Tea Rooms

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From the series: Sensibles a las Letras #24
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7

Esperanza sale envuelta en su bata, cuyo primitivo color no puede adivinarse, y se aleja muy deprisa hacia unas oficinas de la Gran Vía, donde hace limpieza diaria. A prudente distancia del salón de té saca del bolsillo de su bata un papel arrugado y del papel unos recortes de jamón cocido, que engulle precipitadamente. Cuando puede, recoge de la máquina los residuos de la noche anterior. Siempre que la encargada no ande alrededor, porque «esa tía pellejo está en todo». «Es lo que va una a sacar en limpio.» Y en las oficinas, también. Allí hay papel y sobres en cantidad y ocasión de guardar alguna cosa; después, entre la vecindad, «siempre se vende algo». «Todo el mundo hace lo mismo. El que no roba es porque no tiene de dónde».

Frente a las oficinas se cruza con Felisa, que va corriendo hacia su pesada jornada. Al correr, un mechón de rizos rubios la golpea en el ojo derecho. La arden las mejillas anchas. La voz le silba en la garganta reseca:

—Adiós.

—Ya ha llegado el coche con el género, y «la otra»; prepárate.

—¡Bueno! Por una más…

Felisa es alegre y frívola. Tiene dieciocho años graciosos. Los ojos, chiquitos, brillantes; el cabello, rizado, muy claro. Poca estatura y forma varonil. Pecho y caderas planos.

Las nueve y cuarto.

En la cabina, Trini se empolva la nariz ante el espejo colgado detrás de la puerta.

—Vengo con la lengua fuera.

—¡Ay, hija; por poco me tiras la polvera!

—A ver ahora dónde está mi bata.

Sobre los clavos se amontonan los vestidos de las empleadas. Felisa busca entre ellos su uniforme, lo encuentra y se embute en él rápidamente. En la búsqueda, un vestido rosa cae sobre un papel pringoso y allí se queda.

—¿Te ha dicho algo?

—A mí, no; ¿y a ti?

—Tampoco; se conoce que hoy la han salido bien las cuentas. Cuando llegué, estaba canturreando; debía de aprovechar hoy Clara para pedirla el permiso.

—¿Cuándo lo quiere?

—La última quincena de agosto.

—¿Y tú?

—¿Yo? Me da igual. Te lo advierto, que entre hacer el burro en mi casa y esto, no sé qué decirte. ¿Te vienes?

—Sí.

Felisa abotona su cinturón.

—Vamos. La luz. ¡Uy!, por poco me mato.

Da un puntapié a un zapato. Maneja el conmutador y cierra la puerta con llave.

La encargada abrillanta las uñas de su mano derecha sobre la manga izquierda de su bata de trabajo. La encargada es muy alta y fuerte; sus hombros son anchos; sus pies, grandes; sus piernas, demasiado gruesas. Sus manos enormes están habituadas a los duros trabajos. Antes de ingresar en la casa fue lavaplatos en una fonda y camarera en una pensión de primer orden.

Felisa deja la llave en un cajón del mostrador de los fiambres.

Paca enjabona y frota el cinc de la mesita de preparar los emparedados.

Dos camareros provistos de grandes plumeros desempolvan las paredes y las sillas del local. Otro, subido en una escalera, limpia los globos de la luz.

Antonia coloca las bandejas sucias unas sobre otras y las entrega a Trini.

—Lleva esto a la cocina.

—Hola, Antoñina.

—¡Chist! Anda, date prisa, que va a venir «el ogro».

—¡Uy, qué miedo!

—Anda, que es tarde.

«El ogro» es el jefe supremo, el propietario. Es brusco, grosero, autoritario; adora la disciplina. Cuando llega al establecimiento se dedica a pasar un dedo sobre los mostradores, sobre las vitrinas y la registradora; tira de los cajones, lo hurga todo y, de súbito, interpela a una de las muchachas: «Vamos a ver: ¿cuánto valen tres docenas y media de pasteles?». El más leve titubeo en la respuesta puede originar un despido.

—Oye, Antonia: ¿has visto qué buen humor «tiene» hoy? ¿No has visto la pulsera que trae?

—No.

—Muy mona: un aro de oro y un lacito con un granate en medio.

—Se lo habrá regalado «su» cliente.

—No creo; el regalo debe venir de otro lado.

—¡Anda ya!

—¡Chist!

La encargada se acerca:

—Oiga usted, Antonia: ¿encargó anoche la docena de cazuelitas para rellenar que la dije?

—Sí.

—¿Y el pan de molde?

—Y el pan de molde. Ya iba yo a decírselo a usted.

—Muy bien. Mire, Felisa, qué regalo me han hecho.

—¿A ver? ¡Uy, es preciosa!

—Es monísima. ¿Verdad, Antonia?

—Sí, es muy fina; ya se lo he dicho.

—Mañana es mi santo.

—Ya pagaré un sandwich y una cerveza; nada más, ¿eh?, que están malos los tiempos.

Se aleja.

Felisa inicia un paso de baile.

—Trú, lalá.

—Quieta, Felisa.

—Oye: está de muerte.

Trini, que coloca en el escaparate las bandejas llenas de género, hace un guiño.

Matilde cuenta las ensaimadas.

—…veintiséis, veintisiete…

—Oye, Matilde: ¿tú no has visto el regalo?

—…treinta, treinta y una —cuidado, está mirando—, treinta y dos, treinta y tres…

8

Antonia y la encargada desayunan sobre un velador del salón. El extemporáneo comienzo de jornada de Antonia le da derecho a un frugal desayuno —café con leche y bollo, o pan y mantequilla.

Mientras, las dependientas limpian y comentan. Clara, una de las chicas que hacen el turno de la noche —son dos, tres camareros y un encargado—, ha comenzado a disfrutar de sus quince días de vacaciones y Trini la substituirá. Por este motivo —las vacaciones— han sido suspendidas durante dos meses las «salidas». Naturalmente, la noticia ha exaltado los ánimos. Se habla de elevar una queja a la Dirección. Probablemente, todo se quedará en palabras. Otra cosa: ingresará en el establecimiento una ahijada del propietario. Esta muchacha ha visitado varias veces el salón de té en calidad de cliente, siempre en compañía de su familia o del jefe, y siempre dirigiendo miradas despectivas a las dependientas y tuteando como una loca a su padrino ante ellas. Este tuteo y los prodigados «padrino», la investían ante las empleadas de una superioridad social de ocasión, de la que parecía mostrarse muy satisfecha. Nadie se explica cómo ha podido «descender» tanto de pronto.

—¡Tanto postín!

—Yo me alegro.

—Pues vaya una ventaja, una espía al lado.

—Bueno; pero, de todos modos, me alegro; tanto presumir…

Pero su verdadera preocupación es la abolición del descanso semanal.

—Son unos canallas.

—¡Chist!

—No me da la gana callar; les parece mucho descanso cuatro horas a la semana.

Trini es la más exaltada. Por temperamento, y porque el cambio de turno la perjudica extraordinariamente. Es hija única de una viuda que se gana la vida como lavaplatos en un restaurante de la Puerta del Sol. Su jornal es insignificante y su trabajo, abrumador. Cuando llega a casa, por las noches, sus piernas varicosas están terriblemente hinchadas. El cambio de turno de la hija agravará su situación. En lo sucesivo habrá de recogerla cada noche —cada mañana— a las dos o las tres; el público que sale de los cines y los teatros; los artistas, que suelen establecer en el salón sus contumaces tertulias; una mujer joven que transita por las calles a tales horas se expone a ser víctima de innumerables incidentes en estos países donde se cultiva la prostitución.

Felisa ríe. («¿Va una a tomar en serio estas cosas?»).

—Trú, lalá…

—¡Mierda! Mira, cállate, que me pones negra.

Trini deja caer un gran pedazo de pan cake y lo pisotea.

—Haría lo mismo con la cabezota del «ogro».

—Es una estupidez. ¿Qué adelantas con eso?

—Bueno; lo estropeo, ¿y qué?

—Eso digo yo, ¿y qué?

Matilde empuja con un pie el dulce estropeado debajo del mostrador y con un paño aventa las migajas.

—Se han perdido seis pesetas. ¿Qué son seis pesetas para él? Menos que nada. Además, no se entera siquiera; de modo que no consigues ni disgustarlo. Y si se enterase, con ponerte de patitas en la calle…

Felisa coloca en una ancha bandeja de cristal unos pastelillos de hojaldre untados con dorada miel.

—Claro que es una tontería, Trini; al fin, una es la que se fastidia.

Abre la boca y se come un hojaldre.

Va aumentando la afluencia de público.

Es la hora de las modistas, de las dactilógrafas, de los empleados burocráticos, de los mozos de almacén.

Antonia engulle precipitadamente su último pedazo de pan con mantequilla y se levanta.

—¿Qué deseaba?

La actividad de la jornada ha comenzado.

En el mostrador de los fiambres, Paca ordena unas terrinas de mermelada.

Dos camareros empaquetan azúcar sobre una mesita.

Paco, el cocinero, cruza el salón y llega al mostrador de los pasteles. Entre sus manos, encarnadas y húmedas, reluce un ancho bote de hojalata.

—Café, Antonia.

Antonia eleva hasta el mostrador un recipiente de latón que contiene café y llena el bote al cocinero.

—Oiga, Antonia: creo que vamos a tener pronto corrida de toros.

—¿Por qué?

—Ayer me salió al encuentro la mujer de Cañete; a la cuenta, le han ido con el soplo de lo de la pulsera…

—¡Atiza!

—Está empeñada en venir a la casa y darla un escándalo.

Antonia se retira a servir a un cliente.

Paco se va a su rincón.

Un hombre con una barra de hielo a la espalda cruza hacia el sótano, dejando en el pavimento anchos hilos de agua.

Entra un inglés alto, caído de hombros, coloradote y con un largo bigote gris, y se sienta.

Uno de los camareros que empaquetan azúcar se levanta y acude a servirle.

 

El inglés pide un té completo y naranjas. Pero no hay naranjas en el establecimiento; tan sólo una, chiquitina y medio seca.

La encargada riñe a Paca por su falta de previsión.

—No está usted pensando más que en sus santos.

Paca se pone pálida; nada hubiera podido ofenderla más que tales palabras. La encargada lo sabe bien, y por eso se complace en atormentarla.

—Tome; dígale a Paco que se traiga una docena.

Saca de la registradora unas monedas, que entrega a la empleada.

Paca va hacia la cocina, con un ligero temblor en los huesudos y caídos hombros.

En seguida se ve salir a Paco, secándose las manos en el mandil azul.

El inglés ha sacado del bolsillo amplio de su americana una revista londinense y se ha puesto a leer.

El camarero le prepara sobre la mesita el servicio.

En el mostrador de los pasteles se sigue discutiendo el problema de la abolición de «salidas». Las vacaciones estivales no implican lo más mínimo el buen funcionamiento del servicio, por cuanto en el verano el trabajo se amortigua un tanto. Por lo cual, nada justifica la absurda supresión. Antonia, como suele, sonríe resignada. ¡Bueno! ¿Bueno? Sí, es muy cómodo aguantarse con todo; cómodo para «ellos», los de arriba. Ya no falta más que rebajen los salarios y aumenten la jornada de esclavitud; y contando con la pasividad de las empleadas es de temer que lo intenten el mejor día. Otra vez se habla de protestar. Felisa, aunque débilmente, apoya la protesta, sugerida por Trini; no la afecta gran cosa la abolición: su novio hace el servicio militar, y sus fiestas, transcurridas en el cuchitril giboso de una portería, al lado de una anciana pariente, no son ciertamente perspectivas brillantes; aquí, al menos, se pasa más distraídamente el tiempo, aunque se trabaje. Matilde, aunque tampoco siente su vida complicada con la supresión —los chillidos de su madre con los pequeños, las carreras de éstos, el griterío, los gruñidos de los acreedores que desfilan por su casa, no son cosas amables, por cierto—, apoya la protesta por solidaridad, por convicción; únicamente Antonia retira su voto: ha sufrido demasiado durante sus largos años de servicio, de adhesión a la casa y a su reglamento, para exponerse a perderlo todo ahora, cuando la juventud ya está lejana. Bien, resignarán la protesta; de lo contrario, Antonia quedaría en una posición nada airosa respecto al resto de sus compañeras; y, verdaderamente, la cosa es soportable, si bien se mira. Total, son dos meses; además, la perspectiva de un despido en unos momentos en que la crisis de trabajo se agudiza en el mundo entero, no es nada agradable. Este último argumento, esgrimido por Antonia, disipa el deseo reivindicativo de Matilde: son veintiuna pesetas a la semana; una porquería; pero cuando no hay medios de disponer de un salario más elevado… Todo se queda en palabras y en protestas baldías, como siempre.

El inglés, que ha consumido su desayuno, sigue leyendo su revista.

Se oyen los porrazos que el cocinero descarga en el sótano sobre el hielo, con un mazo de madera.

Zumban los ventiladores, arrojando un viento calentón y duro sobre las cosas.

Felisa, que acababa de colocar en las vitrinas las bandejas colmadas de pasteles, aparta un plato de merengues, bañados de chocolate, deshechos y feos.

Al poco, el inglés se retira.

No se ha vuelto a hablar más del asunto de la supresión de «salidas». Felisa ha estado toda la mañana canturreando por lo bajo, como de ordinario; Antonia, con su sonrisa bobalicona en los labios delgados, resignada, sometida a todo desde hace muchos años; sólo Trini ha demostrado su disconformidad, continuando su sistema de sabotaje por todos los medios a su alcance.

En el mostrador de enfrente parece no haber alterado los nervios la orden. La encargada sigue en su puesto, con los ojos azules, redondos, antipáticos, fijos en todo. En cuanto a Paca, ¡oh!, ésa, con su cara pálida y humildita de beata, cualquiera adivina lo que piensa.

9

El ambiente del salón es áspero, caliginoso, pesado. Sin embargo, no falta público dominguero, gustoso en aspirarlo, en envenenarse con él. Sobre todo ese viudo, con sus dos niños enlutados e iguales. Ese viudo con sus dos criaturas es algo que subraya la presencia del domingo en el salón de té, tanto como el aumento de género en el escaparate. Durante algún tiempo vinieron con la mamá, una señora muy gruesa y muy blanca, no fea del todo. Siempre solía pedir un vaso de leche y un brioche; pero antes de formular el pedido en firme al camarero solicitaba con los ojos al esposo un signo de aprobación. En el verano se permitían su merengada y sus galletas de vainilla, o su mantecado, que ingerían a pequeños sorbos prudentes. «Cuidado, Tele; retenlo un poquitín en la boca, que está demasiado frío». A pesar de tantas precauciones la esposa falleció demasiado joven. El viudo guardó un luto prudente, como conviene a todo buen esposo, al cabo del cual reapareció con sus dos niños, un domingo, naturalmente. Desde entonces no han vuelto a regatear su presencia en ninguna ocasión. Siempre hacen idéntico pedido al mozo: dos merengadas y una ración de galletas, que se dividen fraternalmente. En cuanto a las merengadas, hacen lo propio: el padre consume una de ellas y la otra la liquidan entre los dos niños. Es digna de admiración la pericia con que simultanean su paja amarilla en la nieve dulzarrona del vaso. Cuando terminan se ponen a leer por riguroso turno, que ambos respetan, una de esas idiotas revistas infantiles con las que se tiende a sumir a los hombres en la más profunda sima de la estupidez desde sus más tempranos años. Suele hacer acto de presencia, también las tardes dominicales, una señora con un niño. Antes de entrar se la ve advertir algo al chico ante la puerta, al tiempo que busca o comprueba algo, tanteando su bolso de mano. El chiquillo hace invariablemente un gesto de asentimiento, y una vez dentro del local adopta un desdeñoso aire de suficiencia. Cuando el camarero se acerca con la servilleta blanca cuidadosamente plegada encima del brazo, la señora pide «una naranjada, y al niño, un pastel de crema. ¿No, Ricardín?». «No; a mí, un bocadillo de jamón y un vaso de leche». La madre aprueba ante el camarero; pero cuando éste se aleja le da al chico un puntapié por debajo de la mesa, sin dejar de sonreírle, porque ante todo es una señora distinguida y sabe cubrir las apariencias como cumple a una persona de su condición.

Los fraques asalariados apenas pueden reparar los domingos en tales casos curiosísimos, a causa de su actividad ininterrumpida.

La puerta de la cocina gira incesantemente, produciendo un crujido molesto. En el mostrador de los fiambres se despliega una actividad inusitada. Paca prepara sandwichs y baja de cuando en cuando al sótano a buscar algo a la frigorífica. La encargada taladra los tickets a los camareros y comprueba los servicios que éstos portan.

En el mostrador de los pasteles —¡cosa rara!— el ocio inmoviliza los miembros perezosos de las muchachas. Antonia permanece en pie, con las manos enlazadas atrás; Matilde y Trini están juntas, silenciosas. Felisa, sentada, se hurga entre las uñas con un alfiler.

Con frecuencia, un camarero se acerca y demanda concisamente:

—Una de soletilla.

—Seis pasteles.

—Dos ensaimadas.

Una de las muchachas sirve el pedido. Otra lo anota en un block: «Salón: Una de soletilla», etcétera. Y de nuevo se reintegran a su puesto, inmóviles.

Las batas negras, los cuellos almidonados, se recortan del plano ocre del fondo.

Cae la tarde, pesada y caliente.

De pronto, algo singular surge en la puerta de la calle; algo que atrae todas las miradas del interior, que hace distender los músculos del cuello y replegarse los párpados grasientos. Una persona avanza hacia el mostrador de la pastelería. Viste un atavío liviano de suaves sedas, estampadas de anchos crisantemos amarillos y azules. Sus pies, demasiado grandes. Sus codos, demasiado puntiagudos, obscuros y arrugados; sobradamente acusados los músculos del cuello. Algo extraño. Que avanza.

—Deme un pastel.

—¿Para llevar?

—No.

Aquel ser que acaba de romper con su presencia la inmovilidad espesa del ambiente —en el cual la curiosidad hace distender los cuellos hasta el dolor— alarga unos dedos descarnados y rojos, como de sirvienta endomingada, y toma un pastel bañado con huevo y con una encarnada cereza en su centro. Lo engulle lentamente, mirando al través de los cristales hacia el exterior, donde comienzan a evolucionar los verdes y blancos eléctricos del cinema de enfrente.

No se sabe cuándo —probablemente inmediatas a la aparición del extraño ser— han aparecido en el vano de la puerta de la calle varias cabezas greñudas y numerosos ojos sin color. Y de pronto, una voz chillona grita:

—¡Es un hombre!

Aquel ser permanece inmutable, masticando su pastel. Sólo las aletas de su fina nariz sufren un leve temblor.

—A ver, señorita: haga el favor.

Antonia le alarga el pastel que pide.

—Gracias.

Su voz no es sospechosa.

—¡Es un hombre!

Esta vez, un camarero se acerca a la puerta y expulsa a los chicos:

—¡Largo!

Aquel ser aún se come dos pasteles más. Y cuando los chicuelos han desaparecido, paga y sale. Más deprisa que entró…

Ya en la calle, llama al primer taxi que cruza.

Todo adquiere de pronto un aspecto distinto. La quietud ha sido substituida por una vivacidad de movimiento sorprendente. El silencio es roto por un fuerte murmullo de conversaciones. Es el caso de esos barracones de las verbenas, los «Rosita: para un niño», a los que la presencia de una moneda infunde una fuerte vitalidad.

Y aún hay otra sorpresa dominical. Hacia las ocho de la noche, cuando el «distinguido» comienza a establecer vanos en el local. Felisa emite un grito agudo y da un salto:

—¡Un ratón!

Se produce una violenta conmoción. Dos o tres señoras se ponen en pie. Los hombres sonríen. En general, el disgusto se manifiesta en todos los presentes. Cada cual busca con la vista en sus pasteles la huella de los roedores. Varios pedidos quedarán intactos sobre las mesas.

La confusión de los empleados es indescriptible.

La encargada, más pálida y seca que de costumbre, cruza despacio hacia el mostrador de los pasteles, con una fría sonrisa en los labios resecos, enseñando los dientes.

—¿Qué ha pasado?

Felisa, muy encarnada, titubea:

—Nada; que yo…

—Ya lo sé: que usted, en venganza por haber sido despedida, trata de empañar el buen crédito de la casa. Usted sabe perfectamente la pulcritud que preside la limpieza del establecimiento. Sus palabras sólo obedecen a un deliberado propósito de venganza. Su conducta es eminentemente reprobable. —Y añade por lo bajo—: Es usted una idiota.

El público parece olvidar pronto el incidente. No obstante, pueden verse al final, sobre las mesitas, bandejas de pasteles intactas.

Las empleadas permanecen silenciosas y confusas. La actitud de la encargada ha paralizado en absoluto sus miembros y apretado sus mandíbulas una contra la otra.

El súbito rojo de Felisa ha descendido hasta la enfermiza amarillez de la cera. Sus manos, frías, se sienten acometidas de una excitante actividad: cortan papel, ordenan las bandejas, retiran los cubiertos y los platos sucios. Parece como si quisiera purgar de este modo su falta imaginaria.

En tanto, el ratoncillo ha cruzado varias veces, audaz, entre las piernas de las muchachas, a la búsqueda de las migajas diseminadas en el suelo.

Otra vez las nueve en el salón vacío. El conmutador de los ventiladores se hace girar por orden de la encargada. Cuando no hay público en el local, el vuelo del viento artificial se detiene y entonces el calor pesa más y la atmósfera es más densa, y un peso abrumador se aplasta sobre los hombros débiles de las empleadas.

Felisa es la primera en desfilar.

Al pasar por el mostrador de los fiambres, la encargada la detiene:

—Ya sabe usted que está despedida. El sábado pase a recoger su salario.

Felisa sigue hacia la cabina inmunda a cambiarse de ropa. Sin una palabra. Sus mandíbulas siguen apretadas hasta el dolor.

Dentro del cuartucho, Trini se abotona el uniforme:

—¿Que, te pasa, chica?

Felisa comienza a desnudarse sin responder, con la mirada fija, extática.

 

—¿Qué te ha pasado?

Felisa se desploma encima de un montón de zapatos malolientes y de su propio uniforme. Su cabeza rebota en la puerta, muy fuerte: un golpe formidable que hace exclamar a la encargada:

—¿Qué harán esas burras?

Pero enseguida ensaya un gesto irresistible: ahí está en la puerta, con su eterna sonrisa aurífera, «su» cliente del pastel de grosella.

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