacía. Te queda tanto por vivir. Desentierra el hacha de guerra. Planta cara al dolor. Si tú sonríes, provocarás sonrisas a tu alrededor, así que empieza el día sonriendo cada mañana.

Y qué más decirte, Shei, que te quiero y que podrás contar conmigo incondicionalmente. Sé que solo me ves como un amigo, o un hermano, como dices tú. Sé que nunca entre nosotros habrá nada más que una bonita y verdadera amistad, pero no me importa, porque a veces la amistad es el verdadero amor: no esperas nada, es dar sin esperar, recibir por el placer de dar, es apoyar sin condiciones, tener un hombro para llorar, un espejo para reír, hacer locuras, confiar en esa persona hasta para tirarse al vacío, ser confesor… ¿Y acaso el amor no es eso, Shei? Pues sí, es eso, la única diferencia es que todo eso además lo sellas con besos interminables, lo bordas con caricias, lo transcribes todo en dulce sexo bajo las sábanas, encima o contra una pared si hace falta. Y esto último, Shei, yo nunca lo podré tener contigo, porque si no te ha nacido ya, no te va a nacer. El amor es espontáneo, es impulsivo, es hoy tengo ganas de ti y mañana también. Y sobre todo es generoso, y, como yo te amo por encima de todas las cosas, deseo que encuentres otro Carlos a quien amar, no como aquel, sino como otro que te haga sentir lo mismo. Cada amor es una historia, un libro en blanco que empezamos sin ni siquiera saber el título. Y he dicho mal que encuentres, porque el amor no se encuentra, te encuentra.

Métete en guerras, pero gana batallas, gana sobre todo tu batalla, la que te permita crecer. Encuentra tu paz interior, ámate a ti misma como nadie te ha amado, reza, camina apoyando los pies sobre el suelo, no de puntillas, que no eres una bailarina.

La vida es una montaña. Cuando estás en el valle, miras hacia arriba y te da pereza subir, ¡la cima de la montaña está tan lejos! El primer paso será el que más te costará, el camino no será fácil, te encontrarás con piedras, maleza, darás tres pasos y desandarás dos, pero un día alcanzarás la cima, y desde allí verás el valle tan pequeño, y te reirás de todo. No te conformes con ser infeliz, no seas cobarde, Shei la guerrera pelirroja. Tú que ahora piensas que el mundo entero, aquel que construiste con tanta ilusión, está hecho ruinas, coge esas ruinas una a una y hazte una Muralla China con ellas, pero no para protegerte, sino para caminar por ella hasta la luna si hace falta.

Venga, Shei, deja ir al pasado y ahora comienza a vivir el resto de tu vida.

Te quiero,

Tu chinito tocapelotas, como tú dices

Inari

Dobló la carta curiosamente, la mirada se le había quedado fija en aquel cielo de colores y humo. Tanta era su abstracción que no se estaba dando cuenta de que estaba llorando silenciosamente. Cada lágrima recorría una a una sus pecas. La boca le sabía a sal, como aquellos besos de despedida que se daba con Carlos cuando este se fue de corresponsal a Afganistán.

Aquella despedida fue el último momento con él. Abrazados o, mejor dicho, fundidos, la consolaba como si fuera una niña. «Mi amor, no llores, cuando menos cuenta te des estaré de regreso». Nunca volvió. Promesas rotas, al fin y al cabo. Nadie nos garantiza un regreso, un nuevo beso, una siguiente caricia. Aquel día sus ojos verdes brillaban más que de costumbre, como los de un gato en la oscuridad. Iba vestido con camisa blanca y vaqueros ―seguramente, se había puesto eso porque sabía que era la ropa preferida de ella―, morenísimo, con ese color canela que absorbía de la arena de Zahara. Si hay algo que nunca pudo olvidar era el tacto de sus manos suaves dibujando ondas sobre su cabello rojo. A su muerte, Shei se lo cortó y lo guardó en una caja, decía que así guardaba el tacto de Carlos sobre él.

De haber sabido lo que iba a pasar, nunca se hubiera despedido de él. Pero la vida sucede como tiene que suceder, y Carlos fue directo a su último destino y Sheila a China a terminar su reportaje, en cierto modo, a otro destino donde iba a comenzar una nueva etapa que ni siquiera imaginaba.

La verdad es que no pensaba volar a España para despedirse, pero algo en su interior le indicaba que tenía que ir. «Menos mal que fui». Todo aquello, con el paso del tiempo, había sido como si el destino ya supiera que era una despedida, una de esas que vas haciendo día a día cuando te detectan un cáncer y te dicen que te quedan tres meses de vida, pero más cruel, porque el puñetero azar no les dio esa información por anticipado. De haberlo sabido, esos días hubieran sido diferentes. Hubiera aprovechado más el tiempo. Esa maldita costumbre de dejar todo para después. ¡Cuántos planes se rompieron! Como una ráfaga le vino a la mente, la penúltima noche mientras cenaban en el chiringuito La Lola. Carlos le había regalado unos pendientes de diamantes, diminutos, aunque a ella no le gustaban las joyas.

—Abre esto, lo que contiene esta caja es el anticipo de una pedida de mano en toda regla.