La naturaleza de las falacias

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Aus der Reihe: Derecho y Argumentación #17
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La contextualización en términos de estrategia le permite a Spinoza denunciar, en fin, dos intenciones o propósitos que guían a los defensores oficiales de la tesis de la voluntad y del designio divinos: (i) la intención, entre implícita y explícita, de bloquear el cultivo de la orientación opuesta, el estudio y la investigación de las causas naturales; (ii) el propósito, más bien tácito, de preservar su autoridad como intérpretes de la naturaleza y de los designios divinos subyacentes y activos en ella. A nadie le costará reconocer el aire de familia que la estrategia “providencialista” de tiempos de Spinoza guarda con ciertos discursos “creacionistas” de hoy en día.

Si del campo de la discusión filosófica pasamos al terreno del discurso común, nos encontraremos con muestras de muy diverso tipo y grado de elaboración. Veamos cuatro ejemplos que nos permitan una idea comprensiva al respecto: dos de ellos tendentes a los extremos opuestos de la ingenuidad y de la sofisticación, y otros dos de nivel intermedio, si bien de distinto carácter, uno más ideológico y el otro más técnico.

El primer ejemplo podría estribar en una confusión asociada al derecho a la opinión en nuestras sociedades democráticas. Según una versión relativamente ingenua rezaría: «En una sociedad libre y democrática, todo el mundo tiene el mismo derecho a expresar y defender su opinión; pues bien, yo creo que el sol gira en torno a la tierra —o, para el caso, yo creo que la verdadera causa de la Guerra Civil española (1936-1939) fueron las insurrecciones y revoluciones izquierdistas de 1934—; luego, yo tengo el mismo derecho a mantener mi opinión que la comunidad científica de los astrónomos −o, para el caso, de los historiadores− que sostienen lo contrario». Aquí son flagrantes los equívocos que obran en los alegatos de “tener derecho” y “tener el mismo derecho” desde la primera premisa hasta la conclusión, aparte de algún otro deslizamiento. La raíz de los equívocos podría hallarse en el confuso credo que reza: “en una sociedad democrática, todo el mundo tiene derecho a pensar, decir y sostener lo que quiera” —en versión folclórica—: “todo el mundo tiene derecho a su verdad”. A juicio del agudo lector/a, ¿por qué resulta confuso este credo? ¿O le parece justo, preciso y claro? Por otro lado, el derecho no solo a expresar sino a sostener una opinión ¿no implica el deber de justificarla, máxime si se opone a otras más plausibles o presuntamente justificadas?

Como segundo ejemplo, de nivel intermedio, podría servir una muestra bastante más elaborada pero no menos palmaria de discurso falaz: un artículo de J. A. Martínez Camino, entonces Secretario general de la Conferencia Episcopal Española, publicado en el periódico ABC el 17 de junio de 2005, bajo el título “La razón del apoyo de los obispos a la manifestación”. Bastará un extracto tan elocuente como generoso:

«No es nada habitual que los obispos muestren su apoyo a una manifestación convocada por una organización civil. Sin embargo, así ha sucedido en el caso de la que discurrirá por las calles de Madrid mañana, sábado, día 18, bajo el lema de “La familia sí importa” [a iniciativa del Foro Español de la Familia]. <…> El cardenal arzobispo de Madrid, el arzobispo de Toledo y otros han anunciado que participarán ellos mismos en la marcha.

Esta conducta episcopal excepcional corresponde a una situación aún más excepcional. El desafío al que se enfrenta la sociedad española con la reforma del Código Civil que se prepara es de magnitud histórica. La Iglesia Católica nunca se ha encontrado en los dos mil años de su existencia con nada parecido. Porque ninguna legislación ha pretendido jamás ignorar que el matrimonio es la unión de un hombre y de una mujer.

Es justo que determinados grupos minoritarios quieran vivir según sus puntos de vista sin ser por ello discriminados por las leyes. Pero, ¿qué es lo que en realidad va a suceder en España con la mencionada reforma del Código Civil? ¿Es verdad que significará tan sólo la eliminación de la supuesta discriminación que sufren quienes quieren “casarse” con personas del mismo sexo, sin que esto comporte imposición ni daño alguno para las mayorías, que seguirán prefiriendo hacerlo con personas de sexo diferente?

Pues no, no es verdad. La reforma del Código Civil dejará sin reconocimiento y sin protección legal específica al matrimonio que se supone que seguirá siendo el de las mayorías. El matrimonio ya no será en nuestras leyes la unión de un hombre y una mujer, sino cualquier tipo de unión. <…> No son las uniones de personas del mismo sexo las que se equiparan al matrimonio, sino que es el matrimonio el que se desvanece para dar cabida a todo. Esta eliminación legal del matrimonio no se ha dado hasta ahora –que sepamos– en ningún país del mundo. <…> El matrimonio, en su realidad propia, queda fuera de la ley. ¿No perjudica esto a la gran mayoría de las personas y a la sociedad en su conjunto? <…>

La Iglesia reconoce la realidad humana de la unión del varón y la mujer como la base antropológica del sacramento del matrimonio. Esa unión no siempre es sacramento cristiano, pero siempre es una realidad humana sagrada. <…> Pues bien, la destrucción de esa base antropológica esencial para la vida de las personas no debería dejar indiferente a nadie, y menos a los católicos. <…> Hemos de oponernos de modo claro e incisivo a una legislación contraria a la razón. No hay en esto ninguna invasión de campos ajenos. Nadie le niega al Parlamento la legitimidad para legislar. Pero todos podemos pedirle que legisle de acuerdo con la justicia; en este caso, reconociendo y tutelando el matrimonio como bien humano básico cuya estructura fundamental no está al arbitrio de nadie.

Las generaciones venideras nos pedirán cuentas de lo que hayamos hecho en estos días. No debe quedar duda de que, ante una injusticia legal sin precedentes, hemos defendido sin vacilar la institución del matrimonio y el bien de las personas, en particular el de los niños y el de los jóvenes, Por eso apoyan los obispos la manifestación de mañana».

Los lectores/as de entonces y de ahora han podido y pueden divertirse con esta apología de una manifestación católica y de un pronunciamiento eclesiástico contra una legislación que prevé extender el reconocimiento jurídico del matrimonio heterosexual al homosexual. No solo cae en excesos retóricos desaforados —e. g. al asegurar que la Iglesia, a lo largo de toda su historia, nunca se ha encontrado con nada de parecida gravedad—; bueno, se diría que las persecuciones de los cristianos, los cismas papales o las sangrientas guerras de religión han sido en comparación “peccata minuta”. También abunda en sesgos y distorsiones de la posición debelada —a la que acusa de poner el matrimonio fuera de la ley—, y en mixtificaciones de la posición propia —la identificación de una institución social con la naturaleza humana, naturaleza que para colmo se declara «sagrada», o la presentación de la Iglesia católica como paladín de una justicia y unos bienes humanos básicos frente al Parlamento de la nación—. La guinda retórica es, al fin, la invocación particular de los niños y los jóvenes, donde vienen a confluir viejas artimañas conocidas: la referencia no pertinente, la maniobra de distracción, la apelación ad misericordiam y el sofisma patético. Dejo al lector/a el placer de pescar en este río revuelto algunos otros tópicos falaces.

Como segundo ejemplo de nivel intermedio, aunque en un tono discursivo que envuelve no solo presunciones ideológicas sino nociones relativamente técnicas, puede servir el caso siguiente.

Z. es una población en la que hay un inmigrante africano por cada diez naturales del lugar. Un buen día, la Sra. García denuncia en la comisaría que ha sido asaltada y robada por un inmigrante africano: esta es su única identificación del asaltante. Las denuncias de este tipo son habituales en Z., así que el subcomisario Pérez acepta de inmediato el testimonio de la Sra. García -«Aquí hace tiempo que los inmigrantes se meten en líos y nos causan problemas»-, mientras que el comisario Rodríguez tiene sus dudas -«Aquí suele echarse la culpa de todo a los inmigrantes»-. Para aclarar las cosas, se representa lo ocurrido en el lugar del asalto alternándose varios residentes, unos naturales del lugar y otros inmigrantes de África, en el papel de asaltantes, y la Sra. García acierta a identificar el origen africano en el 80 % de los casos.

«− Está claro -dice convencido el subcomisario-. Reconozco que, en principio, el asaltante puede haber sido tanto un inmigrante africano, como alguien del lugar. Y me cuesta admitirlo porque cada día aumentan las denuncias contra estos inmigrantes y yo, como todo el mundo, los considero los primeros sospechosos. Pero no me negará, comisario, que dado ese alto porcentaje de acierto de un 80 % en la identificación de africanos, lo más probable es que la Sra. esté en lo cierto.

− ¿Tú crees? A mí no me sale ese resultado -observa el comisario-. La probabilidad de que la Sra. esté en lo cierto no pasa de 4/13, así que es más probable que se equivoque. Echa cuentas: la probabilidad de que el asaltante haya sido un africano y haya sido identificado correctamente es del 80% multiplicado por un 10%, la proporción de inmigrantes africanos en Z. como sabes; o lo que es lo mismo: 0.8 × 0.1 = 0.08. Y la probabilidad de que el asaltante haya sido alguien de aquí, pero identificado como un inmigrante de África, resulta 0.2 × 0.9 = 0.18. Según esto, se identifica a inmigrantes africanos en un 26 % de ocasiones, pero correctamente en solo el 8 % de ellas.»

Es muy posible que la interpretación que hace el subcomisario tanto de la frecuencia de las denuncias, como de los datos de este incidente concreto, esté sesgada no solo por sus problemas de cálculo, sino por la “percepción” de los inmigrantes africanos que predomina en Z: los inmigrantes africanos son en principio sospechosos. Podría ser entonces un paralogismo inducido o fomentado por ciertos prejuicios. Pero se convertiría en sofisma cuando el subcomisario Pérez, tras esta instructiva conversación, se empeñara en hacer valer esa misma argumentación ante otros interlocutores más ingenuos o igualmente suspicaces hacia los inmigrantes. Sea como fuere, en este caso de una suerte de falacia “metodológica” habremos de recurrir una vez más a la consideración de intenciones, inducciones y contextos.

 

Veamos para terminar una argumentación mucho más sofisticada, tanto que nos hace recordar la caracterización ya adelantada de algunas falacias discursivas como trampas o lazos que se dejan sentir con más facilidad que reconocer. Se trata de un mensaje publicitario puesto en circulación por la empresa R. J. Reynolds Tobacco Company en los años 1984-86, con el doble propósito de contrarrestar la opinión anti-tabaco establecida y blanquear su imagen, al menos ante un público potencial como la gente joven14. Dirigiéndose a los jóvenes precisamente, la tabacalera recomendaba:

«No fumes.

Fumar siempre ha sido un hábito de adultos. E incluso para los adultos, fumar se ha convertido en algo muy controvertido.

Así que, aunque somos una compañía tabacalera, no creemos que sea buena idea que la gente joven fume.

Sabemos que dar este tipo de consejos para los jóvenes puede resultar a veces contraproducente.

Pero si te pones a fumar solo para demostrar que eres adulto, está probando justamente lo contrario. Porque decidir fumar o no fumar es algo que deberías hacer cuando no tengas nada que probar.

Piénsalo.

Después de todo, puede que no seas suficientemente adulto para fumar. Pero eres suficientemente adulto para pensar».

El lector/a puede sospechar que este alarde “reflexivo” nos quiere hacer pasar gato por liebre, esconde algún truco. Lo difícil aquí, como en la ejecución de un buen ilusionista, es identificar el truco y explicarlo. Puede que no se encuentre mencionado entre las variedades tradicionales de falacias clasificadas en los manuales. También puede ocurrir que lo no dicho, la fuente y los objetivos tácitos del mensaje, junto con el tenor del texto en su conjunto sean los que, en principio, hacen desconfiar de una argumentación especiosa, antes que tal o cual punto argumentativo en concreto. En tal caso, además de la falacia como argumento-producto, como texto, pasaríamos a considerar la argumentación falaz como proceso, movimiento o maniobra, dentro de una estrategia de inducción de creencias, actitudes o disposiciones; y así pasaríamos de un enfoque atomista de las falacias a un enfoque holista de la argumentación falaz. ¿Se le ocurre algo al avisado lector/a en cualquiera de esos respectos?

Una pista: reparemos en las relaciones entre lo tácito y lo expreso y, dentro de este plano, entre lo declarado y lo sugerido. Para este segundo contraste puede ayudarnos una presentación sucinta de la argumentación principal del publicista:

a. Fumar siempre ha sido cosa de adultos.

b. Incluso para los adultos se ha vuelto algo controvertido.

c. Así pues, no es buena idea que los jóvenes fumen.

d. En suma, si eres joven, no fumes.

Argumentación que podemos iluminar y reconsiderar a luz de lo que el mensaje, en su texto y contexto, sugiere:

[1] Las razones a. y b. son las únicas que se mencionan como razones por las que los jóvenes no deberían fumar: hacen aconsejable que si eres joven, no fumes. [2] Ahora bien, no son buenas razones: los consejos de este tipo pueden ser a veces contraproducentes. [3] Si solo hay malas razones para no hacer algo, entonces no hay buenas razones para no hacerlo. [4] Claro está que también puede haber malos motivos para hacerlo, como el probar que eres adulto, de modo que piensa sobre la decisión que vas a tomar al margen de ellos. [5] En cualquier caso, que no te líen: juzga por ti mismo.

No estará de más advertir que el criterio de edad aducido no es cronológico e insalvable, sino social —los adultos pueden y tienen el hábito de fumar—, y elástico —los jóvenes ya son adultos para pensar—, de modo que, aparte de ser el único motivo que aparentemente cuenta para no fumar, resulta equívoco. A todo esto se suman dos imágenes proyectadas por el tono mismo del mensaje: (i) la generosa neutralidad de una empresa tabacalera —que, por cierto, dista de ser una ONG educativa15—; (ii) la autonomía del consumidor, a quien, por lo demás, se le hurtan las razones más serias y determinantes, como la exposición a un hábito con riesgo de la salud no solo propia, sino ajena, o las derivaciones y complicaciones de distinto tipo (dentarias, pulmonares, etc.), a la hora de tomar una decisión informada y sensata sobre si fumar o no fumar. En consecuencia, estas proyecciones (i)-(ii) no dejan de ser engañosas en sí mismas, ni dejan de contribuir al efecto global especioso que el anuncio procura.

Como colofón de este estudio de casos, me permitiré una llamada a la deseable cohabitación y colaboración entre (a) las labores de catalogación gruesa, la inclusión y distribución de los argumentos en las clases tradicionales de falacias, y (b) las labores de detección sensible y fina, cuando no nos encontramos ya con falacias declaradas sino con argumentaciones sospechosas y con usos falaces de diversos tipos de discurso efectiva o pretendidamente argumentativo. Y la llamada no se debe a ninguna especie de prudencia ecléctica, sino a la necesidad de atender tanto los casos relativamente fáciles de los argumentos falaces de toda la vida, como casos más complejos e intrincados de argumentaciones que piden habilidades críticas más finas, más sensibles o más comprensivas.

AVISOS DE AUTOAYUDA

Ya hemos visto que a veces bajan claras, pero a veces se oscurecen y empantanan las aguas del discurso, y en ocasiones pueden arrastrarnos sin que nos demos cuenta. Así que, llegados al final de esta presentación de las falacias, me atreveré a aventurar los que me gustaría que fueran unos avisos para navegantes. Pero al ser unos avisos más bienintencionados que precisos, tal vez no dejen de pertenecer a la blanda categoría de avisos de autoayuda. Espero que resulten útiles, sin embargo. Como el número diez tiene su encanto y el número tres conserva su magia desde antiguo, serán diez los avisos y podrían distribuirse en tres grupos: en el primero apuntaré unas directrices generales (I-III); en el segundo, unas directrices algo más específicas (IV-VII); y en el tercero, aludiré a ciertos recursos defensivos o críticos frente a las falacias (VIII-X).

I. En el curso de una alegación o una discusión podemos emplear diversas estrategias discursivas: unas para vencer o convencer, otras para no vernos engañados o vencidos. El afán de victoria y el propósito de convencer atraen más a los polemistas. Pero está claro que, al menos en las confrontaciones a medio y largo plazo, las estrategias segundas, las de autodefensa, suelen ser más eficaces que las estrategias primeras, las agresivas, aunque con ningún recurso, ni en la defensa ni en el ataque, tenemos asegurado el éxito. En todo caso, bueno será recordar el sabio y precavido propósito con el que se presentan los Tópicos aristotélicos: «La finalidad de este estudio es hallar un método con el que podamos construir argumentos correctos [silogismos] sobre cualquier cuestión que se proponga a partir de premisas plausibles y gracias al cual, si nosotros mismos sostenemos algo, no digamos nada que sea inconsistente» [100ª18-20].

Antes que vencer, procuremos no vernos confundidos y vencidos.

II. En las discusiones o confrontaciones, además de servirnos de estrategias, hemos de atenernos a ciertas reglas del discurso y a ciertas normas éticas de comportamiento. Tanto unas como otras velan por el entendimiento y el buen curso de la conversación, por el debate racional y por el juego limpio.

Además de saber jugar, juguemos limpio.

III. Siguiendo la línea de la directriz anterior, conviene reparar en que tanto a los efectos de vencer y convencer, como a los efectos de no dejarse engañar y darse por vencido, el fin no justifica los medios. Menos aún cuando se trata de medios a desterrar en virtud de una finalidad propia del juego argumentativo: el reconocimiento o el restablecimiento de los poderes de justificación y convicción de la razón. Lo cual implica practicar por norma la buena argumentación frente a los ardides o las trampas del discurso.

No vale cualquier gato con tal de cazar ratones.

IV. Combatir las falacias es luchar no solo por la propia lucidez sino por la calidad del discurso público; es —digamos— velar por la calidad del aire que todos, en nuestra condición de agentes cognitivos y discursivos, respiramos.

Hagamos del discurso público un ecosistema saludable de desarrollo sostenible.

V. Como no es posible inmunizarse contra las falacias, conviene estar despiertos para detectarlas, pero también ser cautos a la hora de identificarlas. Un argumento no es falaz porque contravenga nuestros deseos o creencias, o porque sencillamente no nos guste. Pero tampoco faltan indicios, tanto técnicos como ordinarios, de que un argumento es falaz o resulta, al menos, sospechoso de serlo. Los indicadores técnicos son los que se esperan de la teoría de la argumentación falaz o, en su defecto, de las clasificaciones y los catálogos de falacias al uso. Otro indicio disponible y al alcance de todos, es que el argumento nos haga arrugar la nariz o nos deje estupefactos, “choque” contra el sentido común. De ahí no se sigue que el sentido común sea la instancia decisiva o constituya una guía segura: el sentido común puede llevar a veces a errores de apreciación. Pero la falta de sentido común induce a error casi siempre.

Tratemos de afinar y desarrollar nuestro olfato crítico.

VI. Las falacias, los malos argumentos que nos engañan o han sido construidos para engañar, suelen envolver errores lógicos o metodológicos, o violaciones de las reglas del juego de dar y pedir cuentas y razones. Pero, por lo regular, también suponen alguna concepción o actuación discutible de orden práctico en el plano ético, social o político, así como ciertos sesgos del discurso público, al menos, en la medida en que no son movimientos o alegatos diáfanos y desinteresados. En consecuencia, la detección, el análisis y la depuración de las falacias son cuestiones que importan no solo en un plano conceptual y teórico, sino también en el plano práctico y socio-institucional.

No solo nos engañan las argucias, sino los prejuicios erróneos y los “intereses siniestros”16.

VII. La liberación de las falacias no debe aspirar al éxito definitivo o a la victoria final. Éstos son, de suyo, objetivos inalcanzables, dado que siempre estamos expuestos a caer de modo involuntario e inconsciente en paralogismos. Aparte de que alcanzarlos sería, por otro lado, indeseable en la medida en que también aprendemos a argumentar de nuestros fallos y errores cuando caemos en la cuenta y reflexionamos sobre ellos. Pero el empeño crítico es una empresa incierta a la que no le viene mal cierta “moral de ánimo” o de confianza en que, por lo regular, los buenos argumentos derrotarán a los malos, incluidos los que inducen a error o se prestan a engaños. Ahora bien, lo que el empeño crítico necesita con seguridad y en cualquier caso es una “moral de resistencia” frente a las tentaciones de cinismo, oportunismo y juego sucio; en especial dentro de marcos institucionales cuya estructura misma las favorece, sea deliberadamente o no, debido por ejemplo a las condiciones de opacidad o de asimetría que determinan la comunicación y la interacción discursiva dentro de ellos —pensemos, sin ir más lejos, en el caso de una iglesia jerárquica que define la disidencia como herejía y atribuye a su jerarca máximo la infalibilidad doctrinal cuando habla ex cathedra17—.

“Pase lo que pase, no se apague nunca la llama de la resistencia” —rezaba un lema de la resistencia interior francesa durante la ocupación alemana, 1940-194418—. Sea además una resistencia activa que reivindique respetos y derechos básicos como el de no ser desoídos o engañados.

VIII. Probemos a desnudar el argumento que suponemos falaz: hagámosle mostrar sus vergüenzas, sus defectos o sus carencias constitutivas. Es una estrategia aconsejable sobre todo cuando el argumento se presta a una reconstrucción en forma estándar. Se emplea normalmente en el caso de las falacias llamadas “formales (o lógicas)” y, más en general, en los casos que caben dentro de las casillas de las clasificaciones escolares. Pero también puede extenderse y generalizarse esta estrategia a través del recurso informal de los esquemas argumentativos, con el fin de someter el argumento a las cuestiones críticas pertinentes19.

 

La lógica tiene, como un buen espejo, la doble virtud de ser fiel y despiadada.

IX. Otra estrategia eficaz para el tratamiento de los argumentos normados y textuales es la reducción ejemplar al absurdo del argumento encausado o la aplicación del método del contraargumento de la misma forma.

Supongamos un argumento A de este tenor: “Todo cuanto existe tiene una causa. Luego, hay una Causa de todo lo existente”. Podemos ponerlo en evidencia mediante alguna muestra absurda o inaceptable del mismo género, como A*: “Todo círculo tiene un punto interior que es su centro —i. e. en cada círculo hay un punto interior equidistante de todos los puntos de la circunferencia de dicho círculo, según reza la geometría euclidiana—. Luego, hay un punto que es el centro de todo círculo”, conclusión que implicaría que todos los círculos euclidianos son concéntricos. O a través de una muestra más analítica, como A**: “Para todo el que es hijo hay alguien que ha sido su padre. Luego, hay alguien que ha sido padre de todos los hijos”. Este modo de poner en evidencia no es el único recurso para declarar el carácter falaz de un argumento de tipo A o, cuando menos, su invalidez. La tradición conocía otro procedimiento: consistía en denunciar el equívoco latente en usar el término universal ‘todo’ en la premisa con un sentido distributivo, donde ‘todo’ significa ‘cada uno (cada cosa existente)’, para pasar a emplearlo en otro sentido compuesto o no distribuido en la conclusión, donde ‘todo’ significa ‘el conjunto de lo existente”, inferencia sancionada como ilegítima. La lógica moderna dispone a su vez de un tratamiento formal como el prefigurado en la muestra A**, en la que el orden de los cuantificadores <universal, existencial> y sus dominios en la premisa —i.e. “para todo x hay un y tal que...”, donde el existencial cae bajo el dominio del universal—, se permutan de modo incorrecto en la conclusión —“hay un y tal que para todo x...”, de modo que es el universal el que queda bajo el dominio del existencial—. El recurso del contraargumento está especialmente indicado en contextos que se prestan a una normalización formal o esquemática: consiste en aducir un argumento de la misma forma que el puesto en cuestión, pero con una conclusión notoriamente falsa. Considérese, por ejemplo, un argumento B del tenor: “Todos los leones son mamíferos; todos los felinos son mamíferos; luego, todos los leones son felinos”. A pesar de que tanto ambas premisas como la conclusión son todas ellas proposiciones verdaderas, el argumento es una deducción inválida, según revela el contraargumento B* de la misma forma: “Todos los números pares son números naturales; todos los números impares son números naturales; luego, todos los números pares son impares”, cuyas premisas son parejamente verdaderas, pero la conclusión resulta palmariamente falsa, contradictoria por más señas.

Bien, el discreto lector/a sabrá en cada caso a qué recurso, más informal o más técnico, podría o debería atenerse: lo cual no dependerá solo del argumento mismo, sino también de los agentes discursivos en juego y de la situación de uso −contexto y campo de discurso, competencia del interlocutor o del jurado o del auditorio, etc.−. En todo caso, la ventaja de la contrastación del argumento en cuestión con un claro absurdo o con un manifiesto contraejemplo reside en la evidencia y contundencia con que puede actuar este procedimiento.

Para la falsa moneda se han hecho los contrastes.

X. Hay, en suma, varios y diversos procedimientos de hacer ver y hacer saber, o de explicar y justificar, que un argumento dado es especioso. Pero no hay métodos efectivos ni de detección, ni de prevención de toda suerte de falacias, como tampoco hay vacunas universales o estigmas indelebles. Así que tratemos de convertir las reglas de juego del dar y pedir razones en hábitos de conducta argumentativa, y procuremos estar precavidos frente a la eventualidad de argumentaciones que resulten sutil o sigilosamente falaces, aunque a veces sea difícil hallar o identificar una falacia determinada y tengamos que confiar en el olfato discursivo y la sabiduría pragmática que cabe esperar no solo de las luces teóricas, sino de la práctica deliberada y consciente, sobre aviso, de la argumentación.

«Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir; ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños», avisaba Gracián20. Valga como invitación no a la desesperación, sino a la cautela.

1 E. Damer (20055th rev), Attacking faulty reasoning. A practical guide to fallacy-free arguments. Belmont, (CA): Thomson Wadsworth, p. 43; las cursivas pertenecen al original. En consecuencia, una enumeración de los criterios del buen argumento puede deparar a contraluz una matriz clasificatoria de las falacias; esta es efectivamente una tarea a la que se aplica Damer, entre otros muchos autores en este campo.

2 Cf. Falacias. Trad. de H. Marraud. Lima: Palestra, 2016; p. 18.

3 Cf. A. de Morgan (1847) Formal logic, London: Walton & Maberly; H. Joseph (1906) An introduction to logic, Oxford: Clarendon Press; Scott Jacobs (2002) “Messages, functional contexts, and categories of fallacy. Some dialectical and rhetorical considerations”, en F.H. van Eemeren & P. Houtlosser, eds. Dialectic and rhetoric: The warp and woof of argumentation analysis, Dordrecht: Kluwer, pp. 119-130.

4 Véanse, por ejemplo, los socorridos listados del ya citado Damer (20055th) o de M. Pirie (20033rd) How to win every argument. The use and abuse of logic. London (New York: Continuum. En español, cf. los de R. García Damborenea (2000) Uso de razón, Madrid: Biblioteca Nueva o A. Herrera y J.A. Torres (20072ª), Falacias, México: Torres. En la red, “Fallacy Files” < www.fallacyfiles.org> presumía de una “complete alphabetical list of fallacies” con 175 especímenes, aunque el artículo “Fallacies” de Bradley Dowden en la Internet Encyclopedia of Philosophy <http://www.iep.utm.edu> suma 205 —30 más que la anterior— bajo lo que llama “partial list of fallacies”, modestia que augura a los taxónomos una tarea de Sísifo, es decir: inagotable. Por lo demás, también disponemos de versiones y actualizaciones españolas de la famosa Guía de falacias de Stephen Downes, por ejemplo, en http://filotorre.sinnecesidad.com/falacias.pdf. Cuando me refiera a falacias concretas en este libro, daré por supuestos estos listados y sus denominaciones tradicionales. En fin, para un replanteamiento general de los problemas de detección e identificación subyacentes en las taxonomías tradicionales de las falacias, me remito a mi (2015), Introducción a la teoría de la argumentación. Lima: Palestra; cap. 3, §1.2, pp. 178-200.

5 F.H. van Eemeren, B. Garssen, M. Meuffels (2009) Fallacies and judgements of reasonableness. Empirical research concerning the pragma-dialectical discussion rules. Dordrecht: Springer; p. 2.

6 Como mucho Fray Luis de Granada, sin citar sus fuentes, informaba de que «los espíritus animales se engendran en los sesos de la cabeza» y «son para dar a los miembros movimiento y sentido» (1583, Del símbolo de la fe, I, c. xxviii). También valdría decir algo parecido de algunas falacias de orden práctico.