Ensayos I

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Por ejemplo, más o menos doce años después de leer por primera vez a Russell Edson, me puse a leer un poema del poeta estadounidense Bob Perelman mientras viajaba en un tren que recorría la costa de California. Me quedé sorprendida: ¡incluía reglas gramaticales en el poema! ¿Estaba permitido hacer algo así?

Así comienza ese poema, “Seduced by Analogy”, incluido en el libro To the Reader:

Con poder, querer y decidir, use infinitivos.

No quiero morir. Con parecer,

ser y estar, use participios o adjetivos.

Parecer vivo, igualmente, siempre está mal.

Los trenes, o cualquier medio de transporte público para el caso, suelen ser un buen lugar para pensar y escribir. Después de leer ese poema, me di cuenta de que se podía enseñar francés en un cuento. Se podía escribir la historia en inglés, pero incorporando palabras en francés y reflexiones sobre la lengua. Y empecé a escribir “Primera lección de francés: Le Meurtre” allí mismo, en el tren, sin más plan que ese:

Vean las vaches que suben la colina a paso lento, cabeza contra grupa, cabeza contra grupa. Aprendan lo que es una vache. Las vaches se ordeñan por la mañana y se vuelven a ordeñar por la tarde, mientras se les tira de la cola llena de estiércol y tienen la cabeza apoyada en una valla. Al aprender un idioma extranjero, empiecen siempre por los nombres de los animales de granja. Recuerden que un animal es un animal, pero cuando hay más de uno son animaux y terminan en a u x. No pronuncien la x. Estos animaux viven en una ferme.

Y la lección continúa e incluye un breve glosario al final.

Es decir que un buen poema casi siempre ofrece algo sorprendente sobre la lengua y el pensamiento, por más que no se alcance a comprender por completo.

El contemporáneo estadounidense Charles Bernstein es otro poeta interesante y uno de los primeros, así llamados, Poetas del Lenguaje. Bernstein es de los que se aventuran en todo tipo de nuevos territorios formales: ha llegado a escribir el libreto de una ópera basada en la obra y la vida del crítico Walter Benjamin.

Uno de sus poemas organizados en secciones, “Safe Methods of Business”, incluye una carta de queja por una multa de estacionamiento. Un fragmento dice:

La citación me acusa de estacionar sobre la senda peatonal en la

esquina noreste de la calle 82 y Broadway en la noche del

17 de agosto de 1984. El espacio en cuestión está

al este de la senda peatonal de la calle 82 como lo indican

las líneas amarillas pintadas al otro lado de la calle. Este espacio

ha sido un espacio de estacionamiento legal durante los más de diez años

que he vivido en la cuadra. Siempre se estacionan autos en ese espacio,

hasta el día de hoy (sin multa en muchos casos

de acuerdo con lo que observé ayer y hoy). Al parecer, actualmente se están pintando

de blanco nuevas sendas peatonales en las calles 82 y

83. Al momento, el proceso no está terminado.

Cuando las nuevas sendas estén listas, quizás eliminen

varios espacios. Sin embargo, por lo que vi cuando me hicieron

la multa, no pisaba las líneas amarillas

así que estaba claramente en mi derecho a estacionar en el espacio.

Leo el poema de Charles Bernstein como un poema, de facto, en parte porque tiene saltos de línea, en parte porque es una sección (completa, tiene veintiséis versos) de un poema largo que se parece más a un poema, y en parte porque está incluido en un poemario y rodeado de otros poemas. No obstante, ¿cómo funciona como poema? Ciertamente, no sigue las mismas reglas que el poema de Bob Perelman ya citado. Sirve para demostrar que hay otros factores, aparte del estilo, la forma y el lenguaje, en particular el contexto de lectura, que pueden determinar cómo recibimos un poema… y eso, por sí solo, puede abrir nuevas posibilidades para un escritor.

Creo que esta forma atípica de “poema” se alojó en algún lugar de mi cerebro, porque años después descubrí que la carta de queja era productiva para las historias y escribí “Carta a una funeraria” para objetar el uso de la palabra cremanencias. En un principio, la carta era real y sincera, y luego se dejó llevar por su propio lenguaje, se volvió demasiado literaria y ya no podía mandarla.

Cuando la terminé, me di cuenta de que me quería quejar de otro montón de cosas y escribí tres más: “Carta al gerente de hotel”, donde señalaba que la palabra “scrod”, nombre de ese famoso pescado de Boston, estaba mal escrita en el menú del restaurante; “Carta a una fábrica de caramelos de menta”, una queja porque las costosas mentas que acababa de comprar solo traían dos tercios de la cantidad prometida en la lata; y “Carta a un vendedor de arvejas congeladas”, donde me quejaba por la imagen que ilustraba el paquete.

Ciertas influencias se revelan mucho más adelante, aunque algunas con bastante conciencia. Una vez, hace varios años, estaba leyendo Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace. Me costaba leerlo, porque los hombres son repulsivos de verdad. Pero la forma que emplea es poderosa: en cada entrevista, se ofrecen las respuestas, pero las preguntas quedan en blanco. No terminé el libro, pero no olvidé la forma. Y al cabo de un tiempo, cuando tuve la interesante experiencia de que me convocaran como jurado y me dieron ganas de escribir al respecto, sentí que era la forma perfecta. Extraje el contenido del cuento, que se llamó “Selección del jurado”, casi por completo de mi experiencia personal, pero se transformó en ficción gracias a la ilusión del interrogador o examinador.

He aquí el comienzo:

P.

R. Miembro del jurado.

P.

R. La noche anterior nos peleamos.

P.

R. La familia.

P.

R. Los cuatro. Bueno, hay uno que ya no vive en casa. Pero esa noche estaba. Tenía planes de irse a la mañana siguiente, la misma mañana que a mí me tocaba ir al juzgado.

P.

R. Nos peleábamos los cuatro, todos con todos. Estoy tratando de recordar cómo fue. Cuatro personas se pueden pelear en muchísimas combinaciones: uno contra uno, dos contra uno, tres contra uno, dos contra dos, etcétera. Estoy seguro de que nos peleamos en todas las combinaciones posibles.

P.

R. Ahora no me acuerdo. Qué raro. Sobre todo, considerando lo acalorada que fue.

La forma es divertida porque se pueden hacer muchas cosas con las preguntas en blanco. A veces, resulta obvio cuál fue la pregunta. Por ejemplo, sabemos que al examinador le cuesta entender el nombre Sojourner Truth (la activista por los derechos de la mujer que se escapó de su esclavista), porque el interrogado lo repite varias veces; pero en otros momentos de la historia no podemos adivinarla. Termino el cuento con la respuesta: “¡Sí!”, y nunca sabrán cuál fue la pregunta.

Hace unos cuantos años, durante el largo período que dediqué a traducir al inglés Por el camino de Swann de Proust, como no quería dejar de escribir pero tampoco tenía tiempo, ensayé otra forma que me intrigaba: tal vez porque me pasaba los días traduciendo oraciones muy largas y complejas (aunque la tarea me absorbía y hasta me resultaba emocionante), quería ver qué tan breve podía ser un texto sin perder todo sentido.

Puede que también me haya influido una postal expuesta en mi cartelera durante años. Tenía impreso un poema de tres líneas, una traducción del cheremis, del poeta finlandés Anselm Hollo:

no debería haber empezado a tejer estos mitones rojos.

ya están terminados,

pero también mi vida.

Aunque es muy corto, me sorprende cada vez que lo leo: algo que, en mi opinión, debería lograr todo buen texto.

Puede que, además, algunas entradas de los diarios de Kafka, que leí a los veinte, sembraran en mí la idea décadas antes. Por ejemplo, he aquí una de las entradas, de principio a fin:

La imagen de la insatisfacción que representa una calle en la que todo el mundo levanta los pies del sitio en que se encuentra para irse de él.

En unas pocas palabras, Kafka presenta una mirada diferente de algo muy común. Me pregunté si yo era capaz de escribir un texto así de corto (el título y una línea o dos) que no perdiera el poder de conmover, o al menos de desconcertar o distraer, sin que fuera del todo frívolo. También quería que la pieza estuviera claramente dentro del territorio de la prosa.

Aquí hay una, “Sola”, que evoca el ritmo del poema de Hollo:

Nadie me llama últimamente. No puedo escuchar los mensajes del contestador automático porque estuve aquí todo el tiempo. Si salgo, quizás llame alguien mientras no estoy. Así que, cuando vuelva, puedo escuchar los mensajes del contestador automático.

Hay dos que son más cortos:

MANO

Detrás de la mano que sostiene el libro que estoy leyendo, veo otra mano, libre y apenas fuera de foco: mi mano extra.

ENTRADA DE ÍNDICE

Cristiana, No soy

Dice la leyenda que Hemingway hizo una vez lo que llamó un cuento de una sola línea: “En venta: zapatos de bebé, sin usar”. En Internet, circula una variante efímera: “En venta: cuna de bebé sin usar”. Pero los escritores que cultivan las formas más breves suelen ser poetas. Está Samuel Menashe, quien escribía poemas de cuatro versos y cuya obra, muy interesante, suele pasarse por alto:

(SIN TÍTULO)

Compadécete de nosotros

 

por el mar

en las arenas

tan fugaz.

Otra poeta que es una experta en lo concreto y lo breve es Lorine Niedecker, una de las poetas menos conocidas del llamado grupo objetivista que vino una generación después de Ezra Pound. Aquí está uno de sus poemas cortos y concisos, sin título, sobre un objeto que regresa, o podría regresar, para perseguir a la poeta, un objeto dueño de una vida y voluntad propias.

¡El dueño del museo!

¡Ojalá se hubiera llevado la escupidera de papá!

Voy a sacar la escupidera de casa

y enterrarla y ponerle una piedra encima.

Porque sin la piedra encima

seguramente volvería.

También hay un poeta anárquico e intrigante que vive cerca de Woodstock, Nueva York, conocido solo como Sparrow. Hace algunos años llegó a la fama (al menos en algunos círculos reducidos) por armar, él solo, un piquete de varios días en la recepción de la revista The New Yorker, acusándola de publicar poesía sosa y predecible, en lugar de poesía excéntrica y poco convencional como, en particular, la suya. Y, de hecho, la revista le compró tres poemas y publicó al menos uno de ellos. (A veces vale la pena ser persistente y protestar).

Sparrow ha escrito muchos poemas muy pequeños, como el siguiente (“Poem”):

Este poema reemplaza

todos mis poemas anteriores.

Los que a mí me llaman la atención no son los líricos. Me gustan los que aportan una nueva mirada, como Kafka en algunas entradas de su diario, como yo en mi texto “Mano”.

Aquí hay otro pequeño poema de Sparrow llamado “Perfection Wasted”:

Lo malo de morir

es que ya no se puede

ser gracioso ni encantador.

Cuando lo leí, pensé que era un poema original de Sparrow, pero en realidad es una “traducción” de un soneto de John Updike que se publicó en The New Yorker. Lo encontré en una serie, “Translations from the New Yorker”. Estaba en un libro llamado America: A Prophecy: A Sparrow Reader.

Otra de sus traducciones es “Garter Snake”. Voy a citar primero la traducción de Sparrow y luego un extracto del original:

Una serpiente avanzó entre el pasto

y la observé.

Parecía una S.

Cuando se detuvo, se quedó muy quieta.

Con su movimiento, el pasto apenas se meció.

El original, de Eric Ormsby, tiene muchas más palabras, cosa que, supongo, Sparrow trató de evitar. Así empieza el original:

El majestuoso ondear de la culebra

en procesión sinuosa por el pasto

atrajo mi mirada. Quieta, alzó la cabeza

sobre la hierba, y la elegante curva

de su esbelto cuerpo formó la letra S

de “serpiente”, imagino, como si esa

majestad diminuta un signo fuera.

Más adelante, donde la traducción de Sparrow dice “Con su movimiento, el pasto apenas se meció”, el original reza:

[…] le dio al pasto, de piedritas regado,

y a la hondonada gris donde ondulando iba

centellas ágiles de exuberancia

y se movía igual que el gozo imprevisto

platea toda atención de la mente.

Y así termina el poema. Es posible que la versión de Sparrow, más sencilla, no funcione como poema, y que algunos lectores prefieran la riqueza del original. Pero las traducciones de Sparrow plantean varias preguntas atinadas acerca de la escritura y sobre la forma, que es lo he estado explorando hasta aquí.

Claro está, la pregunta más apremiante nos llevaría directo al ámbito de la teoría de la traducción y todas sus problemáticas, si decidiéramos ahondar en ella: ¿es posible decir lo mismo de maneras radicalmente distintas? Si se escribe con tantas diferencias, ¿se está diciendo lo mismo en realidad?

2007, 2012

COMENTARIO SOBRE UN CUENTO MUY BREVE
(“EN UNA CASA SITIADA”)

Primera versión:

[EN UNA CASA SITIADA]

En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer, con dos perros y dos gatos. También había ratones, pero se los ignoraba. Cerca de Desde la cocina [donde se habían refugiado muertos de miedo], el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “El humo”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada, en una casa que le pertenecía a alguien más.

Versión final:

EN UNA CASA SITIADA

En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer. Desde la cocina, donde se habían refugiado muertos de miedo, el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada.

En aquellos días (era el otoño de 1973, yo tenía veintiséis y vivía en la campiña francesa), me obligaba a quedarme sentada en el escritorio durante una cierta cantidad de horas, escribiendo en mi cuaderno todo lo que me venía a la mente (muchas veces descripciones de lo que veía o escuchaba, pensamientos o recuerdos), como una estrategia para aproximarme a algo parecido a un cuento.

“En una casa sitiada” surgió directamente de mi situación y de las descripciones que anoté en el cuaderno. De hecho, había cazadores y unidades militares en el campo que rodeaba la casa. Así que el párrafo que precede al primer borrador de este relato dice:

Los disparos de los cazadores esta mañana (mientras todavía estaba acostada, tratando de ordenar mis pensamientos): un estallido, una explosión y luego un eco o una vibración, como nubes de humo que barren las colinas y regresan. Y todo está en silencio y en paz hasta el siguiente disparo sordo.

En cuanto a los cambios que hice del primer borrador al último, saqué los dos gatos y los dos perros, y también los ratones. Los animales formaban parte de mi situación en la vida real, pero creo haber tenido la impresión de que atentaban contra lo ominoso de la historia, la “domesticaban” y, sin duda, la parte de los ratones era conversacional y distraía, se alejaba del meollo. La inclusión de “donde se refugiaron muertos de miedo” agrega dramatismo explícito, mientras que si hubiera dicho simplemente “de la cocina”, habría sido mucho menos dramático, ante todo porque la cocina se asocia a algo cómodo (hasta que llega el momento de refugiarse en ella). El cambio de “humo” a “lluvia” sirve para reemplazar lo inaudible por lo audible. Terminar la historia con la frase “en una casa sitiada”, más aún si se hace eco del título (aunque el título vino después), tiene más impacto que “en una casa que le pertenecía a alguien más”, desenlace bastante anticlimático e irrelevante; además, es confuso y agrega información nueva que no viene al caso. Último cambio: cuando llegué a la versión final, por fin sabía escribir sitiada.

2014

DEL MATERIAL NARRATIVO EN CRUDO AL TEXTO TERMINADO:
FORMAS E INFLUENCIAS II

Para comenzar esta exposición sobre las formas y las influencias, voy a volver a algunas de mis primeras influencias por dos razones. La primera es dar ejemplos del tipo de ficción tradicional que probé escribir cuando recién empezaba. La segunda es describir cómo surgieron dos cuentos muy diferentes a partir de la misma experiencia, uno en mis inicios y el otro unos cuarenta años después. La experiencia que los inspiró tuvo lugar el verano en que cumplí dieciocho, justo después de terminar la escuela secundaria.

Mis padres vivían en Buenos Aires en esa época. Mi padre daba clases en esa ciudad y en La Plata desde el invierno. Viajé a la Argentina para reunirme con ellos en junio y durante dos meses compartimos un amplio piso en la avenida del Libertador, que le habían subalquilado a un ejecutivo de una discográfica británica.

Pasaba los días entre ensayos de violín y clases de baile, trabajando de voluntaria en un orfanato católico y aprendiendo español por mis propios medios, yendo a conciertos con mi madre y saliendo a caminar sola, y también escribiendo en mi diario. Sé, por lo que registré en esas páginas, que durante las caminatas observaba las gallinas enjauladas en los mercados y conversaba en un español poco fluido con carniceros y guardias de embajadas, y al volver a casa anotaba las descripciones de los parques de la ciudad llenos de niebla por la noche y de las “cabezas grises” sobre las tazas de té que alcanzaba a ver cuando me asomaba por las ventanas de las residencias. Me interesaba todo lo que me resultara exótico: una niña gitana que vendía limones en la vereda, los carros de reparto tirados por caballos con ruedas que brillaban a la luz del sol, un gaucho asando cabras enteras en la ventana de un restaurante, pero extrañaba a mis amigos y no siempre sabía qué hacer con mi tiempo.

Los recuerdos de esa época, aunque escasos y fragmentados, siguieron vivos en mi memoria, y un año después, cuando ya había terminado el primer año de la facultad, escribí un relato breve ambientado en la ciudad tal como la recordaba, donde describía el tipo de vida que me imaginaba allí.

Escribí “Caminos” durante el verano de 1966, cuando estaba por cumplir los diecinueve, para un taller de ficción de verano de la Universidad de Columbia. Los talleres de ficción eran mucho menos comunes en aquellos días, y ese fue el único al que me inscribí, aunque cuando cursaba el último año hice un taller de escritura creativa. No existía nada similar a una especialización en escritura creativa en Barnard ni en la mayoría de las universidades. En ese momento, lo lógico para quienes querían “ser escritores” era especializarse en literatura inglesa y, ya con el título, buscar trabajo en una editorial. Creí que yo seguiría esos pasos: qué consejo o ayuda me dieron ya no recuerdo.

Estaba a punto de decir que elegí un camino bastante diferente en los años posteriores a la universidad, pero, de hecho, es cierto que después de trabajar como empleada temporal durante un breve período, fui asistente editorial en W. W. Norton & Co. y trabajé allí unos meses, para ahorrar tanto dinero como me fuera posible. Después me fui a vivir a Francia y no volví al mundo editorial.

Aquí están los primeros párrafos de “Caminos”, que bastan para mostrar lo tradicional que era mi estilo:

Esta tarde el viento soplaba en ráfagas a lo largo de la calle. Las mejillas de las mujeres se encendían de rubor y se les despeinaba el pelo, los hombres se cubrían los hombros con sus bufandas tejidas de flecos. Hoy fue domingo: los puestos de frutas estaban tapiados, las rejas bajas en la entrada de todos los negocios. A medida que caía la noche, solo breves destellos del crepúsculo asomaban en cada cuadra. En la esquina, hay una confitería1 con las puertas de vidrio cerradas y adentro los hombres cabizbajos miraban el té, bufanda arrugada al cuello, mientras movían las manos o acunaban las tazas bajo la luz fría y blanca. Aquí y allá por la calle, en los puestos ubicados entre tienda y tienda, florecían sobre las bandejas golosinas dispuestas en fila. Encima, colgaban tiras de boletos para la lotería nacional. El puestero estaba sentado en un taburete detrás del mostrador, leyendo un periódico doblado. En la esquina opuesta a la confitería, un letrero de neón relucía en la fachada de una parrilla, donde se vendían bistecs grillados.

Un hombre viejo cruzó la calle adoquinada para contemplar la parrilla. Los manteles blancos relucían y algunos mozos con chaqueta blanca conversaban detrás de la barra. Recién anochecía: los comensales no empezarían a llegar hasta las nueve. Mientras miraba a través del cristal, los ojos del viejo se iluminaron un instante bajo las pobladas cejas. Poco a poco, se llevó las manos al cuello del abrigo y lo levantó. Ya lejos del cristal, apoyó las manos sobre los suaves flecos de su chal, hizo una breve pausa y retomó la marcha.

Qué cosa más difícil de decidir, se puso a pensar. No lo quiero en casa conmigo. No se queda quieto como un viejo, sino que come y toma mucho. Nunca se contentaría con tortilla y verduras. Frunció el ceño y luego se puso a pensar en otras cosas. ¿Debería tomar el té en la esquina o volver a casa y tomar un poco de maté? Caminaba solo a paso lento e imaginaba con detalle cada experiencia. Lo consolaba sostener el maté plateado entre las manos, remover las hojas con la larga bombilla plateada. Sentarse en silencio con sus reflexiones, con sus propios olores a humedad, con los sonidos a los que estaba acostumbrado, el ruido metálico de los ascensores al abrirse y cerrarse detrás de la puerta en el pasillo y un murmullo ocasional de voces, el tic tac de un pequeño reloj despertador en su habitación, las otras habitaciones en silencio. Podía sentarse a la mesa de la cocina con La Prensa plegada ante los ojos y volver a mirar la reseña de la primera aparición de Ricci en la ciudad. Estaba a gusto tomando la amarga bebida caliente mientras leía sobre la brillante cadencia que abría el concierto de Ginastera, mientras recordaba la perfecta entonación del violín. Ricci parecía solo al borde del escenario, con la orquesta silenciosa a su espalda. El viejo volvió a fruncir el ceño y se frotó los ojos; se sintió avergonzado, humillado por el ataque de tos. Quería escuchar cada secuencia y cada intervalo, pero resollaba y se atragantaba. Las otras tres mil personas estaban en silencio. Se dijo enojado a sí mismo: Soy un viejo ridículo, estoy arruinando la música.

 

Según recuerdo, no consideraba a Hemingway una de mis influencias, pero ahora noto las semejanzas: el lenguaje simple, la repetición, las descripciones concretas, la ambientación en un lugar foráneo de habla hispana, los nombres de las cosas en su lengua.

Aquí, a modo de comparación, está el primer párrafo de “Un lugar limpio y bien iluminado”, que, aunque suele incluirse en antologías y abordarse en la escuela o la universidad, no ha perdido para nada la eficacia a la hora de describir, con gran belleza, un lugar y tres personajes. La empatía con que Hemingway retrata al viejo puede haber inspirado incluso, en parte al menos, al viejo de mi cuento. Me pregunto si es posible (aunque se me acaba de ocurrir ahora, al analizar la conexión con Hemingway) que ciertos materiales narrativos o ambientaciones desencadenen en el escritor una reacción y se despierten recuerdos subliminales de reacciones anteriores a un texto importante que ha leído en el pasado. Es decir, ¿será que la ambientación exótica de Buenos Aires, el idioma español, la imagen de cierto tipo de hombres en la calle, en su conjunto, provocaron una conexión sináptica en mi cerebro que me llevó a “Un lugar limpio y bien iluminado”?

Era tarde y el único cliente que quedaba en el café era un viejo sentado a la sombra que las hojas del árbol proyectaban al interceptar la luz eléctrica. De día la calle estaba llena de polvo, pero por la noche el rocío impedía que el polvo se levantara, y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia. Los dos camareros que había dentro del café sabían que el hombre estaba un poco borracho, y aunque era un buen cliente, sabían que si se emborrachaba demasiado se iría sin pagar, por lo que no le quitaban el ojo de encima.

Las diferencias también son evidentes, por supuesto. En el pasaje de Hemingway hay un uso más deliberado de la repetición: “Los dos camareros […] sabían que el hombre estaba […] borracho, y […] sabían que si se emborrachaba demasiado”; también está el uso atípico e intencional de las “y” reiteradas en el párrafo –“y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia”–, al tiempo que resulta llamativa la ausencia de comas donde otro escritor podría incluirlas; además, se insiste a lo largo del cuento en ciertos elementos de la descripción física: la luz, las sombras, las hojas y el árbol, el polvo y el rocío, la tranquilidad. La recurrencia de las imágenes y la sencillez de la sintaxis se suman a la claridad con la que se imprimen en nuestra mente.

Unos cuantos años después de la universidad, cuando ya estaba instalada en Francia, escribí otro relato basado en mis experiencias en Buenos Aires. Necesito explicar, primero, que el departamento que mis padres subalquilaban incluía los servicios de una madre y una hija, cama adentro, que cocinaban y hacían los quehaceres domésticos. Y, como era tradicional en un gran departamento de lujo, sus habitaciones estaban al fondo de la cocina. El alquiler del departamento, incluidas la cocinera y la mucama, debía ser mucho más económico de lo que hubiera sido en Estados Unidos, porque, me apresuro a decirlo, no vivíamos así en casa. Al principio, los cuatro, y después los tres, vivíamos en un departamento bastante apretado pero bastante cómodo cerca de la Universidad de Columbia: cocina angosta, sofá cama, sin mucama, sin cocinera, sin balcón.

Si bien a mi madre un poco la cautivaba la vida lujosa, y en ese momento sin duda le gustaban las fiestas y tomarse unas largas vacaciones de la cocina familiar, al final se le escapó de las manos: no tenía idea de cómo supervisar el trabajo de las empleadas de casa, porque había crecido en una familia modesta encabezada por una maestra viuda y ahorrativa.

La cocinera argentina era una mujer corpulenta y segura de sus opiniones a la que le gustaba discutir enérgicamente con mi madre. La empleada joven, su hija, era ácida y colérica.

A pesar de lo desconcertante y frustrante que fue para mi madre, la situación me fascinó precisamente porque no se parecía en lo más mínimo a la vida que llevábamos. La madre y la hija desaparecían por la puerta de la cocina a la noche, y reaparecían a la mañana. Nunca vi sus habitaciones. También había una niña muy pequeña que vivía con ellas, de cabello oscuro y ojos oscuros, pero no estaba claro quién era la madre. La niña se escabullía en mi cuarto para verme tocar el violín. La mucama, bastante simplona y siempre de malhumor, venía a buscarla en algún momento: entraba a mi cuarto y la sacaba a la rastra por el bracito.

Al cabo de varios años, escribí un relato llamado “La criada”. Aunque la madre y la hija se basaban en las mujeres de Argentina, no estaba ambientado en un departamento de Buenos Aires, sino en una gran casa solariega de piedra como las que había visto entretanto en la campiña irlandesa, con un amplio pasillo de losas y depósitos encalados en el sótano, y arriba, una sucesión de salones formales vacíos, ventosos y de techos altos. La madre y la hija del relato cuidaban de un hombre solitario llamado Mr. Martin, de quien la hija estaba enamorada a su manera. Es posible que el personaje de Mr. Martin se haya inspirado en el ejecutivo británico que les había subalquilado el departamento de Buenos Aires a mis padres. Pero por sus acciones se parecía más a un protagonista de Edgar Allan Poe, extrañamente silencioso y sombrío. Quizás, aquí también, el personaje elegido se relacionaba con las lecciones que había aprendido al leer a Poe.

Así comienza “La criada”:

Ya sé que no soy linda. Tengo el pelo castaño y muy corto, y es tan escaso que apenas me oculta el cuero cabelludo. Camino con paso veloz y torcido, como si fuera renga de una pierna. Cuando me compré los anteojos pensé que eran elegantes (el marco es negro, con forma de alas de mariposa), pero ya entendí que no me favorecen y debo resignarme, porque no tengo dinero para comprarme un par nuevo. Tengo la piel color panza de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni de lejos, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y arrugada, negra como una ciruela pasa, y la dentadura se le mueve en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella durante la cena y me doy cuenta, por su expresión, de que ella siente lo mismo al verme.

Hace años vivimos juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie nos despide porque igual trabajamos mejor que la mayoría. Mi madre sueña con ahorrar el dinero suficiente algún día para dejarme e irse a vivir a la campiña. Yo sueño prácticamente lo mismo, aunque cuando estoy enojada y triste la veo sentada al otro lado de la mesa con las manos como garras, y espero que se atragante con la comida y se muera. Así, ya nadie podría impedirme que le revisara el armario para abrirle la alcancía a la fuerza. […]

Siempre que imagino esas cosas, sentada sola en la cocina bien entrada la noche, al día siguiente caigo enferma. Y es mi madre quien me cuida, quien me da de beber agua y me abanica con un matamoscas, sin cumplir con todas las tareas de la cocina, y yo me esfuerzo para convencerme de que no se alegra en silencio por mi debilidad.