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El rastro

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Sí, respondo, sí, así es, le falló el corazón, fallaste corazón, su corazón se le deshizo entre las manos (al médico) (cuando lo operaba), ese corazón antes deshecho entre las mías, la vida, me digo, la vida, esa inútil y absurda herida (roja). (Leo una prodigiosa noticia en el periódico: un médico francés llamado Marescaux ha operado desde Nueva York a un paciente en Estrasburgo. Desde una pantalla dirige los movimientos del robot gracias a las imágenes que recibe (tres brazos articulados cargan los instrumentos y una cámara) antes de hacer la ablación de la vesícula biliar, en la camilla el paciente totalmente cubierto por una sábana (sólo puede verse un fragmento muy breve de su vientre enrojecido), al lado, observando, sin moverse, como los personajes del famoso cuadro de Rembrandt, tres médicos —o anestesistas—, vestidos con sus uniformes verde claro y con la boca cubierta por una mordaza, dispuestos a actuar en cuanto se les necesite). (Ya se ha practicado alguna vez, también a distancia, una cirugía a corazón abierto). (Se han efectuado trasplantes de un corazón artificial: los pacientes han muerto, o casi todos: ayer leí que uno ha podido sobrevivir, regresó a su pueblo, un pueblo mediocre del Medio Oeste norteamericano, y sus paisanos lo recibieron como si fuera un héroe. El hombre (en la foto del New York Times) se asoma por la ventana del enorme camión que maneja uno de sus yernos, a los lados, la gente hace valla y aplaude, una banda de pueblo toca una marcha triunfal, el hombre sonríe ampliamente, su dentadura es perfecta, tiene alrededor de sesenta años, ¿cuántos años más le quedarán de vida?).

En voz muy baja le digo, mira, María, cuánta gente ha venido al entierro, ¿no dices que nadie sabía que estaba enfermo?

¿Cómo se enteraron de su muerte? Y yo que pensaba que se iba a morir solo como un perro. Inútil, no me escucha, nunca escucha, no quiere dialogar, le gusta hablar, encadenar una frase tras otra, una vez que ha agarrado fuerza nada puede detenerla, concentrada en ese mecanismo productor de palabras que de inmediato elimina de su rostro la boca: Estuvo muchos días en el hospital, no le avisó a nadie, se sentía mal, nadie sabía que estaba enfermo, tan enfermo que casi se había quedado sin corazón, cuando salió del hospital empezó a usar el tanque de oxígeno, y ¿no te parece extraño?, se dejó el bigote, ¿de qué le sirvió?, ¿qué ocultaba detrás de ese bigotito rígido, indeleble como un tatuaje? Increíble, sí, siguió viajando, sí, ¿te imaginas?, viajando (¿en gira de conciertos?) (¿cómo le hacía para tocar el piano con su tanque de oxígeno a cuestas?). Sonrío, se interrumpe: ¿qué es lo que te parece divertido? No, nada, digo, apartando de mi rostro un mechón de cabellos, esos cabellos que me corté antes de venir al entierro, ese corte que me rejuvenece, que por suerte me rejuvenece, no, respondo, fue un recuerdo, pero su atención dura apenas un instante, se distrae y ahora sí ya no hago ningún esfuerzo para comprender sus palabras, sombras necias, indicios vanos. Me distraigo observando su atuendo, va vestida a la última moda, con un toque sobrio que sienta muy bien en un entierro, aretes discretos, maquillaje ligero, ¡tiene clase, pienso!, un buen corte de pelo, como el mío, también a ella la rejuvenece. Admiro su blusa de seda, la caída es impecable, ¿Armani? (diseñador que admiro con locura y cuya ropa no compro por avara). ¿Por qué habré venido tan mal vestida a este entierro? Una pashmina color gris perla le abriga el cuello (a lo mejor es un shatush, es delicada, y en la orilla, bordadas, unas flores en tonos grises (más oscuros que el resto de la tela y en el centro un lunar rojo, quizá guinda, ¿parecido a la flor que los colorines tienen en la punta de sus ramas descarnadas?), sí, ahora están de moda las pashminas color pastel, aunque la gente verdaderamente elegante se compra más bien un shatush de impalpable pelusilla, calienta mucho mejor que las martas cibelinas ¡y no pesa nada!) (¿por qué usa una pashmina en este lugar tan caliente?). Sus zapatos son bajos, muy simples —de una exacta elegancia—, su traje sastre es de un intenso tono carmesí, casi negro, perfectamente cortado (obvio) (Emmanuelle Khanh, marca poco conocida en estos rumbos). Sigue hablando, apresurada, como si la vida le fuera en ello, como si estuviese interpretando las variaciones de Marin Marais, las que el compositor francés escribió para la viola da gamba —ins trumento usado en el siglo XVII a manera de continuo, un continuo y obstinado acompañamiento— y que ahora en este preciso momento escucho, transcritas para la flauta de pico, sí, las Folías de España de Marais cuyo ritmo frenético y convulsivo se atenúa gracias al delgado e intenso —obstinado— sonido de la flauta traversa. María habla así, a veces su voz es aguda, a veces grave, modula muy bien los distintos tonos con que ameniza su relato, ¿no lo he dicho?, su voz me recuerda a la de un contratenor inglés, David Daniels, cuyo registro es metálico y gangoso. La interrumpo, de cuando en cuando, machacona, diciendo mi estribillo: Así es, tienes razón, como decía mi mamá, así es, así es la vida, la herida abierta que es la vida. Y en voz muy baja, añado: ¡Y yo que pensaba que iba a morirse solo como un perro (y, como bien sabemos, muerto el perro se acaba la rabia)!

Musito, asocio, alguna de las palabras de María disparan viejos recuerdos. Aquella vez, por ejemplo —todavía vivíamos juntos Juan y yo—, que estaba sentada leyendo en un rincón una novela de Dostoievski (cuya lectura muchas veces retomo, como ritual), hace muchos años muchos sobresaltos, inercias, viajes, insidias, amores. Siempre estoy sentada en el recuerdo (hoy, cerca del féretro, en una silla que alguien abandona. María me ha seguido hasta la sala, acerca otra silla, se instala frente a mí para repetir, insaciable su historia) (¿variaciones como las que Beethoven compuso partiendo de un aire de Diabelli o de Paisiello?, ¿o las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach?). Sí, a veces sentada en la otra casa que es muy fría, sobre todo en el invierno, estamos varios amigos, también sentados, conversando, sí, Juan y yo tomamos una copa; en otras ocasiones platicamos sentados en un restorán con varios amigos y una amiga mandona con ademanes de macho de cantina nos invita a tomar un tequila a los que celebramos quién sabe qué, cierto día, quizá en diciembre, y aunque ninguno quiere dejarse invitar ella saca sus billetes como personaje de El idiota (¿Rogozhin, cuando arroja sus rublos a la chimenea encendida para congraciarse con Nastasia Filíppovna?) y todos nos miramos consternados, impotentes, por eso de que suenan demasiado sus chicharrones, y, en medio del recuerdo (como trufándolo), me llegan las palabras sueltas de María: …estuvo muchos días en el hospital y no le avisó a nadie, nadie sabía que estaba enfermo, pensábamos que se había ido de viaje, como siempre (¿con su tanque de oxígeno a cuestas?), de viaje, de viaje (¿en gira de conciertos?, ¿cómo le hacía para tocar el piano con su tanque de oxígeno a cuestas?) (la hipertensión arterial, el abuso de alcohol y de tabaco, a veces la vida sedentaria, otras, los continuos viajes, el hospital, la angioplastia, el hospital, la cirugía a corazón abierto, el marcapasos, el argentino Favaloro se pegó un tiro en el corazón). Su cháchara monótona me adormece. Mis recuerdos siguen sin tener pies ni cabeza, lo único claro es que siempre estoy sentada, a veces ante una máquina de escribir o una computadora queriendo relatar una historia de amor o tocando el chelo o recitando unos versos tristes pare­cidos a los del poeta chileno o copiando unas letras de tango con unas ganas infinitas de llorar (comiendo chocolates de cereza, rellenos de aguardiente), pero me contengo, la vida es una herida absurda, todo es tan fugaz, ¡no quiero humillarme y llorar ante María! ¿Notará que se me han puesto rojos los ojos? Pero es inútil preocuparme, obsesionada con su relato no oye nada, sólo se oye a sí misma (¡óyeme con los ojos!), pronuncia palabras incoherentes que escucho a retazos cuando se interrumpen los recuerdos, y me concentro solamente en su boca, en esa herida cicatrizada que parte en dos su rostro. Lanza un profundo suspiro, las sombras nos rodean como una aureola, las sombras necias, los indicios vanos y el intenso olor (dulzón) a moho.

¿Lo sentirá? ¿O sólo yo lo siento?

Y escribo, sigo escribiendo, sentada ante mi máquina, Juan y yo vivíamos juntos; lo ayudaba a pasar en limpio sus escritos o sus partituras antes de que hubiese computadoras, cuando todavía era necesario utilizar hojas diferentes de papel pautado para cada uno de los instrumentos, las partituras, sí, esas reliquias de otros tiempos: ahora todo se escribe directamente en la computadora, la raza de copistas está en extinción, Mozart escribiendo a la luz de la vela los últimos compases de su Réquiem sería obsoleto, o Rousseau renunciando al mundo y dedicando sus mañanas a copiar partituras para ganarse la vida, absurdo (ni absurdo ni obsoleto, ocupación inexistente, oficio totalmente olvidado). Muchas cosas, me digo, son obsoletas, sonrío, ¡qué banalidad! La banalidad de asistir a un entierro, de estar en medio de los ¿dolientes?, ¿como una invitada más?, ¿una vulgar invitada más?

Estoy sentada en este gran salón, silencioso y frío, después de oír el concierto número 20 de Mozart, Kegel quién sabe qué que ya se acabó y sin embargo el tocadiscos sigue encendido —su capacidad es de cinco compactos— y mi amiga, la otra, la del recuerdo, la del restorán, la que se parece a Rogozhin (no, porque Rogozhin es pequeño, enclenque, insignificante, ¿importa?), repite su gesto imperioso aunque magnánimo en este restorán donde celebramos el año nuevo, ¿celebramos el año nuevo?, ¿qué año nuevo?, aquí sólo mis chicharrones truenan, dice, e insiste en que va a pagar la cuenta aunque se gaste toda su gratificación (tiempo de austeridad), aceptamos, aceptamos resignados y bebemos y bebemos hasta las manitas. Sigo en la máquina o en la computadora o en el restorán con esa amiga mandona o junto al ataúd escuchando a María (recordando en aquel instante la singularidad de su posición): habla y habla cada vez con menos boca, esa herida transversal cicatrizada, esa absurda herida que es la vida, su fugacidad, el obstinado murmullo que no cesa, incompatible con su bello atuendo. Sigo en la máquina, en la inercia, sentada, copiando a mano las complicadas partituras de la última composición de Juan (así lo hacía Anna Magdalena Bach, la segunda esposa del compositor, y muchos de los manuscritos conservan huellas de su pluma, por ejemplo la más acabada versión de las seis sonatas para chelo sin acompañamiento. También Rousseau, cuando decidió alejarse del mundo, copiaba partituras para ganarse la vida, a tanto la hoja). Otra vez me viene a la mente un personaje de Dostoievski que a menudo recuerda Juan, ambos sentados frente a la chimenea de nuestra casa, de regreso del restorán después de que nuestra amiga nos había invitado a comer en masa y a fuerza y también ella está sentada a mi lado o frente a: la chimenea apagada a pesar de ser invierno y de que la casa es helada, sus gestos rogozhianos devaluados repiten la inolvidable escena en que Rogozhin para probar su amor por Nastasia Filíppovna lanza arrogante un fajo de rublos al fuego, la chimenea encendida de un salón ruso del siglo XIX (pero no, corrijo el recuerdo, no es Rogozhin, es Nastasia Filíppovna la que arroja a la chimenea el paquete de cien mil rublos, envueltos en periódico).

 

Mis zapatos son de raso negro, con pulsera y tacón de aguja, mis medias, oscuras y transparentes, con costura (bien derecha), mi vestido es negro, de georgette de seda con aplicaciones de pedrería (como para bailar tango) (soy chelista y Juan, pianista, también compositor), la amiga mandona, en cambio, lleva zapatos bajos, un suéter tosco, color azul marino con escote en v que le cubre las anchas espaldas, es morena, su mandíbula es cuadrada, contrasta con su boca, siempre movediza (y blanda). Juan, vestido como gángster, traje gris a rayas blancas, corbata gris perla con dibujos muy finos y una camisa blanca almidonada (¿cómo puede soportarla?, le aprieta el cuello).

María habla eternamente frente a mí, a mí que estoy sentada junto al féretro o en el jardín de la casa (que alguna vez fue mía y de Juan y de los niños y de los perros y los gatos, más bien del gato) o mientras leo a Dostoievski, interrumpiendo la lectura para oír lo que Juan comenta sobre Rogozhin y el príncipe idiota, todos sentados en un rincón, en una silla o sillón de distintos colores y texturas y hasta formas, frente a la chime­nea de la casa que no está encendida, recordando la rapidez con que el fuego quema los billetes arrojados a la chimenea por Nastasia Filíppovna, y su amante Rogozhin, quien, sin embargo, un día la asesina (¡cómo me gustaría que me amasen así, de esa apasionada manera en que Rogozhin o el idiota amaban a Nastasia Filíppovna!), aunque me asesinen, pienso, sentada en mi sillón oyendo a Mozart, el concierto número 20, Kegel quién sabe qué, para piano y orquesta) (especialmente el adagio). Los amigos, alrededor, vociferan y se burlan de mi amiga la mandona, y Juan, monótona y teatralmente, insiste en revivir la escena en que Rogozhin amaba a Nastasia Filíppovna y para probar su amor lanzaba al fuego los billetes (no, no era él, vuelvo a repetirme, es Nastasia Filíppovna la que arroja al fuego los billetes que le ha conseguido Rogozhin, Nastasia los ha aceptado, él es oscuro, pequeño, bilioso, su sonrisa es perpetua, impertinente, malvada y hasta burlona), y en ese gesto concentra todo su amor, el amor que siente por Nastasia Filíppovna: el corazón tiene razones que la razón desconoce, escribía textualmente Pascal. Y entonces lloro: frente a mí, el rostro trágico de María, detenido en el acto de producir la misma palabra repetida, al borde de la herida, esa absurda herida que es la vida, un corazón henchido de rencores, el corazón hecho literalmente pedazos.

(Alguien recoge los billetes que ha arrojado a la chime­nea Nastasia Filíppovna, el papel periódico en que estaban envueltos los protege, sólo el primero se ha quemado).

Estoy sentada en un rincón, leyendo a Dostoievski, el príncipe Mishkin entra a una casa de San Petersburgo, busca a Nastasia Filíppovna que ha huido con Rogozhin: el corazón le late apresurado, tanto que parece salírsele del pecho, en la enorme cama se dibuja vagamente una silueta cubierta con un lienzo blanco. Mishkin siente los latidos de su corazón, (más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto); son tan fuertes que le da miedo, piensa que podrían traspasar las paredes, contrastan con el silencio fúnebre de la habitación donde Rogozhin está sentado, sin duda esperándolo, no sonríe. Al pie de la cama, arrugado, el suntuoso traje de novia de Nastasia Filíppovna, su collar de diamantes brilla sobre la mesa de noche, un pie calzado de satín de seda y encajes asoma debajo de la colcha, estatuario. ¿Llevaste contigo el cuchillo hasta Pávlovsk?, pregunta Mishkin. No, lo único que recuerdo, Lev Nikoláievich, es que esta mañana lo saqué de un cajón cerrado con llave, todo sucedió entre las tres y las cuatro horas de la madrugada. El cuchillo estuvo siempre guardado allí, oculto entre las páginas de un libro. Algo me sorprende sin embargo: lo hundí con fuerza cerca de su seno izquierdo, a varios centímetros de profundidad, y apenas salió sangre de la herida, ni siquiera la mitad de lo que hubiese podido contener una cucharadita de café… Sí, lo sé, contesta Mishkin, temblando exageradamente, pero con la voz calmada, lo he leído en alguna parte, se trata de una hemorragia interna. En ocasiones no sale ni una sola gota de sangre.

Rogozhin improvisa dos camas, ambos descansan junto a la muerta, es verano, el cadáver empezará pronto a despedir un mal olor. Rogozhin lo ha cubierto con una tela impermeable y ha colocado alrededor cuatro botellas de desinfectante (la loción de Zhdánov). Cuando los descubran, el olor será insoportable, Mishkin se habrá convertido de nuevo en el idiota y Rogozhin habrá perdido temporalmente la razón.

Es tu muerte nomás que se adelanta.

O quizás no esté leyendo a Dostoievski, quizás sólo esté sentada con las piernas abiertas tocando el chelo mien­tras Juan me acompaña al piano (llevo ahora una falda ancha, zapatos bajos que se asientan con fuerza sobre el suelo), interpretamos la hermosa y melancólica sonata para arpeggione y piano de Schubert, aprieto con fuerza el chelo entre mis piernas, paso el arco sobre las cuerdas, el grave sonido es un lamento, miro a Juan, su mano derecha juega sobre el teclado, la izquierda marca el acorde. O a lo mejor no estamos tocando, ni estamos juntos, ¿estoy sola?, ¿sentada frente a la mesa de cocina que me sirve de escritorio, esta mesa de color verde seco donde hay un alfiletero de terciopelo rojo que me sirve de amuleto y donde transcribo las composiciones de Juan sobre el papel pautado? Quizá en este instante preciso haya salido un suspiro profundo del fondo de mi corazón, quizá de mis ojos broten las lágrimas (raudales de llanto) (lágrimas ardientes) y entonces de verdad lloro, lloro y lloro y lloro, ya estoy sollozando, ¡Nadie, digo histérica, las lágrimas corriendo por mis mejillas (son saladas), mi corazón profundamente conmovido, naaadie, naadie, nunca nadie me ha amado como Rogozhin o Mishkin amaban y seguirán eternamente amando a Nastasia Filíppovna! Las lágrimas ruedan lentamente sobre mi rostro, me gusta su sabor cuando me las trago como María se traga las palabras. Permanezco inmóvil, inclinada, en mi regazo el rostro de Rogozhin (o el de Mishkin) mojado entre mis piernas, ¿o es el chelo?, las cuerdas me hacen daño, y frente a mí, en close-up, la gesticulante y siempre abierta herida —la herida absurda que es la vida— en el rostro de mi amiga. Soñé que me perdía. Desperté furiosa: no me he encontrado. (Me subió la presión arterial).

No quiero, no quiero que nadie se dé cuenta de que lloro, ¡que María no se dé cuenta de que lloro!, quisiera beberme mis lágrimas, hacerlas regresar de donde partieron, quisiera no comportarme como una mujer, una vulgar mujer, a quien su corazón traiciona, la sangre se ha inflamado, y de su combustión han brotado vapores que asoman por los ojos, pero no, no lo soportaría, no, no puedo soportarlo, ya me he secado de tanto llorar, pero no, no exageremos, en verdad tampoco me importa, nada me importa ya, nada, ni mis sollozos entrecortados, ni mi respiración jadeante, ni el cuerpo y el bigote ralo y duro (¿engominado?) de Juan, ni la quijada sostenida por un pañuelo negro que resalta el color oliváceo de su rostro, ni los hermosos vestidos bien cortados en el taller de un famoso diseñador, ni que el alfiletero sea de terciopelo rojo y tenga forma de corazón, ni que el corazón (el suyo) haya dejado de latir, ni las cien pulsaciones reglamentarias por minuto, ni el relato, ni que el corazón sea solamente un músculo (el centro de la vida) (si se ingieren durante un largo periodo de tiempo constantes dosis (bajas) de aspirina (para niños) se reducen en un cuarenta y cuatro por ciento los infartos al miocardio) (me gustaría morir así, durante la noche, de un silencioso infarto al miocardio), tampoco me interesa conversar con mi amiga la mandona, gruesa como un campesino, o quizá, mejor, gruesa como un carnicero, de pie entre las señoras elegantes que han venido como yo y María al entierro y pienso que la juventud es un divino tesoro y tarareo el tango ese en que la mujer lleva unos zorros y unos zapatos desteñidos y un traje que fue marrón y cuando era joven y bella recitaba a dueto (con su novio) los versos de Rubén (hablo de Rubén Darío, espero que se entienda).

Y las palabras pesan cuando se escriben, después de apoyar mis dedos sobre las teclas, en medio del silencio de la noche, sólo un amor como el tuyo ha conmovido así mi corazón. Sonrío, ¿Qué es lo que te parece divertido?, dice María. ¿Me habrá visto llorar o sonreír? Nada, le digo, un recuerdo, pero ya no me oye, ojalá no advierta que tengo los ojos enrojecidos, el pulso alterado (más de cien latidos por minuto): sería humillante, pero en realidad, lo sé (entonces, ¿por qué temo?), ni oye ni ve ni se interesa por nada que no sean los movimientos de su propio corazón (cada quien tiene su corazoncito). (Enfrente de mí, desde la ventana que mira al patio, mientras escribo este relato, veo pasar a una ardilla, sube por las ramas de un árbol sin hojas, hace frío, es pleno invierno. Me estremezco, sólo su cola la diferencia de una rata). María retoma el hilo del relato, cuenta, apresurada, su narración tan absurda como la vida, una absurda herida. ¿Sabes? (no, no sé), sabes muy bien que todos lo querían, lo guapo y simpático que era, lo agradable, en fin, no sé para qué te lo cuento. ¿Te fijaste que se dejó el bigote? Claro, asiento, así es, para qué me lo cuentas, sí, ya vi que se dejó el bigote, es ralo, canoso, inútil, sí, hace tiempo, cuando aún vivíamos juntos él era muy guapo. Sí, ya lo sé, todos lo querían (yo más bien le tengo rencor, pero como dice el tango, rencor, mi viejo rencor, tengo miedo de que seaás amor). Y yo que pensaba que se iba a morir solo como un perro, digo (la presencia de un animal doméstico en la casa reduce en un cincuenta por ciento la tensión ocasionada por el estrés), y yo que pensaba que se iba a morir solo como un perro, repito en voz muy baja o quizá lo comento en voz muy alta, puede ser, porque esta vez María sí hace un gesto de asombro, no lo digo yo, exclamo (con vehemencia), no lo digo yo, lo decía su hermano también, sí, su hermano lo decía: Cuando muera, sí, al final de su vida, Juan estará solo como un perro (y muerto el perro, lo sabemos bien, se acaba la rabia).

Palabras, palabras, palabras dichas sin ilación, sin sentido, ¿o lo tienen? Deben tenerlo, son palabras que salen del corazón y que uno no cuida, aunque sea un error, ¿no dicen que se puede matar y ofender a muerte con las palabras? Uno desarrolla ese instinto mortal, se quiere matar, se mata con las palabras, sí, las palabras hieren el corazón, las palabras hacen daño, matan o por lo menos uno desearía matar —mejor, asesinar— con las pala­bras, sobre todo cuando se pronuncian al ritmo con que las pronuncia María, el ritmo convulsivo del chisme, de la plática de entierro, morbosa, con sus hipócritas oraciones, cuyo ritmo es distinto al que producía Glenn Gould cuando al final de su vida interpretaba las Variaciones Goldberg y ya sólo tocaba en los estudios, acompañado de los técnicos que le ayudaban a retocar el producto final, el disco que sería vendido entre los melómanos, melómanos que con el pie marcan el ritmo galopante con que al principio Gould interpretaba las sonatas de Beethoven o las Variaciones Goldberg de Bach provocando el escándalo. Ritmo galopante: María y sus palabras, el corazón del hombre las reconoce. Palabras dichas sin reflexionar, en candente imprecisión, asociaciones, como cuando sin querer —o queriendo— se piensa en los defectos de la gente, y luego, efectivamente, cuando uno se encuentra departiendo con ellos, aunque no siempre, afortunadamente no siempre, pero sí muchas veces, la gente dice sin querer o queriendo lo que le canta el corazón, una frase alusiva que subraya un defecto del interlocutor en turno y ofende a los gordos, a los calvos, a los chaparros, a los jorobados, a los mendigos, a los arribistas, a los ladrones, a las y a los trepadores, esos arribistas, los dolientes (los que han venido al entierro y hablan, hablan y cuentan chismes y también calumnian, como se suele hacer en los entierros, yo tuve una corazonada, lo sabía de antemano, No, dice otro con su voz curtida, la muerte, como les digo, no anda por allí, hablándonos, llega así nomás, cuando menos la esperamos), sí, se suelen proferir palabras que salen de la boca sin pensarlo, salen directamente del corazón —el corazón alberga proyectos poco virtuosos—, palabras parecidas a las de esa canción que ayer oía en la radio: puro corazón, corazón partío, canción española de Alejandro Sanz (antes cantaor de flamenco), canción de moda que Federica y Corina oían en el coche mientras iban rumbo a su casa o a la de su padre cuando aún lo visitaban. Son palabras que salen de la boca, palabras que salen del corazón henchido de pesares o de rabia, el corazón que se desahoga sin querer, palabras movidas, manejadas por el inconsciente, incoherentes, paródicas, descriptivas, realistas o llenas de rencor, de violencia de corazón partío no por el infarto sino por la ira, y Juan que tenía el corazón partido y no podía respirar ni dedicarse a los placeres se vuelve o se volvió santo: ya no necesita respirar para ostentar su santidad porque ni los santos ni los ángeles respiran, son entelequias que desde el cielo vienen a la tierra para agasajarnos, caminan lenta y elegantemente, con ritmo sutil, como las manos de Glenn Gould o de Gustav Leonhardt moviéndose sobre el teclado del piano o del clavecín cuando con infinita paciencia y maestría ejecutan las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach.

 

No es raro, nos decía Juan una de esas noches en que nos reuníamos en el gran salón casi siempre helado donde oíamos o interpretábamos música de cámara o lo escuchábamos a él, cuando contaba historias con su voz teatral (¿operística?): No, no es raro, decía, que un intérprete, a lo largo de su carrera, grabe varias veces las mismas obras, en verdad las piezas de resistencia de su repertorio. Y no hay nada extraño en que se adviertan divergencias entre las distintas grabaciones (cada inter­pretación es diferente (pienso), muestra las diversas concepciones que el intérprete ha tenido de una obra y su propia evolución artística, a veces cambia su misma técnica, su fraseo, su digitación, la manera de sostener el arco cuando se tocan instrumentos de cuerda): las dos grabaciones que se tienen de las Variaciones Goldberg interpretadas por Gould son muy peculiares, con veinticinco años de intervalo, sí, a esa distancia enorme, marcan el punto de partida y la culminación de su carrera. Hizo una primera grabación en junio de 1955 y de inmediato Gould, que desde el principio había sido considerado un niño prodigio, se convirtió en el pianista de mayor fama internacional, y la segunda, una de sus últimas interpretaciones, lo consagró póstumamente, lo convirtió en mito. Cada una de ellas ocupa un lugar especial en la historia de la interpretación, debido al carácter extremo de sus diferencias, sobre todo en la longitud de cada una de las grabaciones. Gould explicaba minuciosamente su teoría sobre la lentitud en una entrevista que le hizo Tim Page: Me gusta oír la música que verdaderamente me conmueve, dijo, la que me llega al corazón (y, evidentemente, tocarla yo mismo), a un ritmo (yo lo llamo tempo) muy pensativo, muy lento, Vea usted, Page, dice Juan que dijo Gould, en otras épocas yo pensaba lo contrario, pensaba que era mejor interpretar las obras a un ritmo precipitado (¿convulsivo, frenético?); pero cuando empecé a madurar, tuve la impresión —cada vez más acentuada— de que muchas interpretaciones —entre ellas, la mayo­ría de las mías— se hacen de forma demasiado acelerada (para que funcione bien el corazón hay que mantener la paz de espíritu: es más sano guardar la calma). En realidad, insistía Gould, la única música que me interesa (sin excepción) es la contrapuntística, exige un tiempo lento y reflexivo, regular (como el de un corazón normal). Y es precisamente ese hecho, precisó —no haber respetado ese tempo lento—, lo que más me perturba cuando oigo mi primera grabación de las Variaciones Goldberg. Sí, ese disco produjo un gran impacto, reitera Juan, sentado como siempre en el sillón azul de alto respaldo, los demás lo escuchamos (¿en masa y a fuerza?) con nuestras copas de tequila en una mano y en la otra un cigarrillo (es un Marlboro), la chimenea sigue sin encender, hace frío, en sordina se oye la última grabación de Gould. En casi todas sus giras de conciertos las tocaba y después, cuando canceló definitivamente su actividad pública como concertista, se solían escuchar fragmentos en las emisiones que preparaba para la compañía canadiense de radio: A cada quien su propio Bach. (Yo le tengo en cambio una devoción especial a Sviatoslav Richter como pianista y como hombre, quizá aún más que a Gould, y debo advertir, por lo tanto, que en este sentido no estoy completamente de acuerdo con Juan, aunque quizá Juan estuviese más acreditado para decirlo que yo, pues él era pianista y yo soy chelista. Richter no se limitaba a tocar a un solo compositor, su repertorio era inmenso y, como bien dicen algunos de sus admiradores, tocaba a Bach con la severidad y la modestia implorante de un genio; a Schumann con el desvarío romántico de un poseído, a Prokófiev con salvajismo y a Liszt con un virtuosismo tan refinado y fenomenal como quizá, obviamente, sólo el propio Liszt pudo hacerlo (Liszt, uno de los más grandes virtuosos de todos los tiempos); sí, Richter interpretaba a todos los compositores con perfección y gran respeto, era un pianista proteiforme: Gould era mucho más obsesivo y sobre todo mucho más arbitrario).

(Estamos todos tomando, divertidos, en la sala grande, el alcohol hace las veces de chimenea, calienta los discursos y los cuerpos; Juan, con sus obsesiones de erudito, hace lo posible para congelarnos el alma). La decisión de volver a grabar las variaciones fue el producto de sus conversaciones con otro crítico musical, Bruno Monsaingeon: Para mí, dijo Gould, las Variaciones contienen fragmentos magníficos, aunque también fragmentos absolutamente deleznables (Thomas Bernhard hace algo semejante en uno de sus libros que yo tengo sobre mi mesa de luz, su lectura suele impacientarme: descalifica a la mayoría de los grandes músicos y escritores contemporáneos). (¡Qué diferentes son los dos pianistas en su manera de entender la música y la interpretación! Richter tocaba con igual apasionamiento obras muy distintas: sabía encontrar en ellas lo que tenían de extraordinario y, en lugar de rebajarlas, las exaltaba). Gould remataba su tajante observación con esta frase contundente (y presuntuosa): Como obra, como concepto, es decir, como un todo, las Variaciones Goldberg son un fracaso (lo reitero, en verdad no estoy de acuerdo ni con Gould ni con Bernhard ni con Juan). (Los grandes compositores del Romanticismo, a los que Gould despreció (Schumann, por ejemplo), solían practicar diariamente obras contrapuntísticas de Bach en las transcripciones que para el piano había escrito Felix Mendelssohn Bartholdy, compositor que admiraba Gould, aunque no lo incluyera en su repertorio como tampoco a otros románticos —Chopin y Schubert—).

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