El árbol de la nuez moscada

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Aus der Reihe: Hoja de Lata Editorial #80
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4

En el tren de París, vacío en tres cuartas partes, los Genocchio, junto con Julia, ocupaban dos compartimentos contiguos. En el primero iba Ma, que después de haber pasado a duras penas la aduana había vuelto a desplomarse de inmediato y seguía atendida por Joe, Jack, Bob y Willie; el otro lo tenían Julia y Fred para ellos solos. La situación era menos peligrosa de lo que parecía, pues cada dos por tres uno de los Genocchio menores entraba a informarlos del progreso de Ma o para fumarse un cigarrillo, pero incluso en los intervalos en los que estaban a solas, el comportamiento de Fred era ahora impecable. Hablaba tranquilo y serio, sobre todo de dinero, y exhibía un orgullo familiar de lo más apropiado. Los Genocchio, le hizo saber, no eran unos simples saltimbanquis; de orígenes italianos, habían llegado a Inglaterra si no exactamente con Guillermo el Conquistador, al menos durante el reinado de Carlos II. Tenían carteles para demostrarlo. Había uno con su nombre en el Museo Victoria y Alberto. Él mismo había ido a verlo de pequeño con su padre y su tío, ambos grandes artistas, y fue su abuelo el que lo donó. No había ninguna otra familia en la profesión —salvo, por supuesto, los magníficos Lupino— que se les pudiera igualar. Julia lo escuchaba embelesada y su interés no decayó cuando Fred fue preparando el terreno para hablar del presente. Mencionó el dinero en el banco y una casa en propiedad en Maida Vale, pues además de artistas, los Genocchio eran también astutos. Ni uno solo, en doscientos años, había tenido que ser enterrado de limosna. Tenían sus altibajos, por supuesto (¿y qué familia no?, ¡fíjese en los Borbones!), pero durante el último siglo no les había faltado ni techo propio ni dinero en el banco…

—Deben de ser unos maridos estupendos —comentó Julia con toda sinceridad.

—Lo somos. Y cuando nos casamos, es para siempre. No somos veletas. Ma no estaría con nosotros ahora si mi padre no hubiera muerto hace seis meses. No parecía capaz de superarlo y se le antojó acompañarnos, así que pensamos que podría animarla. Pero fue un error —terminó Fred con pesar—. Siempre ha tenido el estómago un poco delicado.

Entonces se sumió en el silencio, preocupado por sus asuntos profesionales. Julia, para distraerlo, le preguntó por la nueva generación, pero eso lo apesadumbró aún más.

—Bob y Willie están bien casados, pero solo tienen una hija cada uno. Chiquillas encantadoras y alegres, pero a pesar del apellido no es frecuente que una mujer sea una acróbata de primera clase. Están aprendiendo danza. —Fred suspiró—. Yo también debería casarme, pero hubo una muchacha, hace seis años…

Julia le estrechó la mano. No pudo evitarlo, pero él creyó que era intencionado.

—Cayó en la red —continuó—, aunque en una mala postura. Creo que deseó que no hubiera habido red. El caso es que murió tres meses después y, por un momento, detesté todo esto.

—Me asombra que no lo dejara.

—¿Dejarlo? —Fred la miró sorprendido—. Pues claro que no lo dejé. Pero me afectó, ya me entiende. No voy a decir que no haya vuelto a mirar a una mujer desde entonces, porque no es así, pero casarme es otra cosa.

—No creo —dijo Julia con delicadeza— que ella hubiera querido que no…

—Es cierto. En su lecho de muerte, me dijo: «Dale un abrazo de mi parte a tu esposa, Fred», con esas palabras. ¡Discúlpeme, no pretendía entristecerla!

Y es que Julia ya estaba llorando. Ninguna consideración hacia su aspecto había conseguido jamás reprimir su sensible corazón y las lágrimas se mezclaron con el colorete hasta que el pañuelo de Fred se llenó de manchas rosas. Cuando al fin se sonó la nariz, parecía cinco años más vieja, pero Fred no dio muestras de que le importase. Le rodeó los hombros con un brazo y trató de secarle los ojos él mismo.

—No —sollozó Julia—. Vaya a ver a Ma. Quiero arreglarme.

Él se fue de inmediato, el perfecto caballero. Una vez sola, el llanto cesó rápido, dejándola purgada por la emoción, y se enfrascó con su neceser sin pensar en otra cosa. Desde luego estaba disfrutando en extremo del viaje: su congoja, del todo auténtica mientras duró, no era sino un suceso más en un periplo de lo más interesante y variopinto. No habría querido perdérselo. Incluso la apresurada compostura del maquillaje la divertía y cambió el carmín más tenue (de Packett) por otro a prueba de roces en un tono rojo flamenco. El efecto era imponente, pero cuando regresó el señor Genocchio no pareció darse cuenta.

—Estoy preocupado por Ma —dijo sombrío—. Sigue revuelta.

Julia alzó la vista con interés.

—Y además —continuó el otro—, cuando se le pase, se quedará dormida. Ese idiota de Joe la ha estado atiborrando de coñac como si rellenara una petaca. Creo… —Se dejó caer en el asiento—. Creo que no podrá salir al escenario.

—Bueno, en realidad no es parte del espectáculo, ¿no? —observó Julia en un intento por consolarlo—. Quiero decir que no es como si tuviese que retirarse usted.

—Nos permitía tomarnos un respiro. Viene bien parar un minuto durante la actuación. Además, sé que no lo creerá al verla así, pero Ma es bastante buena. Tiene una sonrisa bonita y cierta presencia. Un brillo especial en los ojos y todo lo demás. Le sorprendería el arte que tiene.

—Eso es la experiencia —repuso ella con ambigüedad—. ¿No pueden recurrir a nadie del teatro?

—Tal vez, pero no tenemos mucho tiempo y detestan a cualquiera que les dé problemas. No sirve de nada preocuparse. Si llega bien, llega bien, y si no…

—Si no, tendré que ayudarles yo misma —dijo Julia.

Apenas aquellas palabras salieron de sus labios, supo que era un error. Hay ocasiones en las que uno debería abstenerse de hacer buenas obras y esta era una de ellas. Cuando vas a reunirte con tu hija —o, en cualquier caso, cuando vas a reunirte con una hija como Susan—, no tendrías que desviarte para ponerte unas mallas prestadas. Pero Fred ya estaba estrechándole las manos con una gratitud casi excesiva y una emoción peculiar recorría los dedos de ambos. Era la emoción del teatro, el entusiasmo de estar entre bambalinas, esa sensación de la que llevaba tanto tiempo alejada y que (ahora se daba cuenta) tanto había echado de menos. «Solo por esta vez —se dijo—. Solo una vez más, ¡antes de que me haga demasiado vieja!».

De modo que, en lugar de seguir hasta la estación de Lyon, Julia se apeó en la estación del Norte.

CAPÍTULO 4
1

De pie sobre una silla frente al exiguo espejo del camerino, Julia se miró detenidamente las piernas. Hacía tanto que no se veía en mallas que sentía a la vez curiosidad y aprensión, sobre todo porque las mallas de Ma eran a todas luces enormes. No obstante, aunque la señora Genocchio era corpulenta, también era bajita y el tejido era muy elástico. Subiéndoselas con maña, había conseguido estirarlas bien y ahora aquel reflejo aplacó sus dudas. Encaramada a los tacones de cinco centímetros de sus propios zapatos plateados, las piernas de Julia se alzaban fuertes y bien torneadas hasta el argénteo faldellín y, si bien no eran como las de una modelo, tenían su propio atractivo.

—A los hombres no les interesan los mondadientes, de todas formas —dijo complacida.

Con cuidado, por los tacones, se bajó de la silla y estudió esta vez la mitad superior de su imagen. Iba apenas cubierta con una especie de cuerpo de traje de baño, negro igual que las mallas, y un bolero color plata. Un tocado compuesto por plumas negras de avestruz que salían de una diadema plateada completaba el conjunto, y quienquiera que lo hubiese diseñado (pensó Julia) debía de tener muy buen gusto.

Al oír unos golpecitos en la puerta, se apartó casi de un brinco del espejo y adoptó una pose despreocupada bajo una luz más favorable.

—Soy yo, Fred —se anunció el señor Genocchio.

—¡Adelante!

El corazón se le había acelerado. ¿Y si no le gustaba? ¿Y si creía que estaba demasiado… rolliza? Con ferviente repulsa, pensó en todos los dulces franceses que había comido a lo largo de su vida. ¿Por qué se los había comido si siempre supo que serían su ruina? Una vez, para divertir al señor Macdermot, se zampó cuatro éclairs de una sentada… «¡Debería haberse avergonzado de mí!», pensó con amargura; pero si bien su inquietud puede parecer excesiva, es preciso recordar que Julia siempre vivía el presente y que en ese momento su presente era por entero de Fred.

No tenía nada que temer, sin embargo. El rostro del trapecista, cuando apareció en el umbral, rezumaba una admiración empalagosa.

—Está magnífica —dijo al fin.

—Usted también —repuso Julia de corazón.

Y es que ninguna fotografía podía hacerle justicia. Una fotografía solo podía reflejar el brillo de sus mallas negras, no la palpitación de los músculos que había debajo; solo la escultural belleza del equilibrio, no la fluida hermosura del movimiento. Fred cruzó la estancia como una pantera negra y, mientras lo contemplaba extasiada, Julia adquirió sin darse cuenta algo que llevaba largo tiempo codiciando. Adquirió una pizca de cultura, que, si no reconoció como tal, fue porque uno no espera encontrar en el camerino de una sala de variedades lo que busca en los grandes libros. Y sin embargo así ocurrió: una vez vio con sus propios ojos lo mejor de su clase, ya no podía mirar algo de segunda categoría sin reparar en que lo era.

—Voy demasiado emperifollada —afirmó mirándose de nuevo en el espejo.

Fred se quedó desconcertado.

—Está imponente. ¿Qué es lo que no le gusta?

—Todo esto. —Julia se quitó el bolero y el tocado y los sostuvo a su espalda—. Es precioso, Fred, pero creo que debería llevar algo más sencillo…

 

Uno junto a la otra, examinaron ambos su reflejo, pero sin el contrapunto de las plumas, las caderas de Julia, acentuadas por la faldita plateada, parecían ahora desproporcionadamente grandes. Ella misma hizo un gesto de rechazo con la cabeza.

—No tengo tipo para esto —admitió apenada—. Mejor lo dejo estar.

—Tiene una figura espléndida —dijo Fred. Y lo decía en serio. La miraba con auténtica admiración. Mientras Julia volvía a colocarse el tocado, le preguntó de pronto—: Ese sitio al que va… ¿La espera también allí el señor Packett?

—Murió —contestó ella—. Lo mataron en la guerra.

—Tenía que ser usted una chiquilla para casarse.

—Dieciséis. Él era un chiquillo para que lo matasen.

—Pero un héroe, sin duda.

Julia asintió sin decir nada. Su compasión le agradaba, pero tenía la sospecha de que el espíritu de su difunto marido no lo apreciaría de igual modo. A Sylvester nunca le habían caído bien sus amistades: cuando intentaban decirle lo valiente que era, solía morderse el nudillo del pulgar y se marchaba. Era probable que su fantasma estuviese haciendo lo mismo en ese momento y Julia, para aplacarlo, se apresuró a cambiar de tema.

—¿No estamos ya a punto de salir, Fred?

—Quedan cuatro minutos. ¿Nerviosa?

—Un poco. ¿Es en cuanto los vea saludar?

—En cuanto nos vea saludar, sale y cambia la pizarra, solo tiene que quitar la que hay encima. No puede equivocarse ni aunque lo intente adrede.

Le sonrió para darle ánimos y ella, de pronto, se echó a reír. Al menos durante la próxima hora sus destinos estaban unidos, eran camaradas, compañeros de una troupe que era también una familia.

Durante la próxima hora, Julia no sería la señora de Sylvester Packett, sino la sexta Genocchio voladora…

—¡Alehop! —exclamó, y el traspunte llamó a la puerta.

2

Aunque las piernas de Julia pudieran no ajustarse a los patrones modernos de las modelos, eran muy del gusto de los parroquianos del Casino Bleu. Su segunda entrada fue recibida con vítores y aplausos y, pese a todos sus propósitos en sentido contrario, no pudo evitar hacer ojitos a la concurrida sala. Después de todo, le debía a Fred dar lo mejor de sí misma y lo mejor de sí misma era de hecho muy bueno. Tenía un encanto, una disposición para el disfrute y para hacer disfrutar que le permitía conectar con el público de inmediato y, según avanzaba el número, ese vínculo se hacía más estrecho. Algunos caballeros aquí y allá le gritaban comentarios elogiosos y el francés de Julia, aunque limitado, era suficiente para no defraudarlos.

Vive la France! —contestaba a voz en cuello—. Vive l’amour! Cherchez la femme! ¡Y a muchas!

No era ingenio, por supuesto, en el sentido tradicional, pero pasaba como tal para sus ahora numerosos admiradores y cada vez que salía los cambios se hacían más largos y clamorosos. En cuanto a ella, el tacto de las tablas bajo los pies, el olor del teatro y el sonido de los aplausos, todo se combinaba para embriagarla. Como toda buena actriz, era un poquito vanidosa; su personalidad se había crecido y solo una sana conciencia profesional le impedía acaparar el espectáculo entero. En cuanto veía al grupo en posición, volvía corriendo entre bastidores y no reaparecía hasta que flaqueaba la última salva de aplausos. Aun así, tenía remordimientos.

—No puedo evitarlo —le susurró a Fred en un momento en el que este no estaba actuando—. Sé que no debería haber respondido, pero lo he hecho sin pensar.

A él le faltaba el aliento para contestar —como era evidente por la soberbia expansión y contracción de su pecho—, pero su sonrisa lo decía todo. Estaba bien, no le importaba; y cuando al final salieron a saludar todos juntos, la cogió del brazo y la sujetó con firmeza a su lado.

—¡Has estado magnífica! —musitó mientras el telón subía y bajaba; y al contacto con su mejilla, pues le había hablado al oído, Julia sintió un delicioso escalofrío que le recorría todo el cuerpo como un trago de vino.

¡Eso, eso era vida! El aire viciado era para ella como una cálida brisa, las personas del público —buenas y malas, limpias y mugrientas— eran sus amigos, su familia, los partícipes de su alegría. Si alguna vez se sintió Julia en comunión con la naturaleza, fue en ese momento. Y si la naturaleza con la que así comulgaba era exclusivamente humana, y por tanto (como se suele creer) menos pura, menos elevada que la inanimada, era culpa de las circunstancias. Los árboles y las montañas la esperaban en Saboya.

3

A unos quinientos kilómetros de allí, la anciana señora Packett se incorporó en la cama y miró la hora. Eran las diez y media; se había acostado demasiado temprano. Susan siempre insistía en que su abuela se fuera pronto a la cama cuando el día siguiente tenía algo de especial y luego, por la mañana, la hacía levantarse tarde.

—¡Pamplinas! —dijo en voz alta.

Se estiró entre las frescas sábanas perfumadas de lavanda: aún sentía aquel viejo cuerpo resistente y vigoroso, con las articulaciones algo agarrotadas, pero muy capaz de permanecer levantado hasta una hora razonable. Esa tarde había estado un poco nerviosa, desde luego, pero quién no lo estaría con una nuera resucitada cerniéndose sobre ti. ¿Acaso no tenía ya a un extraño prácticamente viviendo con ellas? «No he venido aquí para organizar fines de semana campestres —pensó molesta la señora Packett—, sino para descansar y para que Susan perfeccione el francés». Pero Susan, por una vez, estaba siendo poco razonable: en lugar de dedicarse en paz a su Molière, había tenido que enamorarse y adoptar una ridícula actitud de mártir ¡y escribir una absurda carta a una madre a la que apenas conocía! La señora Packett ya no temía la influencia de Julia —Susan (como sabía su abuela mejor que nadie) había pasado la etapa de la juventud maleable—, sino una invitación más de las que cualquier mujer normal podría soportar…

«Dejo que me domine —pensó—. Es una mala costumbre para las dos». Luego, sin querer, sonrió; la tiranía de Susan era muy agradable. Hacía que una se sintiese… preciada. Te mantenía a la altura. Susan era muy exigente, por ejemplo, con los sombreros de su abuela: siempre iba directa a la sección de modelos exclusivos y no miraba nada por debajo de las dos guineas. Una vez, por uno de paja negro con fruncido de terciopelo, le hizo pagar cinco. «Es la forma —le había explicado—. Con él pareces una Romney». La señora Packett siempre cedía. Aún era muy dada a las chaquetas de lana y a las pecheras bordadas, pero sus sombreros eran dignos de admiración…

«Julia nunca se preocupaba», pensó de pronto. Julia nunca se había preocupado de nada. Era buena chica, a su manera, muy dócil y solícita, pero siempre tenía ese aire de estar viva solo a medias… ¡Y luego se fue así sin más, sola, y no volvió nunca! Debía de haber algo en ella, algo que Barton estaba reprimiendo, para lo cual fuese un ambiente hostil. La señora Packett reflexionó sobre aquello. En su juventud, antes de casarse, ella misma había pensado a menudo en vivir a su aire criando spaniels. ¿Acaso Julia tendría ideas similares? No había vuelto a casarse, al parecer, pero ¿qué había hecho con las siete mil libras? ¿Se había limitado a seguir cobrando las rentas? «Yo en su lugar —se dijo decidida—, habría abierto un pequeño negocio». A lo mejor lo había hecho; tal vez en ese momento estaba dejando atrás un salón de té, o una sombrerería, o una floristería de alto copete y, en ese caso, era de esperar que tuviese una encargada en la que podía confiar.

La señora Packett dio una cabezada, se revolvió y se espabiló otra vez. La villa, como el pueblecito que quedaba a sus puertas, estaba muy tranquila y por la ventana abierta entraba una brisa con dulce olor a pino.

«Le vendrán bien unas vacaciones», pensó, pues por algún motivo, en su duermevela, había llegado a la firme convicción de que Julia tenía una pastelería. Disfrutarían hablando largo y tendido sobre ello: seguro que conocía todo tipo de recetas nuevas y, si lograban sacar a Anthelmine de la cocina, incluso podrían probar alguna…

—Tartaletas —murmuró la señora Packett, y con ese grato pensamiento se sumió al fin en un plácido sueño.

4

Mientras tanto, en el taxi que iba de la sala de variedades a la estación de Lyon, Julia recibía una propuesta de matrimonio. Apasionado pero respetuoso (Julia lo mantenía alejado, en realidad, con un codo apoyado en su pecho), Fred Genocchio le ofrecía su mano, su corazón, su dinero del banco y su casa en Maida Vale.

—¡Quédate! —le suplicaba—. Quédate conmigo, que es tu sitio, Julie, y nos casaremos lo antes posible. En cuanto termine la semana, los demás pueden volver y tendremos una luna de miel normal. Eres la estrella del espectáculo, Julie, ¡estás hecha para esto y te quiero así! Y tú también me quieres, Julie, ¡sabes que es cierto!

Sí que lo quería. Dejó caer el codo y, durante un largo minuto, se abandonó a la sobrecogedora sensación del abrazo de un trapecista. El movimiento del taxi los lanzaba de un lado a otro: primero la espalda de Julia, luego la de Fred, golpeaban bruscamente la tapicería, pero ninguno se daba cuenta.

—Te quedarás —dijo Fred.

Su voz rompió el hechizo. Julia abrió los ojos, miró distraída más allá de sus hombros y al fin se fijó en dos manchas blancas que destacaban en la oscuridad. Eran las etiquetas de su equipaje, con una dirección que había escrito en Londres tan solo veinticuatro horas antes: «Les Sapins, Muzin, près de Belley, Ain».

—¡No puedo! —exclamó—. ¡Tengo que ir con mi hija!

Se apartó de él y notó que Fred se agarrotaba a su lado.

—¡Tu hija no te necesita tanto como yo!

—¡Sí, Fred! Es infeliz, y tiene problemas, ¡y me está esperando! No me ha necesitado durante muchos años…

—Entonces podrá arreglárselas sin ti ahora. Julie, querida…

—No —zanjó Julia.

Su congoja no era menos profunda. Saber que sufría, desesperado, cuando con una sola palabra ella podía arreglarlo todo, era una angustia tan opresiva que apenas podía respirar. No estaba en su naturaleza negarse: si tenía amantes con más liberalidad que la mayoría de las mujeres era en gran parte porque no soportaba ver tristes a los hombres cuando era tan fácil hacerlos felices. Su sensualidad era a medias compasión; no podía atarlos corto, razón por la que quizá solo uno se había casado con ella, y ahora —¡qué amargura!—, cuando Fred también quería casarse, tenía que rechazarlo…

—¡Espérame! —le rogó—. ¡Espera a que vuelva!

—No vas a volver —repuso Fred con gesto sombrío—. Harán que te quedes allí. Esa hija tuya…

De pronto, Julia sintió un escalofrío. Hasta entonces, de manera inconsciente, había limitado la existencia de esa hija, y su propio papel como madre, al mes siguiente; en ese momento miró al futuro. Casarse con Fred Genocchio significaría darle a Susan un acróbata como padrastro. ¡Un acróbata entre los Packett! Era algo impensable y Julia se quedó allí sentada, pensando en ello, triste y en silencio, mientras cada sacudida del taxi los acercaba más a la estación de Lyon.

—Hay algo más —dijo Fred al fin. Julia se quedó inmóvil; por la reserva de su voz, por la repentina despreocupación de su actitud, sabía que estaba a punto de revelarle un secreto íntimo—. Hay algo más —repitió—. Nunca he podido hacer un salto mortal hacia delante en la cuerda floja. Pero a veces pienso que, si tuviera un hijo, tal vez él sí podría.