Corona de espinas

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CAPÍTULO II



Elizabeth cogió un trozo de tela y lo dobló, dejándolo preparado encima de la mesa. Entró en la habitación donde dormían y sacó un trozo de piel de oveja, era una de las pieles más calientes de las que disponían. La puso por encima de la niña y la cortó con forma para poner su cabecita por el centro; «la cubrirá entera y la mantendrá caliente», pensó. Preparó también un trozo de cuerda que le serviría de cinturón para ajustarla a su pequeña cintura y guardaría mejor la temperatura. No se le ocurría nada más.



Encima de la mesa, Bob había preparado un pequeño barreño con agua caliente y miraba contento las ocurrencias de su hermana. En principio les valdría; ya pensarían qué hacer con la niña. Elizabeth acostó a la niña en la mesa, quitó de entre sus piernas los trapos que llevaba atados y los tiró al suelo, estaban completamente empapados. La niña se puso a llorar desprotegida de la piel que llevaba por encima. Con cuidado, la metió dentro del agua y la pequeña dejó de llorar. Elizabeth intentaba lavarla, pero la niña no hacía más que moverse.



—¡Bob, ayúdame, se me va a caer! —dijo Elizabeth.



—¡Sácala ya!, solo hay que enjuagarla, supongo, ¿no? ¿Qué tiene esa niña en la palma de la mano? ¡La tiene sucia aún! —dijo Bob.



—¡No, no está sucia!, mira cómo la froto y no se va.



—¡Es verdad!, déjame ver. ¿Podrías sujetar un momento su mano, Elizabeth? Si no deja de moverla no puedo ver qué es eso. ¡Madre mía!



Hay que sacar a esta niña de esta casa, lleva alguna maldición con ella y nos podría traer desgracias o quién sabe qué.



—¡Pero hermano!, ¿qué estás diciendo, qué lleva en la mano?



—Es un dibujo, ¡un dibujo de una corona de espinas!, lo lleva en su piel.



La niña quedó callada, y por un instante inmóvil. Sus grandes ojos observaron a Bob. A este se le erizó la piel, era imposible que la niña, con tan solo un mes, entendiera lo que había dicho.



—¡No digas tonterías!, es tan pequeña e indefensa… Alguien le ha tenido que poner esa marca en la mano. No parece que sea de nacimiento, además, recuerda que esta pequeña ha sido abandonada; tal vez quien la abandonó le hizo esto.



—Esto va en serio, Elizabeth, esta niña tiene algo, no sé el qué. Lo presiento solo con mirarla, créeme, y además ella ya sabe que yo lo sé.



—Yo te diré lo que ella sabe: ella sabe que está en compañía, que ha comido, sabe que ya no tiene frío y que se encuentra limpia y seca. Y



ahora te diré lo que sé yo: la hemos encontrado y debemos ayudarla, se quedará con nosotros, los dos sabemos que seríamos incapaces de abandonarla a su suerte de nuevo. Será nuestra hermana pequeña, ahora ya no lo soy yo. Tranquilízate, hermano, nadie haría daño a la mano que le está prestando ayuda, y menos una pequeña tan bonita como esta. ¿A que no, Abby?, así se llamará.



—Está bien, ya veo que te has encariñado rápidamente con ella. Tienes razón, no podría abandonarla de nuevo, pobrecita.



Bob se agachó y acarició aquella carita tan peculiar con su pelo anaranjado. La niña levantó sus pequeñas manitas a la vez y acarició el pelo rizado de Bob. Los dos hermanos se miraron y rieron, esa pequeña había llegado en un momento de tristeza para ellos. Ahora se sentían más unidos y más fuertes, debían conseguir leche, más comida, ropa para la niña, y los dos sentían que lo podían hacer.



Cuando fuera un poco más mayor, le contarían cómo la habían encontrado. Tal vez la niña poseyera algún don, ¿quién lo sabía?



Ahora era tan solo un bebé y los necesitaba. Y con esos pensamientos salieron los dos hacia casa de Abel y Carla, sus vecinos. Debían presentar a la pequeña Abby; más tarde o más temprano se iban a enterar.



Salieron a la calle, estaba empezando a llover. Elizabeth protegía a la pequeña en su regazo al mismo tiempo que sorteaba los pequeños charcos de barro que ya se habían formado en la calle.



Bob llamó con los nudillos a la vieja puerta de madera de sus vecinos.



Abel abrió sonriendo a Bob, y lanzando una mirada de desconcierto a Elizabeth. No se había dado cuenta de la pequeña, pero pensó que Elizabeth no tenía que participar en la decisión de cómo tenían que organizar la tierra y qué sembrar.



Carla estaba pelando unos nabos, y Alfred, su hijo de ocho años, se abalanzó encima de Elizabeth al ver que llevaba en sus brazos algo cubierto que se movía.



—¡Mira, mamá, nos traen un bebé!



Desde que murió su hermana pequeña, Alfred había dejado de sonreír.



Ahora observaba a sus vecinos con una amplia sonrisa.



—¿Cómo nos van a traer un bebé, hijo, qué estás diciendo? —contestó Carla.



—Veréis —se apresuró a decir Bob—, es verdad que traemos un bebé, pero lo siento, Alfred, lo traemos para que la conozcáis, se va a quedar con nosotros.



Alfred hizo una mueca de enfado. Abel y Carla se miraron al mismo tiempo que se acercaron a Elizabeth para ver a la pequeña. No entendían quién era esa niña ni por qué la tenían con ellos.



—Mi hermano y yo la hemos encontrado en el bosque —dijo Elizabeth un tanto desafiante—. Estaba abandonada, muerta de frío y de hambre. Alguien quería que esta niña muriera, algún día sabré quién lo hizo y por qué. No puedo dejar de pensar qué motivos tan malvados llevan a una persona a cometer semejante atrocidad.



Mientras tanto, hemos decidido que nosotros la vamos a cuidar.



—Eso —dijo tímidamente Bob contemplando a su hermana y a los atónitos vecinos.



—¿Pero cómo vais a cuidar de esta niña? Ya haréis mucho si conseguís poder tirar adelante vosotros —después de decir esto, Carla cogió a la pequeña en sus brazos. Unas lágrimas asomaron en sus ojos, y miró a su marido fijamente como implorando que se quedaran ellos con esa niña.



Después de la muerte de su pequeña, la tristeza se había apoderado de ella; ahora y en esos momentos su corazón parecía latir con más fuerza.



Abel desvió la vista hacia Elizabeth; en ese momento supo que jamás se quedarían con esa niña.



Elizabeth cogió a la pequeña de entre los brazos de Carla, ambas se miraron en silencio durante un momento.



—Me gustaría mucho que me ayudaras con la pequeña. ¡Es más!, estoy segura que lo harás. Yo te agradeceré tu ayuda, y la niña más aún.



Podrías buscar algo de ropita, si es que guardaste algo. Te la traeré siempre que pueda y, si quieres, puedes compartir conmigo tus conocimientos, ya que yo carezco de ellos. Pero quiero que sepas que esta niña se quedará, como antes dije, con nosotros.



—Por supuesto que lo hará, ¿verdad, Carla? Mientras vosotras miráis lo de la ropa, Bob y yo iremos dando un paseo a vuestra pequeña parcela, allí decidiremos la siembra. Vamos, chico, tenemos que darnos prisa antes de que anochezca, se nos va la tarde.





Las parcelas se encontraban a la entrada de la pequeña aldea, cada uno tenía su pequeño trozo. Debían ceder una parte de su cosecha, pero el resto era para su propia subsistencia. Abel tenía su tierra completamente sembrada y ahora la cuidaba con esmero. Contempló la tierra preparada de su vecino, estaba abonada con estiércol y trabajada, pero nada había sido sembrado. Pensó en hacer seis partes con la tierra, en una pondría cebada y avena, en otra podían poner nabos y zanahorias, y distribuirían en las cuatro restantes coles, cebollas, remolachas, ajos y guisantes.





—Mira, Elizabeth, guardé estas prendas, mi pequeña las llevaba cuando nació. Te van a servir y te las voy a dejar, esta niña las necesita y es una lástima que estén ahí guardadas.



—Muchas gracias, Carla, no sabes cuánto te agradezco esto, me da tanta pena esta niña… ¿Quién la habrá dejado en el bosque? Cuando me di cuenta, no me lo podía creer. En estos momentos, quien la abandonó debe pensar que ya está muerta. No debe de ser nadie de por aquí, seguro que viene de lejos, ¿no crees? Yo no dejaría a un bebé cerca si lo abandonara, lo llevaría lo más lejos posible.



—Tú piensas mucho, ¿no? Lo digo por la edad que tienes, me asombras un poco, no sabía que fueras tan despierta.



—¿Y qué hay de malo en ello? Simplemente digo lo que pienso, y pensando, pensando, ¿tendrías un poco de leche para esta noche para Abby? Mañana, cuando vayamos al mercado, vamos a comprar un par de cabras y tendré solucionado el alimento de la pequeña.



Además, quiero sacar leche para venderla.



Carla contempló a Elizabeth. Por supuesto que le daría un poco de leche, pero le inquietaba la firmeza y el desparpajo de la cría.



Se había fijado en el dibujo que llevaba grabado en la mano Abby, no tenía ni idea de su significado; parecía una corona, una corona de espinas. El vello se le erizó. ¿Quién había marcado de una manera tan cruel a un bebé y por qué? Nada le había dicho a Elizabeth, estaba segura de que también lo había visto, ahora casi podía asegurar, después de ver la determinación de su joven vecina, que algún día esta hallaría todas las respuestas.



Abel y Bob entraron en la casa. Encima de la mesa estaba preparada la ropa y también una cuna de madera con una piel de oveja a modo de manta. El joven sonrió mirando a su hermana, parecía que algunos problemas de momento se habían solucionado. Una calabaza estaba llena de leche. Agradeció sinceramente toda la ayuda que les habían prestado y, con sus ahora dos hermanas, se fueron hacia su casa.





Abby estaba dormida. La dejó en la cuna dentro de la habitación. El muchacho observaba a su hermana moverse por la estancia, estaba organizando la ropa que le había prestado Carla, tendrían para una larga temporada. Su hermana apoyó la alargada calabaza en una repisa y se sentó a su lado.

 



—¿Cómo te ha ido, ya tienes clara la siembra?



—Sí, y además estoy muy contento, ¿sabes? Al estar la tierra trabajada, mañana mismo iré a comprar al mercado la simiente, y por la tarde empezaré. ¡Cuanto antes, mejor! Ya verás, hermanita, creo que nos irá bien.



—Eso espero, ahora tenemos la responsabilidad de Abby, es tan pequeña e indefensa… Voy a preparar un poco de cena, le daremos a ella un poco de leche y mañana te acompañaré al mercado. Acuérdate de que quiero las cabras.



—Tendré que hacer un pequeño cercado en la parte trasera de la casa para los animales. En eso no habías pensado, ¿verdad?



—Pues creo que no, tendrás que madrugar un poco, ya que debería estar preparado.



—Está bien, no te preocupes. Y ahora haz algo de comer, me muero de hambre.





El sol entraba tímidamente a través de la pequeña y humilde ventana.



Sobresaltada al oír los llantos de Abby, Elizabeth se levantó, la cogió entre sus brazos y el bebé calló de inmediato. Con poca destreza con la niña en brazos, calentó un poco de leche y se sentó. Abby bebía despacio contemplándola, de vez en cuando levantaba su mano y parecía que acariciaba la cara de su ahora hermana. Cuando terminó la leche, Abby le brindó una simpática sonrisa y Elizabeth pensó que esa niña iba a ser muy especial, lo presentía solo con mirarla. Empezaba a pensar que quizás su hermano tenía razón, pero no podía ser, ¿cómo iba a entender nada con lo pequeña que era? Con esos pensamientos observó a Bob, acababa de entrar en la casa, y tenía cara de cansado.



Por lo visto ya estaba preparado todo para traer a las dos cabras. Dejó a la pequeña en la cuna y se acicaló, cogió las monedas que su madre con tanto esmero había guardado y se dispusieron a salir de la casa.



Dejarían a Abby con Carla, seguro que estaría encantada.





Era primera hora de la mañana y la plaza estaba en pleno bullicio. Comerciantes y artesanos se distribuían por toda la plaza sin guardar ningún orden. La sombra de la peste negra cada vez estaba más lejos, la gente parecía que quería olvidar tantas muertes y dolor con las pérdidas de muchos de sus seres queridos. Elizabeth no se separaba de su hermano, aunque al ver que estaban haciendo un espectáculo de cetrería se quedó contemplando por un momento la belleza de las aves rapaces. Con paso ligero alcanzó a su hermano. La plaza estaba decorada con bandoleras de varios colores. Hombres forzudos lanzaban con destreza cuchillos, y otros tantos intentaban hacer malabares con sus antorchas encendidas. En un puesto más destacado se encontraba el señor feudal rodeado de varios de sus siervos; todos los campesinos debían trabajar sus tierras, cultivándolas lo suficiente para mantenerse a ellos mismos, pero debían pagar una renta al señor feudal a cambio de su seguridad y la del poblado. Tenía bajo su mando a numerosos caballeros, siempre dispuestos a defender todo el territorio. Bob se acercó a uno de los puestos, compró todo lo necesario para la siembra y acompañó a su hermana al rincón de la plaza donde estaban los puestos del ganado.



Aún les quedaban unas monedas y esperaban tener lo suficiente para comprar una cabra.



Elizabeth llevaba la cesta con las simientes y mostraba la mejor de sus sonrisas. Su hermano tiraba casi enfadado de las dos cabras, que no hacían más que pararse en medio del barro de la calle. Alguna rata corría de un lado a otro como queriendo esconderse. El olor de las aguas sucias pasaba casi inadvertido para los habitantes de la aldea, pero Bob esa mañana parecía que lo olía más que nunca.



—¡Venga, hermanito! Ya casi llegamos, no pongas esa cara. ¿Quieres que tire yo de ellas?



—Toma, coge las cuerdas y dame la cesta. ¿No querías cabras? Pues a ver si eres capaz de hacerlas llegar a casa. Ya sé que falta poco, pero, como puedes ver, se han empeñado en no moverse más.



—¡Vamos, cabritas, vamos! —dijo Elizabeth al mismo tiempo que les daba un pequeño toque con un bastón que recogió del suelo. Estas se pusieron en marcha ante los ojos atónitos de Bob. Su hermana se giró y le hizo una mueca graciosa al mismo tiempo que caminaba con sus dos cabras. Abrió el cercado ya preparado y las encerró, puso agua en un cubo y después salió en busca de su hermana Abby. Bob se fue hacia su tierra con las simientes; debía enseñarle a la sabia de su hermana que él también sabía hacer las cosas.





Abby estaba en brazos de Carla cuando llegó; aunque no lloraba, se mostraba inquieta. Una sonrisa se dibujó en su carita al ver acercarse a Elizabeth con los brazos abiertos. Carla las contempló un tanto asombrada, esa pequeña quería y reconocía de inmediato a Elizabeth, aunque llevaba con ella tan solo un día, ¡era increíble! ¿Qué le ocurría a esa niña? La suya, con esa edad, apenas abría los ojos y tan solo sabía comer y dormir. Era una niña muy extraña. «Menos mal que no me he quedado con ella», pensó.



Las semanas pasaban muy deprisa. La crudeza del invierno casi había desaparecido. Elizabeth había aprendido rápidamente a cuidar y ordeñar a sus cabras, que daban más leche de lo que se imaginaba.



En poco tiempo pudo comprar dos cabras más. Por otra parte, la tierra estaba dando una de las mejores cosechas de todo el poblado en calidad y abundancia. Bob se había permitido el lujo de vender parte de la cosecha en el mercado un día a la semana. Abel no daba crédito a la prosperidad que estaban teniendo los dos hermanos. La pequeña Abby crecía con total naturalidad, a excepción de que con tan solo unos meses ya gateaba y pronunciaba algunas cortas palabras. Carla y Abel, que habían presenciado el avance en todos los sentidos de sus vecinos y de la pequeña, empezaron a no encontrar muy normal lo que iba sucediendo en la casa de sus vecinos.



Bob se llevaba muy a menudo a Abby a la tierra. Mientras él recogía parte de la cosecha, la pequeña se pasaba el rato sentada en el suelo, contemplando en silencio lo que hacía su hermano. Del mismo modo, cuando Elizabeth tenía la ropa limpia, la comida en el fuego y la casa ordenada, salían las dos al pequeño patio a ordeñar a las cabras. Abby siempre acostumbraba a acariciar las ubres, mientras su hermana llenaba un cubo tras otro de leche.





CAPÍTULO III



Abby acababa de cenar y estaba tranquilamente dormida en su cuna.



Los dos hermanos se sentaron alrededor de la mesa.



—¿Sabes de qué me estoy dando cuenta, Bob? —dijo Elizabeth con la mirada intranquila.



—Pues no, no lo sé. ¿Te ocurre algo?



—Aún no lo sé, pero cuando dejo a Abby con Carla en alguna ocasión, tengo una sensación extraña. Ella a veces me hace muchas preguntas, como por ejemplo qué hacemos para que la tierra nos vaya tan bien y tengamos de las mejores cosechas que hay en el poblado, o cómo es posible tanta abundancia de leche de nuestras cabras y con ese sabor de tanta calidad. Su marido, según ella, es muy experimentado en lo relacionado a la tierra y la siembra, y no les va como a nosotros. Luego observo cómo mira a Abby; en algún momento he llegado a pensar que la teme.



—Yo, en alguna ocasión, cuando estoy con la pequeña en la siembra, observo, si te digo la verdad, un comportamiento un tanto extraño en Abby. Se sienta y mira todo lo que hago, está quieta y silenciosa. Yo de reojo la miro como si nada, pero ella continúa allí, sentadita y sin moverse. Debería estar de un lado a otro, cogiendo cosas del suelo y metiéndoselas en la boca. ¿No crees?



—Sí, a esas cosas me refiero. Al principio, cuando ordeñaba a las dos cabras, creo que daban la leche hasta un poco justa, y su sabor era como el de siempre, de lo más normal. Cuando Abby empezó a gatear y me la llevaba conmigo, empezó a acariciar a las cabras, no sé decirte cuándo empezó todo esto, pero casi te diría que de un día para otro, las cabras empezaron a dar más leche de lo normal. Yo estaba encantada, pensé que cada día yo debía estar haciéndolo mejor, o quizás se debía a que comían más, no lo sé.



—¿Y qué me quieres decir con todo esto, Elizabeth?



-No te quiero decir nada, tal vez estemos teniendo suerte, no lo sé, pero a veces me pregunto si esta pequeña tendrá algo que ver en todo esto, como si ella pudiera y nos quisiera ayudar.



—Eso es prácticamente imposible, Elizabeth. Además, si eso fuera así, si resultara que esa niña puede hacer esas cosas, pienso que nos vamos a meter en muchos problemas. ¿Te acuerdas cuando llegó? Te dije que esa niña tenía algo.



—Me acuerdo perfectamente, pero yo quiero a esa niña, y ella a nosotros. No quiero ni pensar qué sería de ella ahora mismo sin nosotros. Deberemos protegerla a toda costa, ¿no crees?



—Sí, es verdad, jamás pensé que lograríamos todo lo que hemos logrado. Además, no te he dicho nada aún, pero en el puesto del mercado he conocido a una chica, viene todas las semanas y llena su cesta con todos nuestros productos. ¡Creo que le gusto!



—¡Vaya con mi hermanito! Y a ti, ¿te gusta? Por la cara de tonto que se te ha puesto, diría que sí. ¿La conozco, vive por aquí, cómo es?



—¡Para, para! Esto ya lo sabía yo, tú y tu impaciencia. Sí, claro que me gusta, si no, no te habría dicho nada. Y no, no es de aquí, aunque vive muy cerca. ¿Te acuerdas cuando fuimos el año pasado a visitar la catedral de Saint Giles, al poblado de aquí al lado? Pues bien, vive allí, se llama Bárbara. Es la mayor de tres hermanos y tiene mi edad.



—Entonces, no solo te gusta, ya has hablado con ella y ya sabes cosas de su familia y todo, ¿no? ¿Cuándo me la vas a presentar?



—No vayas tan rápida, deberé preguntarle antes.



—Está bien, ¡pues le preguntas! ¿Pero a quién le tienes que preguntar, a ella o a sus padres?



—¡Elizabeth! Primero le preguntaré a ella, realmente no sé sus intenciones, y si me da su aprobación, entonces supongo que tendré que ir a hablar con su padre.



—¡Tranquilo, Bob! Parece que te estás poniendo un poco nervioso solo porque te pregunto algo tan normal. ¿Y si te dice que sí? ¿Qué harás, irás enseguida hablar con su padre? ¿Es que te quieres casar ya? Y si estuvieras pensando en casarte, ¿qué pasaría con nosotras?



—Nunca os voy a abandonar, le dije a papá que cuidaría de ti, y tú eso ya lo sabes. Ahora deja de pensar tanto con esa cabeza tan despierta que tienes y vamos a dormir. Por cierto, estábamos hablando de Abby y no sé cómo me has liado para terminar contándote lo de Bárbara. No pensaba decirte nada hasta que hablara de todo esto con ella. Espero que me diga que sí, menuda me vas a liar como me diga que no.



Con una sonrisa de ambos y un abrazo, los dos hermanos se fueron a dormir. Enseguida Bob cayó en un profundo sueño, pero la cabeza de Elizabeth no paraba de acelerarse pensando en la conversación que acababa de tener con su hermano. Si este se había enamorado y era correspondido, su situación, aunque su hermano dijera lo contrario, era un tanto incierta. ¿Dónde iban a dormir ella y su hermana pequeña? Estaba claro que allí no; aunque cuando vivían sus padres dormían todos en la misma estancia, ahora no iba a ser lo mismo.



¿Cómo una extraña iba a querer compartir la habitación con ella y con Abby? Eso era casi imposible, seguro que su hermano no había pensado en eso. Tampoco sabía cómo reaccionaría su hermana con ella, tal vez Abby sí tenía que ver con la leche y con la recolecta. ¿Se portaría bien Abby y aceptaría a Bárbara?



«Qué tonterías estoy pensando, si es solo un bebé», pensó Elizabeth en silencio. Cerró los ojos, quería dormirse y no pensar más, aunque una nueva idea que le erizó toda la piel empezó a formarse en su cabeza. Si Abby era especial, si era una niña que tenía un don o algún tipo de poder y la gente de la aldea se enteraba, no lo iban a consentir. Otra idea le pasó por la cabeza: la quemarían. Su cuerpo se sacudió con un pequeño espasmo, cogió a la pequeña que estaba durmiendo en su cuna y la acostó a su lado, se abrazó a ella y cerró sus ojos muy fuerte; no quería pensar más, solo dormirse. Abby, como si tal cosa, la cogió de la mano y continúo durmiendo.





—Buenos días, Elizabeth, no tienes buena cara. ¿No has dormido bien?



—¡No! Llevo toda la noche soñando lo mismo, me despertaba y cuando volvía a dormirme, otra vez estaba en el mismo sueño.



—¿Y se puede saber qué has soñado? Algo no muy bueno, por la cara que pones.



—Eso es, algo no muy bueno. Abby era más mayor, ha cían cola en una casa extraña, pero sé que esa casa era nuestra, vivíamos allí. En la calle numerosas personas se peleaban unas con otras. Había gente que quería entrar en esa casa, ¡bueno, en nuestra casa!, y querían entrar porque esperaban muchas cosas de Abby. La mayoría estaba enferma, gente con enfermedades muy raras y con sus caras desfiguradas. Me daban mucho miedo, Bob. Otras gentes estaban allí porque querían entrar para llevarse a Abby, y los enfermos no los dejaban. Los que se la querían llevar habían preparado en la plaza una hoguera gigante con un palo en el medio. Mucha gente esperaba en la plaza con antorchas y gritaban como locos. Se la querían llevar para quemarla, y Abby solo lloraba y gritaba pidiéndonos ayuda.

 



—Es solo un sueño, muy desagradable, pero un sueño, Elizabeth. No quiero que le des más vueltas a todo esto y a la conversación de anoche. Abby es pequeña y no ha hecho nada, ni la gente conoce nada de ella, y si estás preocupada por Carla y lo que pueda decir o pensar, creo que acabo de encontrar la solución.



—¡En serio! ¿Qué has pensado?



—Le compraremos la tierra a Abel, está justo al lado de la nuestra. Y



para que no pueda decir que no, le haré una oferta que no podrá rechazar. Si ellos piensan que nuestra hermanita tiene algo que ver, guardarán silencio cuando le ofrezca a nuestro vecino trabajar las tierras juntos y vender en el mercado la cosecha. Él recibirá a cambio el doble de lo que ingresa en estos momentos durante todo el año, y nosotros en cambio tendremos otra parcela, más cosecha y ayuda para trabajar la tierra.



—Es una buena idea, sí. ¿Crees que aceptará?



—Estoy casi seguro, yo también me doy cuenta del recelo con que nos mira Carla, es como si nos envidiara. Supongo que no imaginaba que nos pudiera ir tan bien sin nuestros padres.



—Si a ellos les va bien, les dará igual que sea suerte, un buen año o Abby. Es eso lo que quieres decir, ¿verdad?



—Eso es —dijo complacido Bob.



—Pues voy a preparar el desayuno y te vas en busca de Abel, hazle la oferta hoy mismo. Tal vez Carla se ponga contenta pensando en que ha cambiado su suerte, y empiece a mirar a nuestra hermana de otra manera. Me da miedo que comente con otros vecinos sus inquietudes respecto a Abby.



—Estamos dando por hecho que Abby es la causante de nuestra prosperidad. ¿Realmente lo crees, Elizabeth?



—No doy por sentado nada, Bob, realmente no sé qué pensar.



Elizabeth calentó la leche y puso en la mesa dos gruesas rebanadas de pan untadas con membrillo y unas nueces por encima.



En silencio, tomaron el desayuno. Bob se lavó la cara con el agua que le había preparado su hermana en la vieja palangana, y salió en busca de Abel. La muchacha recogió rápidamente la cocina. Abby estaba despierta y la reclamaba, debía estar hambrienta.



—¿Sabes una cosa, Abby? Hoy no te voy a dejar con Carla, te llevaré conmigo al mercado. Quiero acercarme al puesto de animales y me gustaría comprar unas gallinas. No sabes lo que son las gallinas,



¿verdad? Llevas el pañal muy sucio, te cambiaré antes y te daré un poco de leche. Cuando la termines, te voy a dar un pedacito de pan.



¿Lo quieres probar? Supongo que no entiendes nada de lo que te estoy diciendo, pero al verte tan callada y mirándome de esa manera con esa atención, daré por sentado que puede que me entiendas un poco, pero no me lo sabes decir. Ven, pequeña, vamos, estás guapísima.





Elizabeth llegó al mercado de la plaza un poco cansada. Abby crecía muy deprisa y cada vez pesaba más. Fue directa al puesto de los animales, quería escoger las mejores gallinas antes de que alguien se las llevara. Compraría de momento siete, nada le había dicho a su hermano, pero estaba segura de que contaría con su aprobación.



Además, había pasado de camino por el puesto de Bob y este aún no se encontraba allí; seguramente su retraso se debería a la conversación que debía de estar teniendo con Abel. Por un momento pensó que era una auténtica tonta. ¿Cómo iba a cargar con la niña y además llevar a siete gallinas?



Volvió hacia su casa; otra vez debería pedirle a Carla que se quedara con Abby.



—Hola, Elizabeth —saludó con una sonrisa Abel—. Me voy a ayudar a tu hermano, e

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