Soledad

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CAPÍTULO 8

La mañana ya se desperezaba entre bostezos de una brisa que desteñía el frío del invierno y se tintaba con débiles pinceladas de una primavera en ciernes. Los primeros rayos de sol todavía acariciaban el horizonte por el oriente cuando Sole y Leonor salieron de casa, aún con la mirada entumecida por sueños recientes y la piel lacerada por las marcas de la almohada. El camino a la escuela seguía la orilla de un río cuyas aguas serpenteaban entre dos riberas plagadas de maravillosas distracciones que llamaban a voz en grito a los niños cada mañana personificándose en saltamontes de sonrisa esquiva, libélulas con alas de seda o peces altivos que seguían su camino río abajo sin detenerse ante los gritos y las atenciones de los niños. Leonor era la que más sucumbía a las delicias de llegar tarde a una aburrida clase de casi dos decenas de niños adormilados de todas las edades, mientras a Sole le bullía la sangre por dentro ante la vergüenza de soportar de nuevo una reprimenda del maestro.

Don Gustavo era un bigote de escarcha pegado a un rostro demasiado afilado, con una mirada que se clavaba desde detrás de unas lentes de proporciones desmesuradas que evidenciaban su más que aguda miopía. Juan y Manuel contaban horrores exagerados de su temporada en la escuela, desde marcas de una regla de madera en las palmas hasta horas de cara a una pared de cal. Se jactaban de haber sido los más traviesos que llegaba a recordar don Gustavo y eso no era poca cosa, porque todo el mundo sabía que la memoria del maestro se remontaba hasta tiempos muy lejanos. Pedro había sido mucho más disciplinado, mientras que Paquita no había tenido siquiera oportunidad de asistir a alguna de aquellas clases, puesto que don Gustavo no la aceptó en su momento por su condición de fémina. Años más tarde comenzaría a admitir a algunas chiquillas entre sus alumnos y, para cuando Leonor y Sole tuvieron edad de comenzar a ir a la escuela, las niñas se contaban con los dedos de una mano. Sin embargo, quedaba más que patente que para don Gustavo los quehaceres de una niña eran muy diferentes de las aspiraciones intelectuales que trataba de inculcar a sus alumnos masculinos antes de que, irremediablemente, la mayoría acabara abandonando la escuela para ayudar a su familia en el trabajo del campo, tal y como había ocurrido con los hermanos de las gemelas.

—¡Leonor, por favor, deja de perseguir a esa mariposa, don Gustavo nos va a regañar!

—Me da igual que me regañe; total, siempre nos pone a las dos con María y Merceditas a dar de comer a los conejos y no aprendemos nada.

—Ya, pero a lo mejor si llegamos pronto hoy nos enseña las vocales como hizo el otro día con el hijo de Salvador. Yo quiero aprender a leer como papá.

Sole siempre había soñado con entender los garabatos de un libro o saber coger un lápiz y escribir su nombre y el de todos sus hermanos sin equivocarse, tal y como su padre contaba siempre que había aprendido cuando él iba a la escuela. Pero sentía que aquel sueño se le escapaba cada vez que cruzaba la puerta del aula y terminaba aburriéndose soberanamente mientras don Gustavo prestaba más atención a los niños.

—¡Vamos rápido, por favor!

—¡Ya voy, pesada! —resopló Leonor, cuyas ganas de que le encargaran la deshonrosa tarea de ocuparse de los animales de la escuela eran tan nulas como las de su hermana de volver a ser castigada.

Las paredes encaladas de la escuela doblaron la esquina a su encuentro, y las cabezas de los niños podían adivinarse perfectamente tras las ventanas, atentos a alguna explicación de don Gustavo en la pizarra.

—¿Ves? ¡Ya están dentro, nos va a matar; ya verás qué regañina, y todo por tu culpa, te lo he dicho!

Sole no dejaba de imaginarse terribles castigos del maestro y un día más sin aprender, al menos, las cinco vocales, sin saber que su hermana ya tenía otros planes para aquella mañana.

—Sole, a ti te duele la cabeza hoy, ¿verdad?

—¿A mí? —se extrañó la pequeña—. Pero, ¿qué dices? A mí no me duele nada.

—Sí, sí, que me lo has dicho esta mañana al salir. Te duele un montón la cabeza.

—Leonor, que no me duele, yo no te he dicho nada al...

—¡Que sí, no pasa nada! Así no puedes ir a clase, claro, no vas a poder aguantar toda la mañana con el dolor. Tú díselo al maestro y verás cómo nos deja irnos a casa para que descanses.

Sole se paró en seco, aterrada al comprender lo que su hermana pretendía.

—Leonor, eso es un embuste. Yo no voy a mentir al maestro para que nos mande a casa. Como nos pille sí que nos va a echar para siempre, y...

—Sole, tú dile al maestro que te duele la cabeza y que tenemos que volver a casa o le voy a contar a la abuela lo que robaste el otro día de la despensa.

El rostro de Sole mudó el color y se quedó lívido como una aparición en la noche.

—¡No serás capaz! ¡Qué mala eres, Leonor, me dijiste que no te chivarías!

—Tú haz lo que te digo y nunca se lo contaré a nadie.

Acorralada y temiendo más la reprimenda de su abuela que la del maestro, Sole hizo de tripas corazón y entró en la escuela cabizbaja, absolutamente metida en el papel, con los ojos hundidos en sus pies y las manos entrelazadas en un gesto nervioso, presa en su interior de un ficticio dolor de cabeza que no podía soportar. Ella se acercó a don Gustavo seguida de Leonor y un inesperado pellizco en la espalda le hizo decidirse definitivamente por confesar que en el camino le había entrado un dolor de cabeza terrible, que si podía irse a casa, que tenía muy mal cuerpo y que no iba a ser capaz de estar en clase toda la mañana. Don Gustavo, comprensivo, la dejó marchar no sin antes ordenar a Leonor que la acompañara, por supuesto. No podía dejar sola a su hermana en aquellas circunstancias.

Las dos gemelas salieron de clase cogidas de la mano, Sole aguantando las lágrimas de rabia y vergüenza, Leonor con una sonrisa más ancha que su cara y sin caber en sí de gozo. Las vocales podían esperar, pero una mañana como aquella junto al río no podía desperdiciarse entre cuatro paredes bajo ningún concepto.

CAPÍTULO 9

Las primeras notas arrancaron una pausa al silencio y fluyeron ebrias de soledad como agua entre los dedos, acariciando lentamente la piel con las yemas de un adagio. Ya no existía el tiempo, no existía el mundo exterior, nada tenía sentido, solo aquellos acordes que besaban las costuras del alma en aquellos puntos donde más duele, donde aún las cicatrices laten con el recuerdo, sangrando un escalofrío de esos que te llegan a lo más hondo, a una parte de ti que ni siquiera sabías que existía. Sin detenerse, sin dejar un pulso de respiro, la música se elevó hasta lo más alto batiendo alas de plumas níveas y provocando tormentas a su paso, mariposas en la base del estómago, hormigueos en la espalda, respiraciones entrecortadas. Los aplausos sonaron quedos. Nadie se atrevía a alargarlos demasiado en el tiempo como si al hacerlo estuvieran cometiendo un crimen contra el silencio. Solo deseaban esperar un nuevo vagón que los transportara hasta un lugar diferente sin querer enturbiar un instante que solo debía pertenecer a la siguiente sonata, al siguiente crescendo, a la emoción.

El pianista fluía con la música, sus dedos se dejaban estremecer por las notas que arrancaba de la garganta del piano, su cuerpo en un trance del que parecía no querer salir. Los ojos cerrados, la piel en tensión, respiraba con cada aliento de la música inhalando con los silencios y exhalando con cada lamento. Bailaba en cada compás deslizándose de puntillas por un pentagrama que, más que sobre papel, él dibujaba sobre el aire que todos se olvidaban de respirar. Latía con el corazón del piano, fundidos los dos en una sola persona, algo que solo podía existir si el otro seguía con vida.

Alicia estaba sobrecogida. Jamás había escuchado algo tan hermoso, algo que le hiciera sangrar de aquella manera todo lo que había guardado dentro durante tanto tiempo. Cerraba los ojos y era como si pudiera huir de aquella sala, de sí misma, como si pudiera correr descalza sobre la hierba de un campo interminable huyendo, huyendo de todo, flotando, volando, alzándose hacia el sol. No quería volver la vista hacia ella por el nudo en la garganta que le empañaba la mirada, pero sabía que Soledad estaba sintiendo lo mismo por cómo le apretaba la mano que tenía cogida desde el principio. Y aun así supo que, a pesar de que era la misma música, la misma partitura escrita, cada uno de los allí presentes, cada mirada, cada alma eran transportados a un sitio diferente, sentían algo distinto, en esencia el mismo sentimiento desnudo, pero traducido en una vivencia, una palabra, un beso, una caricia dispar. Y ahí, solo ahí, residía lo bonito de aquel momento, en cómo los mismos acordes arrancaban el mismo cosquilleo en la nuca pero con otra ecuación de partida. Y era absolutamente maravilloso.

Y de pronto sintió algo diferente. La mano de Soledad se tensó de forma peculiar, con todo su cuerpo temblando. Alicia se volvió asustada hacia ella. El pianista había comenzado a tocar los acordes de la que, presumiblemente, era la última pieza de la velada. Parecía como si quisiera grabar a fuego en la piel aquellas notas, como si pretendiera gritarles lo que él sentía al acariciar aquellas teclas blancas y negras, como si quisiera romper todos los esquemas e incendiar aquella sala a base de emociones veladas. Pero Soledad parecía haberse transportado hacia otro lugar, los ojos abiertos como platos, la respiración enterrada en algún punto del olvido. No podía ser, era imposible. Y aun así…

Todo se había oscurecido alrededor de Soledad en el preciso instante en que la última composición comenzó a suspirar sus primeros acordes. Había disfrutado desmesuradamente de cada pieza, viajado decenas de años atrás hacia los ojos oscuros que le enseñaron la verdad que esconde un piano, hasta aquellas tardes sentada a su lado en el campo imaginando teclas que él acariciaba mientras tarareaba una canción, aquella canción, para ti, Soledad, esta es solo para ti... Y ahora, esos acordes desgastados por el paso del tiempo, limados por las asperezas de las olas del olvido, resurgían de donde ella nunca hubiera imaginado que volverían a resurgir, límpidos, puros, relucientes, como si las arrugas no hubieran avejentado ni un ápice su memoria. No podía ser y a la vez lo era, estaba completamente segura. Algo se removió en su interior y derramó las lágrimas que nunca pensó que volvería a derramar. Por él, por el pasado, por lo que tanto tiempo calló pero que su conciencia clamaba a voz en grito, por lo que nunca sucedió…

 

—Soledad, ¿estás bien? —susurró Alicia preocupada al ver que Soledad no se recomponía de su asombro y no dejaba de llorar.

Soledad intentó articular palabra, pero su voz había huido hacia algún lugar de donde no quería regresar sin ser capaz de verbalizar un recuerdo que se estaba haciendo demasiado vívido en el lienzo de su memoria. Y cuando, sublime, el pianista dejó al aire las últimas notas de la composición, cuando llegó a la cima el escalofrío que había acariciado la piel de cada espalda y la música ya solo pertenecía a un efímero pasado que reverberaba con ecos de un silencio que nadie quería resquebrajar, justo en ese instante, Soledad consiguió susurrar con voz queda, meliflua, como si caminara con pies desnudos sobre una habitación de mármol:

—Es esta... Es su sonata, mi sonata...

CAPÍTULO 10

El silencio bramaba por los cuatro costados de la cocina arañándose el rostro y dejándose la piel ante la impotencia de no poder parar quieto ni un segundo. Dolores lo tenía retenido bajo amenaza, acorralado, mientras sus manos desmenuzaban pan y su mirada se dirigía a intervalos regulares hacia su nieta Paquita. Esperaba que fuera ella la que lo rompiera primero, la que confesara por qué cada mañana arrastraba su alma desde las ojeras de un desvelo, por qué sus pupilas se quedaban dilatadas en mitad de la noche y no se acurrucaban en el sueño, por qué evitaba mirar a los ojos a su abuela como si, por encontrarse sus miradas, sus más oscuros secretos fueran a escapar de ellos y derramarse sin querer como un vaso de agua. Llevaba más de tres meses así y lo que callaba era mucho más de lo que podía soportar; su abuela lo notaba como una losa de piedra maciza que le hundía los hombros y la dejaba sin respiración. Pero se obstinaba en no soltar ni media palabra al respecto mientras aquello la consumía por dentro cada vez más.

Paquita acababa de volver de trabajar toda la mañana en la casa del señorito y, como siempre, ayudaba a su abuela a preparar el almuerzo para todos antes de regresar por la tarde a continuar entre agua, jabón, planchas, ollas, cazos y otros menesteres. Sabía que su abuela sospechaba que algo le ocurría y que no podía decírselo, conocía demasiado bien su temperamento. Si Dolores llegara a saberlo, estaba segura de que se quitaría el mandil de un tirón y correría a la casa del señorito gritando improperios, y bien sabía Dios que era lo último que quería, pues todo podía terminar en tragedia.

El aceite bullía con los ajos enteros que había terminado de pelar minutos antes cuando unos golpes sordos y certeros hicieron desplomar el silencio de naipes que tan frágilmente habían estado bordando en la cocina.

—¡Abran la puerta!

Paquita y Dolores se miraron con los ojos abiertos y el rostro pálido como la cera. Dolores se llevó un dedo a los labios en señal de silencio y se dirigió a la puerta, no sin antes dejar el mandil en una de las sillas de la cocina, disimulando el temblor que llevaba por dentro como una procesión.

—¡Abran la puerta al cabo Gutiérrez!

Dolores se resignó a encontrar tras la puerta la chulería y el desatino del cabo Jacinto Gutiérrez, guardia civil por méritos paternos, viejo conocido de bigote ralo y abundantes entradas que pretendía aparentar más de lo que su uniforme y su distinción jamás le permitirían.

—Buenos días tenga usted, señor.

—Buenos días, doña Lola. Vengo a hacer la ronda en el cortijo, ya sabe usted.

Dolores frunció el ceño contrariada. Siempre igual, mira que habían pasado años...

—Dolores, si no le importa.

—¿Cómo dice? —El cabo quedó unos segundos en pausa mientras trataba de discernir entre la posibilidad de que aquella vieja le hubiera maldecido o se estuviera quejando de achaques propios de la edad.

—Que me llamo Dolores, ya lo sabe usted.

—Claro que sí —sonrió mostrando unos dientes de fumador empedernido y recuperando el semblante altanero que más le gustaba mostrar ante la gente que no le importaba en absoluto—. Firme aquí en este papel para certificarme la ronda, si es que sabe firmar. Si no, con un garabato basta.

De pronto, al alzar la mirada sus ojos se cruzaron con los de Paquita y una sonrisa muy diferente se cinceló en su rostro.

—Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí...

Jacinto Gutiérrez sacó un cigarro del uniforme y lo encendió con parsimonia sin dejar de mirar a Paquita donde no debía. Expulsó el humo despacio, con los labios casi cerrados y los ojos entornados, disfrutando del placer inmenso de fumar sin dejar de incomodar a la muchacha que lo miraba desde la otra esquina de la habitación entre asustada y desafiante. Paquita ya pasaba las dieciocho primaveras y, para su pesar, no era la primera vez que soportaba las miradas sudorosas de un hombre, que resbalaban por su piel dejando un rastro pegajoso parecido al que dejaría una babosa al arrastrarse por la tierra. Desafortunadamente, estaba más que acostumbrada a vivir esa sensación, esa náusea en la base del estómago, ese sutil temblor en el labio sin querer mostrarlo, esa tensión en la piel.

Dolores tosió tratando de alejar el humo de su garganta y de su nieta las incómodas miradas de aquel cabo.

—¿Dónde me ha dicho que tenía que firmar?

Jacinto la ignoró a conciencia mientras cogía con firmeza el cigarro con la izquierda, entre el índice y el pulgar, acercándoselo a los labios lentamente, muy lentamente sin dejar de mirar a su presa.

—Buenos días, Paquita. Te veo bien —dijo aspirando el humo con fuerza—, más que bien —y expulsándolo entre una sonrisa esquiva que no dejaba lugar a dudas de cómo veía a Paquita.

Paquita no respondió mientras Dolores seguía intentando llamar de nuevo la atención del cabo.

—Si fuera tan amable de...

—¿Qué tal todo por el cortijo? Me han dicho que... bueno, aprendes muy rápido, ¿no?

Si antes el rostro de Paquita estaba blanco como la cera, ahora parecía que alguien hubiera encendido la vela y su llama bailara trémula desde sus párpados hasta sus labios temblando y amenazando con apagarse bajo el humo del tabaco que fumaba aquel desalmado. No, por favor, que no lo supiera, él no, de todas las personas posibles no podía ser él...

—¿Cómo?

—Tú sabes bien de lo que hablo.

La sonrisa del cabo se ensanchó al ver cómo su víctima se agazapaba, asustada por la información que pudiera haber obtenido de contrabando.

Dolores se quedó muda al ver que incluso aquel patán sabía más de su nieta que ella misma, pero Jacinto no pensaba ni por un momento dejar pasar aquel festín sin un postre que creía merecer.

—Por cierto, doña Lola, tengo una cuestión que preguntarle. ¿Sabe usted algo de un tal Julián Suárez? ¿Le suena? No se tienen noticias de él y se le busca por...

Un estruendo enorme inundó la cocina. Paquita había estado a punto de caerse redonda al suelo al escuchar aquel nombre y, al intentar agarrarse a los bordes de la encimera de la cocina, tiró un par de platos, que hicieron añicos los crispados nervios de Paquita al impactar en el suelo.

—Vaya, Paquita, ¿qué ha pasado? ¿Acaso lo conoces? ¿No sabrás tú, por un casual, dónde se esconde?

Él sabía perfectamente dónde debía desgarrar a su cervatillo para hacerle sangrar más aún.

—Disculpe, don Jacinto, pero nosotros no sabemos nada de ese señor que usted mienta.

Dolores empezaba a atisbar por dónde estaban sonando los tiros de aquel cazador sin compasión, aunque sabía que no tenía ni idea de la mitad de lo que allí había ocurrido.

—Le estoy preguntando a ella, así que cállese, doña Lola, si no quiere problemas —rugió la voz del cabo antes de que este se volviera de nuevo hacia su presa—. Dime, chiquilla, ¿sabes algo?

Paquita escondió su mirada en las esperanzas rotas que acompañaban los pedazos de aquellos dos platos en el suelo.

—No, yo no sé nada, don Jacinto.

—Bueno, más te vale, porque si supieras algo de ese rufián y no lo dijeras, podría haber consecuencias muy graves. Lo sabes, ¿verdad?

Paquita asintió muda de pánico.

—Deme ya el documento para firmar, don Jacinto. No tenemos todo el día.

Dolores trató de recuperar su voz autoritaria para la ocasión y esa vez el cabo la obedeció sin dejar de sonreír.

—Gracias, doña Lola. Un placer hablar con ustedes.

El cabo recogió la pluma y el papel con el garabato de Dolores mientras dirigía una última mirada a su presa.

—Paquita, dale recuerdos a Felipe cuando, ya sabes, cuando le veas otra vez.

Las risas del cabo se fundieron con el viento al alejarse mientras Paquita dejaba ya, al fin, correr las lágrimas que había contenido a duras penas. Estas se derrumbaban sobre los pedazos de los platos rotos sin que ella se preocupara siquiera de si la herían más de lo que estaba. Dolores se arrodilló con su nieta y la abrazó mientras se le partía el corazón de verla así de humillada y temblorosa. Ninguna de las dos se preocupó por el aceite hirviendo que tiñó de negro los ajos para la comida como un presagio de lo que las dos sentían y habían tenido que callar por dentro sin remedio.

CAPÍTULO 11

Soledad llegó a la ciudad cuando contaba con menos de veinte años, una tonelada de miedos anudados en la garganta y un equipaje tan ligero que acentuaba el peso de todo lo demás. Acostumbrada a vivir en el pueblo, aquellas aceras duplicaban su anchura a cada paso que daba haciéndole sentir aún más pequeña y dando forma al pensamiento de que, quizás, aquello no era tan buena idea después de todo.

Desde hacía ya un tiempo, el pueblo no era tan grande como su memoria creía recordar. Sus sueños parecían no tener cabida en aquella estrecha botella de cristal en la que ella se empeñaba en atesorarlos a la espera de poder arrojarla a alguna corriente de agua que los alejara para cumplirse o romperse en mil pedazos. No dejaba de sentir aquella sensación de ahogo, de aprisionamiento, como si algo dentro de su pecho empujara para salir sin conseguirlo. La gente era siempre la misma, siempre las mismas conversaciones, la misma lluvia inmisericorde que anegaba los campos, el mismo calor implacable que los secaba, siempre en un ciclo que parecía no tener principio ni final. Algo en su interior latía con la certeza de que lo que ocurrió con Santiago también tenía algo que ver con su repentino deseo de salir del pueblo y probar suerte en la ciudad, pero ella prefería enterrarlo en lo más profundo del arcón de la memoria y dirigir su mirada hacia el horizonte. Sabía reconocer que hay cosas que, sencillamente, no pueden ser.

Lo mencionó por primera vez un día de otoño, mientras su padre se servía el segundo vaso de vino y ella calculaba el momento exacto de turbidez y ligereza que necesitaba en sus pensamientos para que la noticia no pesara como una losa. Aun así, la mirada de su padre cuando se lo contó le partió el alma en dos. Fue en ese momento cuando Soledad fue consciente de que su padre se acababa de percatar de que su pequeña había crecido, que ya no era una niña y no estaría a su lado para siempre, que necesitaba volar y que él, irremediablemente, había comenzado a caminar encorvado y a peinar nieve en su cabello. Él trató en vano de alejar aquella idea de su cabeza: «pero hija, tú no lo entiendes, deberías encontrar marido primero y fundar una familia, necesitas un hombre que...». Soledad no quería oír ni hablar de casarse ni de hombres y, aunque era consciente de que necesitaría el beneplácito de algún varón de su familia para que la aceptaran en cualquier trabajo, prefería pensar que ya se las apañaría cuando llegara el momento. El primer paso, desde luego, era emprender un nuevo rumbo con un duro golpe de timón.

 

Soledad trató de maquillarlo todo para que no pareciera tan drástico: no era seguro, solo una idea, pero le apetecía probar la vida en la ciudad, quizás aquel familiar lejano que su padre había mencionado alguna vez podría ayudarla, ¿cómo se llamaba? Sin embargo, por más que lo intentó, el resultado fue una máscara grotesca que lo único que hizo fue acentuar la evidencia de que sí, se iría del pueblo más temprano que tarde. Soledad se abrazó a su padre como nunca antes lo había hecho y lloraron juntos en silencio por todo lo que nunca volvería y ya había quedado tan atrás que ni entrecerrando los ojos se avistaba en la lejanía.

Aquella noche, Soledad no pudo dormir. Sabía que debía irse, no veía otra opción, y aun así algo en su interior se había desgarrado y no había forma de coserlo. Sangraba recuerdos de tardes de juego, ecos de risas de estío, aromas de aceituna, sudor y mimbre. Su memoria destilaba sin parar ollas de caldo para ocho personas, naranjas que inundaban de un fresco aroma cada mañana del seis de enero y gachas que siempre tomaban todos bien temprano para salir del ayuno; todos menos la abuela, que prefería una copita de aguardiente para ahogar los nervios, decía. Los nervios, sí, o los recuerdos, más bien.

Soledad dejó que las lágrimas de aquella noche cicatrizaran y, cuando a la mañana siguiente, su padre le mencionó de nuevo como de pasada que sí, que podrían contactar con aquel primo lejano, el que vivía en la ciudad, encajó de otra forma el saber que se iría, barnizando las nuevas estrías que ahora arañaban su piel. José María era un trozo de pan. Se casó hacía mucho tiempo con una muchacha de la ciudad y allí vivían desde entonces. Seguro que, si se lo pedían, le dejaría un sitio donde dormir hasta que ella se casara y pudiera formar un hogar.

Y así fue como Soledad se encontró con un trozo de papel rasgado con una dirección escrita de forma apresurada que no sabía leer, pero que guardó como oro en paño hasta que unos meses más tarde se la mostró a aquel taxista, un hombre de mirada anónima que condujo sus nervios desde la estación de autobuses hasta aquel portal en una calle olvidada. «Sí, bonita, ese es, toca en el 3º D». José María ya estaba avisado previamente por carta de la llegada de Soledad y del favor tan enorme que su primo le pedía: «Cuida de mi hija, primo, que se me va a la ciudad y allí todo es demasiado grande para ella». Y, desde luego, a Soledad no le faltó jamás en el tiempo que estuvo bajo su techo una cama cómoda ni un plato de comida caliente en la mesa. Ella pronto empezó a pensar en encontrar algún trabajo con el que poder contribuir en casa del primo de su padre, pagar una modesta cantidad para el alquiler de la habitación, poder comprar de vez en cuando las viandas para la cena, invitarles a merendar en alguna cafetería... Por su cabeza rondaba la idea de probar suerte como costurera, pero no tenía ni idea de a qué puertas tenía que llamar para conseguirlo. Sabía coser más o menos de forma decente desde hacía años. En los ratitos libres, su abuela les había enseñado desde pequeñas a ella y a su hermana a enhebrar una aguja, meter los bajos de los pantalones cuando sus hermanos heredaban las prendas de los más mayores, coser un botón cuando su padre lo perdía… Mientras que su hermana abandonaba la aguja al poco tiempo, aburrida y en busca de otra distracción más placentera, a ella le relajaba enormemente coser. Le ayudaba a calmarse, ordenar sus pensamientos y alejarse del mundo al ritmo de las puntadas en la tela. Sin embargo, no sabía si todo eso que una vez aprendió era suficiente y, desde luego, en su condición de fémina joven y desamparada, necesitaría al menos alguna recomendación varonil para poder llamar sin que le cerraran la oportunidad con desaire en las narices.

Soledad comentó de pasada su, quizás, descabellada idea una noche durante la cena, mientras José María daba buena cuenta de la sopa y su mujer, Isabel, comenzaba a materializar las palabras de Soledad en cierto taller que ella conocía. José María no era muy partidario de que la hija de su primo se pusiera a trabajar. Quizás lo mejor era buscarle un buen marido para que se terminara de asentar en la ciudad, pero Isabel tenía otro parecer bien distinto. Días después, mientras las dos se afanaban en la cocina entre guisos, le comentó como de pasada:

—Podrías probar en el taller de doña Angustias, en la calle Olivar. No está muy lejos de aquí y el padre de la dueña era del pueblo. Quizás allí tengas suerte. Dile que vienes de nuestra parte.

A Soledad le brillaron los ojos al escuchar aquello, «gracias, gracias de corazón», y decidió seguir la recomendación de la mujer de José María. No tenía nada que perder, aunque en su fuero interno no albergaba demasiadas esperanzas. Y así, aquella mañana se dirigió con su mejor vestido y el pelo recogido en un moño demasiado tirante hacia la calle Olivar, mascullando entre dientes las palabras de presentación que había ensayado y repetido hasta la saciedad la noche anterior mientras un insomnio nervioso le impedía cerrar los párpados. «Mi nombre, tengo que decir mi nombre y que soy del pueblo, y que vengo por recomendación de...». Justo en el instante en que dobló la esquina de la dirección que le habían proporcionado, el corazón le dio un vuelco cuando creyó ver una silueta conocida saliendo de lo que segundos después descubriría que era el taller. La vio perderse entre la gente que paseaba a aquellas horas de buena mañana mientras se repetía por dentro que no podía ser, era imposible. Él no podía estar allí, no pintaba nada. Suspiró enfadada consigo misma por no tenerle tan olvidado como pensaba. Antes de entrar trató de serenar su pulso, se alisó los bajos del vestido y se mentalizó para poner su mejor sonrisa cuando la rechazaran.

—Buenos días, mi nombre es Soledad Camarero, me gustaría…

—¡Soledad, claro que sí! No la esperábamos tan pronto. Estamos encantadas de que se haya decidido a trabajar aquí. Venga, doña Angustias está deseando conocerla.

Sin saber cómo ni por qué, Soledad se encontró delante de una jefa de taller de mediana edad que la miraba por encima de unas gafas de cerca con mezcla de curiosidad y escepticismo. Todo fue demasiado rápido. Tras las preguntas de rigor (cómo había aprendido a coser, quién le había enseñado, qué sabía hacer), mencionó de pasada un salario inicial de aprendiza que se incrementaría a medida que adquiriera mayor autonomía en el taller, una cantidad de dinero que Soledad jamás se habría imaginado que llegaría a cobrar.

—Como comprenderás, viniendo recomendada por quien vienes confío en que seas trabajadora, disciplinada y buena aprendiza.

La mirada de doña Angustias se afiló a la vez que se inclinaba ligeramente sobre la mesa.

—Sin embargo, no dudaré en echarte de inmediato si detecto cualquier conducta inapropiada en mi taller. No tolero el hurto, la mentira, la impuntualidad ni el trabajo mal hecho. Comenzarás desde mañana con Margarita. Ella te asignará unas primeras tareas sencillas y te empezará a enseñar a tomar medidas y hacer patrones.

Soledad comprendió que doña Angustias no iba a dedicarle ni un segundo más cuando vio que hundía de nuevo su mirada en unos cuadernos de contabilidad que tenía frente a ella. Musitó un agradecimiento sincero mientras se marchaba entre contenta y confundida. Jamás preguntó quién era aquella misteriosa persona que la había recomendado. José María y su mujer negaron cualquier ayuda por su parte y Soledad vio una confusión bastante sincera cuando les relató cómo había conseguido el empleo. Pero le daba igual quién hubiera sido. Desde el primer momento imaginó a su benefactor como una suerte de ángel de la guarda que había decidido que ya era hora de que fuera feliz. Un ángel de la guarda con ojos negros como el carbón, idénticos en brillo, ternura y agallas a los que enmarcaban el rostro de su abuela.