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El rastro

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(Gould tocaba sólo en los estudios y al final de su vida apenas viajaba, o apenas de Canadá a los Estados Unidos) (en cambio, Richter hacía muchas giras, prefería tocar en pequeñas salas perdidas en el campo, en graneros franceses improvisados como teatros, en viejos castillos austriacos, en balnearios antiguos de Bohemia, en bibliotecas de Bavaria y de Ucrania, y, temeroso de los aviones, se trasladaba de un lado a otro en un modesto camioncito, siempre acompañado de un bello piano de sonoridad neutra, como una tela en blanco antes de pintarla (él, que además de pianista fue pintor), un piano que una célebre casa japonesa de música le había regalado y que recorría con él los largos caminos que iban de Moscú hasta Siberia, desde donde se trasladaba al Japón) (naturalmente, en barco).

De manera premeditada, Gould evitó usar su prime­ra grabación (tan cotizada) como punto de partida de la última. No volvió a oírla sino tres o cuatro días antes de que empezara a grabar la nueva en los estudios de la Columbia donde solía trabajar y de donde salieron sus más importantes grabaciones. Experiencia muy curiosa, dijo: Después de escucharla sentí un gran placer, hay en ella un gran sentido del humor debido a la forma de frasear del pianista (Gould me entusiasma, pero también me impacienta (cuando relata esta escena de la vida de Gould, pienso que la dicción de Juan es la de un orador, ¿o la de un prócer municipal?), sí, es verdad, Gould fue verdaderamente un genio, pero en muchas ocasiones engreído, prepotente y fatuo, y Juan se volvía tan insoportable como él cuando se le ponía en la cabeza explicar las teorías de Gould). Es evidente que el joven intérprete, el que en 1955 tocara las Variaciones Goldberg, explica Juan, se habría convertido en un músico cualquiera y su concierto en algo anodino, una interpretación entre muchas otras. Desde un punto de vista técnico, es decir, del manejo de la digitación, desde una perspectiva puramente mecánica, mi manera de acercarme al piano no ha cambiado demasiado, repite Gould (miro una de sus múltiples fotografías, es aún muy joven, delgado, desenvuelto, una bella cabeza con el pelo crecido, suelto, lo mueve el viento, admiro sus bellas manos, en la que tiene recargada en la cintura destaca uno de sus dedos: nervioso, alargado, sensitivo) (en otra toca, muy encorvado, casi doblado en dos: tiene espalda de viejo (¿o sería que su columna vertebral era demasiado elástica?), aunque fuera muy joven en la foto): mi manera de tocar el piano, en verdad, no ha cambiado, ha permanecido estable al pasar de los años, quizá podríamos decir que ha permanecido estática, como les gustaría decir a algunos de mis enemigos, pero, la diferencia, dice Juan que dijo Gould, es mayúscula, cuando volví a oír la primera grabación que yo había hecho de las Variaciones Goldberg me fue imposible identificarme con el espíritu de quien la hizo, tuve la impresión de que debajo de mi piel se hubiera deslizado un fantasma, como si otro espíritu se hubiese apoderado de mi corazón. Y lo curioso es que ese pianista había sido alguna vez yo (la ardilla vuelve a pasar, su cola rozala rama seca del árbol que se ve desde mi ventana, interrumpo lo que escribo para verla, mi computadora está encima de la inmensa mesa verde de cocina que me sirve de escritorio, hay un alfiletero de seda roja en forma de corazón sobre la mesa, la cola de la ardilla es gruesa y peluda) (me provoca náuseas) (¡todo es tan fugaz!). Se trata de una grabación exageradamente pianística, y ese es quizá el máximo reproche que puedo hacerle a cualquier otra interpretación: hacer alarde de su técnica y su estrategia, cosas en verdad, insistía Gould, absolutamente prescindibles en un verdadero pianista (la vida es una herida absurda).

Lo que más le molestó a Gould en su primera versión de las Variaciones, la de 1955, repite Juan, dándole un sorbo a su copa de tequila y una fumada a su cigarro, es la falta de cohesión en la estructura general de la obra. (El recuerdo me estremece: su manera de contar me repugna) (o me repugnaba) (la de Juan, sí, la de él) (ahora lo verifico) (me parece que la ardilla nunca acaba de pasar por la ventana). Las treinta modificaciones al tema principal de la grabación de 1955 no debían dar como resultado treinta miniaturas anónimas, dotadas cada una de un movimiento propio y de un carácter singular, debían representar por lo contrario el desarrollo lógico, el crecimiento orgánico y entreverado de un solo y mismo material. Más tarde, comprendí (añadió Gould, acota Juan) (Juan y (también) Gould (más bien sus declaraciones) (cuando las relata Juan) me siguen violentando) que una obra musical, fuera cual fuese su longitud, tenía que sostener un —iba a decir tempo, pero no es la palabra adecuada—, una pulsación específica, un punto de referencia rítmico inamovible. Y eso lo contaba Gould, añade Juan, enfundado ridículamente en varios suéteres y chaquetas para protegerse del frío, a pesar de que la entrevista se hizo en julio, a mitad del verano (yace Nastasia Filíppovna en la cama enorme, vestida de seda blanca, al lado de su cuerpo, el cuchillo manchado apenas con una sola gota de sangre coagulada, el cuerpo cubierto con una gruesa tela encerada para alejar el mal olor: es pleno verano en San Petersburgo (las noches blancas), cuatro botellas de desinfectante a los cuatro costados de la cama, como si fueran cirios: así lo ha dispuesto Rogozhin antes de caer preso de la fiebre. Mishkin ha alcanzado la serenidad, ¿una verdadera paz otoñal, como la que alguna vez quiso alcanzar Gould?).

Cae por su peso, explicaba el pianista, la utilización de la misma medida, sostenida indefinidamente, puede producir un aburrimiento mortal (si el corazón interrumpiese esa medida, cincuenta o cien pulsaciones por minuto, si cambiase excesivamente ese ritmo, moriríamos). Pero no es así, se puede tomar una pulsación de base, montarla sobre un modelo que siga un ritmo acoplado a una medida de 2–4–8–16–32 y si se interrumpe de tiempo en tiempo y se utilizan coeficientes mucho menos visibles (quizá aquí podríamos utilizar otra palabra, interrumpe Juan, y decir audibles), el resultado de estas divisiones y de estas multiplicaciones puede actuar como la pulsación subsidiaria de un pasaje específico de la composición e intensificar considerablemente su sentido.

Me gustaría, agregó Gould, en la primera entrevista con Bruno Monsaingeon que evocaba Juan, me gustaría pensar que en mis interpretaciones, en lo que grabo (especialmente en lo que he hecho estos últimos años), reina una paz otoñal, semejante a la que reina en los campos que veo desde la ventanilla de mi coche y donde se amontonan las pacas de paja mal armadas de los campos que recorro (yo, Nora García) mientras me dirijo al pueblo para agregarme a la lista de dolientes que irán a despedirse de Juan. No pretendo que en mis últimas interpretaciones haya alcanzado la excelencia, concluye Gould, sería el hombre más feliz de la tierra y me sentiría totalmente satisfecho si pudiera asegurar que lo que logramos en esa grabación (la última) contiene virtual­mente cierto grado de perfección, no sólo de tipo técnico, sino también de orden espiritual. (Yo, en cambio, aunque he alcanzado ese momento, el de la edad otoñal, aún no siento la paz, o quizá solamente sienta esa paz otoñal cuando con el chelo entre mis piernas toco las sonatas para violonchelo sin acompañamiento de Juan Sebastián Bach).

A pesar de que Gould hizo otras grabaciones antes de morir (obras de Brahms, Strauss o Wagner), la segunda versión de las Variaciones Goldberg (hay que recordar que la primera grabación, la de 1955, se hizo en vivo, en ese fabuloso concierto en que Gould se convirtió de buenas a primeras en el pianista más famoso del siglo XX) (no hay que olvidar tampoco que Gould fue un niño prodigio) representa en cierta medida su testamento, el grado máximo de su sabiduría artística.

Al oír estas palabras de Juan, vuelvo a trazar la misma comparación y a plantearme la eterna disyuntiva, ¿qué tipo de intérprete prefiero, Glenn Gould o Sviatoslav Richter? La habilidad técnica y el inmenso conocimiento de Gould para interpretar a sus músicos favoritos (sólo a ellos), su intensidad expresiva y al mismo tiempo su distancia, así como su capacidad estratégica para enfrentar al mercado lo convierten en un genio (así lo aseguraba Bernhard), pero, con todo, las sabias y modestas, aunque a veces altivas interpretaciones de Richter, las modulaciones de vivas aristas con que tocaba por ejemplo a Beethoven —en especial las últimas sonatas, marcando los terribles, sonoros y con todo delicados acordes (atacados con la inmensa fuerza de las manos y los brazos), esos brillantes registros en los arpegios que un sordo sólo es capaz de intuir— me hacen preferirlo. Richter tuvo su propia manera de despreciar al mercado, rechazó la publicidad, mantuvo la grandeza y a la vez la humildad del verdadero artista, era director de orquesta y decidió ser solamente solista (en un tiempo en que los solistas sólo aspiraban a ser directores de orquesta) o, mejor aún, acompañante de un solista (de varios cantantes de ópera, por ejemplo) o simple miembro de una orquesta de cámara (interpretando los tríos de Schubert o de Beethoven). Sus manos eran magníficas, grandes, alargadas, potentes, un poco bruscas y alcanzaban con perfección las octavas (no importa, un gran pianista también puede ser como el compositor ruso Alexander Scriabin, un hombre pequeño y enclenque de manos diminutas). Richter tocaba muy erguido, majestuoso, estirando la espalda y los brazos al máximo y con los pies tensos sobre los pedales. (Fournier comenta que la primera vez que escuchó a Richter en el Mozarteum de Salzburgo se dio cuenta de que tenía las manos húmedas y el estómago revuelto, resultado quizás del gran placer que sintió al escuchar en vivo a un pianista que venía admirando desde hacía muchísimo tiempo y a quien sólo había podido escuchar en grabaciones).

 

Cuando al final de nuestra vida en común estábamos alguna vez solos en la gran sala de la casa de campo y escuchábamos alternadamente las grabaciones de los dos grandes pianistas, Juan y yo caíamos en acaloradas discusiones que, muchas veces, terminaron con violencia. ¿Acaso se trataba de dos maneras totalmente opuestas de entender la vida? Eso sólo lo comprendí después (o quizá apenas ahora me doy cuenta, ahora que contemplo con una calma extraña su rostro oliváceo que se exhibe en la ventana del ataúd).

Estoy en Buenos Aires, acabo de llegar, soy Nora García: me han invitado a escuchar en el Teatro Colón un concierto de Daniel Barenboim. Cuando sale el pianista, la gente se pone de pie y aplaude con entusiasmo, largamente. Barenboim no es muy alto, es rubio (¿o muy canoso?, unos cuantos cabellos embarrados en el cráneo); desciende con cuidado, pero con agilidad, un pequeño estrado pintado de rojo (escalón que subraya y a la vez revela la belleza dilapidada de la madera que recubre el escenario), viste un traje negro (es casi, sin llegar a serlo, un smoking), saluda con cordialidad y cierto asombro; cuando se recuerdan algunas de las fotos de sus discos se percibe que ha adelgazado y envejecido, hay una foto especial que me conmueve, en ella Daniel aparece feliz, recién casado con Jacqueline du Pré, su cabellera es voluminosa y oscura, rizada; ella tiene en cambio el pelo delicado y rubio, muy largo, atado detrás de la cabeza, algunos cabellos vuelan y le enmarcan la cara: hilos sueltos, dorados, gongorinos; sus ojos brillan, la boca, entreabierta (¿como si estuviera en éxtasis?), sus labios ligeramente húmedos; ambos van vestidos a la moda de fines de los sesenta, época en que era preferible hacer el amor y no la guerra (que aún no había terminado en Vietnam). Él la mira, embelesado, y ella sonríe de felicidad: obviamente, una felicidad tan grande no puede durar (¿por qué tanto ¡y tanto! amor se acaba?); en otra foto ambos parecen interpretar, con Pinchas Zukerman, una sonata para chelo, violín y piano de Beethoven: la misma mirada absorta de cada uno en el rostro del otro (mirada que saca de foco al violinista), el mismo éxtasis, el mismo previsible y desgraciado futuro.

El Teatro Colón está repleto, no cabe ni un alfiler (así suele decirse); mucha gente de pie, sentada en las escaleras, recargada en las paredes de los palcos de la planta principal, ocupa todos los intersticios de las plateas, de la cazuela, de la tertulia, del paraíso y en el último piso todos sin excepción escuchan al pianista de pie, apoyados en los balcones, las cabezas cerca de las nubes pintadas al fresco del plafón, con sus figuras anticuadas, ataviadas lujosamente y enmarcadas por un intenso color azul, un azul tan azul como el de los cuentos de hadas. En la parte superior del escenario, un enorme telón reproduce en trompe-l’œil de cartón piedra los cortinajes de terciopelo rojo (ligeramente empolvados) que empiezan en verdad hacia la mitad del teatro (que es muy alto), y rematándolos, a manera de friso, un hermoso bordado en tonos dorados cae en pesados pliegues sobre el suelo. Encima del piano de cola (¿un Steinway?, ¿viajará Daniel Barenboim con su piano, como los hacían también Sviatoslav Richter y Michelangelo Benedetti?), y casi del mismo tamaño que él (el piano), cuelga encima una lámpara redonda de terciopelo rojo, idéntica, excepto en sus proporciones, a las lámparas que en los años veinte iluminaban los comedores de los interiores burgueses, o más bien los rostros de quienes, sentados alrededor de la mesa (dejando en modesta oscuridad el resto de la habitación), comían (con delicados ademanes y sin hacer ruido al sorber la sopa) los alimentos servidos en vajillas art decó. La lámpara me recuerda al alfiletero de seda roja que siempre me acompaña (¿un amuleto?) cuando escribo (¿es un fetiche?), colocado sobre la enorme mesa de cocina (de color verde oliva) de la otra casa, donde Juan nos relata con su dicción magnífica (quizá un poco exagerada, ¿operística?) las conversaciones que Glenn Gould sostuvo con Tim Page y Bruno Monsaingeon. Los cortinajes que enmarcan el escenario y la lámpara que corona el escenario del Teatro Colón parecen haber sido confeccionados con el mismo suntuoso terciopelo que Scarlett O’Hara utilizó para coser el vestido rojo y descotado con que sedujo a Rhett Butler en Lo que el viento se llevó (estamos tan pobres, dice el hombre que recibe los billetes, mientras hacemos cola para tomar el ascensor que nos conducirá al quinto piso (es un hombre blanco, alto, elegante, con el pelo canoso, el rostro varonil: ¿un príncipe descabalgado?), tenemos tan poco dinero que no hemos po­dido comprar ni papel para los baños: los basureros y los cartoneros recogen la basura enfrente del teatro, es un basurero protegido por una cerca, el mismo tipo de protección que al día siguiente de mi visita al Colón protegerá las calles cercanas a la Plaza de Mayo: enrejados de metal y una valla interminable de policías impedirán que allí acampen los piqueteros).

Barenboim toca la sonata número 13 de Beethoven, dará ocho conciertos e interpretará (de memoria) todas las sonatas (treinta y dos). Los movimientos son rápidos, la técnica muy buena, pero no logro conmoverme, me conmueve mucho más pensar (mientras estoy en la sala escuchando al pianista) en Beethoven, acordarme de que cuando compuso esa sonata aún no se había quedado sordo: lo sabemos perfectamente por el sonido exacto de los acordes, la nitidez de los trinos, el juego malabar de las manos que recorren caprichosas el piano: la mano izquierda trepa sobre la derecha y marca la melodía, resuenan los arpegios: el zapato del pie izquierdo de Barenboim brilla cuando aprieta el pedal: desde mi asiento lo veo de frente: cuando termina el primer movimiento de la sonata se detiene, saca un pañuelo oscuro de su bolsillo, se limpia el sudor, mientras la gente se remueve en sus asientos y empieza a toser como si un director de orquesta los dirigiera. Cuando se vuelve a hacer el silencio, retoma con brío el segundo movimiento, los espectadores se mecen al compás de la melodía y se reclinan en los balcones para poder observar mejor, luego cierran los ojos y entran en éxtasis: al terminar el último acorde, la gente se pone de pie y aplaude furiosamente: de los abrigos de pieles de las señoras sale un fuerte olor a naftalina que invade con su tufo la sala.

A los nueve años, Barenboim salió con sus padres de la Argentina y regresó casi cuarenta años más tarde y, sin embargo, como él mismo confiesa en una entrevista en la que su español fluye al principio con dificultad, recuerda con acento argentino y con nitidez los olores, los colores, la disposición de los edificios y de las plazas, esos bellos edificios y esas bellas plazas ahora dilapidados, en cuyas esquinas se amontona la basura para que los cartoneros, legiones de desarrapados, la clasifiquen y reciclen.

Todo tiempo, toda luna, toda sangre llegan al lugar de su quietud: el Teatro Colón conserva aún los vestigios de su viejo esplendor decimonónico, y allí, desde una de las butacas de la tertulia, yo, Nora García, que soy chelista y antes estuve casada con Juan (que ya murió y fue pianista), escucho a Daniel Barenboim en uno de los conciertos en que interpretará las treinta y dos sonatas de Beethoven en el Teatro Colón de Buenos Aires. Daniel Barenboim, un pianista que estuvo casado con Jacqueline du Pré, una famosa y hermosa chelista inglesa, muerta muy joven y en plena gloria de esclerosis múltiple, una artera enfermedad (en uno de sus últimos discos, aún se la admira radiante, extática, abrazada al chelo con delirio (toca el concierto para chelo de Saint-Saëns), pero ya se advierten las huellas de la enfermedad en las ligeras imperfecciones que con el arco de su instrumento imprime sobre las cuerdas).

¿Vuelvo a oír la voz enfática de Juan? ¿Será posible? Cuando el 29 de mayo de 1981 (un poco después de la medianoche), Gould abandonó los estudios de la CBC (Columbia Broadcasting Company), situados en el número 207 de la calle 30 en Nueva York (una antigua iglesia presbiteriana), se cerraba un capítulo de la historia de la música grabada, era asimismo el capítulo final de la trayectoria del productor Samuel Carter, el promotor de Gould y de muchos otros artistas famosos. En efecto, las Variaciones Goldberg fue el último disco que se grabó oficialmente en ese lugar: la Columbia Broadcasting Corporation (CBC) —la meca de los grandes virtuosos— iba a venderse, víctima de los reveses de fortuna de una industria que, como cualquier otra, sufría el embate de las multinacionales y la competencia internacional. Para Glenn Gould y para aquellos cuya suerte estuvo ligada durante largos años a la Columbia, la vieja iglesia es un lugar visitado por los fantasmas, dijo, como epitafio de su propia compañía, Samuel Carter. Quizá esta grabación convierte a Gould en otro de esos fantasmas, seguramente inmortales, termina diciendo Juan: al fondo, muy apagada, se escucha en el gran salón la última grabación que Gould hiciera de las Variaciones Goldberg.

El principio y el fin se reúnen como en el símbolo esotérico del uróboros, la serpiente que se muerde la cola, la perfecta alegoría del infinito y también la del eterno retorno (como si dijéramos, la lucha con el ángel). Un ángel con el corazón literalmente partido en pedazos, un corazón del cual sólo queda sana una pequeña parte, un corazón deshecho por la enfermedad, no por el amor, un corazón dañado (el corazón es simplemente un músculo) con porciones maltrechas, con sus uno, dos, tres, cuatro, cinco bypasses (caminos periféricos) colocados en varias operaciones de emergencia, actos de salvamento, la reconstrucción marginal de puentes y caminos, porque la sangre circula sin llegar al río, se desvía sin purificar correctamente los pulmones, a pesar de que se han reconstruido o limpiado las arterias y las venas o se le han colocado nuevas arterias y nuevas venas injertadas con nuevas señales de circulación, para que la sangre se dirija como debe ser a todas las partes del cuerpo, las piernas, el vientre, las manos, los dedos, los ojos, la nariz, el cerebro y antes que nada pase purificada al pulmón, ¿o es del pulmón que pasa purificada al corazón? ¿Un corazón lastimado de ver tanta miseria? Hay que verificar si esos caminos son tortuosos o rectos (cada año hay más de cincuenta mil personas en Francia que mueren de ataques al corazón y trescientos mil en los Estados Unidos, y en México, ¿cuántos?), esos caminos van de un lado a otro, como cualquier camino, pero ¿qué hacer si el corazón está partido en mil pedazos, no funciona la válvula mitral (¿o era la tricúspide?) y el pulmón tiene agua y los puentes que cruzan las lagunas ya se están cayendo y sobreviene el infarto masivo? (Los hombres son más proclives que las mujeres a los ataques cardiacos) (una punción en la pleura para drenar el agua de los pulmones es quizá uno de los dolores más terribles que un enfermo pueda sentir, tal vez superior al dolor de parto).

Si se produce un infarto al miocardio, muere una porción del corazón y deja intacto sólo un pedazo de músculo —una parte mínima de ese prodigioso músculo—, y eso provoca ansiedad, angustia, imposibilidad de respiración, de desplazamiento, dificultad para subir las escaleras de casa o de los aviones cuando uno sale de gira, porque los aviones exigen que los que viajan tengan el corazón entero, un corazón de acero y no un corazón partido, con dos partes inservibles o desaparecidas (ahora todas las ciencias luchan al unísono para salvar al precioso órgano, el órgano de la vida, el órgano del sentimiento, nuestro corazón, sí, todas las ciencias al unísono, la química, la biología, la física, la genética, la ingeniería): el impacto producido por el infarto al miocardio deja obviamente sin miocardio al corazón o lo parte por la mitad, como la cara de María, la cara hecha pedazos de María o el corazón de Juan hecho pedazos por el infarto (si no se atienden de inmediato esos problemas —los del ritmo cardiaco—, hay menos posibilidades de sobrevivir; en efecto, si al cabo de cuatro minutos de haberse producido el infarto no ha habido ayuda, es decir, si no se reanima el corazón, el cerebro privado de la irrigación sanguínea sufre lesiones irreversibles), el infarto deshace y parte al corazón, dejando solamente una porción sana pero frágil, le impide al cuerpo librarse a su placer, ese cuerpo ya en los huesos, porque uno ya no come nada y a pesar de todo uno fuma y fuma y fuma (y toma, principalmente tequila) (Herradura reposado) y a pesar de todo arrastra a cuestas un tanque de oxígeno y corre el riesgo de morir de un paro respiratorio. ¡La vida es una herida absurda y todo es tan ¡fugaz!! Cuando el corazón se enferma pierde su brillantez, las membranas se congestionan y un sérum inflamatorio exuda hacia la cavidad central (para evitarlo hay que llevar una vida sana, no tomar grasas polisaturadas, aliñar las ensaladas con aceite de oliva, comer nueces, dátiles y almendras, variar las comidas, salarlas con moderación). En ese momento las capas parietales y viscerales se enciman cada vez que hay un latido —y si no late el corazón el cuerpo muere— y se produce una fricción en la parte delantera del pecho que se percibe con el estetoscopio y aun mediante la percusión. (Los fibriladores semiautomáticos aumentan de veinte porciento a cincuenta porciento el promedio de sobrevivencia, en algunos lugares se les conoce como la prueba del idiota porque todo el mundo puede usarlos, basta apoyar un botón que envía un choque eléctrico y el corazón retoma su ritmo, doscientos cincuenta mil pesos, ¡el precio de una vida!) (¡La vida es una herida absurda!). El corazón, órgano de la vida, sede de los sentimientos y por tanto del alma, símbolo del amor, sí, la sede de la vida y del sentimiento: al principio, la cirugía cardiaca se consagró a reparar las deformaciones genéticas, la mayor parte de las cuales pueden ahora ser operadas: la cirugía de las válvulas representa una parte importante de esta tarea (se utilizan válvulas de origen animal, provenientes de los puercos o de las vacas) y también válvulas metálicas. Hay que advertir que esa cirugía tiene sus límites y al cabo de ocho o diez años suelen aparecer calcificaciones que es necesario volver a operar. La anatomía del cuerpo, y más particularmente la del corazón, nos remite a los grandes mitos creados por la humanidad, a la vida y a la muerte, a los orígenes del hombre y a su futuro. A veces cuando la cubierta del corazón se desgarra y se rompe el forro de su estuche (el forro de seda del estuche de mi violonchelo) se traslapan las funciones mecánicas, se atrofia el corazón y sobreviene el paro. ¿Así es?

 

¿Fue así?

¿Se le atrofió el corazón?

El corazón está protegido por el esternón y las costillas, también por el pericardio: una incisión se practica en medio del tórax, debajo del esternón. Se serrucha el hueso (vuelan las esquirlas) y el pericardio aparece, es la membrana que lo rodea y lo protege, se observan luego las arterias coronarias dañadas, otro cirujano prepara el injerto (a menudo se utiliza parte de la vena safena (de la pierna) o una arteria mamaria se desvía de su rumbo natural). El corazón se saca del tórax, se coloca sobre el esternón (la parte derecha del esternón): es difícil operar un corazón en movimiento; un procedimiento especial conocido como la circulación extracorporal (gracias a un aparato hecho especialmente para eso) hace trabajar al corazón y permite irrigar todo el cuerpo (sobre todo el cerebro), durante la colocación del injerto: el injerto escogido se adjunta a la aorta por una parte y por la otra se coloca debajo de la arteria coronaria obstruida. Una vez concluida la operación, el corazón vuelve a colocarse en su lugar, se reinicia de inmediato el movimiento regular de la diástole y la sístole, se restablece el flujo sanguíneo, un puente vascular ha permitido liberar el obstáculo. Después de la operación que dura de dos a cinco horas (según el número de arterias intervenidas) (o según la habilidad del cirujano) (se pueden hacer hasta cinco puentes (bypasses) en cada operación), el operado (o la operada) permanece en observación durante algunos días en la sala de terapia intensiva, antes de pasar a una habitación normal. A partir de ese momento, se inicia el proceso de rehabilitación.

Se va a morir solo como un perro, repito, en voz alta, cuando mi interlocutora ya se ha ido, se va a morir solo como un perro, sí, como perro, muerto el perro se acaba la rabia, ojalá se hubiera muerto solo como un perro, pero no ha sido así, se ha muerto acompañado, como héroe, seguido de múltiples perros y perras, hombres, mujeres y niños, se ha convertido en un ángel, en una entidad pura y maravillosa que deja su huella, una huella enrojecida en los ojos de los hombres y de las mujeres, en mis ojos, en los ojos de María, en el corazón de los dolientes profundamente conmovidos: Juan ha dejado un hueco inmenso en la patria, un vacío imposible de llenar, un hueco inmenso en la historia de la música nacional e internacional, ha dejado inconclusos los trabajos que sabía hacer tan bien, buscar partituras y manuscritos extraviados, ir de museo en museo, de archivo musical en archivo musical, trasladarse de Viena a Berlín y de Berlín a Nueva York para buscar manuscritos y partituras, manuscritos y partituras que le permitirían demostrar en sus conferencias y en sus libros que Bach era distinto a Pergolesi, aunque el primero hubiese muerto tranquilo en su casa, ordenando notas, componiendo cantatas, temperando su clavecín, su clavecín bien temperado, el clavecín en el que muchas noches y para distraerse y distraer a su familia (a su segunda mujer y a sus hijos) interpretaba Bach sus propias Variaciones Goldberg, compuestas para un alum­no suyo, apellidado justamente así, Goldberg, quien a su vez, también todas las noches, las tocaba en casa de su mecenas, el conde Keiserling, un noble al que perseguía el insomnio. Pergolesi, en cambio, murió muy joven y de tuberculosis en su cama anticipándose a la moda romántica, esa moda que obligó a Schubert a morir de sífilis y a Schumann a hundirse en la locura. Y Bach componía partitas y fugas, cantatas y misas, conciertos y corales y hacía hijos, veinte, aunque cambiando de mujeres —no muchas, apenas dos, porque la primera se murió de parto—, pero su sexualidad era desbordada, ¿acaso no lo prueba su numerosa descendencia?, ¿no tuvo veinte hijos? (Sobrevivieron diez). O a lo mejor era la ley de la vida cotidiana, tranquila, impecable, sistemática, componer partitas o fugas durante el día, tocarlas en la tarde en el órgano, enseñar a los niños que aún no han cambiado de voz los cantos que se cantan en el coro (como lo hacía el propio Bach cuando era niño), esos fragmentos de las cantatas que uno ha compuesto y, por la noche, eso sí, por la noche, por la noche dedicarse a hacer hijos. Bach, compositor tranquilo, normal, de sexualidad acompasada, doméstica, como la de los acordes de clavecín de las Variaciones Goldberg cuando las interpretaba en el clavecín Wanda Landowska o cuando a punto de morir de un infarto al miocardio las grababa en el piano Glenn Gould, de manera distinta a como las interpretaba de muy joven, convertido de la noche a la mañana en un pianista legendario, el gran pianista que en dos conciertos —uno al principio de su carrera en un recital público y otro al final de la misma en el estudio de grabación—, interpretó las mismas Variaciones Goldberg a un ritmo totalmente distinto: en su primer concierto las ejecutaba con enorme velocidad, es decir, en treinta y siete minutos, y además en esa misma grabación (la de 1955) se incluyen fragmentos del segundo libro del clavecín bien temperado, una fuga en fa menor y otra en mi mayor y las cuatro piezas juntas ¡duraban apenas cuarenta y seis minutos, once segundos! ¡Y pensar que el ritmo del corazón es de cincuenta a cien pulsaciones por minuto!

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