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El rastro

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¡Que el corazón expulsa también cinco litros de sangre cada minuto y que hay cien mil canalizaciones arteriales y venosas irrigadas en el cuerpo! La lentitud debe de haber sido sin embargo el patrimonio de Bach: la última grabación que de las Variaciones Goldberg hizo en 1981 Glenn Gould (en esa época en que ya no andaba de giras de conciertos y sólo grababa en estudios especializados —la Columbia Broadcasting Company (CBC)— y pronto habría de morir de un infarto al miocardio) dura cincuenta y un minutos y quince segundos, es decir, ¡catorce minutos y quince segundos más que la primera grabación que lo volvió famoso! Y el clavecinista Gustav Leonhardt —quien piensa que sin lugar a dudas las Variaciones Goldberg de Bach (BWV 988) son una de sus más extraordinarias composiciones, escritas casi al final de su vida— las interpreta a un ritmo aún más lento, es decir, ¡en cincuenta y cuatro minutos y diecinueve segundos! (¡cien latidos por minuto!). Las variaciones fueron concebidas como ejercicios de disciplina para el intérprete y representan un formidable avance en el canon de la fuga y sus variaciones. La variación número 30 bautizada por Bach como la quodlibet era, como me lo explicaba Juan (yo también lo había leído), un motivo de regocijo para su familia, cuando él la interpretaba, el propio Johann Sebastian Bach. Es verdad, sólo con mucho amor componía sus cantatas Bach y con mucho amor embarazaba a sus mujeres, a la primera que murió y luego a la segunda que lo sobrevivió, esas torpes mujeres de los compositores que solían morirse a destiempo de fiebre puerperal, decía sonriendo Juan. Sí, seguramente Bach hizo a sus hijos con amor y con pasión, explicaba Juan, cuando aún no tenía el corazón enfermo (Juan), ¿acaso el corazón del hombre no reconoce las virtudes?, ¿el corazón no es acaso simplemente un músculo? Y Juan agregaba: ¿De qué otra manera hubiese podido Bach tener hijos talentosos, compositores célebres que en vida de su padre sobrepasaron su fama (la fama de su propio padre), esos hijos habidos con su primera esposa, la que murió de parto: Wilhelm Friedemann, su favorito, talentoso pero inseguro e introvertido hijo mayor, y Carl Philipp Emanuel Bach, mucho más célebre que su propio padre, y, por fin, otro de sus vástagos, también muy famoso, aunque este sí hijo de Anna Magdalena, Johann Christian Bach, que tenía quince años cuando Bach murió? ¿No se les ha concedido a los artistas un enorme don (divino), el de poder leer en los corazones de los hombres?

El corazón tiene razones que la inteligencia desconoce. Entre los egipcios, su peso determinaba la culpabilidad o la inocencia del difunto ante los jueces del tribunal supremo. Los embalsamadores lo extraían del cuerpo, lo depositaban en un frasco aparte y colocaban en el lugar del corazón un insecto sagrado (un escarabajo de piedra). La medicina ha progresado notablemente, sobre todo en el dominio de la angina de pecho y del infarto al miocardio. Si hay una arteria coronaria obstruida no puede asegurarse una circulación y una oxigenación sanguíneas suficientes, por lo que ahora se utilizan verdaderas construcciones subterráneas que funcionan a la manera de los pasos a desnivel, contrarrestan un proceso nocivo, porque cuando no funciona la válvula mitral, por ejemplo, la circulación se desvía, toma nuevas rutas artificiales, y eso daña terriblemente al corazón, congestiona los pulmones y acorta enormemente la vida. Me imagino que de repente Juan tuvo un golpe de náusea que lo dejó derrengado. Quizá, haciendo un esfuerzo sobrehumano, pudo apoyarse en la pared de la callejuela por donde caminaba. El dolor debe haber sido insoportable, jamás antes resentido (fue, quizá, un dolor irreparable), tal vez entendió que estaba perdido, que su corazón se había desgarrado y que iba a morir solo como un perro. Pero no, un desconocido que pasaba casualmente por esa calle pudo auxiliarlo, llamar a la ambulancia para trasladarlo a ese hospital donde muchos días después pude visitarlo y verlo, ya muy delgado (la dentadura postiza le quedaba grande), usando su bigotillo ralo y canoso y una expresión azorada en los ojos, porque a él sí la muerte ya le andaba hablando.

En mi casa escucho la música de Bach, siempre el mismo disco, el de las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould —su última interpretación, la que dura cincuenta y un minutos, quince segundos—, mis pensamientos derivan siguiendo su ritmo, un ritmo lento, tranquilo, obstinado, la música es aritmética y límpida, aunque esa limpidez y ese nítido transcurso suelen empañarse cuando Gould insiste en acompañar, tarareándola, la austera melodía. Abro los ojos, no me he movido de mi sitio, estoy cerca del ataúd, miro fijamente el rostro amarillento de Juan, desvío la mirada, en todas partes las partituras desparramadas, sobre la mesa, en algunas sillas: antes, sí, antes de que nos separáramos, Juan era muy ordenado y tenía sus partituras perfectamente archivadas en los archiveros, ahora están esparcidas por la inmensa sala, aliado de las coronas o entre las flores, sobre el piano de cola (un Bösendorfer con una partitura encima del atril), al lado del cual hay un chelo recargado, ¿sería por mí?, ¿tendría algún recuerdo?, ¿algún recuerdo de aquellas sesiones en que juntos tocábamos una sonata de Beethoven o de Haydn o la sonata para arpeggione y piano de Schubert (él al piano, yo al chelo) o cuando él —Juan— interpretaba las Variaciones Goldberg en el clavecín? En la sala hay un clavecín con la tapa abierta, decorada con pinturas idílicas de color pastel. Hay violines también, uno o dos violines, ¿un Stradivarius o un Amati? Demasiados violines para alguien que tocaba el piano, me digo, tontamente. Flores, en todas partes flores, en el suelo, en las coronas, en los floreros, junto a las partituras y, a pesar de todo, de la fragancia de los nardos y del pesado aroma de los cirios y de estos recuerdos que se me enciman y me violentan y que tarareo, no puedo desprenderme del olor a moho, me circunda como una aureola, como esas sombras necias, esos indicios vanos, esas aureolas que en los cuadros y en las estatuas rodean la cabeza de los santos.

Pobre Pergolesi ya en su lecho de muerte, decía conmovido Juan, ¿esa noche en que después de haber celebrado un año nuevo regresábamos del restorán y estábamos sentados frente a la chimenea apagada de la otra casa, junto a esa amiga mandona que imitaba los gestos de Rogozhin, o a lo mejor era una noche de Navidad y tal vez celebrábamos el Año Viejo con una copa de champaña en la mano, yo con un vestido de seda negra y tacones muy altos, Juan con un traje de gángster gris y el cuello de la camisa desabrochado? Pergolesi muerto muy joven, a los veintiséis años, desencantado de la vida, poco tiempo después de que su ópera La olimpiada fuera representada en Roma en 1735 y fracasara estrepitosamente. ¿Te imaginas, decía Juan, te imaginas, repetía, dándole una fumada a su cigarro? ¡Por fin, la consagración, Roma, la capital del arte y de la ópera! Pobre Pergolesi, siempre lo perseguía la mala suerte, seguía diciendo Juan, y todos lo escuchábamos absortos porque sabía contarlo bien (contar a su manera y como si se tratara de una ficción inventada en el momento de contarla, en verdad trataba de revelar y muchas veces lo conseguía —como resultado de sus investigaciones— la vida secreta de sus compositores preferidos, una de sus obsesiones: hurgar en la vida privada de la gente). Lo leí en unas memorias hasta hace poco inéditas, dice, después de tomar un trago de tequila, las encontraron en un castillo cerca de Pozzuoli donde fue enterrado Pergolesi, cuentan que en ese teatro romano (llamado La Argentina) pasó varios días ensayando con los cantantes y la orquesta su ópera, la que compuso con el más fervoroso y exaltado sentimiento, ¿acaso no iba a representarla en Roma?, ¿acaso no se había convertido en un compositor famoso? Composición que sin embargo tuvo que alterar después, obligado por los caprichos de las divas y los castrati favoritos del público romano, y cuando lo hizo, cuando ajustó su partitura y le agregó arias especiales para que la tesitura de cada uno de los cantantes pudiera desplegarse, estalló un escándalo instigado por el director de orquesta y sus enemigos, los miembros de una cábala. La representación de La olimpiada (así se llamaba la ópera de Pergolesi representada en Roma, cuyo libreto había sido escrito por el famoso Metastasio) se interrumpe abruptamente, y entre abucheos, silbidos y basura los espectadores abandonan la sala. El músico, desconsolado, profundamente herido en su orgullo de compositor, sentado ante el clavecín, hunde la cabeza entre sus manos. Y cuando ya el teatro está desierto y silencioso, un ramo de rosas rojas cae sobre el escenario. ¡Feliz el músico, decía la crónica, y Juan lo repetía entusiasmado, feliz el artista que logra en vida un galardón semejante, un ramo de rosas ofrendado por un anónimo admirador! Y, con todo, Pergolesi nunca se repuso, sigue diciendo Juan (¿le habrá fallado el corazón?), mientras todos lo escuchábamos arrobados, sentados en los sillones de la sala donde ahora se ha colocado su ataúd. Al poco tiempo, cuenta Juan, dándole una chupada a su cigarro (ahora un Marlboro light) y con su copa de tequila en la otra mano, como todos los que lo escuchábamos y los que ahora lo velan en su casa, muere Pergolesi con el corazón herido por el infortunio, muere en Pozzuoli, un pequeño pueblo alejado de Roma, la capital del arte, ¡muere, consumido por la ¡tisis!!

¡La vida es una herida absurda y es todo, tooodo, tan fugaz! Y en esta sala lo están velando, aquí mismo, donde estoy sentada yo, también velándolo, junto al ataúd, con el rostro herido de María frente a mí, que me repite sin cesar el mismo relato reiterado de su muerte, de la muerte de Juan que alguna vez fuera mi marido y mi colega (lastima, bandoneón, mi corazón, tu ronca maldición maleva), en esta misma sala, Juan ensayaba sus obras en el piano: tocaba un fragmento, unos compases y luego se detenía para tomar el papel pautado y escribir las notas en el pentagrama, como alguna vez también lo hiciera Schubert (y Mozart y Beethoven y también Pergolesi). Juan permanecía seis, siete, ocho horas, sentado ante el piano, tocando y transcribiendo en las partituras las notas que inventaba, y también lo hacía Schubert poco antes de que muriera de sífilis, la enfermedad nefanda. Juan escribía con una pluma Montblanc sus notas en el pentagrama, así lo hizo siempre, excepto al final de su vida en que prefirió usar una computadora. La computadora ha alterado las cosas, ahora todo es más sencillo, con la computadora se puede escribir de manera automática la música de cada uno de los instrumentos, no es necesario anotar en hojas separadas lo que le corresponde al violín, al chelo o a la flauta, y sin embargo, cuando le entraba el sosiego y no andaba viajando enloquecido por el mundo, librándose a no sé cuántos excesos, Juan solía componer hermosas variaciones y escribirlas directamente sobre el pentagrama, siguiendo la vieja, la gran tradición de Bach y de Beethoven (cuyas partituras están llenas de borrones y las indicaciones escritas con una letra breve, convulsiva, incomprensible), composiciones especialmente escritas para que juntos, luego, las tocáramos aquí, Juan en el piano y yo en el chelo, mi falda muy amplia, las piernas bien abiertas apretando el chelo estrechamente como si fuese una parte inexorable, dura, inflexible (despiadada) de mi cuerpo. Sí, Juan escribía primero sus composiciones en el papel pautado, luego empezó a hacerlo en la computadora porque las cosas cambian y el tiempo pasa y ya no es necesario saber escribir música en el papel pautado (como lo hacía Mozart, de noche, a la luz de una vela mortecina, o Rousseau copiando partituras para ganarse la vida a tanto la página), basta saber cómo se manejan las computadoras, leer la música en las pautas cibernéticas, y luego imprimirlas y escuchar con ayuda de los audífonos la música que uno ha compuesto, en realidad, un proceso automático, instantáneo, por eso dice María que decía Juan que si entonces hubiera habido computadoras otra hubiera sido la suerte de Beethoven, el músico cuyo signo más perfecto es el oxímoron, un compositor que no puede oír lo que compone, o mejor dicho un músico aferrado al sonido inefable de la música de las esferas (Gould prefería tocar las primeras obras que compuso Beethoven, las que escribiera antes de quedarse sordo, aunque para otros intérpretes las últimas son mejores y más perfectas que las que privilegiaba Gould) (aunque una de las que él tocaba fuera quizá la más romántica: ¡El claro de luna!). La ciencia moderna es verdaderamente moderna y uno puede, de inmediato, escu­char, sí, escuchar de inmediato la música que uno compone directamente en la computadora o copiar con el escáner la música que tocaron o compusieron otros compositores y que transcribieron en sus partituras Bach, Pergolesi, Haendel, autores que le gustaban a Juan, como también Mozart y Schubert, especialmente Schubert cuando Juan ensayaba sus impromptus en el piano.

 

El corazón tiene designios secretos que la razón desconoce, aunque en realidad de verdad el corazón sea simplemente un músculo, como los de las piernas y las manos. Veo un chelo en la sala, no lejos del ataúd (es perfecto) (¿un Stradivarius?, no lo creo, sería muy caro, pues Stradivarius hizo pocos chelos y muchos violines) (es de color rojo, brilla, su cuerpo es suave, voluptuoso), bueno, es lógico que haya un chelo, siempre lo hubo, ¿no es el chelo mi instrumento?, ¿acaso no viví con Juan durante muchos años?, ¿acaso mi corazón y el suyo no fueron uno solo? (¿un solo corazón ardiente?). No es lógico en cambio que tenga violines (¿por qué no sería lógico, si era director de orquesta?). Flores, en todas partes flores, en el suelo, en las coronas, en los floreros, sobre el piano, junto a las partituras, en el clavecín no, porque tiene abierta la tapa y pueden verse los delicados dibujos de aspecto romántico pintados en tonos de color pastel. Un aroma pesado me sofoca, el de los nardos unido al olor de los cirios y a estos recuerdos que se me enciman y me violentan y que tarareo (como Glenn Gould cuando grababa las Variaciones Goldberg en los estudios de la CBC), no puedo, no puedo desprenderme del aroma de las flores, pero sobre todo del olor a moho: me circunda como una aureola, parecido a las aureolas que en los cuadros y en las estatuas rodean la cabeza de los santos.

He oído tanta música estos días, estos días terribles de fin de año, y he llorado tantas lágrimas de dolor y de amargura (lágrimas negras), he llorado tanto al escu­char la música que ya no puedo seguir escuchándola, no puedo soportarla, me he saturado. Empiezo a ablandarme, las lágrimas me sumergen, me llevan hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva (Juan tiene ahora una cruz apretada entre los brazos, sobre su pecho, encima de su corazón que ha dejado de latir) (con el amor o durante la ausencia del amado la sangre asciende en oleadas rumbo al corazón: la efervescencia producida por la combustión hace que esos mismos vapores remonten al cerebro y, desde allí, asomen a los ojos (las ventanas del alma) transformados en vapor (compárese su transparencia con el espesor y el color de la sangre): cuando el frío de la tristeza retrasa la agitación de los vapores, una sutil combinación alquímica los transforma en lágrimas (lo que en poesía justamente se conoce como el corazón deshecho) (entre tus manos). No cabe duda, tendré que pasar varios días en silencio porque el sentimiento se agosta, se manosea, se marchita y ya no puedo revivir la sensación, tristemente placentera, una inmensa ternura melancólica, lacrimosa, el espasmo violento que va de la garganta al corazón, órgano noble, valeroso, enérgico, el corazón, órgano del sentimiento, el órgano de la pasión, una intensa emoción que nos traspasa o que traspasa, conmueve, hiere al corazón, lo sangra (vivas y sangrantes heridas del corazón), sentimiento que puedo captar con mayor facilidad cuando escucho una combinación milagrosa de notas en ciertos pasajes (sólo en ciertos pasajes) de las cantatas de Bach (la serie dirigida por Nikolaus Harnoncourt) (el cambio repentino de un tono mayor transformado en menor), interpretadas casi siempre por voces masculinas, los contratenores, los tenores, los bajos, pero sobre todo por los jóvenes cantores que cantan en el coro y, en ocasiones, como sucedía en época de Bach (a sus jóvenes discípulos les correspondía entonar los registros femeninos de la composición) (las mujeres callen en la iglesia), cuando se convertían en solistas. Son ellos, los jóvenes solistas, los que me fascinan; me conmueven los jóvenes cantores, mucho más que las voces perfectas de los cantantes ya maduros, los cantantes profesionales. Su sonido me traspasa de verdad el corazón, el efímero sonido que sale de las gargantas de los pequeños cantores de Viena, de Hannover o de Tölz, una voz corta que apenas vibra, un breve lapso, durante ese tiempo en que sus voces son aún adolescentes, temblorosas e inciertas, intactas, surgidas antes de que los cambios físicos que sobrevienen durante la pubertad oscurezcan su registro. Idolatro con (todo) mi corazón y con (toda) el alma ese agudo y delgado timbre (cristalino y frágil), ese registro infantil (y por eso mismo angelical) (aún los testículos no han bajado, ni la laringe se ha asentado, comenta Quignard), voces que provienen de un cuerpo cuyo sexo es tembloroso, ingenuo, delicado, diferente del cuerpo de los hombres, seres de voz dura, de sexo definido, radicalmente diferentes del de los jóvenes cantores de Viena que entonan (o desentonan) cuando entablan un diálogo con los cantantes maduros (el bajo o el tenor) o cuando cantan un aria como solistas (mudar de voz es una enfermedad sonora, solamente se cura con la castración). La entonación de los adolescentes, una voz en la que aflora —sin que se llegue a tocar— lo femenino. Una voz indescifrable, la de los niños que cantan como niños, con el corazón en la mano, antes de que un cambio físico altere su anatomía y su registro y los transforme en seres de voz grave, masculina, los hombres, esclavos para siempre de su edad y de su sexualidad.

Los hombres entrenados en el arte del falsete, los contratenores, logran a veces igualar la voz femenina (nunca la de los niños), en efecto, su voz es distinta a la de las mujeres, aunque la imiten: siempre, allá muy abajo, dentro del vientre o en medio del pecho se esconde, poderoso, un rastro de virilidad. ¿Por qué ese empeño de los contratenores en cantar como mujeres o —si pudieran— como niños, o (¡qué maravilla sería!) como los castrados? ¿Pueden las voces estridentes y forzadas de los falsetistas entrar en competencia con la de aquéllos? Sí, vuelvo a preguntar, ¿por qué quieren cantar como mu­jeres?, ¿es por nostalgia? (¿como si quisieran anclarse a esa época intermedia de su vida, antes de que su cuerpo estuviese enteramente sujeto al sexo o a la edad?). La gran originalidad de los castrati dependía de la forma y la posición de su laringe. En efecto, después de la muda, la laringe del hombre desciende, como sus testículos (la voz corre pareja con el sexo), pero en la de los castrados queda anclada a su lugar primordial (a esa fisiología que tenían cuando niños) (hasta en las mujeres pueden producirse los cambios, una ligera muda de la voz) (¿con la menopausia?), por eso las cuerdas vocales de los castrati continuaban situadas más cerca de las cavidades de resonancia, con un efecto de altura y brillantez en el registro y gran claridad en el timbre y una mayor selección de los sonidos armónicos. ¿Por qué estuvieron tan de moda los castrados?, ¿por qué ejercieron tal fascinación?, ¿por qué ahora los contratenores quieren imitarlos?, ¿no son sus cuerpos y sus rostros muy varoniles?, ¿por qué sale una voz femenina de sus gargantas? Si sólo se tratara de poesía o de sensibilidad uno podría encontrarlas en esos cantantes, los cantantes normales, los que han pasado toda la vida domeñando su voz, aprendiendo a modularla, a entonar registros delicados, violentos, desgarradores o simplemente audaces, pero no, yo estoy convencida (me hubiese gustado mucho oírlos) de que la voz de los castrati fue sublime. Yo, que soy chelista y aprecio los tonos graves e intensos de mi instrumento y los de la voz humana, prefiero oír a los pequeños cantores que interpretan a Bach o a los músicos barrocos, cantantes a menudo inexpertos, pero que yo (insisto) coloco en la más alta jerarquía, en sus voces la carne, las sensaciones, el espíritu, el instinto, todo lo que proviene de lo físico o de lo espiritual se confunde en un sutil acuerdo tácito de la misma manera que en el cielo azul se tiñen las nubes de color azul. Cuando esos jovencitos entonan las arias de una cantata de Bach su voz tiembla, vibra sólo un instante, un instante invisible, marcando un registro inigualable de voz que los traspasa y nos traspasa, los transfigura y nos transfigura: se han convertido en seres incorpóreos, angélicos (aunque a veces desentonen o no logren alcanzar los registros más altos), son una pura entelequia, semejante a Juan después de muerto, convertido en un ángel que ilumina nuestras vidas. Sí, así es la voz frágil, temblorosa (asexuada) de los jóvenes cantores de Viena cuando cantan una cantata de Bach como miembros del coro o cuando son solistas (cuando sus voces eclipsan a las de los demás cantantes). Y es ese instante, el instante en que los oigo entonar un aria o modular un recitativo con su voz frágil y temblorosa y mientras alcanzan con dificultad un alto tono, ese segundo imperceptible, ese instante es el que me conmueve, me conmueve tanto que me pongo a temblar o a sollozar: entiéndase, no me pongo a temblar ni a sollozar sólo porque les cambie la voz (aunque ese momento bien vale un sollozo), me pongo a temblar de emoción porque la voz de los jovencitos que cantan en el coro tiembla a su vez imperceptiblemente y debajo de ese temblor se esconde la que será su verdadera voz, la que los definirá para toda la vida, esa oscura herida que es la vida. Pero la voz de los jóvenes es efímera, no pueden conservar para siempre esos delicados y prístinos regis­tros. Aunque quizá puedan conservarse, o mejor dicho, se conservan, se guardan para siempre (¿para siempre?) en el surco imperceptible de una grabación, y al oírla volvemos a experimentar esa sensación deliciosa, la que produce la dulce, temblorosa, angélica y efímera voz de los jóvenes: ahora la escucho yo, Nora García, es una cantata de Bach dirigida por Nikolaus Harnoncourt. Ésa es la voz que me desgarra el corazón, la de los jóvenes que si siguieran cantando, sólo si siguieran cantando, cantarían después como tenores, como bajos o como barítonos, es decir, como cantan los hombres que se dedican a cultivar su voz, la grave voz que asumirá los registros del tenor, del barítono o del bajo, pero que no alcanzará ya nunca jamás, jamás alcanzará los delicados registros femeninos que alcanzaron cuando fueron niños y aún podía leerse en su corazón como si fuera un libro abierto, ese corazón siempre verdadero, deshecho en nuestras manos. O también, ¿por qué no?, la nostalgia de esa voz puede obligarlos a convertirse en contratenores para que de su rostro barbado y varonil salgan sonidos parecidos a los que entonaban cuando niños, con esa, su antigua y frágil voz, algunas veces perforada antes de tiempo por un profético registro de virilidad.

 

En una de esas reuniones con los amigos (¿es que nunca estábamos solos?) que se hacían en esta misma sala (enorme) de la casa de campo donde lo velamos, mal vestida, con pantalones y botas y un suéter demasiado pesado, o ataviada con un vestido negro escotado, medias caladas y zapatos altos (en la sala de la otra casa, la de la ciudad, en invierno y con la chimenea apagada), Juan relata un episodio de la vida de Rousseau, un episodio de su juventud, cuando trabajaba como secretario de un embajador francés en Venecia. Un día Rousseau (cuando aún no se retiraba del mundo, cuando aún no se ganaba la vida copiando música a tanto la hoja), Rousseau, digo o decía Juan, Rousseau escuchó cantar a las huérfanas de un orfelinato de Venecia, niñas púberes que cantaban como los ángeles, y tiene un solo deseo, un ferviente deseo, conocer a esas huérfanas, aunque tenga que violar las reglas del convento; un amigo lo previene, Te vas a decepcionar, le dice, y a lo mejor hasta te arrepientes. Y sin embargo, repite Juan, sin embargo Rousseau insiste en conocerlas, en verlas con sus propios ojos, esos ojos que se habrían de comer los gusanos, como, dentro de poco, cuando ya esté en su tumba, los gusanos se come­rán los ojos de Juan. Y, en efecto, sucede lo que su amigo había previsto: cuando las tiene ante sus ojos, frente a frente, cuando las mira, ninguna de las niñas hace juego con su voz: una tiene la cara comida de viruelas, la otra es tuerta, la de más allá enana, la última, de una fealdad incomparable, pero cuando cantan detrás del coro, ocultas por la celosía, su voz es como la de los ángeles, los ángeles, ellos sí enteramente bellos, tanto de cuerpo como de alma, sí, las niñas del orfelinato que visitó Rousseau parecían ángeles cuando no se las veía, cuando sólo se escuchaba su canto detrás de las celosías, niñas que cantan (o cantaban) como cantan o cantaban los niños cantores de Viena, de Tölz o de Hannover en la grabación que siempre escucho, grabación donde se ha preservado eternamente el registro de una voz, aprisionada en un instante inefable, cuando aún los jóvenes cantores cantaban como los ángeles, semejantes a los querubines de rostro deformado que quiso conocer Rousseau: la voz angelical de los jóvenes cantores de Tölz ha sido preservada para siempre en el milagro tecnológico de un vulgar y simple disco compacto, idéntica en su androginia a la de las huérfanas que conoció Rousseau.

El primer movimiento de la sonata en re bemol mayor D 850 es demasiado impetuoso e impulsivo, poco habitual en las obras de Schubert, nos explica Juan, pasando a otro tema (musical), después de Navidad o durante la Noche Vieja, sentados en la enorme sala bebiendo champaña y fumando, cerca de la chimenea apagada (aunque haga mucho frío) donde dormita nuestra amiga la mandona, la que repetía enfebrecida los gestos teatrales de Rogozhin, arrojando los billetes a la chimenea —esa sí encendida— de un interior burgués del siglo XIX en Rusia, escena relatada magistralmente por Dostoievski y que tanto le gustaba recordar a Juan (alterando algunas de las escenas del idiota). El ritmo de su tema principal, el de la sonata en re bemol mayor de Schubert, subraya Juan, sentado en el alto sillón azul, mientras se afloja la corbata gris de seda clara que le oprime el cuello, ese tema, dice, domina toda la obra y cada una de las variaciones es engendrada por el tema precedente: Juan detiene el relato, hace un ademán teatral con la mano derecha, coloca su copa en la mesita que tiene al lado, toma un cigarro (siempre un Marlboro light), le da una fumada y después de un silencio magistral, casi pianístico, vuelve a tomar la copa, se levanta (su traje es de un casimir gris antracita rayado finamente de blanco) y reanuda su relato con la lógica implacable e infalible que caracterizaba su conversación: Schubert modulaba unos curiosos acordes que reaparecen de pronto con un tempo mucho más lento (en el manuscrito se lee la indicación capriccioso, escrita por la mano del compositor). Y cuando se ejecuta el tema central los acordes repetidos del primer tema sufren una impresionante transformación, y Schubert, explica Juan, recurría a un estridente llamado de corno, ¡ejecutado en el piano (idea admirable, refinamiento imposible), un verdadero llamado de caza que retorna en la coda de manera mucho más apresurada que en el resto del movimiento! Al movimiento lento se opone un tema melodioso —apenas dura—, subraya Juan en voz muy queda, se transforma y adopta un ritmo sincopado, más ligero, mucho más ligero, angelical, para rematar en una serie de acordes sincopados que luego se desintegran, organizando así una secuencia armónica de una temeridad casi wagneriana que de pronto y de nuevo se desvanece (así de improviso) y deja escapar un suspiro infinitamente doloroso, proveniente de lo más profundo del corazón. Cuando se retoma el tema principal, dice Juan y al tiempo que lo dice se levanta y va hacia el piano, el Bösendorfer —sí, tiene que ser un Bösendorfer—, y sobre el piano explica la manera en que la mano derecha del pianista entona el tema principal, mientras la izquierda toca el papel de un violín o de una viola da gamba, como si se tratara de un bajo continuo (que se tocaba en el chelo), permitiendo que en el piano se alcancen sonidos conocidos en la jerga musical como portamentos o glissandos expresivos, muy románticos (totalmente distintos a los que Gould lograra en esos momentos en que sus interpretaciones reflejaban solamente una paz otoñal). Cuando Juan reinterpreta el fragmento se advierte claramente el contraste, un tema impetuoso pero de final muy íntimo, una intimidad sonora que desata dentro de mí, en lo más profundo de mi corazón, un intenso sentimiento de felicidad a la vez doloroso y placentero. Esta obra apasionada que a Juan le gustaba tanto interpretar lo sorprende a uno a pesar del pudor y la inocencia del tema del rondó, lo sorprende a uno por su delicadeza, sí, esa delicadeza compensa el ritmo perentorio del episodio anterior. Schubert es definitivamente a la vez delicado y temerario y eso quedaba muy claro cuando Juan lo interpretaba, como me queda claro también ahora que Juan ha muerto cuando escucho la interpretación que de esa misma obra grabara András Schiff en este disco de portada verde, sólo ellos —Juan y Schiff— conseguían que las notas de la sonata se desvanecieran poco a poco en un lento final cuyo ritmo apacigua el desconsuelo y deja asomar a los ojos lentas y dulces lágrimas salidas de lo más profundo del corazón.

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