Tres mil viajes al sur

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VI

Hay que ver la cola que me encontré en la caja del supermercado. Tenía que haber puesto los garbanzos en remojo ayer antes de acostarme. Así es como salen de verdad buenos, pero no era lo que había previsto hacer de comida. Cualquiera sabe lo que hubieran dicho los niños si los ven echados en agua. La que me habrían montado. Y no, no tenía cuerpo para protestas, ni de escuchar la cantinela esa de otra vez garbanzos, si hace por lo menos un mes que no los pongo. Además, en invierno lo que se apetece es un buen guiso. Pero a ellos no los saques de la pasta.

Estoy harta de que siempre salgan con esas. Incluso Paco, que si puede malmete con la comida, aunque después se pone hasta arriba de pringá, que vaya barriga que se le está poniendo. Luego protesta porque la pastilla del colesterol no le hace nada. ¿Cómo le va a hacer? Otras veces dice que su colesterol es genético. ¡Genético! Genético de su madre, porque eso es a lo que ella le acostumbró, a comer cosas de pringue, que era lo que gustaba en el pueblo: los choricitos, la rodajita de salchichón, el queso, las mollejas, las criadillas. No sé la de porquerías que son capaces de comerse esa familia, y encima quiere que haya una pastilla que le baje el colesterol. Eso sí, el café se lo toma con sacarina.

Lo peor que llevo en el supermercado, es lo de las personas mayores que se ponen en la cola para comprar dos tonterías y tardan una eternidad en sacar la cartera. Señor, para una cebolla y dos limones que lleva usted, tenga el dinero preparado. Y no saque el billete de cincuenta euros para pagar una cuenta de dos, con el monedero como lo lleva, que le va a reventar en el bolso. Así luego no tienen cambio las cajeras. Cómo van a tener las criaturas. Es que me ponen de los nervios. Y encima de que he tardado una eternidad, no me traen el pedido hasta la una, más tarde que nunca. Qué oportunos, cuando más trabajo tienes en la cocina, llega el recadero y te llena de bolsas la entrada de la casa y te deja todo empantanado. Lo único que falta es que las chupe el perro, que no he visto bicho más hambrón que el nuestro. En eso se parece a Paco. Creo que al final voy a tener que cambiar de supermercado, porque éste se ha puesto carísimo y el servicio es cada día peor. Además, no hay cómo coger confianza con ninguna cajera, porque las cambian cada dos por tres. Yo no sé si es que en éste ponen a las que están aprendiendo, o que hacen contratos de dos o tres meses y las echan a la calle sin que les dé tiempo ni de enterarse, pero el caso es que se equivocan cada día más. Hace una semana, sin ir más lejos, me trajeron confundido el pedido de una casa que no era ni de mi calle.

Pero vamos, lo peor ha sido llegar arriba y que la muchacha me dijera que se había acabado la sal, y que da mala suerte que en una casa no haya. ¡Ah!, y que tampoco había puesto la lavadora porque no quedaba suavizante. ¿Por qué no me lo dijo antes? Después me tocará subir a la azotea a mí, con la espalda como la tengo. Pues hoy se lava sin suavizante, y al que le pique que se rasque. No sé de cuántas cosas tengo que estar pendiente, y luego para que los demás lleguen a mesa y mantel, exigiendo porque tienen prisa. El primero, Paco, pero los niños son igualitos al padre. Uno en la Universidad y el otro a punto de entrar. El mayor, que si los exámenes y el otro, que si no va a sacar nota suficiente para entrar en la doble titulación bilingüe que quiere hacer. Es que no hay manera, y mira que al chico le digo que si no entra, lo mandamos a una privada y ya está. Pero nada, ninguno hace ni su cama, lo dejan todo por medio, hasta los calzoncillos del día anterior aparecen tirados por el suelo. Ni siquiera se les ocurre echarlos al bombo de la ropa sucia.

Vivo en una leonera. Entre ellos tres y el perro, la casa está que da asco. Porque el perro es otro. Va dejando pelos por toda la casa, y como es tan delicado, no puede comer un pienso cualquiera, no; tiene que ser el más caro. Hipoalergénico sin gluten. Para colmo, mi hijo mayor me acaba de mandar un whatsapp cuando estaba en el supermercado, y me dice que se le olvidó avisarme de que esta mañana hay que llevarlo al veterinario, porque le toca no sé qué pastilla para unas lombrices que atacan el corazón o algo así. Pues tendré que ir yo, a ver quién si no. Así aprovecho para sacarlo a mear y que venga conmigo. También se han acabado sus chuches y no le pueden faltar, porque si no es otro que me da el coñazo con la patita cada vez que volvemos a casa. Y hasta que no le damos una no deja de saltar alrededor. A mí me marea. Los niños lo han acostumbrado a las chuches y a ver quién es capaz de no darle al señorito de cuatro patas.

El perro es un sinvivir desde que amanece. Por la mañana, no se nos puede olvidar darle una barrita mentolada que parece un churro. Es la que previene la caries y le quita el mal aliento. De esa quedan dos, así que también hay que comprar, para que no nos coja el fin de semana de por medio. Al mediodía, la de la artrosis, porque esta raza padece mucho de los huesos. A ver, un perro que tiene año y medio, ¿ya va a sufrir de los huesos? Pues nada, hay que darle una. Y para las otras veces que baja, unas chiquititas con forma de hueso que a veces me las deja tiradas por ahí, como los calcetines de los niños, porque se harta de ellas. Sabrán a garbanzos, digo yo. Además, la veterinaria dice que tiene que ir a la clínica cuando le compremos estas cosas, y no sólo los días que hay que vacunarlo, porque si no, cuando va se pone nervioso. La verdad es que cada vez que entra allí cree que le van a pinchar y se le sale el corazón por la boca. ¡Jesús!, lo mismo este perro necesita un psicólogo también.

Voy a aprovechar para que le dé la pastillita la misma veterinaria, porque a mí me la escupe. Es que este perro es listo como el hambre, a mí parece que se lo huele cuando voy a darle alguna medicina. Como la última vez, que se la disimulé en un quesito y el animal se comió el quesito y dejó la pastilla. Para que luego digan, si es que hay humanos que no tienen la inteligencia de este perro.

Me parece que hoy no me va a dar tiempo de llamar a Josefa. Entre la casa, el cocido y el perro, no voy a tener la tranquilidad necesaria para hablar con esta mujer. Y para eso necesito calma, mucha calma, porque tengo que saber cómo decirle las cosas para que me escuche. Además, no creo que sea para tanto lo que le pasa, seguro que son imaginaciones mías. Lo más probable es que mañana la vea en la parroquia. Si aparece, le voy a decir que se deje de tonterías, que lo que tiene que hacer es luchar, que en la vida hay rachas muy malas, como la que yo pasé con la enfermedad de mi madre hasta que se murió, pero que luego esas rachas pasan. Con lo que ha sufrido en la vida, no puede venirse abajo ahora. Porque el niño es un niño, por muy grande que esté. Y si quiere que la acompañe a hablar con sus profesores, o para que la aconseje la trabajadora social del ambulatorio, yo la acompaño. Yo sé que ella se achica con esas cosas, que le cuesta un mundo relacionarse con personas que no son del barrio. Pero verá cómo, si voy con ella, la trabajadora y yo le hacemos ver las cosas de otra forma.

No lo digo más. Voy a acercarme con el perro a la veterinaria y luego compro la sal en el chino. No quiero entrar en el supermercado otra vez para un paquete de sal, que acabaré por parecerme a las viejas esas que tanto coraje me dan. Entro un momentito en el chino y que uno de los niños del dueño me aguante el perro fuera. Y de paso, a ver si hay jarras como la que se me partió. La verdad es que no son tan feas y siempre vienen bien. Es que son muy prácticas.

VII

Hace frío en el portal. La cara se me ha puesto helada, por mucho que me haya subido el cuello de la pelliza, y eso que calienta bastante. No me atrevía a salir, pero no he tenido más remedio porque no escuchaba bien a mi hija, que me ha llamado por teléfono para darme la noticia de que está en el hospital y que le pueden poner la medicina esa que cura la hepatitis. Estaba contentísima y a mí se me han saltado las lágrimas. Dice que tiene que volver la semana que viene para empezar el tratamiento. También que está arrepentida y que quiere enmendarse, que parece que Dios le ha dado otra oportunidad. Que va a buscar trabajo y va a comenzar una nueva vida.

Cuántas veces no le habré escuchado eso mismo. Ojalá sea ahora, ojalá sea verdad, porque una mujer hace mucha falta en la familia para que los varones no se descantillen. Aunque no sé para qué he servido yo si a mí todos me tomaron por sopas.

El almendro de la plazoleta está echando las primeras flores. Tan poquita cosa que es y ya están todas las ramas rosas, qué lindo. Después vendrá el azahar de los naranjos y pronto saldrá el Cristo. Pero el primero es el almendro. A mí me da mucha alegría verlo así, ya pronto se irán los fríos. Pero hoy no, a pesar de los rayos de sol, estoy heladita.

El chaquetón que llevo es el que me regaló la profesora que me enseña a leer bien. Espero que no se enfade por que me lo haya puesto un día como éste, pero es que no tengo otro. De todas formas, cuando llegue el momento me lo quitaré. No quiero que se ofenda y le deje yo un mal sabor de boca, que no se lo merece.

Me ha dado mucha pena no despedirme de mi hija. No sé si se le ha ido la cobertura o es que se ha quedado sin saldo, el caso es que se ha cortado. Para mí que ha sido el saldo porque hablaba muy deprisa, sabiendo que no tenía tiempo. Yo tampoco lo tengo y por eso no voy a llamarla, no vaya a ser que sospeche.

No hay nadie por los escalones que suben al muro. Sólo veo botellas rotas y mucha mierda por todos lados. Hay que ver la de pintadas que tiene. Ya casi no queda sitio para otra. Más de una lo que pide es que lo tiren. Pues a ver dónde van a pintar si lo tiran.

 

A mí no me gustaría que lo quitaran, porque eso significaría que iban a enterrar el tren, como ocurrió en el barrio en el que vivía de chica. No podría ver ninguno desde la terraza de mi casa, pero pensándolo bien, a estas alturas ya no me importa. A mí también me van a enterrar.

Me he girado a mirar la terraza de mi bloque. Allí he dejado a mis padres y a mi hijo, todos dormidos. Espero que se hagan cargo de los tres, porque mi madre no puede cuidar a mi padre. Me ha costado mucho cambiarle los pañales. Estaba de meados hasta arriba pero caca no había hecho. Con tanto medicamento y sin moverse, está estreñido, eso es lo que dice la enfermera cada vez que lo ve. Mañana viene y le va a tener que poner un enema. A ver qué dice de la piel, porque la tiene cada vez más fina, por muchas pomadas que le pongamos.

Espero que cuando se entere de todo, haga lo posible por llevarse a mis padres a algún sitio. Ella lleva muchos años en el barrio y todos la queremos, porque se preocupa por todo el mundo. Confío en que se haga cargo, y más sabiendo como sabe lo de mi niño. La de veces que lo ha pillado en casa jugando a la play en horas de colegio. Y la de broncas que me ha echado delante de él, diciendo que iba a dar parte a la asistenta social. A la gente que tiene estudios les encanta reñir y asustar, pero mañana el parte lo va a tener que dar, ya no le queda más remedio.

Acabo de pisar una mierda. Me parece que es de perro, pero aquí cualquiera sabe. Dicen que da buena suerte, aunque a mí lo que me da es mucho asco. Voy a restregar el zapato en el bordillo del árbol. Con cuidado, porque también hay unas pocas de mierdas. Aunque estén más secas, lo único que me hace falta es pisar otra. Van a matar al árbol con tanto abono.

Tengo la boca seca como una alpargata. Necesito beber y no me he traído la botellita de agua. Y ahora que me doy cuenta, otra vez han tapado el boquete del muro. Ha debido de ser hace pocos días, porque el cemento está fresco y el trozo nuevo no tiene pintada ninguna. Me ha entrado miedo y más sed. Ahora tendré que seguir andando hasta el apeadero y bajar con cuidado de que no me vean.

No sé si darme la vuelta a por la botella de agua, y de paso levanto al niño a ver si va al colegio, aunque sea después del recreo. Tampoco sé si llamar a mi hija otra vez, con lo contenta que estaba. Lo mismo se presenta ahora a comer sin decir nada, no sería la primera vez ni la segunda, y allí no he dejado nada hecho. Como no sea que baje a casa de la abuela y se aparte unas lentejas. Yo creo que hay de sobra. No sé qué hacer, estoy hecha un lío.

Ahora está pasando un tren. Lo escucho, todavía va deprisa. Qué frío. Qué sed. ¿Me vuelvo?

VIII

Joaquín acaba de llamar para decirme que no viene a comer hoy y se ha cortado. Me he quedado sin batería en el teléfono, así que lo he tenido que poner a cargar. Me imagino la bronca que me va a echar cuando llegue esta noche. No sé la manía que tiene este hombre de llamarme al móvil en lugar de al fijo de toda la vida, con el dinero que cuestan las llamadas, por mucho que diga que son gratis. Está como un niño chico con el teléfono nuevo que le han regalado en el banco por poner un dinero a plazo fijo. Ahora está aprendiendo a poner whatsapps, me tiene frita con los mensajitos, y también se ha abierto una cuenta de Facebook. Para eso sí quiere al poeta, al muerto de hambre, para que le enseñe ese tipo de cosas. Le falta tiempo para plantarse en su casa y preguntarle cualquier chorrada que se le ocurra. Y cuando le digo que no lo moleste, que estará escribiendo, va y se cabrea encima. Dice que eso no es trabajo, y siempre pone la excusa de que las veces que ha ido se lo ha encontrado limpiando el polvo o cocinando, y que si al poeta se le queman las lentejas no es culpa suya, que lo que pasa es que es muy malo cocinando y por eso vienen a casa a comer cada dos por tres. No, si al final también voy a acabar llamándole poeta. Lo peor es que a mí seguro que se me escapa delante de él o de mi hija, con la cabeza como la tengo.

Dice Joaquín que gracias al Facebook, ha encontrado a no sé cuántos compañeros de colegio, y que están organizando una comida para antes de verano. A mí ya me importa un bledo que esté todo el día con el teléfono. Por lo menos, ya no manda tantas cosas por correo electrónico. A mi hija la tenía metida en su grupo, yo creo que por equivocación, y le enviaba de todo. Decía que era insufrible, que lo mismo mandaba chistes verdes o fotos de tías en pelotas, que diapositivas sobre el martirio de Jesucristo. El último, que yo me haya enterado, fue uno sobre la financiación secreta, por el estado islámico y traficantes de cocaína, del partido político del de la coleta.

Joaquín está de los nervios desde que ese tío ha aparecido en política. Está obsesionado. Le ha propuesto a sus hermanos vender la finca que les dejaron sus padres e invertir lo que les den fuera del país, porque no para de decir que como gobierne el de la coleta nos va a dejar sin nada. Cada vez que hablo del veraneo, me dice que ese tío nos va a expropiar el piso de la playa. Si supiera que el poeta tiene simpatía por él, le da algo. Aunque, si a mí me garantizaran que por contarle eso le daba un chungo, no me importaría ser yo misma la que se lo dijera. Pero, ¿y si se queda gagado? Lo único que me faltaba, tener que limpiarle el culo.

Desde que tiene el teléfono nuevo, ya no hay más correos verdes ni cristianos, y ahora le ha dado la ventolera del Facebook. Un día de estos me voy a abrir yo una cuenta y le voy a poner un mensaje diciéndole que se vaya a hacer puñetas. Voy a hacer como un amigo de mi hija, que dejó a su mujer por whatsapp. Pues yo, por Facebook.

Tengo que bajar a la papelería a hacer fotocopias para la clase de mañana en la parroquia. Vamos a practicar con la letra «ll» y la «y», a ver si son capaces de enterarse de la diferencia. Ojalá venga Josefa. La iba a llamar, pero si la voy a ver mañana, no merece la pena. Tengo tantas ganas de verla que no se lo puede ni imaginar. Si aparece, mejor no le digo nada para que no se agobie. Le prestaré un poco más de atención que a las demás, porque sé que se va a hacer un lío nada más empezar, y luego desconecta. Más tarde la tanteo, y si veo que tiene ganas de hablar, le doy conversación. A ver si entra al trapo y después la llevo a su casa en el coche y que me cuente. Aunque ahora que lo pienso, la niña y el poeta nos han pedido el coche para ir a hacer la compra al hipermercado. Voy a tener que ir a la parroquia en autobús. Entonces no acompaño a Josefa a su casa, que la parada está lejos y no quiero que me pase algo. Mejor le digo a Joaquín que vaya a recogerme mañana con el coche pequeño, la verdad es que aquello cuando anochece, es la boca del lobo.

No sé cuánto tiempo tardará este móvil en cargarse. Lo peor es que ni me acuerdo del pin. Cualquiera llama ahora a mi hija para que me lo diga, como está ella en el trabajo. Su jefe dice que la cosa está muy mala y que quieren cerrar la sede de aquí, que da pérdidas. Es lo que le faltaba a la pobre. Ella y sus compañeros no dejan de echar horas extra para evitar el cierre, y eso que ni se las pagan ni nada. Todos saben que quien salga de la oficina a la hora establecida está muerto, así que allí se quedan trabajando gratis hasta las tantas. Pero como tenga que vivir de lo que escribe el poeta, no sé lo que va a hacer. Y la de años que les quedan para terminar de pagar la hipoteca. Paco estará que trina con el de la coleta, pero de los que hay ahora, ¿qué dice? Nada.

IX

He subido a por el agua y el niño ya no estaba. No sé a dónde habrá ido, pero en mi cuarto no ha entrado. Todo estaba igual que cuando lo dejé, mis cosas en su sitio, la mesita ordenada. No ha movido ni el San Pancracio, que me gusta siempre que esté mirando a la cama, para que yo lo vea cuando me despierte. Ojalá haya ido al colegio. Ojalá se diera cuenta de que con esos amigos no va a ninguna parte. Si yo supiera que eso iba a ser así, me daría la vuelta otra vez.

No hay un alma por la calle. Mucho mejor, porque no me apetece encontrarme con nadie. He llamado a mi hija, pero el móvil está apagado. Va a ser cosa de batería. Estoy muy contenta por ella de que se vaya a curar de la hepatitis. Con los adelantos que hay, capaz que el día menos pensado también le curen el sida. No hace mucho salió en la tele que iban a sacar una medicina muy buena y muy cara, que estaba dando unos resultados estupendos en los monos. Ojalá le sirviera a ella como a los monos.

Mi niña, con lo linda que es cuando está bien. Si era una muñeca. Con que se pusiera los dientes sería otra cosa, con el buen tipo que ha tenido siempre. Y nada más que tiene treinta y dos para treinta y tres años. Tiene mucha vida por delante para no meter la pata como la he metido yo.

El descampado que hay al lado de la estación está lleno de coches y de negros cobrando el aparcamiento. Esa gente les han quitado el trabajo a los nuestros, pero cualquiera se mete con ellos. Dicen que como te encares con alguno, se plantan todos a defenderlo. A mí me dan miedo, aunque ninguno me haya hecho nada, ni se haya metido nunca conmigo. Qué sé yo, a lo mejor es porque no los entiendo, porque lo mismo no son tan mala gente. Mi vecina es cariñosa, y la verdad es que los demás que viven en la casa no dan la lata. Yo nunca he escuchado nada, van a lo suyo y no se meten con nadie. Alguna vez pensé que cuando mi niño cumpliera dieciséis y no tuviera obligación de ir al colegio, podría ayudarles a vender, porque yo creo que vale para eso.

Me he fijado en que por el lado del apeadero, el muro no tiene pintadas. Lo único que pone es que están prohibidas, y por lo que se ve la gente de este barrio obedece. Para que luego diga mi profesora que no sé leer.

Acabo de cruzarme con mi vecina la negra. Está en la puerta del bar de la estación, pero creo que no me ha visto. No se habrá dado cuenta, porque estaba muy pendiente de venderle un disco a uno. El tío debe de estar regateando, aunque se la comía con la mirada. Voy a hacerme la longuis, no quiero que se ponga a saludarme y a preguntarme cosas, o a tocarme el pelo, con lo pesada que se pone muchas veces.

Hay mucha gente, tiene que estar a punto de pasar un tren. Me podría tirar aquí mismo, pero no me atrevo. No quiero darle un mal rato a nadie. Además, paren o no paren, por aquí pasan muy despacio, y lo mismo ni me mata ni nada. Lo único que me haría falta sería que me dejara coja o manca, o para acostarme en una cama para los restos. No, o me mato o no me mato.

Me voy a ir para una esquina. Cuando el tren llegue la gente estará pendiente nada más que de subirse, así me podré bajar a la vía sin que nadie se dé cuenta. Quiero andar un ratito y que me dé el fresco en la cara.

Acaba de llamarme el niño en el momento en que ha llegado el tren. No me estaba enterando muy bien y se ha cabreado. Me ha dicho que va a quedarse en casa de uno de sus amigos a comer, que en la nuestra no hay de nada. Con la bulla y los altavoces anunciando la salida del tren era imposible escucharle. Le he dicho que bueno, pero antes de despedirse ha vuelto con el tema del móvil. Su amigo le vende uno que se ha encontrado por cien euros. Dice que es buenísimo, pero le he contestado que de dónde quiere que saque el dinero, si debemos un mes de pan y este mes viene la factura de la luz y del agua. Ya sé por qué se ha levantado, y no era para ir al colegio.

He bajado a la vía y me he puesto a caminar deprisa, para que nadie me diga nada. Por esta parte hay un montón de ortigas, y hay que tener cuidado con los cristales. Creo que por aquí también hay mucha mierda. Tengo que andar a saltos, para que los pinchos de las ortigas no me rompan las medias, que éstas no tienen ninguna carrera. La humedad me está poniendo chorreando los zapatos.

El pan. ¿Quién va a pagar lo que debo en la panadería? Alguien tiene que hacerlo, no quiero dejarle una roncha a la panadera. Tengo que dejar una nota. Me voy a sentar en esa piedra junto a la pared. En el bolso creo que llevo el bolígrafo de la clase. Algo en lo que escribir encontraré. Sí, aquí está. Y también hay un tiquet del supermercado de no sé cuándo. Voy a dejarlo escrito y lo firmo, para que alguien se haga cargo cuando me llegue la paga. Que si no, el niño coge el dinero para el móvil y la panadera se queda sin cobrar. Yo creo que me harán caso, es mi última voluntad.

Debo un mes de pan.

Por favor, pagarlo.

Josefa

Me parece que se lee bien, a pesar del temblique de la mano.

 

No me había dado cuenta, pero aquí al lado hay una muñeca tirada. Está un poco estropeada, debe de llevar unos pocos de días entre los matojos. Seguro que se le ha caído a alguna niña que iba en el tren. Es bonita, la dueña se ha debido de pegar un buen hartón de llorar. Me la imagino pegada al cristal, sin consuelo, mirando a la muñeca, pidiéndole a su madre que avisara al maquinista. Pobrecita.

¿Cómo será eso de viajar en tren? Me hubiera encantado subirme a alguno, pero nunca lo he hecho. Yo sólo me he montado en autobús. La playa la conozco de las excursiones de verano en la parroquia, pero ya tenía los cinco niños en el mundo cuando vi el mar por primera vez. Qué susto me dio bañarme en la playa. Y eso que nunca me pasó el agua de las rodillas.

No he podido evitar darme la vuelta y fijarme en el túnel que lleva a mi antiguo barrio. También había pensado en meterme por allí, sería todo más fácil, pero me da mucho miedo. Y a mí no me gustan los trenes a oscuras, quiero verlos al aire libre. Me da igual que llueva o que haga sol. Bueno, si hace sol mucho mejor, pero que pueda ver el cielo. ¿Qué es lo que habrá allí arriba?

Acabo de pasar frente a mi casa. No hay nadie asomado en todo el bloque. ¿Quién va a haber si a nadie más que a mí le gusta salir a la terraza? Un poco más adelante viene la curva, desde allí he visto venir el tren otras veces. Está muy bien ese sitio, porque te da tiempo a verlo llegar, tan bonito, y a irte al otro lado sin que el maquinista se dé cuenta.

Me encanta mirar cómo se pierden las vías a lo lejos. Me quedaría aquí horas y horas, aunque me dan miedo las ratas. ¡Y mucho asco! Ya he escuchado moverse la hierba más de una vez, qué dentera. Seguro que hay alguna por aquí cerca rondando.

Suena como un pitido a lo lejos. ¡Sí, lo escucho! ¡Ahí viene otro tren! Voy a llamar por teléfono.

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