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El rastro

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Si no me equivoco, no fue sino en 1948 que unos ciru­janos se atrevieron de nuevo a abrir el pecho de un paciente y dilatar alguna de sus válvulas. Las operaciones a corazón abierto se convertirían en rutina diez años más tarde y, a partir de 1970, los progresos en esa ciencia fueron fulgurantes. Hay que colocar al paciente en una situación no fisiológica, temporal, pues el organismo no soporta que la circulación se detenga por más de tres minutos. Antes se utilizaban otros procedimientos, la hipotermia (la temperatura del cuerpo alcanzaba vein­tiocho grados centígrados) y la hiperbaria, que consistía en aumentar la concentración de oxígeno de la sangre. Actualmente, se utilizan órganos artificiales, un corazón y un pulmón para que se siga irrigando el cerebro.

La limpidez del lenguaje con que se escribe la poesía sentimental, la que habla del corazón, concuerda con la calidad de las lágrimas —su transparencia—, es más, la impenetrable coraza que separa al órgano interior, oculto dentro del tórax, cubierto por los músculos y la piel, pudo destruirse también, mucho antes de que existiese la cirugía a corazón abierto, por la simple fuerza del amor, el amor que opera a manera de transmutación alquímica cuyo resultado será ese precipitado amoroso, el líquido humor que en virtud de la exaltación de la pasión es la prueba fehaciente aunque metafórica de un corazón fiel y amante, deshecho por la pasión (y el amor a la verdad). Para operar a Juan, los médicos tienen las manos cubiertas de finos guantes de látex y sus instrumentos se manchan de sangre, un humor mucho más espeso que el producido por las lágrimas, ellas sí, transparentes. Las lágrimas hacen posible que el amante advierta la transición entre lo invisible y lo visible: los sentimientos que parecen falsos cuando se expresan solamente con pala­bras y acciones concretas —por ejemplo las caricias o los regalos— son pálidos reflejos de su veracidad, de la veracidad del corazón, y sólo es sincero y precioso el llanto derramado que humedece las manos del amado como las lágrimas que alguna vez yo derramara sobre las manos de Juan colocadas sobre mi rostro, esas lágrimas, la prueba irrefutable de mi más intenso y verdadero sentimiento. ¿Un vulgar calentamiento de la sangre, una operación alquímica, es capaz de reiterar el milagro del amor correspondido?

Ciertas modificaciones de la sangre provocan movimientos en el rostro, como la alegría o la desesperación: la sangre se calienta, se enrarece, se convulsiona, ¿puede convulsionarse la sangre?, ¿o es el corazón el que se convulsiona? Sí, la pasión amorosa pone en movimiento mecanismos fisiológicos, sí, al influjo de la pasión se calienta la sangre y se produce una especie de efervescencia que la empuja a salir del corazón, sí, esa herida abierta que es la vida.

Y eso es literalmente lo que pasa cuando se tiene una pena amorosa, su fuego deshace al corazón, el órgano de la vida —tengo el corazón deshecho entre tus manos—, y ese sentimiento extremo permite que la sangre hierva, es cierto, absolutamente cierto, la sangre hierve y su fuego efectúa una combustión, como si pusiéramos un caldero con agua que al hervir se evaporara, el proceso de calentamiento efectúa un movimiento poético: la transmutación de las palabras en lágrimas hace que la sangre se destile y vaporice en ardores por la vista. Por obra y gracia de la metáfora amorosa, el corazón parece destilarse como los licores, aunque en realidad —si uno está vivo— el pecho mantiene su coraza y las lágrimas son apenas la expresión —el trasunto— de la pasión correspondida. Una única fórmula existe para romper el corazón, metafóricamente roto a pedazos por la pasión o convertido en líquido transparente para servirle de espejo. Esa posibilidad podría formularse diciendo que ciertas maneras de morir hacen de la muerte un líquido, es decir, la convierten en duración y en purificación. Para lograr que el corazón se parta, no metafórica sino literal­mente, se exige una operación a corazón abierto, para que del pecho brote la sangre y se extinga la lasciva llama. Cuando el tórax es atravesado de verdad, cuando esa caja fuerte que resguarda al pecho —formada por el esternón y las costillas— se rompe, cuando el pecho se parte con violencia, sobreviene la muerte, como sobrevino la muerte de Juan o la de Nastasia Filíppovna que quizá hubiese podido restaurarse si se le hubiese hecho una operación a corazón abierto, como la que practicó por primera vez en un enfermo el cirujano alemán Rehn en 1896.

En su convulsionado discurso, María ha pronunciado la palabra muerte, la muerte de Juan, y la sangre parece salir a borbotones de su boca, alterando la naturaleza, tiñéndola de rojo. La muerte es quizá la forma más violenta de la correspondencia amorosa, si de los dos pechos enlazados brota la sangre. Es la sangre de Juan la que se ha derramado. Oigo latir la mía, mi sangre, acompasada, acompasada como la de un metrónomo (de cincuenta a cien latidos por minuto), dentro de mi propio corazón, mientras lo velo. Se resuelven así las dos cadenas metafóricas, la del corazón y las lágrimas, la del corazón y la sangre, dos formas de producción de lo húmedo, dos formas de deshacer al corazón, las dos únicas que pueden destruir la prisión, ese cerco de huesos y de carne. En el asesinato, en el suicidio (si en el asesinato en cuestión o en ese suicidio, el pecho ha sido atravesado violentamente y el corazón ha quedado al descubierto) o también en una operación (para sustituir las arterias naturales con arterias de plástico o para restaurar los tejidos de la válvula mitral con una válvula de cerdo o de vaca) el pecho se parte y el corazón se entrega a la mirada; es más, los médicos pueden tenerlo entre sus manos, el corazón de Juan deshecho entre sus manos. Sí, dice sor Juana, porque yo, más cuerda en la fortuna mía, tengo en entrambas manos ambos ojos y solamente lo que toco veo.

El aceite de oliva, explica María, interrumpiendo el relato (su boca brilla), contiene un setenta y siete porciento de grasa monosaturada, la grasa “buena” (HDL), la que ayuda a reducir el colesterol malo (LDL). Los investigadores opinan que el aceite de oliva, repite María y lo dice con su boca exigua, con sus labios apretados por el rencor, puede reducir el riesgo de las enfermedades coronarias y algunos tipos de cáncer; además, ayuda a mantener constante la presión arterial y proporciona alivio para la artritis. Fácilmente digerible, agrega, el aceite de oliva puede reducir la acidez gástrica, cicatrizar las úlceras y estimular las funciones del hígado, el intestino y el páncreas (quizá también el aguacate). Si uno no tiene la presión arterial alta, añade, no hay que preocuparse demasiado, ni aunque se tenga alto el colesterol, a nuestra edad, el colesterol ya no significa nada; en cambio, dice alzando aún más la voz (haciendo que todos los que nos rodean se den vuelta para oírla), hay que evitar que se eleve la presión arterial (pero sé bien que lo que dice es falso: el colesterol sí es malo, hay que hacer dieta para contrarrestarlo y tomar Lipitor o Zokor o Mevacor aunque se dañe el hígado (y para prevenir una complicación hepática hay que practicar exámenes rutinarios, por lo menos cada seis meses)).

Yo me permito, a mi vez, esbozar una fantasía poética, trazar una relación entre el corazón, ese órgano imprescindible que dibuja un jeroglífico, el de los sentimientos —¿la fisiología del amor?— y la forma del soneto. Como el corazón, el soneto se cierra sobre sí mismo, jamás puede salirse de su marco, así se trate del vapor que la pasión hace asomar a los ojos, creo que, gracias al efecto de la combustión —una mezquina combinación térmica—, el corazón puede deshacerse en lágrimas, romperse, destruirse.

La forma del soneto es muy parecida a la del corazón, este delicado instrumento cerrado sobre sí mismo que cuando se desborda ocasiona la muerte del cuerpo —en este caso particular, la muerte del cuerpo de Juan— y también la muerte del poema.

El principio y el fin se reúnen como en el símbolo esotérico del uróboros, la serpiente que se muerde la cola (la perfecta alegoría del infinito y también la del eterno retorno) (como si dijéramos, la lucha con el ángel). El pueblo es bello, empedrado, engarzado en las montañas, de un azul delgado, las calles suben y bajan, hacia la plaza polvorienta. Nada parece haber cambiado desde la última vez que estuve allí, sólo la muerte de Juan cambia las cosas, como ha cambiado su casa, nuestra casa; ahora llueve menos quizá y el color cenizo de la tierra es muy notable, ¿como el de su rostro y la áspera consistencia del bigote que lo desfigura? He visto en los campos y amontonadas, obstinadas, las gavillas de paja seca, torpemente empacadas, despeinadas, mal dispuestas, como si tuvieran sed y hambre, colocadas al desgaire para sufrir las intemperies, distintas de esas naturalezas muertas que admirábamos en los museos europeos Juan y yo, los cuadros holandeses y españoles, los españoles con sus frutas e insectos, los holandeses con sus campos iluminados por el sol que resplandece sobre los montones de paja hacinada, iluminándolos desde adentro, haces de paja que serán aprovechados para alimentar a los animales, para rellenar los graneros, que los campesinos recogen o empacan, y la paja amarilla de los campos se amontona para formar pirámides perfectamente triangulares, en equilibrio perfecto, pintadas con gran sabiduría técnica y fragilidad de espíritu, montones de paja coronadas de nudos que sirven de remache en el silencio, el silencio de una paz otoñal. En otros cuadros los campesinos están sentados en grupos, comen, los niños juegan, los hombres beben, otros cortan un pan, una mujer se arregla el peinado debajo de la toca; atrás, los montones de paja son estructuras triunfales que en su obstinada superficie propician la abundancia, se empieza por un extremo y se termina en el otro, se repasa el cuadro, se hace un inventario de los objetos que en él aparecen, y para mí lo que más destaca es la pasiva y dulce entrega de los brillantes haces de paja amarillenta, esa paz otoñal que Gould deseaba conseguir cuando interpretaba, poco antes de morir, las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach.

 

En los caminos de México, cuando manejo rumbo al pueblo, para añadirme a la lista de dolientes, de parroquianos de un velorio, las gavillas de paja me llenan de melancolía, en su desgastada y mal ordenada apariencia, la sombra frágil de una pérdida, pienso, cuando atravieso la calle principal de un pueblo, también carretera vecinal, con sus puestos improvisados donde se amontonan las verduras y los costales de zanahorias, los listones de carne, los chorizos naranjas y verdes y el zumbido de las moscas, las campanadas de la iglesia resuenan tristemente en mi corazón. En los cuadros holandeses la laboriosidad se ve recompensada por una franja verde que nos habla de una tierra fértil casi idílica en su glorificación de los valores cotidianos, el heno como recuerdo de una cosecha abundante, utilizable hasta la última brizna de paja, ufana en su eficiencia.

Sigo de pie cerca del ataúd, miro casi sin pestañear el rostro amarillento con su nuevo e inoportuno bigote, ocupando el lugar de los dientes, la cara pajiza con la quijada amarrada para que no se desbarranque, rostro anónimo, carece de mirada. La mitificación —¿es el recuerdo?— forma un relato y engendra cuerpos nuevos y fugaces, la palabra los corrige siempre, los va transformando y puliendo y su rostro, el de Juan, el rostro del Juan que llevo en el recuerdo, el Juan con el que pasé muchos años, cuyo rostro mortecino me recuerda el color de la paja hacinada en los campos (esos campos felices del recuerdo y de las pinturas holandesas que ambos contemplábamos en esos primeros tiempos en que aún nos tomábamos de la mano), se vuelve el rostro de una persona por la que han pasado los años, un movimiento incesante parece grabarse en cada trazo, disuelve el modelo y esboza un rastro distinto, ¿sustituirá al del recuerdo, será el definitivo este que ahora contemplo por última vez?

Ya no es él, ya no soy yo, dejamos de ser, somos otros, como si uno quisiese salirse de sí mismo, por detrás, desde los ojos, desde el vientre, desde el pecho, lo miro de nuevo con curiosidad, recuerdo sus efusiones de cariño, las de antes, y me pregunto como entonces, ¿hasta dónde quiere llegar? O más bien, ¿hasta dónde quería llegar? Efusiones que lo arrancaban a uno de su propio cuerpo, órgano por órgano, fragmento a fragmento, lo desdoblaban o lo multiplicaban; recuerdo que la curiosidad solía (en ocasiones, no siempre) mantenerme con los ojos abiertos y un ansia desenfrenada de saber dejaba incompleto el gozo, quería saber, siempre saber hasta dónde podíamos llegar y nublándolo todo, y de repente, el mismo placer, un placer total al que algunas veces seguía la náusea, o el asco, ¿no es lo mismo?, un asco tremendo, un rechazo, no más abrazos ni besos ni suspiros ni promesas, unas cuantas lágrimas gruesas como la esperma, un cariño suave, ágil, tierno y a la vez viscoso, asfixiante, ¿sórdido? Un corazón manchado por proyectos poco virtuosos, un corazón lastimado de tanta miseria.

¿Así será el entierro?, me pregunto, interrumpiendo el recuerdo, estabilizando el cuerpo, suavizando la náusea: ¿ligero, tierno, ágil y a la vez viscoso, asfixiante, sórdido? ¿Cómo describir la sordidez? ¿Debo explicarla repitiendo simplemente la palabra sordidez? Todo se revuelve, la sordidez, la ternura, y a la vez lo paródico, las moscas, la caca, los guijarros, los huaraches, los pies sucios, como si cada pata fuese una pezuña, el mendigo borracho con un pie vendado y en la venda manchas frescas de sangre y en el camino las marcas de las patas de los bueyes y las vacas, los cascos de los caballos. En el rostro del mendigo se pinta el esfuerzo, cada paso que da es doloroso —hay que subir la cuesta, hay polvo y guijarros, también excremento de vaca—, su manera de caminar es penosa y a la vez obscena y su mirada soez se resuelve en un grosero ademán que acompaña al cadáver, el cadáver de un hombre disminuido del que sólo queda una piel reseca, amarillenta, como el color de los haces de paja que van salpicando el paisaje a lo largo de la carretera, haces mal atados, desmelenados, mezquinos, semejantes en su degradación al paisaje que se ha ido degradando también por la falta de lluvia, por la tala inmoderada de los bosques, la tierra estéril, amarillenta, enclenque. Un hombre cuyo corazón latía acompasadamente (cincuenta o cien latidos por minuto) y que ha dejado de funcionar: un corazón herido por la muerte. ¿Alguien por fin advertirá que es a mí, Nora García, a quien debe darse el pésame?

Tomo el metro, la línea roja, rumbo al Museo de Bellas Artes de Boston. Enfrente de mí, un anuncio: ¿Tienes diabetes y tomas insulina? Vigila tu corazón. Obviamente, el mío late apresurado, más de cien pulsaciones por minuto. El boleto de entrada cuesta doce dólares, porque soy de la tercera edad, si fuera persona normal me hubiera costado dieciséis: me consuela saber que puedo volver a visitar el museo cada vez que se me antoje, durante un mes. Es un museo inmenso, muy moderno, lleno de banderitas, banderotas, banderas norteamericanas, estatuas multicolores volando por los aires, son jóvenes deportistas sanos y elásticos, con el corazón bien sano, varias salas con instalaciones y pintura que recorro sin detenerme apenas, sólo en unos cuadros, algunas estatuas, ciertas fotografías (las exhiben casi siempre en los pasillos como si no supieran dónde acomodarlas: ¿arte o documento?). Entro en un salón débilmente iluminado donde se reproduce el último templo japonés construido en el siglo VIII, después de Cristo, trasladado íntegro desde Japón por unos bostonianos ilustres que decidieron comprarlo antes de que fuera derruido, es el oratorio reservado a los sacerdotes, ya sin fieles y con unos cuantos curiosos que observan con atención las paredes forradas de madera, las lámparas, los budas.

La sala contigua alberga miniaturas, perfumeros labrados en jade con tapa de coral o en cinabrio con venturina (o marfil con amatista); las observo minuciosamente, me aburro, camino por otras salas, también enormes, una sucesión de vitrinas con ánforas, hidras, urnas, cráteras griegas y sarcófagos egipcios y collares y peines, y cajas y gatos, y estatuas enormes muy rígidas con un peinado garigoleado e imposible, siempre con el pie derecho en posición de avanzar, todo perfectamente conservado, como si los hubiesen acabado de hacer, objetos idénticos a los que se alojan en el Museo Metropolitano de Nueva York, en el Louvre, en el British Museum, en el Pérgamo de Berlín, como si las tierras de Egipto o de Grecia o de Roma o de México hubiesen producido miles y miles de figurillas, vasijas, tumbas, estatuas, para acabar adornando todos los museos del mundo, y contar aún con suficiente material para adornar los museos menos elegantes y bien dispuestos de sus propios países de origen. ¡Qué buena suerte, pienso, qué buena suerte que los millonarios se obsesionen tanto con un tipo específico de objetos para coleccionarlos y albergarlos en sus palacios y, luego, a su muerte, legarlos a los museos para que una de sus salas ostente una placa con su nombre, a manera de lápida funeraria! Prefiero sin embargo a Lila Acheson: los enormes nichos del vestíbulo del Metropolitan donde se ostentan inmensos arreglos florales son un perpetuo homenaje a su memoria.

Hago una rápida asociación mientras recorro las vastas galerías de la gran tienda Marshall Field’s en Chicago (situada en la Magnificent Mile), edificio de múltiples pisos siempre con vista hacia el primero; allí, bien clasificados, se exhiben todo tipo de objetos: vestidos de grandes diseñadores, suéteres, impermeables, toallas, ollas, cosméticos, ropa de niño y de niña, trajes de baño, alfombras, objetos dispuestos con elegancia para atraer a los consumidores. El día en que la visité no había ninguno, estaba yo completamente sola, la tienda tenía ese aire tranquilo y fúnebre (de funeral anticuado o de campo­santo gringo, ascético y aséptico) que tienen los grandes salones de los museos donde se albergan las colecciones permanentes cuando uno se dirige a contemplar las exposiciones temporales, esas sí repletas porque acaban de inaugurarse, de ser anunciadas y reseñadas en los periódicos y las revistas, y uno puede entender su más profundo significado si se alquilan unos audífonos grabados en todas las lenguas oficiales, y finalmente, al salir de la exposición, se pueden adquirir como recuerdo reproducciones de joyas, carteles, tarjetas, catálogos, collares, bolsas, pañuelos, corbatas, sudaderas.

En la radio y en los periódicos una noticia: en un crematorio del estado de Georgia se han encontrado cadáveres abandonados desde hace más de veinte años, algunos están aún en pleno período de descomposición: sus deudos habían recibido las urnas con las cenizas reglamentarias rellenas de cal y tierra. En los retiros de ancianos se denuncia el maltrato, la violencia y hasta la violación. Los sacerdotes jesuitas siguen abusando sexualmente de los niños de su parroquia. En el futuro más cercano volverán a utilizarse las bombas atómicas para combatir al mal.

Por alguna razón que no alcanzo a explicarme, y mien­tras escribo estas líneas en que describo el entierro de Juan, leo a Sebald o a Dostoievski, a Bernhard o a Rousseau y oigo cantar a Seppi Kronwitter, el joven cantante de Tölz de la grabación de la cantata de Bach que dirigió Nikolaus Harnoncourt (un joven eternamente niño gracias a la grabación o mejor dicho una voz conservada en su niñez perfecta, angelical, por el arte de magia de una grabación), algunos de los personajes están sentados, él, ellos, también yo. Después de separarnos, Juan vivió un tiempo en una casa modesta de pueblo y para desplazarse usaba una bicicleta vieja. Pero en mi texto escucha, como yo, y mientras escribe, el Pigmalión de Rameau. Él lo oye mientras manuscribe su diario o inscribe las notas en su papel pautado (ocupación fundamental de Juan Jacobo Rousseau para ganarse la vida) y el sonido sale de una sencilla radiocasetera, yo lo escucho en un tocadiscos tradicional y estoy sentada en mi sillón rojo escribiendo a máquina. La mesa es grande, tosca, verdosa por el uso y los ácidos culinarios —aceite de oliva— que la han manchado para siempre (o durante todo el tiempo que dure): En este momento preciso el disco se raya (hubiera querido tener la casetera de Juan, además, el mío es todavía un acetato, totalmente arcaico, estamos ya en la época del devedé), la voz ambigua del contratenor repite incansable, l’amour, l’amour, l’amour, palabras que también repito yo y repite Juan en sus obras corales y con ejemplar constancia en sus diarios. Juan escribe sus papeles y yo los míos. Así pues, Juan y yo estamos sentados, conversando.

Él en la fotografía, y yo en mi casa, ante la mesa, sentada sobre un cojín negro de terciopelo que rebasa cualquier modelo de cursilería por las puntas tejidas al crochet que lo decoran y hacen juego con el rojo detonante y maligno del sillón; junto, pleonástico, brillante, suave, el alfiletero de seda roja (¿como un tango?, ¿o un chocolate de cereza relleno de aguardiente?). Juan es infeliz, o por lo menos eso quisiera creer yo. Un día dejó a su esposa (a mí, Nora García) y a sus hijos e inició una vida desordenada y voraz, pero, no importa, ahora, en mi texto, está sentado en su silla frente a una mesa donde escribe unos diarios con su letra perfecta y su pluma de oro (obsoleta también, como el acto de escribir a mano), escribe algo, apenas entreveo unas frases. Pigmalión canta o declama palabras encendidas, ama, ama con delirio, como sólo se ama en las novelas o en la ópera, su voz acompaña (a veces paciente, a veces, en el desatino) el delicado rasgar de la pluma que deja trazos indelebles en el cuaderno blanco. Juan ha vivido con desenfreno (¿qué quiero decir con eso?), pero ahora escribe (eso quisiera yo, celosa) y su escritura lo reduce a una pasividad extraña, estar monótonamente sentado ante una mesa (Rogozhin esperaba, pacientemente sentado junto al cadáver de Nastasia Filíppovna, a que llegase el príncipe Mishkin, en lugar de cirios, las cuatro botellas destapadas de loción Zhdánov), tomar una pluma (hay quienes prefieren el lápiz), colo­carla entre el pulgar, el índice y el medio, y poner las yemas de los dedos, colocar las yemas de los dedos sobre las teclas de una máquina de escribir Remington, o una Olympia, o una aún más rápida porque es eléctrica (¿por qué sería más rápida, si cuando se escribe se sigue el ritmo habitual, ya sea en la máquina de escribir normal o en las eléctricas o en la computadora?, sólo escribir a mano es menos rápido, eso sí). Se escribe como si de veras se hubiera vivido (Casanova es el mejor ejemplo, escribía cartas a sus mecenas o cartas de amor a sus amantes, y sus memorias las escribió cuando la vida —esa absurda herida— le impidió seguir viviendo como quería, ya viejo y enfermo —no llegaba siquiera a los sesenta y sin embargo no le daba el cuero para más—, durante esos años, digo, los últimos de su vida en que escribía sus memorias, mientras desempeñaba su oficio de bibliotecario en un castillo de Bohemia que pertenecía al conde de Dux). O quizá la vida esté escindida y una de las formas del vivir sea cumplir con este extraño deseo de permanecer inmóvil, ¿como ahora Juan, acostado en su ataúd, y yo mirándolo fijamente sentada junto al féretro? O quizá esté en otra parte, sentada sobre un cojín de terciopelo negro con puntas tejidas al crochet, frente a una mesa tosca, culinaria, campesina, antigua (cuya lisura y antigüedad interrumpe un absurdo alfiletero en forma de corazón de seda roja). (Cierro los ojos, lo veo ahora, extendido frente a mí, casi desnudo, sobre una mesa, su cuerpo perforado de agujas, en el pecho, en el vientre, en las orejas, encima de las cejas, la frente triste de pensar la vida y en la piel del cuello, cerca de la yugular, una intensa herida, la herida absurda que es la vida: ¡es todo tan fugaz!: ¡tu corazón es de cristal!) Mis manos se mueven cuando escribo de manera muy distinta a las manos de Juan cuando tocaba el piano o a las mías cuando toco el chelo, porque yo tocaba y sigo tocando el chelo, en efecto, para hacer música con el chelo y los instrumentos de cuerda se toma el arco y se coloca sobre el puente y la mano derecha se mueve sabia y delicadamente a fin de obtener un tono grave y melancólico, parecido a un lamento, audible sobre todo cuando Jacqueline du Pré, ya enferma, con el dedo índice y el mediano hace presión sobre las cuerdas y obtiene de su instrumento, aunque ya ligeramente imperfectos, los más altos y conmovedores sonidos. Aquí, en cambio, escribo a máquina y el golpeteo de los dedos sobre la máquina es monótono, mediocre y burocrático, muy distinto al intenso sonido que producen los instrumentos de cuerda. Una pasividad maravillosa nos obliga a dejar de vivir para escribir pensando que se vive. En el disco, Pigmalión suena orgulloso, lo sabemos porque la suntuosidad de su voz se acopla a los tonos metálicos y brillantes de las trompetas, agudo sonido, vibra en el espacio cerrado de los teatros o se dispara al aire libre cuando convoca a la caza (en las sonatas para trompeta de Telemann, por ejemplo), sonido que se reproduce en la grabación que alguna vez, verdadera, concretamente, un conjunto de ejecutantes ha interpretado, ¿como la voz de María cuando la encuentro en el jardín y empieza a contarme de nuevo los pormenores de la muerte de Juan, mientras su boca pintada de rojo desaparece dejando apenas dibujado un contorno más oscuro que delinea unos labios apretados por el rencor o recuerda un alfiletero de seda roja en forma de corazón que tengo sobre la mesa?

 

Y toda la devoción y todas las penas y todos los cuerpos y todos los goces se concentran en esta mano corriendo rápida por la página en la que se va escribiendo poco a poco con caracteres perfectos (letra Arial, cuerpo 14, Hewlett Packard, pluma Montblanc de oro, punta gruesa), un intento para detener la vida, para preservar la memoria de la vida (el amor, canta Pigmalión, el amor, siempre, y María insiste, se le partió el corazón), esa oscura herida que es la vida. Aquí Rameau me alcanza y el mismo contratenor (David Daniels fotografiado: un rostro ancho en forma de pera, cabellos —muchos— caen sobre su frente, destacan sus cejas espesas y un bigote fino, más bien una pelusilla cubre su labio superior, su mentón y las quijadas recubiertas también de una barba incipiente), el mismo contratenor, repito, David Daniels, entona un aria melancólica (ya no es Rameau, es Haendel, pero la voz asopranada de falsete bien entrenado resuena apasionada cantando la tristeza, el desengaño, el abandono), canta como antes cantaban los castrati, con una voz diferente a la de los hombres por su ligereza, su flexibilidad y sus sonidos agudos, diferente también a la voz de las mujeres por su brillo, su limpidez y su potencia e igualmente superior a la de los niños por su perfecta musculación de adulto, su técnica y su expresividad, y, con todo, esos sonidos agudos se asemejan a los que alcanzan las sopranos o a los que profieren los niños cantores que entonan en el disco una cantata de Bach (la voz del joven Seppi Kronwitter dirigido por Nikolaus Harnoncourt), porque en las modulaciones angustiosas de los contratenores se desliza de repente y para quebrarlas una voz de varón en el falsete. Un día descubrí una voz que me desgarró el corazón, era la de Seppi, el niño Seppi Kronwitter, me la encontré un día oyendo las cantatas que grabaron Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt, y en una de ellas es el cantante principal de los jóvenes cantores de Tölz. La primera vez que oí la voz el pulso se me aceleró, como quien dice, se me partió el corazón. El pasaje que me suspende dura apenas unos minutos, quizá dos, lo reemplaza otro de los solistas de los coros, Peter Jelosits, canta mucho mejor, es más entonado, su voz es más entera, parecida a la de las sopranos profesionales, pero la voz de Seppi tiembla como la de un ave que uno tomara entre las manos para ayudarla a salir de un recinto cerrado al cual entró por equivocación (como sucede muchas veces en mi invernadero), pierde el aliento, y cuando trata de alcanzar los registros más altos su voz se quiebra, y de pronto, así de repente como ha llegado, la voz desaparece, retrocedo el compact disc y repito el pasaje que antes me ha emocionado (un verdadero orgasmo del alma) (varias veces), pero su voz se ha convertido en una voz cualquiera, una maravillosa y bien timbrada voz, en eso solamente. Vuelvo a intentarlo (es inútil), dejo de oír las cantatas durante largo tiempo, pasan varios meses, he olvidado de cuál cantata se trata, y las que oigo me entusiasman por su belleza, la extraordinaria pericia de la composición y la interpretación adecuada (coherente) de una obra musical (y claro, la enorme grandeza de la música de Bach). Continúo mi labor detectivesca, no consiste en encontrar una voz perfecta, sino en reencontrar la voz que antes me ha conmovido, una voz que me ha salido al encuentro en unos discos, que he perdido y sigo buscando con obstinación. Hago un ejercicio sistemático, oigo (en el tocadiscos) una a una, en orden ascendente, las cantatas de Bach inter­pretadas por Harnoncourt o Gustav Leonhardt, cuando por fin llego a la cantata número 52, vuelve a producirse el milagro: oigo la voz, es la de Seppi Kronwitter, una voz intermedia entre la niñez y la adolescencia, una voz natural que sólo dura un instante, el instante en que el niño deja de serlo y empieza a vivir la edad madura, ese momento crucial en que al mismo tiempo descienden su laringe y sus testículos. Es la voz efímera, aguda, transparente, inestable (a menos que se practicara una opera­ción cuando los niños tienen seis o siete años para que la laringe conserve su posición, la forma y la plasticidad de la infancia) (los castrati crecían desmesuradamente y eran una mezcla hermosa de hombre-niño-mujer que los volvía irresistibles, despertaban deseos perversos entre los espectadores, aunque para defenderse de ese sentimiento algunos los insultasen o se burlaran de ellos): la voz de Seppi es (o fue) natural, la voz de un adolescente, una voz intermedia, anterior a la muda, porque los adolescentes mudan de voz.

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