Soledad

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CAPÍTULO 12

Nunca pensaron que se llegarían a ver de aquella forma. Ella, una pura lágrima hecha persona que se inundaba de una tristeza tan grande que pensaba que jamás le cabría otra cosa en el pecho. Él, una promesa de un futuro tan incierto como la lluvia en el campo, sosteniendo un pañuelo en la mano y tratando de enjugar las penas ahogadas que brotaban de los ojos de su novia. No tenía otro remedio. La situación en el pueblo lo asfixiaba como un garrote contra el cuello. Las miradas calladas de ciertos vecinos lo acusaban y sabía de alguno que no se negaría a atarle una soga al cuello para provocar una muerte temprana sin sangre ni culpables. Julián sabía de gente que había huido a la sierra en busca de iguales, persiguiendo aún un amanecer, aunque todo indicara que la noche no avanzaba. Así, comenzó a gestarse en su cabeza una idea que dio pie a una locura y su novia no tuvo otra opción que aceptarla a regañadientes, llorando desconsolada. «Te quiero muchísimo. Cuando todo acabe nos casaremos, lo sabes, pero no puedo seguir ahora aquí. Buscaré una opción mejor, te lo prometo, y entonces nada podrá separarnos...».

Paquita y Julián se conocían desde niños. Al principio todo eran tardes y tardes enteras de juegos en la calle y pelotas compartidas que pronto derivaron en riñas y peleas pueriles a esa edad en la que uno empieza a ser consciente de que existen ellos y ellas, separados, y no solo un plural para todos. Mofas, burlas, tirones de pelo y piedras lanzadas desembocaron en secretos a media voz y sonrisas robadas a esa otra edad en la que se empieza a saber que ellos y ellas se atraen sin saber por qué. Para cuando los muchachos en el pueblo empezaron a darle nombre entre susurros y chismes, ellos ya sabían que para aquello no era necesario darle un nombre, simplemente lo era, y punto. Así, se cogieron de la mano y no se soltaron hasta aquel día, cuando Julián decidió que lo mejor era huir a la sierra por unas ideas y un futuro mejor para todos. Y, de esa forma, se separaron por primera vez desde que tenían uso de razón, sin la certeza de saber si volverían a hundirse el uno en los ojos del otro de nuevo, o si las inclemencias de aquel tiempo los separaría para siempre sin remedio.

Paquita creyó morir las primeras semanas; dejó de comer, dejó de dormir, y los días se le tornaban como una suerte de precipicio que ella debía salvar y no tenía ni la más mínima idea de cómo hacerlo. Sin embargo, pronto comprendió que tenía que ser fuerte, por él y por ella. Seguro que Julián estaba bien, y pronto todo cambiaría y podrían volver a caminar juntos de la mano, como antaño. Pero era tan duro no saber nada, absolutamente nada… Al cabo de un tiempo de suspiros encerrados y miradas al vacío sin la más mínima noticia, un amigo de confianza le sugirió que quizá hubiera ciertas formas de contactar con él. Y así fue como Paquita comenzó a ser la intermediaria oficial entre el pueblo y los de la sierra.

Nadie sabía quiénes eran, por supuesto, y en teoría nadie sabía que existían. Pero todo el mundo era consciente de quiénes eran los que en el pueblo llamaban siempre “los de la sierra”. Huidos por ideas, por afán de continuar una lucha que ya estaba perdida o por pura insensatez, la verdad era que conformaban un grupo que los más conservadores tachaban de dos o tres personas, y los más entusiastas, de más de veinte. Todo el mundo sabía quién era de confianza y quién iría a la guardia civil con el cuento para ganar puntos, por lo que pronto se tejió una red de secretos y murmullos de barro y organización en clave de la que Paquita, por supuesto, quiso ser partícipe desde el primer momento en que tuvo conocimiento de ella.

Así, comenzó a subir a una cueva perdida con cautela, al principio portando únicamente hatos de comida y medicinas; ella solo se encargaba de recogerlos, depositarlos, y de marcharse en el más absoluto silencio. Nunca veía a nadie, pero siempre cuando llegaba había alguna flor esperando pacientemente en la misma roca de siempre, puntiaguda, inconfundible. Sabía que era de Julián, lo sabía; él siempre la llamaba mi flor, y era su forma de decirle que seguía ahí, que todo iba a ir bien, que saldrían juntos de esta. Algún tiempo más tarde, cuando la valentía ya empezó a recorrerle las venas, ella se atrevió a introducir cosas de su propia cosecha en los hatos que transportaba: algún queso, un poco de leche, una carta que algún amigo le ayudaba a transcribir... Los meses pasaron, el calendario jubiló varios inviernos y ella recuperó el color de la cara, las ganas de vivir, la sonrisa.

Hasta que, un mal día, Felipe se cruzó en su camino. Nunca intentó averiguar cómo se enteró, si alguien de confianza les traicionó, o si fue fortuito que él tocara precisamente aquella tecla y funcionara. Pero, desde luego, consiguió dar un golpe certero allí donde a ella más le dolería.

Todo sucedió una tarde en la que ella estaba terminando de planchar. Ese día había tenido muchísimo trabajo, y aquellas eran ya las últimas prendas que le quedaban por terminar. En ese momento pasó Felipe por la puerta, y, en vez de seguir su camino como otras veces, se fijó en cómo las curvas adornaban el cuerpo de una sirvienta en la que él, por extraño que pareciera, no se había fijado todavía.

—Buenas tardes tenga usted.

Paquita se sobresaltó al ver al hijo mayor del señorito en el umbral de la puerta, apoyado en el marco en actitud relajada y observándola de arriba abajo con descaro.

—Buenas tardes —murmuró Paquita, bajando la vista y mostrando sus respetos con los pies muy juntos y las manos enlazadas.

—Trabajas hasta muy tarde, ¿verdad? ¿No crees que te mereces un descanso?

Antes de que se diera cuenta, la mano de Felipe rozó con imprudencia su mejilla al apartar un mechón de cabello de su rostro.

—Deja que te vea... eres ya toda una mujer, ¿eh?

Felipe la tomó de la cintura y la acercó hacia sí, mientras Paquita, horrorizada, trataba de zafarse.

—Y, dime, ¿tienes también ya curvas de mujer?

Cuando notó la mano de Felipe sobre su cuerpo allí donde la vergüenza afirmaba que no debía tocar, comenzó a patalear y a gritar. El bofetón de Felipe sobre su mejilla tronó ensordecedor en su cabeza, acallando todas sus ideas al momento.

—¡Calla, insensata! ¿O es que quieres que venga mi padre?

Paquita consiguió escurrirse de su abrazo pegajoso, pero la impresión por el bofetón la mantuvo con los ojos como platos fijos en el suelo, temblando por dentro y por fuera como un flan.

—Así me gusta, calladita estás más guapa. Voy a venir a verte más a menudo, ¿te parece bien? Bueno, no tengo por qué preguntarte, pero para que veas que soy todo un caballero. Y me dejarás, claro que sí, porque si no...

Felipe se quedó callado. No sabía con qué amenazar a aquella muchacha, apenas sabía nada de ella. Nunca le había preocupado el servicio ni las personas que trabajaban para él en el cortijo, así que tuvo que inventarse algo sobre la marcha. Y la jugada le brindó un jaque mate letal.

—Si no, iré a por tu novio. Porque los dos sabemos que tienes novio, ¿verdad?

Paquita no supo pensar con claridad, y miró de hito en hito a Felipe, presa del pánico. No podía ser que él lo supiera, era imposible... Y, aun así, acababa de amenazarle... Aquel gesto fue todo lo que Felipe necesitaba.

—Claro que tienes novio, cómo no. Y los dos sabemos dónde está, ¿verdad?

—Por favor, por favor, no le haga nada, haré lo que quiera, lo que quiera, pero no le diga a nadie dónde está, por favor...

Y así fue como Felipe comenzó un burdo lienzo de mentiras a contraluz, (por supuesto que lo sé), de amenazas, (si no te portas bien iré a por él), de clavijas apretadas, (eso es, vas a ser muy buena), cuando ni él sabía quién era el novio de aquella desgraciada ni dónde estaba, ni tampoco le importaba lo más mínimo. Solo necesitaba aparentar tener el poder, saber la información correcta y utilizarla para obtener lo que quería.

Paquita en ningún momento pensó que fuera mentira, ni se le pasó por la cabeza tener esa esperanza. Bajo la amenaza de su novio entre rejas o, peor, fusilado, Paquita calló ante los toqueteos de aquel baboso en el cuarto de la plancha. Nunca habían llegado a más en aquellos meses de vergüenza, solo eran caricias rudas sobre la ropa cuando la descubría en el cuarto, palabras sucias al oído y amenazas de llegar a mayores, pero nunca se habían cumplido. Sin embargo, Paquita temía que todo terminara mal, muy mal, y se acordaba de su Julián, sin dejar de llorar por dentro como una cascada sin principio ni fin. No dormía por las noches, la comida no le bajaba por la garganta, era incapaz de articular palabra. Vivía bajo la constante amenaza de tener que volver a ver a aquella bestia, de que la forzara y ella tuviera que seguir callada, siempre callada, para que algún día, Julián, algún día, volvieran a estar juntos y nada pudiera separarlos.

CAPÍTULO 13

Llovía. Llovía a mares. Alicia respiró hondo, llenando sus pulmones de esa brisa fresca y húmeda de tierra mojada y hojas revueltas con la que tanto le gustaba embriagarse. No llevaba paraguas, una reciente costumbre que prefería no tener que explicar, pero que sabía que hundía sus raíces en una tarde de noviembre en la que aprendió que un paraguas no siempre te resguarda de lo que más temes. Desde entonces prefería sentir la lluvia sobre la piel, calarse hasta lo más hondo para que el agua arrastrara consigo los recuerdos y le inundara el alma de petricor.

Llegó al portal de Soledad hecha una sopa. Intentó adecentarse un poco, pero sabía que era inútil tratar de ofrecer un aspecto presentable con semejantes cascadas llorando desde el cielo sobre ella. Se sintió algo culpable por no haber obviado su obsesión de huir de los paraguas en aquella ocasión. Sabía lo cuidadosa que era Soledad, y ya visualizaba con horror los charcos que se formarían también en su salón al marchitase todo el agua que acumulaba en el pelo y la ropa. Avergonzada, subió los cuatro pisos a pie en un vano intento por aprovechar cinco minutos más para secarse un poco, pero supo que seguía ofreciendo un aspecto lamentable cuando se presentó frente a Soledad.

 

—Pero… ¡cielo, vienes empapada! ¿Es que se te ha roto el paraguas por el camino? Pobre, ven y acércate al radiador, voy a darte ropa seca. ¡Vaya horror de tiempo!

Alicia no desmintió la explicación de Soledad; era tan plausible como cualquier otra. De hecho, ella consideraba que era cierto que su paraguas se había roto, solo que lo había hecho hacía ya algún tiempo, y ahora lo único que era capaz de sentir era la lluvia inundándola por dentro. Ironías del destino…

—Ten, sécate con esta toalla, corazón, y cámbiate de ropa. Siento no tener hoy nada para merendar; empecé a hacer gallegas esta mañana, pero me olvidé de que estaban en el horno y se han chamuscado todas. Las he tenido que tirar, una lástima —dijo Soledad, suspirando contrariada mientras recogía la ropa empapada de Alicia—. Lo que sí puedo preparar es un chocolate caliente, ¿te apetece? Claro que sí, voy ahora mismo a calentar la leche.

Mientras se cambiaba y trataba de secarse algo la humedad del pelo con la toalla, Alicia pensó que notaba a Soledad más nerviosa de lo habitual. Jamás había faltado algún dulce en sus tardes juntas por olvidos o equivocaciones en las recetas. Soledad era extremadamente cuidadosa, y aquel desliz era, cuanto menos, una rareza.

Una vez que se hubo cambiado, y ya ofreciendo un aspecto mucho más decente, Alicia se dirigió hacia la cocina, donde supuso que estaría Soledad preparando un delicioso chocolate a la taza. Sin embargo…

—¡Soledad, la leche está rebosando del cazo!

Alicia corrió para retirar la leche hirviendo del fuego, y vio que Soledad se había quedado mirando al infinito en una silla, hundida en sus pensamientos.

—Lo siento, prenda, me he debido despistar, pensaba que…

Alicia apagó el fuego y trató de limpiar el despropósito que había formado la leche hirviendo al derramarse por los bordes del cazo. Observó a Soledad por el rabillo del ojo, y por un instante creyó ver una sombra de llanto en su mirada, como un contraluz en su pupila que parecía reflejar algo que Soledad llevaba por dentro y que no se atrevía a verbalizar. Cuando hubo terminado, se sentó con ella dulcemente en una de las sillas de la cocina, meciéndole una mano entre las suyas con cariño.

—Soledad, ¿te ocurre algo?

Soledad notó cómo se apretaba aquel nudo en el pecho que llevaba sintiendo desde que volviera a aparecer en su vida aquella última pieza de piano, y que no conseguía desatar por más que trataba.

—Nada, corazón, es solo que estoy mayor y me despisto, yo no… Vamos a ver si podemos salvar ese chocolate, nos va a sentar bien a las dos, hace un frío… —Soledad trató de desviar la mirada y la atención de Alicia hacia otro punto, pero ella también podía llegar a ser igual de insistente.

—No, Soledad. Cuéntamelo, por favor, dime qué te pasa. Desde el concierto no pareces la misma...

El tono preocupado de Alicia detuvo en seco a Soledad. Suspiró. Había evitado volver a recordar desde que los acordes de aquella última pieza la habían transportado hasta donde ella nunca imaginó que volvería, pero sabía que era inevitable huir por más tiempo. Aquella canción había vuelto como una llave desvencijada del cajón de su memoria, y lo que estaba desempolvando a veces dolía demasiado como para ignorarlo sin más. Alicia percibió la duda en la mirada de Soledad, y retrocedió algo en sus palabras para dejarle más espacio.

—Lo siento, Soledad, no quiero que te sientas forzada a compartir algo si no te sientes cómoda, es solo que estoy preocupada, no sé si te pasa algo…

Soledad sonrió con ternura. Su Alicia era un sol…

—Tranquila, cariño. Es normal, siento haber estado tan nerviosa estos días. —Soledad sacudió la cabeza, con pesar—. Y no es que no quiera compartirlo contigo, es que ni siquiera yo sé por dónde empezar…

Soledad inspiró hondo, y al exhalar el aire de sus pulmones comenzó a expulsar también todo lo que llevaba clavado en su interior, como un puñal que no podía sacar si no quería que la herida sangrara. Y, así, comenzó por un caserío, una tarde de verano y los inocentes juegos de unos niños que ignoraban que sus diferencias ya estaban impuestas según en qué parte del cortijo dormían desde mucho antes de que, incluso, se conocieran. Continuó con unas teclas de un piano imaginario bajo la sombra de un olivo y unos ojos negros que le regalaron una canción que ella solo llegó a escuchar a hurtadillas a través de una ventana. No entró en demasiado detalle, pero Alicia sí que supo que todo se rompió en pedazos cuando él traicionó la confianza de Soledad, y ya no volvió a saber nunca nada de aquella sonata ni de aquellos ojos de carbón. Hasta aquella noche, cuando el pasado había resurgido de sus cenizas para arder de nuevo y arrasarlo todo.

Alicia escuchó toda la historia en silencio, mientras mil preguntas tomaban forma en su mente. Así que todo aquello era lo que llevaba arrastrando Soledad a sus espaldas durante tanto tiempo...

—Y, entonces… ¿no has vuelto a saber nada de él?

Soledad negó con la cabeza.

—Lo cierto es que no, perdimos el contacto totalmente después de todo lo que ocurrió.

Alicia insistió, intrigada.

—Pero, ¿no sabes ni siquiera quién puede ser el pianista de la otra noche? ¿Y por qué conoce una canción que alguien compuso para ti hace sesenta años?

Soledad negó de nuevo. No tenía ni idea, nada tenía sentido… De pronto, Alicia supo exactamente qué era lo que tenían que hacer.

—Está claro, tenemos que hablar con el pianista.

Soledad abrió los ojos desmesuradamente, sorprendida.

—¿Cómo?

—Sí, tenemos que hablar con el pianista. Él es tu único vínculo a esa canción. No sabemos cómo la aprendió, quizás sea incluso su nieto o algún familiar suyo…

Soledad sacudió la cabeza, horrorizada.

—Ni hablar, no voy a ir a ver a ese pianista, de ninguna forma…

De pronto, la sola idea de volver a saber de él se había acercado demasiado al presente, cuando ella siempre la había intentado alejar lo máximo posible. Y supo que no podía, no podía volver a traerle a su vida después del daño que le había causado.

—Pero, Soledad…

—Alicia, he dicho que no, y es que no. —Aquella reacción pilló por sorpresa a Alicia; jamás había escuchado aquel tono de determinación en la voz de Soledad, y le sorprendió la mirada de hierro con la que acompañó sus palabras—. Aquello pasó hace mucho tiempo, y no merece la pena revolver algo que ya está enterrado. Olvídalo, igual que yo lo he hecho. Hay cosas que hay que saber dejar estar. —Soledad se levantó, zanjando los recuerdos y la conversación de un zarpazo—. Ya es tarde para un chocolate, pero si te apetece un refresco…

Alicia supo que el momento había pasado, y se quedó en silencio. Soledad no seguiría hablando del tema, y temía llegar a enfadarla si seguía hundiendo el dedo en la herida. Aquella había sido la primera vez que hablaban del pasado, y la conversación le había dejado más preguntas de las que tenía inicialmente. Era todo tan extraño… Una canción, dos personas y un dolor tan profundo como para no querer rescatar su causa incluso sesenta años más tarde... No le gustaba en absoluto ver a Soledad así, tan afectada por algo que no quería remediar. Estaba claro que no había vuelto a ser ella misma desde que escuchara aquella pieza interpretada por unas manos desconocidas. Y supo que quería ayudarla, que volviera a recuperar la sonrisa y su mirada se desencajara del escollo en el que se había anclado sin remedio. Supo que tenía que hacer algo por ella, por el aprecio y el cariño que le tenía, aunque Soledad se lo reprochara. Se lo debía.

Fue entonces, en aquel preciso instante, cuando se percató de que aquella era la primera vez desde que conocía a Soledad que el gramófono del salón permanecía taciturno y en silencio, sin ninguna pieza de piano que flotara suavemente como una brisa de primavera despeinándose entre las ramas de un abeto.

CAPÍTULO 14

Podría decirse que aquella canción comenzó a escribirse sobre un pentagrama de briznas de hierba, inspirada por una sonrisa inocente que unos ojos robaron a una tarde de verano. O, quizás, sería más correcto decir que sus primeras notas se afinaron con las de aquella carcajada que el viento no tardó en diluir, y que él trató de mantener lo máximo posible en sus tímpanos para evitar que el olvido la enterrara para siempre. Aquella canción comenzó a componerse, probablemente, mucho antes de que él fuera consciente de que la llevaba en su interior e, incluso, se atreviera a hacerla respirar sobre un papel. Tal vez lo más correcto sería afirmar que aquella sonata comenzó a existir desde el primer momento en que la conoció a ella.

Nunca supo si ella grabó en su memoria aquel instante igual que él, pero lo recordaba como si hubiera sucedido justo el día anterior. Hacía calor, muchísimo calor, en uno de esos días en los que todo a tu alrededor se vuelve espeso, con un ambiente denso y pastoso que amilanaba los ánimos y reducía al mínimo las ganas de salir al exterior. Santiago miraba por la ventana, distraído, mientras decidía si seguir con los deberes que el maestro le había impuesto para el día siguiente o inventaba alguna excusa para maquillar que, simplemente, se había dejado llevar por la pereza de no hacerlos. Todo era culpa de madre, lo sabía; era tan testaruda que les había impuesto que sus clases particulares continuaran también durante la temporada estival, bajo la amenaza de un futuro negro como la boca de un lobo (que apenas le importaba) y un mes entero sin postre (lo cual ya le dolía mucho más). Así, don Anselmo les seguía visitando cada mañana para continuar con más cálculos, verbos en gabacho, literatura y partituras de piano que parecían no acabarse nunca. A él lo que más le gustaba, sin lugar a dudas, era la música; podía pasar las horas muertas dejando que sus dedos se deslizaran por las teclas del gran piano del salón. Sin embargo, madre prefería que solo demostrara sus dotes musicales delante de sus amistades, y de espaldas a la galería le reprendía por dedicar demasiado tiempo al ocio y no tanto a asignaturas de provecho, como ella las solía llamar. Santiago se resignaba a hacerle caso solo por no soportar sus monsergas, pero en su interior seguía practicando las partituras incluso aunque no tuviera el piano delante, simplemente imaginando las suaves teclas bajo las yemas de sus dedos.

Tan hundido en sus pensamientos estaba, que no se percató de que una chiquilla se había escondido debajo de su ventana y miraba, nerviosa, hacia la esquina más cercana del caserío, entre risas ahogadas y respiraciones entrecortadas por todo lo que había tenido que correr para conseguir esconderse allí. Aquel era el mejor escondite posible, puesto que sabía que no todo el mundo era tan valiente como para acercarse a la casa de don Cristóbal sin temer una gran reprimenda del señorito, y mucho menos como para doblar la esquina y esconderse de la vista de todos en aquella zona tan inhóspita del cortijo. No es que ella fuera valiente, más bien todo lo contrario, se moría de miedo por dentro y no quería ni pensar lo que le diría su abuela si se enterara de dónde estaba su escondite predilecto; pero su orgullo por ganarle a su hermana en el juego era tan grande que todo lo demás quedaba reducido a cenizas. Escuchó voces, y le pareció que Leonor había conseguido pillar a Juan antes de que alcanzara la salvación en el árbol que había junto al corral, lo que aumentaba su presión por ser la única ganadora de aquella ronda. Envalentonada, se asomó por la esquina del caserío que la mantenía escondida... y se le cayó el alma a los pies cuando su mirada se cruzó con la de su hermana, un instante, uno solo, pero lo suficiente como para comprender que la había descubierto.

—¡Sole, te he visto, voy a por ti!

Sole evaluó sus dos únicas posibilidades. Únicamente podía salir hacia donde estaba su hermana y tratar de correr más que ella para llegar a la meta sin que la alcanzara (algo casi imposible, puesto que sabía que Leonor era mucho más rápida), o darle la vuelta completa al caserío por aquella zona que nadie se atrevía a cruzar y llegar al árbol del corral para salvarse y ganar definitivamente. Dispuesta a sacrificar lo que fuera por la victoria, se decidió por la segunda opción, y echó a correr como alma que lleva el viento en dirección contraria a su hermana para bordear todo el caserío y llegar a su meta por el otro lado.

 

Fue justo en ese instante, en el momento en que Sole se levantó de su escondite para echar a correr en pos de la victoria, cuando Santiago se dio cuenta de que aquella niña había estado escondida justo debajo de sus narices. La vio correr, muy seria, enfocada en huir de algo o de alguien, mientras a sus espaldas se oían gritos eufóricos de un coro de niños jugando y divirtiéndose como él llevaba ya tiempo sin hacer. Y, de pronto, le asaltó un repentino impulso de salir, respirar fuertemente llenando sus pulmones y evadirse de aquellos días fotocopiados, uno detrás de otro, en los que lo único que hacía era comer frugalmente, dormir a pierna suelta, estudiar lo mínimo y aburrirse soberanamente la mayor parte del tiempo, bajo las constantes regañinas de su madre. Él también quería jugar, igual que aquellos niños, tener amigos, pelearse y volver a comenzar a jugar como si nada. Y así, antes de que aquella niña desconocida escapara del campo de visión que le proporcionaba la estrecha ventana en la que llevaba horas procrastinando, salió corriendo tras ella con toda la fuerza que le daban sus piernas. Al principio le agobió no ser capaz de encontrar a nadie, e incluso le desesperanzó pensar que, quizás, eran solo fantasmas, como los que aparecían en las novelas que don Anselmo le obligaba a leer. Pero cuando salió vio a la niña sonriendo de oreja a oreja debajo de un árbol enorme situado junto a la casita que tenía la familia que trabajaba en el cortijo, mientras daba saltos de alegría y otra niña, a su lado, resoplaba con un enfado visible. Decidido, se acercó corriendo al grupo de chiquillos que se apiñaba en torno a ellas. A medida que se aproximaba pudo escuchar lo que parecía ser una discusión acerca de las reglas de un juego.

—¡No es justo! Por allí no se puede pasar, está prohibido.

—¡Claro que no está prohibido! Pero te has enfadado porque te he ganado.

—¡No es verdad! Ahora te la vas a quedar tú, lista, ya verás cómo te gano.

—Venga, vamos...

Sole enmudeció al ver a uno de los hijos del señorito dirigiéndose corriendo hacia ellos. Sabía quién era, puesto que le había visto muchas veces saliendo con su madre del caserío o junto a alguno de sus otros hermanos; sin embargo, no creía que él supiera quién era ella, puesto que para la familia del señorito todos ellos eran prácticamente invisibles. Por eso le sorprendió que aquel niño se dirigiera ahora corriendo hacia allí, y, para más inri, mirándola directamente a ella. El corazón le dio un vuelco al pensar que, quizás, don Cristóbal se había dado cuenta de que se había acercado demasiado a su casa y había mandado a su hijo para decirle que quería verla para regañarle, seguro que era eso, vaya mal rato solo por ganarle a su hermana...

Santiago llegó casi sin aliento al lado de aquellos niños, que se habían quedado mudos al ver que el hijo menor del señorito venía hacia ellos. Era un grupo grande, formado por niños del pueblo y de cortijos cercanos, que no temían el calor del verano para ponerse a jugar cada tarde entre risas y peleas que quedaban olvidadas al minuto.

—Hola —dijo él, y en aquel momento se dio cuenta de que no tenía ninguna excusa para haber ido corriendo hacia allí persiguiendo a alguien a quien no conocía.

Al principio nadie contestó. Todos estaban evaluando si aquel niño, que pertenecía a otra vida diferente, era digno de ser incluido en su grupo. Solamente Sole lo hizo, quizás porque no soportaba quedarse callada ante la insistente mirada de ojos negros como el carbón de aquel niño, que no los apartaba de los suyos.

—Hola...

—¿Pu... puedo jugar con vosotros? —Santiago decidió que aquella era la razón más convincente para explicar por qué estaba allí, y esperó que surtiera efecto con los ojos gachos y las manos entrelazadas para ocultar su nerviosismo.

—Claro que sí —dijo Sole, recibiendo una mezcla de miradas entre recelosas y acusadoras, como avisándola de que si algo iba mal, sería por su culpa, por haberle aceptado sin previa consulta a nadie—. ¿Cómo te llamas?

—Santiago. ¿Y tú? —No pudo creérselo, aquello estaba resultando más fácil de lo que esperaba.

—Me llamo Sole. Yo me la quedo, así que ve y escóndete donde yo no pueda verte. ¡Cuento hasta quince!

De repente, todos los niños se dispersaron y salieron a correr para encontrar un escondite que les llevara a la victoria. Antes de salir a correr él también, Santiago sonrió a Sole. Ella le devolvió la sonrisa, sincera, y se giró hacia el árbol para empezar a contar. Uno... dos... Santiago echó a correr; sabía exactamente debajo de qué ventana quería esconderse.

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