Historia de Occidente

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CAPÍTULO SEGUNDO

La primera revolución

“Lo que hasta este momento he demostrado es que la aparición de la vida aldeana fue una respuesta a los agotamientos producidos cuando se intensificó el modo de subsistencia basado en la caza y la recolección. Pero en Oriente Medio, una vez hecha la inversión en el tratamiento del grano y en las instalaciones correspondientes para su tratamiento, la elevación de los niveles de vida y la abundancia de calorías y proteínas hicieron sumamente difícil que no se tolerara o estimulase el crecimiento de la población.”

Marvin Harris: Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, 1978.

Entonces formó Dios al hombre de barro de la tierra…

Así, en esa aparente inmovilidad bajo la que se ocultaban lentísimos cambios, imperceptibles pero evidentes progresos, transcurrió la infancia del hombre. Durante dos millones de años, la humanidad paleolítica recolectó, cazó y pescó; talló la piedra para darle la forma que precisaba; erró de un lugar a otro, montando y desmontando una y otra vez sus efímeros hogares de pieles y madera, conjurando con su fuego protector los amenazadores espíritus que pululaban en la oscuridad de las cuevas; afirmó con fuerza irrepetible los lazos del clan del que dependía su supervivencia, y, en un vano intento de mejorar lo precario de su existencia, rindió culto a las potencias sobrenaturales tratando de conmoverlas con un arte de extraordinaria belleza. Entretanto, de manera despaciosa pero continua, los hombres crecieron y se multiplicaron. Poco a poco, fueron poblando cada valle, cada pradera, cada lugar donde la naturaleza se mostraba dadivosa y ofrecía sustento a quienes todavía no habían sentido la necesidad de producirlo por sí mismos.

Y entonces, unos doce mil años ante del presente, la generosidad del mundo pareció agotarse. El clima se tornó de nuevo más seco; muchos grandes animales como el mamut y el rinoceronte lanudo se extinguieron y otros como el reno emigraron hacia latitudes septentrionales, y un sinnúmero de lugares antes abundantes en alimento se volvieron inhóspitos. La presión de la población sobre el entorno se hizo excesiva. Muchos grupos humanos se encontraron con graves problemas para sobrevivir. La caza, la recolección, la pesca ya no bastaban; era necesario explorar otras formas de obtener sustento. El hombre, como millones de años atrás, cuando otra desecación hizo retroceder los bosques africanos, volvía a encontrarse ante un reto ecológico, poderoso e insoslayable, en el que se jugaba su supervivencia.

Al principio trató de seguir haciendo lo mismo que había hecho generación tras generación. Simplemente, probó a hacerlo mejor. Multiplicó la variedad de las especies que cazaba; prestó atención a algunas más pequeñas, que requerían más esfuerzo para obtener menos recompensa; no bastándole con los peces, recogió también marisco, mucho más trabajoso, y, practicando el trueque, aprendió a ofrecer a otros grupos lo que le sobraba esperando obtener de ellos aquello de lo que carecía. Recolectó frutos y semillas que hasta entonces había despreciado y, en fin, perfeccionó hasta extremos inconcebibles la técnica de tallado de la piedra y aprendió a esculpir el hueso con maestría insuperable. Pero todo ello no hizo sino postergar unos miles de años la solución al problema. El agotamiento de los recursos había conducido al hombre a un angustioso atolladero y era necesario hallar cuanto antes la salida.

En realidad ya la conocía. A lo largo de decenas de milenios, el contacto continuado con las plantas y los animales de los que dependía su sustento le había enseñado muchas cosas acerca de ellos. De hecho, en muchos lugares, en los que existían las especies vegetales y animales adecuadas, como el trigo y la cebada, el cerdo, la cabra y la oveja, se hallaba ya preparado para convertirse en agricultor y ganadero. Si no lo había hecho antes era simplemente porque no había sentido la necesidad. La economía productora proporcionaba comida en abundancia, pero exigía también un enorme esfuerzo, mucho mayor que el que requerían la recolección y la caza. No bastaría ya con alargar la mano y tomar de la naturaleza lo que se necesitaba. Ahora habría que preparar la tierra, extirpar de ella las malas hierbas, seleccionar las semillas, plantarlas, vigilar su crecimiento y, en fin, recolectarlas y construir lugares para almacenar las cosechas. Sería también preciso escoger entre los ganados los sementales más aptos, alentar su reproducción y preocuparse de las crías, cuidar los rebaños y construir para ellos cercados o majadas, ordeñar a las hembras y llevar a cabo un sinfín de tareas que exigían dedicación y trabajo considerables. Y, una vez hecho el esfuerzo, habría que defenderlo de las apetencias agresivas de vecinos menos aplicados.

El camino que se abría ante el hombre no era precisamente muy seductor, pero la alternativa aún lo era menos. La única opción disponible al incremento de los recursos era el control del crecimiento de la población. No obstante, este control implicaba sacrificios mucho mayores que la agricultura y la ganadería, pues llevaba aparejadas graves penalidades psicológicas y físicas. El aborto en condiciones de gran peligro para la mujer, la negligencia y el descuido en el cuidado de los niños pequeños o, en el mejor de los casos, la prolongación de la lactancia hasta el límite de lo posible eran las únicas técnicas de control demográfico al alcance de las culturas de cazadores y recolectores. El cultivo de los campos y el pastoreo de los rebaños implicaban la forzada renuncia a los prolongados ocios a los que estaban acostumbrados, pero al menos hacían posible que la población siguiera creciendo. No había mucho que pensar.

Y fue así como, en diversos lugares del mundo, diez milenios atrás, el hombre se hizo al fin agricultor y ganadero. Un historiador, Braidwood, denominó a estos lugares zonas nucleares, porque desde ellas las nuevas técnicas se difundieron por todo el mundo, en un proceso que duro varios miles de años más. Pero lo cierto es que, aun a su pesar, lo que los habitantes del Próximo Oriente, América central o el norte de China estaban poniendo en marcha era una genuina revolución, la revolución neolítica.

No se trata de una exageración. La magnitud del cambio merece el apelativo, aunque, paradójicamente, el nombre que le seguimos dando, Neolítico, hace incidencia en el aspecto menos importante de ese cambio, ya que con él queremos indicar que el hombre deja de tallar la piedra, como lo venía haciendo durante centenares de miles de años, en el período que denominamos Paleolítico, es decir, Edad de la piedra antigua, para pulimentarla, por lo que denominamos al período Edad de la piedra nueva o Neolítico. No obstante, la nueva tecnología no es lo más relevante, ni se limita sólo a la piedra, a la que acompañan ahora la alfarería y los tejidos. Lo esencial del cambio es que el hombre empieza al fin a intervenir en la naturaleza, a transformarla, iniciando así una andadura que ya nunca abandonará. Se trata, en fin, de la mutación más relevante experimentada por la civilización humana hasta finales del siglo XVIII, cuando da sus primeros pasos la revolución industrial.

Porque los cambios no fueron tan sólo económicos y técnicos. Se transformaron también la sociedad y las creencias. La economía productora llevaba aparejada algunas exigencias insoslayables. No era posible cultivar la tierra si sus dueños continuaban errando sin cesar. La agricultura requería cuidados que imponían una forma de vida sedentaria. Los campamentos y las cuevas dejaron su sitio a los poblados estables; las chozas de pieles y ramas, a las cabañas de madera, a las casas de tapial o de adobe. El tamaño del grupo, al ser más abundante el alimento, crece hasta alcanzar varios centenares de individuos, a la par que disminuye la superficie necesaria para mantenerlo. En los espacios libres se establecen nuevos grupos. Las aldeas se multiplican. En su interior, la sociedad evoluciona. El hombre continúa prefiriendo la caza a la agricultura, y la mujer, que se ocupa del trabajo de la tierra, ve aumentar su importancia, tornándose en matriarcado la tradicional primacía masculina. No se concibe aún la propiedad privada. Los campos, los graneros, los rebaños pertenecen a todos, y todos trabajan en ellos tomando luego cuanto necesitan del almacén común. En cada casa, el agricultor y el ganadero es también alfarero y tejedor. No hay leyes ni se necesitan. Las costumbres, la tradición, son suficientes para guiar al grupo. Los cambios disgustan; crean inseguridad. Se trata, en fin, de una sociedad homogénea, cerrada, que se basta a sí misma en lo esencial; una sociedad de aldeanos, en la que son las relaciones personales, y no los vínculos legales, las que sirven de argamasa al edificio social.

Pero, aunque escaso, el excedente de las cosechas existe ya, y con él, la posibilidad de alimentar a personas, pocas todavía, que no se ocupan de producir alimentos. Las prioridades se imponen. Urge apaciguar a los dioses, ganarse su favor. Y así surgen los primeros especialistas a tiempo completo en la religión y sus ritos. La supervivencia depende ahora, antes que de la abundancia de las manadas, de la fertilidad de los campos, esclava del devenir de las estaciones y su corte de fenómenos meteorológicos. La tierra, convertida en la gran madre, transmutada en deidad fundamental, recibe el culto preferente. Pero no se olvidan los hombres del Neolítico de la lluvia que vivifica los campos, el viento que arrastra las nubes, el granizo que arruina las cosechas. Tampoco se posterga a los difuntos, cuyos restos alimentan la tierra en un ciclo continuo de muerte y renacimiento, venerados en forma de cráneos que adornan las viviendas bajo las que reposan. Milenio tras milenio, el hombre adapta sus creencias y sus ritos a sus necesidades. El objetivo, empero, es siempre el mismo: otorgar alguna seguridad a una existencia precaria en su naturaleza misma, o, al menos, una suerte de consuelo ante sus imprevisibles avatares.

 

El paraíso perdido

Con todo, la humanidad había puesto en marcha transformaciones en su modo de vida que ya no dejarán de arrastrarla hacia formas de civilización a cada paso más gravosas y exigentes. La naturaleza no siempre se muestra generosa. Es necesario prepararse para las malas cosechas, o el hambre, su corolario inevitable, se abatirá sobre el poblado, con su compaña fatal de enfermedades y muerte. Para impedirlo, no queda sino incrementar los excedentes; sembrar más de lo necesario, atesorar para el mañana, cuando acaso la carestía suceda a la abundancia. Además, la multiplicación de aldeas y campos de cultivo y el crecimiento incansable de la población en las zonas más adelantadas terminan por agotar las tierras más aptas. La falta de espacio conduce al enfrentamiento. Ningún grupo, ninguna aldea o poblado, por humildes que sean sus campos o exiguas sus reservas de alimentos, renunciará a ellos sin lucha. El esfuerzo ha sido demasiado grande, demasiado continuado, y merece la pena recurrir a la violencia para preservar lo que se posee. Ha nacido la guerra.

La combinación de ambos procesos alimenta un cambio trascendental. En cada aldea, en cada poblado, los acrecidos excedentes se usan ahora también para producir especialistas en la guerra. Junto a los magos y sacerdotes, nacen los guerreros. Y las batallas se ganan fuera, pero se pierden dentro. Los soldados poseen las armas y pueden usarlas para imponer su autoridad. La igualdad desaparece, y la semilla de la servidumbre se planta bien honda en el interior de las comunidades. Las exigencias organizativas, impuestas por la construcción de murallas y fosos, por la disciplina y el entrenamiento militar, facilitan la división entre los que mandan y los que obedecen. Los díscolos, los que no se pliegan ante el abuso incipiente, pueden verse privados del derecho a acceder a los graneros colectivos. Podrán huir, pero la huida garantiza una existencia aún más precaria y son pocos los que optan por arriesgarse. Han nacido los jefes; pronto aparecerán los reyes.

Los avances técnicos llevarán a las comunidades de campesinos y ganaderos un paso más allá por el sendero de la servidumbre. El metal, cobre primero, bronce después, cuando el hombre aprenda a fundirlo en íntima alianza con el estaño, pero siempre más maleable y sólido que la piedra y capaz de renacer una y otra vez de sus cenizas, hará posible fabricar herramientas más eficaces y duraderas, aptas para arrancar de los campos cosechas más generosas. El excedente aumenta. Su volumen permite añadir a soldados y sacerdotes un nuevo grupo social que no se verá ya obligado a cultivar la tierra. Y los herreros, que atesoran el precioso tesoro del trabajo del metal, se convierten en imprescindibles para la comunidad. Ya no será posible autoabastecerse. Cada hombre podrá ser a un tiempo agricultor, pastor, tejedor y alfarero, pero no podrá ser también maestro en el arte misterioso del metal. La división del trabajo se impone; las fronteras entre grupos dentro de la sociedad se hacen más nítidas; las diferencias aumentan. Y el guerrero, dotado ahora de nuevas armas, más sólidas y mortíferas, ver reforzarse aún más su primacía en el grupo.

Existen jerarquías, pero tardarán en ver la luz los gobiernos, la burocracia, los impuestos, todo lo que la costumbre, paradójicamente, ha dado en llamar civilización. Es necesario para ello un cambio de escala, mayores excedentes, una población mucho más densa, ciudades, una sociedad más compleja. Las pequeñas aldeas no reúnen las condiciones necesarias para ello. Sólo los grandes ríos como el Nilo o el Indo, como el Tigris o el Éufrates, una vez dominado el ímpetu de sus crecidas, proporcionarán los excedentes suficientes para alimentar a una sociedad más sofisticada sobre la que plantará sus raíces el Estado naciente.

Pero antes se producirán otros cambios. El arte refleja las transformaciones sociales. El Neolítico nos ha dejado una hermosa y variada cerámica; una pintura que, por fin, presta atención a la figura humana, postergada por los artistas de las cavernas, e incluso originales híbridos de naturaleza y arte bajo la forma de cráneos decorados mediante conchas y arcilla. Pero lo que quizá mejor expresa la profundidad del cambio que experimentaba la sociedad humana es la arquitectura megalítica. De grandes piedras se alimentan menhires que marcan territorios o encarnan silentes homenajes a misteriosas fuerzas, dólmenes que sirven de última morada a jefes o cabecillas, alineamientos o círculos de arcanas reminiscencias astrales y, sobre todo, túmulos grandiosos que albergan a veces a todo un pueblo, unido en el tránsito a la otra vida, o, en ocasiones, a un solo hombre, deseoso de mostrar más allá de toda duda la magnitud de su poder en ésta. Nada de ello, empero, habría sido posible sin excedentes capaces de alimentar a artesanos y constructores; sin una organización apta para planificar trabajos tan colosales con técnicas tan pobres y movilizar a cientos o miles de hombres para llevarlos a cabo. Los megalitos, en fin, nos han dejado la mejor prueba de la existencia temprana, en aquellos tiempos a medio camino entre la humilde piedra y el orgulloso metal, de una sociedad que, enterrada para siempre la igualdad entre los hombres, comenzaba a introducir entre ellos distancias insalvables.

CAPÍTULO TERCERO

Reyes y dioses

“Los artesanos, jornaleros y trabajadores del transporte tal vez hayan sido voluntarios inspirados por un entusiasmo religioso. Pero si no recibían una paga por su labor, por lo menos han debido ser alimentados mientras trabajaban. Esto implica que se contaba con un excedente de materias alimenticias para su manutención. La feracidad del suelo, que permitía al labrador producir mucho más de lo que podía consumir, suministró ese excedente. Pero su inversión en los templos sugiere algo confirmado por los documentos posteriores: que los dioses lo concentraron y lo distribuyeron entre sus servidores. Quizá estos dioses eran proyecciones de la sociedad de los antecesores y considerados como los creadores –y por lo tanto, dueños eminentes– del suelo que la sociedad misma había conquistado al desierto y a los pantanos, gracias al esfuerzo colectivo de las sociedades pasadas.”

Vere Gordon Childe: Qué sucedió en la historia, 1985.

El engañoso Edén

En los cinco o seis milenios que precedieron a la invención de la escritura, momento en el que da comienzo la historia propiamente dicha, el hombre había sufrido una profunda transformación en sus modos de vida. La caza y la recolección habían dejado paso a la agricultura y la ganadería; el continuo errar en pos de las manadas de caballos, ciervos o mamuts y la vida en cuevas y campamentos, al vivir sedentario en poblados y aldeas rodeados de majadas y campos de labor; la sólida piedra, el afilado hueso y las toscas pieles, a la humilde pero dúctil arcilla, los prácticos molinos de mano y el delicado fruto del telar. El clan, otrora indisoluble y poderoso, había empezado a diluirse al ganar los hogares familiares autonomía y privacidad, y en el mundo de las creencias, preocupadas las gentes por el preñado vientre de sus campos, las misteriosas deidades de la caza y la procreación se habían batido en retirada ante la gran madre Tierra y los espíritus protectores de los antepasados.

Por el camino, la humanidad había tenido que pagar un alto precio. Los largos ocios de la civilización depredadora hubieron de ser sacrificados en beneficio del cuidado absorbente de los campos y los rebaños. La paz o, en el peor de los casos, las escaramuzas rituales y poco costosas en términos demográficos, dejaron su lugar a una guerra frecuente y mortífera. Y la igualdad entre individuos, apenas matizada por las diferencias entre los sexos que la agricultura había contribuido a reducir, tardó poco en morir en el seno de una sociedad que, de la mano del metal, se tornaba a cada paso más injusta y jerarquizada.

Con todo, en los albores del quinto milenio antes de nuestra era, cambios todavía más profundos estaban a punto de iniciarse. Las culturas de azada no podían ir mucho más allá del punto al que habían llegado. Los excedentes de que disponían no permitían un mayor crecimiento demográfico ni un aumento paralelo de la complejidad de las relaciones sociales, sólo posible cuando un número significativo de personas puede ser mantenido sin necesidad de que entregue su esfuerzo al cultivo directo de la tierra. En algunas zonas especialmente bendecidas por la naturaleza, empero, la aplicación de técnicas tan sólo un poco más avanzadas que las que se hallaban a disposición de las poblaciones neolíticas y de la temprana Edad de los metales podían producir cosechas mucho más abundantes. Los valles de grandes ríos como el Nilo o el Tigris y el Éufrates, en el llamado Creciente Fértil, ofrecían tierras de cultivo de una extraordinaria feracidad gracias al limo que, año tras año, depositaba sobre los campos el desbordamiento de las aguas que seguía al deshielo estival.

Pero las crecidas eran traicioneras. Por desgracia, no siempre acudían puntuales a su cita, y cuando lo hacían, a veces prodigaban sus dones con extrema cicatería y a veces con desmedida largueza. Además, el terreno que anegaban, en su mayor parte cubierto de pantanos y junglas infestadas de animales peligrosos, era muy escaso y fuera de él, el desierto o las montañas que rodeaban los fértiles valles fluviales no ofrecían oportunidad alguna de supervivencia.

Y, sin embargo, aquellos lugares en apariencia inhóspitos parecían alzarse ante los ojos de los hombres como una desafiante provocación. La naturaleza, como escribiera el historiador británico Arnold Toynbee, planteaba un poderoso reto a quienes aspirasen a establecer allí sus hogares. Si se mostraban capaces de superarlo, desecando los pantanos, controlando las crecidas, asegurándose, en fin, un suministro razonable y continuo de agua, recibirían a cambio riquísimas cosechas y un bienestar colectivo inimaginable. Pero superar el desafío exigía un colosal esfuerzo de organización. La infraestructura necesaria para ello, canales y presas, acequias y embalses, demandaba la colaboración de millares de personas, que habían de trabajar guiadas por un objetivo común, sometidas a los dictados de gentes capaces de concebir y planificar obras de tal magnitud. Semejante organización no podía sino lograrse al precio de un mayor sometimiento de la mayoría de la población a manos de la minoría dirigente que detentaba el conocimiento necesario para supervisar las tareas de las que dependía el bienestar de todos. Y después, cuando las presas y los canales comenzaron a rendir su benéfico fruto bajo la forma de cosechas excepcionales, la desigualdad se hizo todavía mayor. Los excedentes, producidos en cantidades nunca vistas, a la vez que aceleraban el crecimiento de la población, permitieron una división social del trabajo mucho más intensa, que contribuyó a establecer diferencias aún más profundas en el seno de la sociedad. Pero si los más díscolos habitantes de las aldeas de la Edad del cobre habían de pensárselo dos veces antes de huir de los abusos crecientes de los poderosos, los moradores de los ricos valles de Egipto y Mesopotamia, de la India y China, no tenían nada que pensar. La alternativa a una vida de trabajo y opresión, pero con vivienda y sustento garantizados, simplemente no existía. Los yermos desiertos y las estériles montañas que rodeaban sus fértiles hogares no tenían nada que ofrecer a quien, cegado un momento por el ansia de libertad, escogiera internarse en ellos.

Así las cosas, el proceso, una vez iniciado, se aceleró poco a poco. Siendo tan abundante el excedente, podía serlo también la población y dentro de ella, las gentes que no necesitaban ya ocuparse por sí mismas de las tareas agrícolas. A los artífices del metal vinieron a sumarse ahora artesanos de toda índole que trabajaban las materias primas más variadas, traídas de lejanas tierras por intrépidos comerciantes. Los sacerdotes, que seguían jactándose de interpretar la divina voluntad de las arcanas fuerzas del más allá, se ocupaban también ahora de domeñar las salvajes aguas del río, mantener en buen uso las obras que lo apaciguaban y supervisar las cosechas, el acopio del excedente y su reparto. Tareas tan ingentes requirieron pronto de la cooperación de centenares de pequeños funcionarios adiestrados en el uso de los complejísimos sistemas de escritura y numeración creados con el objetivo de permitir la administración de los pletóricos graneros y almacenes. Y los soldados, cada vez más numerosos, permanecían entregados a su doble misión de asegurar que nadie se olvidaba de prestar su contribución a los graneros públicos, convertida ahora en forzosa, y mantener alejados a quienes, desde fuera de aquel aparente Edén, tratase de tomar por la fuerza lo que tanto sacrificio había costado lograr.

 

Y así, poco a poco, la quietud dejó paso al bullicio; la sencillez, a la complejidad, y las aldeas se tornaron ciudades. Mesopotamia y Egipto, otrora estériles tremedales, se poblaron de urbes. Y en cada una de ellas, en su centro mismo, el templo, a un tiempo morada de su dios tutelar y palacio de los sacerdotes que lo servían, se erigía en rector indiscutible de un mundo nuevo que crecía y se afanaba a su alrededor. Graneros donde se guardaban las pródigas cosechas, almacenes para las materias primas traídas de lejanas tierras, talleres para transformarlas en productos de lujo a mayor gloria del dios y de sus servidores terrenales, archivos donde se apilaban cientos de tablillas de arcilla en las que escribas minuciosos registraban con preciso detalle cuanto entraba y salía de la morada divina, todo ello bajo la atenta mirada de los escrupulosos sacerdotes, conformaban una realidad distinta a todo lo que el hombre hubiera conocido hasta entonces. Y en torno al templo, cientos de casas edificadas con humilde adobe, protectoras murallas, profusos canales e innumerables campos de labor, reservados unos al dios y a sus servidores más directos, cedidos otros a los campesinos que alimentaban tan compleja maquinaria con su esfuerzo diario, cada vez menos libres, a cada paso más sometidos a un orden del que ellos venían a ser los menos beneficiados.

Porque, progresiva y quizá inconscientemente, la distancia entre la élite de sacerdotes-administradores y la gran masa de campesinos forzados a entregar la mayor parte de sus cosechas en forma de contribuciones obligatorias a los graneros del templo fue haciéndose mayor. La coacción física, a la que siempre podía recurrirse en caso de necesidad, apenas sería precisa, pues, con todo, la vida de los humildes continuaba siendo mejor que la que podrían soñar siquiera allende los límites de aquel engañoso edén. La sanción religiosa resultaba, sin duda, un instrumento mucho más útil para perpetuar la sumisión de las masas. De la mano del clero organizado, los jefes de aldeas y poblados dejaron su lugar a los reyes. El poder, antes privado de soporte espiritual, se pretendía ahora fruto de la voluntad misma de los dioses, como sucedió en Mesopotamia, o resultado sin más de la filiación divina de los propios monarcas, como fue el caso de Egipto. Su naturaleza, en todo caso, se mostraba siempre muy por encima de los demás mortales para persuadir con sutileza a los descontentos de la evidente inutilidad de cualquier conato de sedición. Gigantescos monumentos, ciclópeas pirámides, inmensos zigurats, llamados a empequeñecer al individuo ante el poder evidente del soberano, y complicados rituales que lo envolvían en una deliberada aura de mágico misterio favorecieron esa impresión. Y, en fin, el Estado, corolario político de tan complejas transformaciones económicas y sociales, entró a formar parte para siempre de la vida de los hombres.

Mientras, el mundo del espíritu se hacía eco de los cambios que experimentaba la vida colectiva. Las fuerzas de la naturaleza, objeto de la veneración de los viejos pobladores de las aldeas neolíticas, completaron su mutación en deidades dotadas de atributos personales. Los viejos tótems se transmutaron en dioses, se encerraron en los oscuros y misteriosos templos, reunieron a su alrededor una exquisita corte de adoradores profesionales y requirieron de las masas devoción y riquezas. Dueños de todo en nombre del dios al que decían servir, los sacerdotes proscribieron las experiencias religiosas individuales, desterraron del Edén a los viejos chamanes y se erigieron en una casta cerrada de burócratas consagrados a arcanos e incomprensibles rituales, sólo en parte visibles para los simples mortales. Y, deseosos de asegurarse la sumisión de las masas, concibieron un mundo habitado por divinidades ordenadas de acuerdo con rígidos principios jerárquicos, un séquito celestial de dioses menores postrados en torno a un dios supremo, un orden sobrenatural que remedaba el mismo orden que aspiraban a perpetuar en la Tierra.

Cada cultura, empero, tiñó con colores propios el lienzo de la otra vida. En Mesopotamia, dioses de poéticos nombres como Anu y Ki, Shamash y Enlil recibían complacidos las ofrendas de gentes que, educadas en el temor, no esperaban del otro mundo sino la oscuridad y la muerte. El país del Nilo, por el contrario, seguro quizá tras la formidable protección del desierto y el mar, alimentó la esperanza de los vivos mediante una elaborada teología que prometía la inmortalidad a los hombres dispuestos a pagarla bajo la forma de precisos rituales y complejas técnicas que, capaces de preservar la integridad de los cuerpos transmutándolos en imperecederas momias, decían serlo también de asegurar la de las almas.

La extensión de la servidumbre

No acabaron aquí los cambios. El Estado y los complicados procesos sobre los que se apoyaba eran expansivos por su propia naturaleza. Una vez que los reyes hubieron visto la luz en Mesopotamia y en Egipto, volvieron los ojos en torno suyo y apetecieron cuanto quedaba al alcance de su mirada. Razones había para ello. La tierra, habitada ahora por una población mucho más numerosa, se había tornado de nuevo escasa y el fantasma del hambre se cernía una vez más sobre los hombres. Además, la organización estatal confería una evidente superioridad militar a los pueblos que la poseían sobre aquellos que carecían de ella. Era, pues, tan sólo cuestión de tiempo que los monarcas trataran de arrebatar por la fuerza las materias primas que necesitaban sus artesanos en lugar de obtenerlas mediante el comercio, imponiendo sin más un tributo forzado a quienes las producían allende sus fronteras, a la vez que incrementaban la masa de trabajadores a su servicio sin más esfuerzo que el de convertir en esclavos a los soldados derrotados. Porque la esclavitud, en aquellas sociedades, se daba en raras ocasiones en el seno de los propios súbditos, sometidos más bien a un estado de servidumbre colectiva que les confería al menos el derecho a guardar para sí una parte de sus cosechas. Los esclavos, privados de derecho alguno, eran casi siempre prisioneros de guerra. Y así, al cadencioso ritmo de los tambores y el metálico son del entrechocar de las espadas, el Estado fue extendiéndose. Nacido a veces en una ciudad, otras en una pequeña región, se enseñoreó de territorios cada vez más amplios. Unos pocos siglos después de su aparición, los estados dieron paso a los imperios.

Tres mil años antes de nuestra era, todo el país del Nilo aparece unido por vez primera bajo el cetro de un solo monarca, Menes, el primero en ceñir la doble corona del Alto y el Bajo Egipto. Cinco siglos más tarde, Sargón, rey de Akad, somete a su dominio la mayor parte de Mesopotamia. Es sólo el principio. Los pueblos colindantes pronto descubrirían que sólo les cabían dos opciones. Podían someterse sin más a los dictados de sus poderosos vecinos, integrándose en condiciones precarias en su desigual red de producción y redistribución de recursos que iba extendiéndose a partir de los núcleos estatales originales. Pero también podían, quizá, optar por imitar su organización, crear ellos mismos sus propios estados y tratar de resistirse a su voluntad imperialista, controlando en beneficio propio sus materias primas y rutas comerciales, o incluso valerse de las ventajas organizativas que el Estado confería para lanzarse ellos mismos a la guerra contra sus vecinos, no con el objetivo de someterlos, sino tan sólo para depredar sus riquezas. Frente a los estados prístinos, en una colosal mancha de aceite que se extendía poco a poco por las regiones más adelantas del planeta, vieron así la luz los estados secundarios, y territorios próximos a la gran media luna fértil donde los hombres habían dado el salto de la barbarie a la civilización como Palestina, Anatolia o Persia desarrollaron también sus propios estados con algunos siglos de retraso. En medio del ascenso y caída de sucesivos imperios a cada paso mayores y más poderosos, el futuro del hombre iba escribiéndose con letras teñidas de servidumbre y de sangre.