Soledad

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CAPÍTULO 5

Alicia notaba la emoción contenida de Soledad en sus pasos intermitentes, apresurados, vestidos de tacón bajo azabache, de ritmo constante impreso en una sonrisa que no dejaba de esbozar a carboncillo en su rostro. Lo notaba en cómo agarraba el bastón con manos temblorosas, ese bastón de mango elegante, dorado y con ramas de olivo que crecían hasta la empuñadura, el mismo que siempre descansaba a diario en la entrada de su pequeño apartamento a la espera de algún acontecimiento especial que nunca parecía llegar. Sin embargo, aquel día Soledad decidió que ya era hora de que las ramas de olivo se desperezaran con la luz del sol y brillaran como si de oro hubieran nacido. También era palpable en el collar de perlas que adornaba su garganta, a juego con unos zarcillos y con el fuerte latir que sentía en el pecho. Traje de falda y chaqueta de un tono parecido al de la arena de un desierto al ocaso completaban el marco de una tarde de rayos de sol de acuarela sobre un cielo que comenzaba a oscurecerse a pesar de que las manecillas aún no habían descansado siquiera en los bordes del reloj.

Cogida del brazo de Soledad, Alicia maridaba la sonrisa de su acompañante con la suya propia al ver la felicidad que derrochaba por los cuatro costados y pensaba en las entradas que guardaba a buen recaudo en el bolso. Llegaron a la puerta principal del teatro con un par de decenas de pálpitos de tiempo por delante, pues Soledad era de esas personas que prefieren esperar pacientemente la llegada de algo en el sitio acordado y no soportaba la sensación de estar llegando tarde a conciencia. Un acomodador las guio hasta sus asientos de palco y les aseguró que no habían podido escoger otros mejores, «estas cosas hay que disfrutarlas como se merecen, ¿verdad, señoras? Desde aquí van a tener una perspectiva espectacular, y ya verán qué acústica, les va a parecer que el pianista está justo sentado aquí, a su lado, porque…». Soledad reía ante las zalamerías del muchacho, pero para Alicia todo a su alrededor había enmudecido de inmediato. No podía ser... No podía ser, pero... justo en el palco de al lado había un hombre maduro, bien vestido, traje oscuro cuya chaqueta descansaba ahora en el asiento, gemelos de plata que se ajustaba con aquel gesto, aquellas manos, mientras una muchacha mucho más joven reía alguna insensatez con un vestido demasiado ajustado, demasiado escote, demasiado... El corazón de Alicia se olvidó de funcionar, la sangre huyó de su rostro, y todo lo que ella tanto había luchado por olvidar volvió como un huracán para inundar el momento de un sabor amargo en el paladar. Y recordó, recordó las mentiras, las falsas ilusiones que se desintegraron como gaviotas en el viento, los papeles mojados que lloraron lágrimas de tinta con cumplidos vanos, los regalos que, lejos de agasajar, eran un recordatorio de lo poco que nunca le importó. Desvió la mirada, no quería comprobarlo, no quería saber si era él o no, se había jurado que no volvería a verlo, no quería saber nada, ya lo había superado, pero aun así... Sus ojos le jugaron una mala pasada y se desviaron, esquivos, hacia donde ella no quería mirar. Y entonces, solo entonces, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta ese preciso instante, cuando confirmó que no, no era él. Volvió a respirar, volvió a ser consciente del latido incesante de algo que trataba de escapar de su pecho y no le gustó percatarse de que no sabía si lo que sentía era alivio o decepción, si hubiera preferido que las cartas del destino le hubieran jugado una mala pasada y hubiera sido él de verdad.

—¿Estás bien, querida?

Soledad había visto perfectamente cómo su querida Alicia demudaba el rostro al ver la silueta del señor del palco contiguo, cómo sus manos habían comenzado a temblar al mismo ritmo que sus labios y cómo, finalmente, todo había vuelto a la normalidad cuando descubrió su rostro, no sin antes dejar entrever una sombra de lo que parecía desilusión en la mirada. Se había percatado de todo, desde los ojos abiertos como platos hasta la falta de aliento en los pulmones, pero no lograba comprender cuál había sido el detonante.

—Sí, Soledad, no te preocupes, solo ha sido un leve mareo. Qué buenos asientos, ¿verdad? Desde aquí vamos a poder ver perfectamente el piano, y la acústica me han dicho que es espectacular, he hablado con...

Soledad contuvo un suspiro de contrariedad. No era tonta, y sabía que Alicia estaba tratando de desviar su atención y liberar sus nervios sin dejar de hablar de cosas insulsas para no quedarse a solas con sus pensamientos. No sabía qué era aquello que la había perturbado tanto, pero sí era consciente de que había algo, una lágrima velada perpetua en la esquina de su mirada que no la abandonaba en ningún momento desde hacía unas semanas. A pesar de que la conocía desde hacía tiempo, había ciertos aspectos de su vida que aún ignoraba por completo, pero era demasiado discreta para preguntar y no quería meterse en asuntos ajenos que no le incumbían. Sin embargo, no le gustaba ver a Alicia así, con la mirada perdida cuando pensaba que nadie la observaba, con las comisuras de los labios cayendo en picado hacia un recuerdo que se anudaba a su sombra sin despegarse ni un ápice.

Las luces del teatro fundieron su luz poco a poco bajo los aplausos del público, dejando a un lado aquel incómodo momento para alivio de Alicia y para desazón de Soledad, que se prometió que trataría de cincelar de nuevo la sonrisa en el rostro de su querida muchacha. Por ahora, suspiró, volvió a sonreír y se concentró en el elegante piano de cola que el telón, al abrirse, dejaba entrever.

CAPÍTULO 6

Sangre. Todo lo que Dolores recordaba de su juventud era sangre, un manto rojo y espeso que la cubrió durante demasiado tiempo sin dejar que viera un resquicio de luz. La memoria de todo aquel periodo se desvanecía como humo entre los labios del fumador y se enredaba en las ramas de sus recuerdos despeinando las hojas de un libro que ella hubiera preferido quemar en la hoguera como una cruel inquisidora. Sin embargo, aunque el tiempo había emborronado la mayoría de aquellos recuerdos, alguno aún se quedaba enganchado como si de una cometa se tratase, ondeando al viento las lágrimas que una vez fueron presente y ahora resurgían de un pasado demasiado doloroso que, sin lugar a dudas, podría resucitarlas sin problemas en las cuencas de sus ojos.

Sangre. Todo comenzó una mañana en la que un fuerte dolor en el vientre la rescató de un sueño que no recordaba, y cuando sus pupilas se quisieron adaptar a la luz cegadora que penetraba sin piedad por la ventana, solo pudieron observar un enorme charco rojo carmín que empapaba su camisón y se extendía por las sábanas. No gritó, ella jamás gritaba ni perdía los nervios. Con el cuerpo temblando como una hoja a punto de caer a principios de otoño, se levantó y fue a lavarse en la tina. Se quitó el camisón, se lavó bien y se puso ropa limpia y unos paños para contener la hemorragia que aún no había parado. Quitó las sábanas y comenzó a lavarlas junto con el camisón en agua fría como un témpano de hielo, ahogando sus lágrimas a la vez que intentaba eliminar las manchas frotando como loca con una pastilla de jabón de sosa que encontró en su cómoda. No podía irse de allí sin dejar sus sábanas limpias oreándose en la mañana, ¿qué diría la gente si entraba y veía aquel despropósito? La vista se le nublaba de vez en cuando y los oídos le pitaban, pero no dejó de frotar hasta que vio aquel desastre desvanecerse con el agua. A duras penas salió al corral y tendió las sábanas, tensas, en las cuerdas, dejando que el viento las ondeara como banderas. Solo entonces salió a la calle, y lo único que recordaba a partir de aquel momento era a doña Encarnita, la vecina, acercándose con cara de horror hacia ella, gritando y haciendo aspavientos con las manos mientras ella se desvanecía en sus brazos rodeada cada vez por más gente. Pobre Lola, pobre Lolita...

Cuando despertó, lo primero que vio fue la cara de su Paco conteniendo las lágrimas con la figura de don Carlos Martínez, el médico del pueblo, a sus espaldas. Mucho antes de que él terminara sus explicaciones, llenas de términos vagos y eufemismos para no tener que verbalizar lo que nadie quería pronunciar en voz alta, ella ya tenía claro que había perdido a su primer hijo.

Llegó entonces una sucesión interminable de días llenos de condolencias, palabras vacías encadenadas a ojos empapados de compasión, miradas perdidas y explicaciones que tenía que relatar una y otra vez delante de alguna taza de café a las mismas vecinas de siempre. «Pobre Lola, pobre Lolita, estas cosas pasan, pronto tendrá otro hijo en sus brazos y se le olvidará todo...». Lo que nadie sabía era que nunca podría olvidar, nada podría llenar el enorme vacío que había dejado aquel día lleno de sangre, nunca podría sentir lo que hubiera tenido que sentir en su regazo si todo hubiera salido bien. Pero esos pensamientos solo pertenecían al silencio y a ella misma, solo a ella...

Pasó el tiempo, llegó otra primavera, otro invierno, y sintió de nuevo algo creciendo en su interior. Paco se ilusionó cuando ella le contó que tenía de nuevo un retraso, se abrazaron con los ojos empañados y se tomaron de las manos, sin palabras de por medio, sabiendo que debían ser cautos y no tentar a la suerte con demasiada felicidad. Sin embargo, ella sabía que algo no iba bien cuando la sangre brotó de nuevo, esta vez poco a poco y en días esporádicos. Volvieron así las lágrimas, la compasión y las miradas hundidas en el vacío. Ella perdió toda esperanza y se conformó con ser feliz con su Paco, los dos solos, no necesitaban a nadie más. Sin embargo, los susurros en el pueblo no dejaban de aumentar: para cuándo un bebé que bendijera a la pareja, para cuándo una risa de niño que alegrara las tardes, que inmortalizara su unión por los siglos de los siglos. Los consejos comenzaron a fluir a borbotones: rezos los domingos, rosarios, estampas de santos y velas encendidas que no impidieron una tercera mañana de sangre y sábanas tendidas antes de que nadie se percatara de que algo había pasado. Pobre Lola, pobre Lolita...

 

Paco callaba, pero ella sabía lo que pasaba por su mente. Sabía que quería un hijo más que nada en este mundo. Desde que eran novios y se comenzaban a coger de la mano a espaldas de todo, él ya soñaba con un vástago al que criar, un niño que tendría los ojos de ella pero la sonrisa de él, su timidez al hablar pero la tozudez de su novia. Por ello, aquellos días de sangre le hundieron en una tristeza de la que no sabía cómo salir, mientras un pensamiento la asaltaba de cuando en cuando a pesar de que él trataba de alejarlo sin remedio. Quizás jamás podría intentar buscar sus rasgos en un niño, quizás nunca tendría la oportunidad de reconocer la personalidad de su Lolita en un pequeño, su pequeño...

Para cuando habían perdido toda esperanza, Dolores comenzó a sentir de nuevo las náuseas matutinas y los mareos. No le dijo nada a nadie y esperó con paciencia a que la sangre volviera en cualquier momento y lo destrozara todo. Sin embargo, esta vez no ocurrió y su vientre creció durante nueve meses hasta que, al fin, un pequeño bebé rompió con su llanto endiablado el silencio de aquella casa en la que tanto tiempo había reinado. Miguel creció sano, fuerte, y Paco volvió a recuperar la alegría al comprobar que su pequeño no había heredado los ojos de su Dolores, pero sí su nariz o sus hoyuelos, o al reconocer que no tenía su timidez, pero sí su forma de reír, tan particular, como a pequeñas carcajadas. Y así enterró en el olvido los aciagos días de sangre.

Sin embargo, Dolores nunca pudo olvidar. El médico le dijo que, por las complicaciones en el parto y en los embarazos anteriores, no sería capaz de tener otro hijo. Miguel lo era todo para ella, pero el ser su único niño le recordaba una y otra vez todo lo que había pasado: la sangre, las lágrimas, los días de silencio y de certezas calladas. Pobre Lola, pobre Lolita... Dolores sentía que había hecho algo mal en la vida, quizá Dios la estaba castigando por algo, pero no tenía ni idea de qué cosa tan horrible podía haber hecho para merecer tanta sangre. Y así nunca dejó que nadie la volviera a llamar por ningún diminutivo. Renunció a ser Lola, a ser Lolita, y aceptó con resignación ser Dolores por el resto de sus días como recordatorio de todo lo que había tenido que sufrir y de los obstáculos que la vida le había puesto en su camino para llegar a ser la mujer fuerte que su pequeña familia necesitaba que fuera.

CAPÍTULO 7

Todo terminó un maldito día de noviembre. Noviembre, no podía haber sido otro mes. Uno con más vida, con más luz, con más verde en las calles en las que perderse, en las que olvidarlo todo, en las que calmar la impotencia que había sentido. No, había tenido que ser en un día gris mientras el cielo lloraba sus penas y derramaba sus desdichas sobre la cara de imbécil que se le quedó en aquel momento. Sí, porque no supo reaccionar. No supo sacar coraje y tirar para adelante, enfrentarse a él y preguntarle qué había sido todo, qué había sido aquello para él. Simplemente se quedó allí, muda, rígida, sin que su cuerpo pudiera responder. Y para cuando lo asimiló ya era tarde, ya había pasado el momento y todo había acabado. Cómo no, en noviembre...

Porque fue precisamente en noviembre cuando también se conocieron. Ella con luz en la mirada y ni un pliegue aún en la piel, él con más arrugas de expresión de las que le gustaría admitir y, desde luego, demasiadas estrías en el alma que ocultaba con buenas dotes de prestidigitador. Llovía, por supuesto, como presagio de lo que luego sería el resultado de todo, y ella luchaba contra las inclemencias del tiempo con un paraguas que, claramente, tenía la batalla perdida desde el mismo instante en que le colgaron una etiqueta de precio con una rebaja demasiado generosa. Sin poder evitarlo, el paraguas se volvió por completo a merced del viento y ella bregó en vano con todas sus fuerzas para tratar de recuperarlo. Las varillas se partieron, la tela cedió y calarse hasta los huesos le pareció una expresión que se quedaba corta para lo que ella estaba experimentando en aquel momento. Y de repente apareció. Nunca llegó a saber cómo y, cuando meses más tarde le preguntara entre confidencias, él sonreiría misterioso y evadiría la respuesta intentando mantener el rol de salvador de la chica desvalida que tanto le gustaba adoptar. Porque sí, él siempre sonreía. Aquella era su mejor baza y, por supuesto, era perfectamente consciente de ello.

Lo único que ella recordaba de aquella tarde era que de repente dejó de llover debajo de aquel enorme paraguas negro que sostenía su ángel de la guarda, ataviado para la ocasión con una gabardina y unos mocasines de piel impolutos. Y siguió dejando de llover en la cafetería en la que entraron los dos y en la que pasaron media, una, una y media, dos horas sin que apenas las manecillas del reloj tuvieran que hacer esfuerzo por moverse. Y dejó de llover también en su casa, donde ella terminó de agarrarse a un clavo ardiendo como polilla que no puede evitar buscar su triste final en la luz. Pensándolo fríamente tiempo después llegaría a la conclusión de que jamás se enamoró, nunca, pero sí se encandiló y se encaprichó de una forma que le hacía estar ciega a lo que otros no paraban de ver claramente desde el principio. Ya no existía nadie más, nada más, solo él y los momentos que pasaba a su lado.

Al principio no le pareció raro que él solo quisiera quedar en ciertas partes de la ciudad y no otras, que solo pudieran verse a horas muy concretas. No vio nada sospechoso en el hecho de que le prohibiera tajantemente no recogerle de la oficina, «ya sabes, los compañeros son demasiado cotillas y odiaría tener que soportar sus burlas». Rara vez se veían entre semana, «lo siento, el trabajo me absorbe y llego tardísimo a casa, pero los fines de semana son enteritos para ti, mi amor». Las primeras diez veces vio extremadamente romántico que la citara en un hotel alejado bajo un nombre falso, pero, por supuesto, sin que faltaran nunca las copas de champán entrelazadas y las fresas con chocolate. El hotel número once le pareció un poco repetitivo, y cuando llegó el número doce algo empezó a decirle que aquello no iba bien. Comenzaron así las preguntas y comenzaron las acusaciones. Obsesiva, celosa, no se fiaba, él que siempre tenía tantos detalles y atenciones solo para ella, él que tanto trabajaba solo para agasajarla y ella lo único que tenía eran reproches. Y claro, ella se autoconvencía de que era cierto, era una ingrata, jamás llegaría a conocer a un hombre como él, que la quisiera tanto, que la cuidara tanto, era justo lo que ella siempre había deseado y, ahora que lo tenía, no era capaz de valorarlo. Pero un pitido en lo más hondo de su conciencia le seguía advirtiendo de que las alarmas estaban empezando a sonar por algo.

Y así pasaron los meses, de sábado en sábado, de hotel en hotel, más champán, más chocolate fundido, más despertares cubierta de besos y de regalos, pulseras, bolsos, zapatos carísimos, vestidos de fino encaje... Pasaron las dudas, volvieron, las enterró, las volvió a desenterrar desesperada sin saber qué hacer ni qué pensar. Dejaron los hoteles y comenzaron a quedar únicamente en su propia casa, la de ella, por supuesto, y todo pareció volver a la calma. Los días de lunes a viernes se le antojaban una suerte de penitencia que desembocaba irremediablemente en un fin de semana a su lado, todo tenía sentido porque al fin podrían verse de nuevo, estar juntos. Sin saber cómo, habían pasado dos años y ella se sentía como un pez en una pecera boqueando al beber los vientos por él. Había dejado de lado a sus amistades, a su familia casi ni la veía y había cambiado hasta su forma de ser. Ella misma se notaba mucho más irritable, todo le hacía enfurecer, saltaba a la mínima y las lágrimas no dejaban de pugnar por llover desde sus ojos. Pero todo valía la pena.

Y llegó de nuevo noviembre. Tres años, quién lo hubiera dicho. Volvía la vista atrás y todo lo que recordaba era una sucesión interminable de sábados de alegría infinita y domingos depresivos que se entremezclaban para formar una vorágine en la que no tenía ni idea de cómo había entrado y, mucho menos, de cómo pensaba salir. Y, de ese modo, decidió darle una sorpresa el mismo día en el que, tres años atrás, habían comenzado una relación tan especial para los dos. Decidió esperarlo a la salida de la oficina; sabía perfectamente dónde era, lo habían hablado muchas veces. Se engalanó con el mejor vestido que él le había comprado, a juego los zapatos con el bolso y una reserva en el primer hotel en el que estuvieron juntos, el champán y las fresas se daban por sentado. Esperó pacientemente, muerta de frío y calada de nuevo hasta los huesos, en el banco justo enfrente de la puerta. No reparó en una mujer de pelo rizado y mirada color café que tiraba de la mano de un chiquillo idéntico a ella, subiendo y bajando la calle una y otra vez como si esperara algo o a alguien. Ella lo vio primero, maletín en mano, sonrisa perfecta en los labios, gabardina y mocasines de piel, como aquel día. Se levantó inmediatamente del banco en el que estaba empezando a quedarse como una estatua de hielo y comenzó a caminar, sonriendo también, cuando, de repente, la sonrisa se congeló en sus labios. El chiquillo se soltó de la mano de su madre y corrió hacia él gritando una única palabra que a ella se le clavó en el pecho, hondo, demasiado hondo, donde nunca pensó que algo le dolería tanto.

—¡Papá!, ¡papá!

Y, sin poder mover su cuerpo, ella vio cómo él lo levantaba en el aire, cómo besaba en los labios a la mujer y, cogiéndola de la cintura, comenzaban a caminar hacia donde ella estaba. Recordaba la escena como a cámara lenta: ella inmóvil, él dirigiéndose sonriente hacia aquel banco hasta que se le heló en los labios la sonrisa al verla a ella. Sin embargo, no dijo nada. Absolutamente nada. Él sabía lo que hacía y cómo lo hacía, y supo disimular hasta el final. Para él la relación con aquella mujer que había roto su juego había terminado, ponía en jaque demasiadas cosas como para echarlo todo a perder. La borraría de su mente y ya sacaría su paraguas en otra ocasión para buscar otra presa, otro encaprichamiento. Total, aquella ya le estaba empezando a aburrir un poco. Y así, en aquel preciso momento, se olvidó de ella.

Solo hubo un instante, uno solo, en el que ella pensó que él dibujaba con sus labios su nombre por última vez. Nunca supo si lo imaginó o si simplemente fue un acto reflejo ante la sorpresa de verla allí, pero la última imagen que tenía de él en aquella tarde fría de noviembre era susurrando: «Alicia...».