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El rastro

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El museo Gardner alberga muebles, tapices, cuadros; muchos de ellos adquiridos siguiendo los consejos de Bernard Berenson, el gran estudioso de la pintura italiana, uno de los primeros en revalorizar a los maestros del primer Renacimiento. En efecto, allí pueden admirarse dos Mantegna y algunos retratos que representan a jóvenes patricias pintadas por Uccello y Pollaiuolo; un Piero della Francesca que figura a Hércules, un cuadro de Cosimo (o Cosme Tura, pintor de los duques de Este de la corte de Ferrara) y otro del veneciano Carlo Crivelli, también con reminiscencias orientales, esos mismos pintores que se alinean en las salas dedicadas al Quattrocento italiano de la Galería Británica de Londres, de quienes se habla en un bello cuento de la escritora norteamericana Edith Wharton: relata la historia de un joven heredero de la Nueva Inglaterra cuyo gusto denota una delicada morbosidad avant la lettre, un pálido esteta que, en su obligado viaje por Italia, adquiere pinturas de autores carentes de valor en el mercado (los mismos que admiramos en el museo de Isabella Gardner), por lo cual su padre lo deshereda.

El museo es un antiguo palacio veneciano trasladado desde Italia hasta la Nueva Inglaterra, allí coinciden objetos de pésimo gusto con maravillas, cortinajes, biombos japoneses, muebles, vitrales, cuadros excelsos, como por ejemplo uno de Sofonisba Anguissola, la pintora italiana que vivió en la corte de Felipe II y pinta como Claudio Coello. La casa está construida alrededor de una loggia que alberga un jardín de invierno con orquídeas y unos limoneros que producen unas frutas enormes, especie de toronjas agigantadas, rugosas, de un color amarillo lustroso, el verde de las hojas del arbusto es sólo comparable al de los árboles pintados en el Renacimiento, desde las ventanas de la habitación donde la Virgen recibe al ángel de la anunciación se mira un paisaje de calidad tan irreal como el color verde de las hojas y el color azul del cielo. Junto a los limoneros, orquídeas salvajes (feroces), helechos gigantes y estatuas mutiladas.

He visto allí una pequeña muestra dedicada a Cosimo Tura, reúne unos doce cuadros de pequeño formato, una exposición muy especial, dice el guardia de la sala, respondiendo a un visitante que pregunta decepcionado por qué la exposición es tan exigua. Destacan dos pinturas, la de una Virgen pequeña vestida de terciopelo guinda (muy semejante al color del traje de Emmanuelle Khanh que María lleva puesto), muy sobria, un poco descotada sin embargo y de cuyo regazo resbala un Niño Dios con cara de adulto, a medias sonriente y reflexivo. Enfrente, el cuadro más importante de la pequeña exposición, se trata de una Piedad, representa a la Virgen desolada, sentada sobre el sepulcro (un sarcófago de piedra primorosamente labrada) y con el cuerpo de Cristo en su regazo, aún convulsionado, refleja el sufrimiento del martirio, los labios apartados y de un intenso color morado dejan asomar los dientes muy blancos que contrastan con la piel lívida, o mejor dicho amoratada, del mismo tono que el manto de la madre, cuyos espesos y duros pliegues escultóricos caen hasta el suelo, enmarcando el cuerpo de Cristo. La Virgen viste un traje negro que deja asomar parte de su cuello, su cabeza (tres cuartos de perfil) se cubre con un tocado de gasa que oculta totalmente sus cabellos: su brazo derecho se acerca al rostro de su hijo como si lo fuera a besar (con expresión de profunda melancolía). Tiene la misma edad que Cristo, quien, desnudo, con el bajo vientre cubierto por una gasa semejante a la del tocado de la mujer, detiene su mano izquierda sobre el ombligo, se advierte la perforación que el clavo le ha dejado, gotas de sangre aún muy frescas y muy rojas reiteran la herida del costado, también sanguinolenta: el rostro es oriental, grotesco, refleja una agonía agigantada por la delgada corona de espinas de la que escurren dos hilos de sangre cristalina. Detrás, un paisaje extraño, el Gólgota, montaña en forma de espiral que como la torre de Babel sube y se retuerce, arriba las tres cruces, en dos ondulan los cuerpos de los ladrones y la cruz central se deshabita.

Las figuras de Tura, dice Berenson, parecen esculpidas en pedernal, son tan hieráticas e inmóviles como las estatuas de los faraones egipcios, pero su convulsa y contenida energía nos recuerda los nudos que interrumpen la delgadez de los troncos de los olivos. Tura es distinto a sus contemporáneos, por ejemplo, el florentino Sandro Botticelli, cuya idea de la belleza es de una delicada y clásica simplicidad.

Sigo mirando el documental una semana (apenas) después del entierro, uno de los carniceros es feroz y gordo, con un rostro arcaico y oscuro (la ardilla me mira desde la ventana, sus ojos se han suavizado, ya no parecen ojos de rata). De pronto su hacha se desvía y en lugar de asestar un nuevo golpe al cuerpo del caballo, el carnicero alcanza su propia pierna con el hacha y la sangre corre de nuevo, humeante, negra, y todo termina, se ensombrece la pantalla y apenas un instante, un instante después apenas, tan breve que no alcanza, la cámara vuelve a proyectar al hombre con una pierna sana y con otra postiza —ya no es carnicero, me digo, es un pirata—, la pierna izquierda es la que se ha cortado con el hacha, ahora un muñón montado sobre una prótesis arcaica; el hacha, la misma hacha, se mueve con destreza y sigue destazando, asesinando a los caballos en el rastro, en ese viejo rastro francés situado en un suburbio de París, un París oscuro y humilde, anterior a la Segunda Guerra, un París parecido al que nos muestran las fotos de Brassaï y este documental que ahora veo o que ahora al lado del féretro, mirándolo a él, a Juan, oyendo a María y viendo su boca que desaparece, su rostro mutilado, sus labios apretados por el rencor, recuerdo, recuerdo los cuerpos destazados de los caballos que se amontonan, cada vez más, cada vez hay más cadáveres destazados de caballos, ya no se soporta el hedor, me llegan desde la pantalla el horror y la náusea. Sigo mirando el cuerpo extenuado frente a mí, invadida por el olor dulzón, me circunda como un halo, no me deja, no lo deja, en ese mismo instante aparecen en la pantalla varios hombres fuertes, toscos, se dirigen a la enorme pieza donde el carnicero mutilado esgrime su hacha y poco a poco, uno a uno, van acomodando los pedazos de las bestias cercenadas en anchas plataformas rodantes para llenar los camiones que repartirán la carne de caballo en las carnicerías que la expenden: la vida es una herida absurda. La carne de caballo no tiene el mismo gusto que la carne de res, tiene un sabor dulzón, su dulzura repugna. Sigo soñando que me pierdo: al despertar nunca me encuentro, sufro, me da rabia, me late apresurado el corazón.

En Georgia, en un crematorio donde se suponía que incineraban a los muertos, se encontraron cadáveres en diferentes estadios de descomposición. Los deudos habían recibido urnas rellenas de tierra y cal.

Estoy ante el féretro, siento cómo circula la sangre por mi cuerpo, siento cómo se revuelven mis entrañas, sus entrañas, y con el corazón ya herido por el infortunio recuerdo la sangre que cae en los ojos del caballo o la sangre que recorre la pierna del carnicero, cuando sorprendido por el golpe observa en su mano el hacha, el hacha que se ha desviado y sin querer —¿sin querer?— lo ha mutilado, como si él, también él, fuera caballo. Vuelvo a sentir la sangre, la pura sangre, luego la hiel, la pura hiel, el rencor seco, la ira contenida, el odio que se vuelve contra mí como si estuviera apestada y mi violencia fuese un contagio que se extendiera, atacase, amenazara con desbordar la piel, para dejar salir en borbotones la sangre que el hacha carnicera ha hecho brotar de esa pierna cortada, la sangre que escurre hasta el suelo y acompaña a la pierna que cae y al rostro que la mira, desorbitado, sosteniendo aún el hacha en la mano, caliente, viscosa, sucia, los ojos detenidos en la propia sangre, la sangre que sale del corazón cuando el corazón se ha roto (han sustituido la válvula mitral por una válvula hecha de tejido animal) (es de cerdo o es de vaca) o cuando han abierto el pecho (una operación a corazón abierto), el corazón deshecho entre mis manos (se han repuesto las arterias dañadas con injertos, se han utilizado las delicadas arterias de las glándulas mamarias) (o se ha hecho un pontaje con la vena safena), la sangre confundida con la sangre del caballo que deja un rastro en el suelo manchado del matadero y un olor dulzón atraviesa la pantalla idéntico a este olor dulzón que me persigue y que no logra atenuar ni el olor de las flores (sobre todo, los nardos), tampoco las rosas, ni siquiera cuando son rosas rojas, como tampoco las cuatro botellas de desinfectante destapadas (de loción Zhdánov) logran opacar el persistente olor corrupto que exhala el cuerpo descompuesto de Nastasia Filíppovna (Rogozhin ha pensado en rodear de rosas el cadáver de Nastasia, no lo hace, le horroriza que alguien pudiese imaginar (siquiera) que está muerta). Ese olor dulzón no desaparece ni con el olor de las flores ni con el olor ni el color de los cirios: cuatro, si, colocados en los cuatro extremos del ataúd.

Estoy sola, sentada frente a la pantalla, hipnotizada, viendo una y otra vez el documental, oliendo la sangre que se derrama a pesar de que en verdad ya no hay sangre en este cuerpo amarillento que velamos. Es un cuerpo exangüe.

¿Exangüe?, me pregunto. La palabra exangüe dicha así, en voz alta, o murmurada, me remite de inmediato a un cuerpo en el que la sangre ha dejado de circular: un cuerpo que en verdad ya no tiene sangre. La vida es una herida absurda: creo que ya merezco que me den el pésame. Es obvio, en un cuerpo vivo la sangre circula sin cesar (doscientos cincuenta a trescientos gramos es el peso del miocardio, con un ritmo de cincuenta a cien latidos por minuto, cien mil veces al día) (Glenn Gould interpretaba su última grabación de las Variaciones Goldberg en cincuenta y un minutos, quince segundos, en 1981) y este cuerpo, el de Juan, ya no vive, está muerto, ni un solo latido acompasa su corazón, lo que simplemente quiere decir, repito infinidad de veces en voz baja, sin poder comprenderlo, lo que simplemente quiere decir que la sangre ya no corre, ya no circula por sus venas, el corazón ha dejado de latir (cincuenta o cien latidos por minuto), la sangre, repito, la sangre, la sangre no puede circular cuando un cuerpo muere y cuando ese músculo al que conocemos con el nombre de corazón se ha necrosado.

 

El corazón tiene sus motivos que la razón desconoce, decía Pascal.

Soñé que me perdía. Desperté furiosa: no me he encontrado (me subió la presión arterial).

El cuerpo que velo en el amplio salón de la casona donde me acompaña un olor denso y perpetuo a cirios, nardos y moho está colocado en un ataúd de madera clara y basta con remaches de metal, va vestido con un traje verde olivo y una corbata banal, lleva una cruz abrazada contra el pecho, su rostro es lívido y desencajado, los ojos hundidos, la boca violácea y desdentada sobre la cual crece un bigote ralo y desteñido y la quijada sostenida con un pañuelo negro para que no se desbarranque, las bellas manos, los dedos largos, elegantes, amarillentos. Este cuerpo, concluyo, ya no tiene sangre.

Es un cuerpo exangüe.

Un cuerpo exangüe

Coyoacán, Princeton, Coyoacán,

Harvard, Coyoacán,

1999, 2001–2002

“UNA VEZ FUI A UN ENTIERRO DE PUEBLO”

Una vez en 1999 fui a un entierro de pueblo, con procesión hacia el cementerio. Y cuando en un pueblo hay un entierro y se va avanzando por un terreno pedregoso por el que transitan los hombres, los caballos, las gallinas, los perros, las vacas, y se pisa la caca, de inmediato se vuelve natural –o por lo menos eso me pareció a mí– pensar en que somos polvo y al polvo hemos de volver Y, si al lado de los dolientes aparecen mendigos con huaraches y un pie vendado con sangre coagulada, más la cocinera, el portero, el jardinero, el notario, los borrachos y los mariachis del pueblo que pisan la mierda, marchando junto a varias señoras con botas o tacón alto de diseñador y señores calzados con zapatos muy bien boleados de una marca cotizada, luciendo blazers perfectos, cortados en Nueva York, confeccionados con el casimir inglés de la más finísima calidad, y quienes, de repente, sin darse cuenta, por no fijarse por dónde caminan, pisan también la misma mierda y gritan de manera redundante ¡mierda!, y el ataúd se va bamboleando a lo largo del camino, eso nos nivela como nivela a todos los personajes de mi texto, en ese entierro distinto al de los velatorios y crematorios y aun de los panteones de una gran ciudad, y permite que coincidan cosas muy diversas, a veces involuntariamente cómicas, en un solo espacio, como en los textos medievales.

El entierro, pues, como disparador del texto. Además, el personaje principal muere de un infarto. Un infarto conduce naturalmente al corazón, cuyas razones desconoce la razón y en mi caso a muchas asociaciones que se van encadenando a medida que iba escribiendo, la familiar polarización entre cabeza y corazón tan manejada a lo largo de los tiempos. Me interesaba el corazón en sí mismo, como el órgano principal de nuestro cuerpo que puede también enfermarse, dañarnos o matarnos si no funciona con el ritmo correcto (una de las posible enfermedades: la arritmia) y a la vez utilizarlo en su acepción más trillada, como un símbolo del sentimiento, es decir, todavía creemos que es en el corazón donde se generan los sentimientos: Se dice que se rompe el corazón cuando tenemos un amor desgraciado: y a partir de allí surge una inmensa gama de expresiones y lugares comunes muy populares, cuyo punto de partida es ese órgano: está en los boleros, en las canciones rancheras, en los tangos que uso una y otra vez en la novela como el de Male­na que “en cada verso pone su corazón”, o cuando se repetía la frase “la vida es una herida absurda” del tango “La última curda”, cantado por Roberto Goyeneche, leitmotiv en la novela que termina quizá sabia y desgarradoramente también, “corriéndole un telón al corazón”.

La música popular muy importante, sí, asimismo el problema de la interpretación como creación en el arte; al lado, la música clásica, las Variaciones Goldberg de Bach, otro leitmotiv de la novela, junto con el melodrama maravilloso de Dostoievski, el triángulo de El idiota, el de Mishkin y Rogozhin reflexionando junto al cadáver de Nastasia Filíppovna, de cuyo corazón apuñalado apenas había salido una pequeña gota de sangre.

Decidí que mis protagonistas fueran músicos, una chelista y un pianista. Explorar una obsesión mía, la de los usos del cuerpo femenino: las mujeres a quienes en otras épocas les prohibían tocar el chelo porque para hacerlo tenían que abrir las piernas o montar a caballo a horcajadas, tema que también visité en mi novela Apariciones.

Tuve que trabajar muchísimos textos y oír muchas veces los discos de mis compositores preferidos para tener un trasfondo y además documentarme mejor sobre la música, las enfermedades del corazón y su fisiología; recopilar pacientemente las expresiones relacionadas con el corazón, provenientes de un saber popular, presente en los refranes, las frases hechas, las letras populares y las cultas. Es un cúmulo de notas que van poco a poco decantándose y pueden constituir una especie de palimpsesto textual que sostiene la escritura, que está debajo de lo que uno escribe y le va dando cuerpo, el que se advierte, el que vemos y conocemos, pues adentro, sin que lo veamos y a veces ni siquiera lo sintamos, están obviamente el corazón, el estómago, el hígado, las venas, las arterias, y, de repente, lo de adentro y lo de afuera, lo escondido y lo evidente, ese confuso arsenal de conocimientos y lugares comunes se va afinando y deja el sedimento que una realmente necesita para la economía textual.

MARGO GLANTZ, Ciudad de México, agosto de 2019

ÍNDICE

EL RASTRO

EPÍLOGO: “UNA VEZ FUI A UN ENTIERRO DE PUEBLO”

Margo Glantz (Ciudad de México, 1930) es una novelista y ensayista mexicana, además de una figura central en la intelectualidad de su país. Junto con sus libros de ensayos, entre los que destacan los que escribió sobre Sor Juana Inés de la Cruz, ha publicado varios textos de creación, entre los que destacan Las genealogías, yo también me acuerdo y El rastro (premio Sor Juana Inés de la Cruz y finalista del Premio Herralde). Sus libros han sido publicados en las casas editoriales más importantes del español, como FCE Anagrama Pre­textos y Sexto Piso.

En su literatura, Glantz demuestra un increíble manejo del lenguaje sin descuidar nunca la profundidad de sus temas. Sus novelas, siempre sofisticadas y en muchos casos experimentales, dan cuenta de una manera única de mirar y pensar el mundo.

Ha recibido las becas Guggenheim y Rockefeller, así como también cinco doctorados Honoris Causa, y múltiples premios literarios, como el Sor Juana Inés de la Cruz (2003), el premio FIL (antes Juan Rulfo) (2010), el Premio de Narrativa Manuel Rojas (2016) y Premio Alfonso Reyes (2019). Enseña en la UNAM y ha sido profesora visitante en las universidades de Harvard, Princeton, Yale, entre otras.

Otros títulos en esta colección

POESÍA ERAS TÚ

Francisco Hinojosa

¿HAY VIDA EN LA TIERRA?

LLAMADAS DE ÁMSTERDAM

LOS CULPABLES

Juan Villoro

EL ANIMAL SOBRE LA PIEDRA

Daniela Tarazona

DISTANCIA DE RESCATE

Samanta Schweblin

LOS NIÑOS DE PAJA

Bernardo Esquinca

¿TE VERÉ EN EL DESAYUNO?

Guillermo Fadanelli

Títulos en Narrativa

NEFANDO

Mónica Ojeda

CAMERON

Hernán Ronsino

LOS ACCIDENTES

Camila Fabbri

PAJARITO

Claudia Ulloa Donoso

LAS INCREÍBLES AVENTURAS

DEL ASOMBROSO EDGAR ALLAN POE

INFRAMUNDO

LA OCTAVA PLAGA

TODA LA SANGRE

CARNE DE ATAÚD

MAR NEGRO

DEMONIA

Bernardo Esquinca

LOS QUE HABLAN

CIUDAD TOMADA

Mauricio Montiel Figueiras

UNA NIÑA ESTÁ PERDIDA EN SU SIGLO

EN BUSCA DE SU PADRE

APRENDER A REZAR EN LA ERA DE LA TÉCNICA

CANCIONES MEXICANAS

EL BARRIO Y LOS SEÑORES

JERUSALÉN

HISTORIAS FALSAS

AGUA, PERRO, CABALLO, CABEZA

Gonçalo M. Tavares

AUSENCIO

Antonio Vásquez

LODO

EL HOMBRE NACIDO EN DANZIG

MARIANA CONSTRICTOR

Guillermo Fadanelli

EL VÉRTIGO HORIZONTAL

LA CASA PIERDE

EL APOCALIPSIS (TODO INCLUIDO)

Juan Villoro

LAS TRES ESTACIONES

BANGLADESH, OTRA VEZ

Eric Nepomuceno

PÁJAROS EN LA BOCA Y OTROS CUENTOS

Samanta Schweblin

TIEMBLA

Diego Fonseca (editor)

LA INVENCIÓN DE UN DIARIO

Tedi López Mills

EN EL CUERPO UNA VOZ

Maximiliano Barrientos

PLANETARIO

Mauricio Molina

OBRA NEGRA

Gilma Luque

EL LIBRO MAYOR DE LOS NEGROS

Lawrence Hill

NUESTRO MUNDO MUERTO

Liliana Colanzi

JAULAS VACÍAS

LOBO

LA SONÁMBULA

TRAS LAS HUELLAS DE MI OLVIDO

Bibiana Camacho

IMPOSIBLE SALIR DE LA TIERRA

Alejandra Costamagna

LA COMPOSICIÓN DE LA SAL

Magela Baudoin

JUNTOS Y SOLOS

Alberto Fuguet

FRIQUIS

LATINAS CANDENTES 6

RELATO DEL SUICIDA

DESPUÉS DEL DERRUMBE

Fernando Lobo

PROFESORES, TIRANOS

Y OTROS PINCHES CHAMACOS

EMMA

EL TIEMPO APREMIA

Francisco Hinojosa

NÍNIVE

Henrietta Rose-Innes

OREJA ROJA

Éric Chevillard

AL FINAL DEL VACÍO

POR AMOR AL DÓLAR

REVÓLVER DE OJOS AMARILLOS

CUARTOS PARA GENTE SOLA

J. M. Servín


EL RASTRO

de Margo Glantz

se terminó de

imprimir

y encuadernar

en septiembre de 2019,

en los talleres

de Litográfica Ingramex S.A. de C.V.,

Centeno 162­1,

Colonia Granjas Esmeralda,

Alcaldía Iztapalapa,

Ciudad de México.

Para su composición tipográfica se emplearon las familias Bell MT de 11:14 y Steelfish de 37:37 y 30:30. El diseño es de Alejandro Magallanes.

El cuidado de la edición estuvo a cargo de Dulce Aguirre.

La impresión de los interiores se realizó sobre papel Cultural de 75 gramos.

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