Capitalismo cansado

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¿Seremos capaces de aprovechar el parón que nos ofrece el virus para reflexionar y cambiar de dirección? Las expectativas no parecen ser alentadoras. La intervención que el 23 de marzo de 2020 llevó a cabo la Reserva Federal norteamericana («la mayor intervención monetaria de la historia») nuevamente parece estar pensada para convertirse sobre todo en un rescate a las grandes corporaciones. En el caso de Europa, la respuesta del BCE ante la crisis, en lugar de priorizar los recursos económicos para garantizar los gastos en sanidad, servicios sociales o en transición ecológica, aceptó asumir la compra de bonos emitidos por grandes corporaciones. Serán estas sobre todo las que se beneficien de las ayudas al poder aliviar sus costes financieros, aumentar su capacidad de endeudamiento y mejorar sus balances. Y lo más desolador es que entre las grandes empresas que se beneficiarán, muchas de ellas, como denuncia el movimiento ecologista, serán las mismas responsables del modelo extractivista y depredador que deberíamos dejar atrás: distribuidoras de combustibles fósiles, nucleares, fabricantes de armamento, de automóviles, grandes constructoras, líneas aéreas, etcétera.

Aun así, la grave situación en que nos deja la pandemia puede ser la ocasión para iniciar el cambio de dirección que, en todo caso, habrá de producirse tarde o temprano. Puesto que la detención a la que el virus nos ha obligado hará necesario reconstruirlo todo, ¿por qué no hacerlo en la única dirección que nos puede salvar a medio plazo como civilización? Al fin y al cabo, todas las grandes empresas de la humanidad comienzan por la fuerza. Tal vez este sea el momento óptimo de empezar a resetear nuestra forma de vida porque saldremos del confinamiento habiendo hecho lo primero que exige toda transformación radical: reajustar nuestra escala de valores. Como individuos y como sociedad. Para muchos, el confinamiento habrá sido la ocasión de haber descubierto el valor de lo pequeño y lo cercano. Para otros se habrá hecho evidente quiénes son en realidad los responsables de la creación de la riqueza social que verdaderamente importa. Por primera vez en años muchas personas habrán podido disponer para sí de ese precioso bien del que estamos hechos y que, sin embargo, la inercia de la vida diaria nos roba: el tiempo. Encerrados en nuestros apartamentos habremos descubierto aquello que Le Corbusier consideraba los portadores de «las alegrías esenciales» en su Cuando las catedrales eran blancas: «Sol, espacio, árboles».

Aprovechemos el kairós que esta tragedia nos ofrece. Tal vez no volveremos a encontrar en décadas un momento tan adecuado para iniciar una transición ecológica que sabemos imprescindible. Algunas señales indican que el primer paso de esa transición era detenerse. Y, en efecto, el brusco parón de la actividad económica a que ha obligado el virus ha tenido como primer efecto no buscado una mejora de algunos indicadores ambientales básicos: caída drástica de la contaminación del aire en los lugares de alta densidad demográfica donde se ha producido el confinamiento, aguas cristalinas en los hasta ayer pútridos canales venecianos, jabalíes y zorros asomándose a las calles de Barcelona y de Londres... Se trata de la confirmación de que parte del cáncer que amenaza la vida futura del planeta tiene que ver con esta aceleración que, como ha señalado con acierto Hartmut Rosa, define la sociedad tardomoderna. En ese sentido la COVID-19 ha sido, por decirlo con los términos de Rosa, un inesperado «oasis de desaceleración» (cf. Rosa, 2016, 57).

Ahora bien, como no se cansan de repetir el movimiento ecologista y muchas organizaciones internacionales comprometidas con poner freno al cambio climático, «Si la transición ecológica no es socialmente justa, no será». Lo cual nos obligará a plantearnos algunas preguntas inaplazables: ¿cuál es el radio del espacio político y antropológico que vamos a considerar en ese dilema que nos obligará a optar entre matar o compartir? ¿El radio local (bajo la forma de una suerte de neorruralismo parroquial)? ¿El regional (como parecen apuntar las tensiones centrífugas que se están viviendo en muchos territorios de Europa, incluido el caso de Cataluña)? ¿El radio europeo (algo que no parece probable, a la vista de cómo resolvió Europa la crisis de 2008 y de cómo está enfrentando la de 2020)? ¿O tal vez el radio global? Dicho de otra forma, el nosotros que ha de ser conjugado ante la inmensidad del desafío que tenemos por delante, ¿es el nosotros del Estado, de la Unión Europea o el de un nosotros cosmopolita que por fin se tome en serio los derechos de todos los seres humanos no solo presentes, sino incluso por venir? Hoy, como en tiempos de Kant, ese macrocuerpo político, ese hipotético demos cosmopolita, sigue siendo «algo de lo que los tiempos pasados no han ofrecido ejemplo alguno» (Kant, 2013, 120-121). Tampoco los tiempos actuales. Pero lo que de fascinante y de abismático ha tenido la experiencia del coronavirus ha sido ver una posible semilla del mismo en la similitud de la respuesta que ha generado la pandemia en la población mundial. De Wuhan a Nueva York, pasando por Lombardía o Madrid, las escenas se repetían idénticas a pesar de la distancia física y cultural que separa cada uno de esos lugares: canciones desde los balcones, aplausos a los servicios sanitarios, calles desiertas, morgues improvisadas... Lo recordaba Santiago Alba Rico en un certerísimo tweet: «Esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechemos la oportunidad».

En su Hacia la paz perpetua Kant defendió con tanta convicción como escepticismo la posibilidad de un horizonte cosmopolita para superar el antagonismo y la «insociable sociabilidad» que nos define como especie, y lo hizo en virtud de que sobre la Tierra «los seres humanos no pueden extenderse hasta el infinito, por ser una superficie esférica, teniendo que soportarse unos junto a otros y no teniendo nadie originariamente más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra» (Kant, 1998, 27). La globalización álgida que el mundo ha experimentado desde 1998 otorga un matiz nuevo e inesperado a ese «tener que soportarse unos a otros» sobre el que fundaba Kant la necesidad de un derecho cosmopolita. Pero incluso si, como algunos vaticinan, el coronavirus supone el fin de la globalización económica, la relocalización de la producción de mercancías y un repliegue del comercio internacional, de los viajes intercontinentales y del turismo, lo que seguirá siendo global serán los efectos del cambio climático y la crisis ecológica en que estamos insertos. Es cierto que las zonas del planeta que con más saña sufrirán sus efectos serán, paradójicamente, las que menos contribuyeron a crearlo, pero los polders holandeses no se librarán del aumento del nivel del mar ni las costas de Nueva Orleans estarán a salvo del siguiente Katrina. Ante la inevitable constatación de que, frente a desafíos como los que nos aguardan, estamos en el mismo barco, ¿no es hora de dar forma a un demos cosmopolita? ¿Y no debería abarcar ese nuevo sujeto político por construir no solo aquellos con los que compartimos el planeta aquí y ahora, sino también a aquellos que legítimamente deberían poder disfrutar de él en el futuro? A ese respecto, la definición que ofrece Kant de la especie en su Antropología en sentido pragmático recoge este matiz referido a los que aún no están entre nosotros, pero también son de los nuestros. Hans Jonas explicitará el alcance moral de esa referencia a las futuras generaciones en su Principio responsabilidad y sombríamente está presente también en Georgescu-Roegen cuando nos recuerda que todo automóvil producido hoy significa una vida menos de algún ser humano en el futuro. El sujeto de ese demos cosmopolita cuya frágil figura queremos divisar en medio del desastre no es otro que una inmensa mayoría de la especie humana que, «tomada colectivamente», dice Kant, no es más que «un conjunto de personas que existen unas después de otras, unas al lado de otras» (Kant, 1991b, 290)7.

Pero si, como sospechamos, es este horizonte cosmopolita el único que tenemos derecho a promover ante la pregunta ¿qué hacer?, la posibilidad de enfrentar la crisis ecológica con un mínimo de esperanza nos deja ante una última evidencia: ese horizonte requerirá enormes ejercicios de autocontención por parte sobre todo de nosotros, hombres y mujeres que habitamos el primer mundo, un esfuerzo que algunos han cifrado en una reducción del 90% del consumo en el caso de los países más industrializados (Trainer, 2017). O, dicho de otra forma: a quien le tocará realizar un ejercicio de solidaridad global que desde el punto de vista moral rozará lo supererogatorio será precisamente a aquella parte del mundo que tiene a su disposición el poder económico, militar y tecnológico que le permitiría optar con alguna esperanza por la opción asesina del dilema. ¿Estaremos dispuestos a aceptar el desafío moral que esto supondrá? Responder que sí sería un grito esperanzado en las posibilidades de redención de la especie y me encantaría poder sumarme a él, siquiera sea porque comparto la convicción kantiana de que «imaginarse que uno es, simultáneamente, miembro de una nación y ciudadano del mundo constituye la más excelsa idea que el ser humano puede hacerse acerca de su destino, y algo que no puede ser pensado sin entusiasmo» (Kant, 1991a, 104).

Los ensayos que se reúnen bajo el título de Capitalismo cansado. Tensiones (eco)políticas del desorden global estaban ya entregados a la editorial para su publicación en el momento en que se desató la crisis de la COVID-19. De ahí que, sobre este asunto, que sin duda marcará nuestras vidas durante los próximos años, nada explícito se diga en ellos, más allá de las páginas de este «Prólogo (a modo de epílogo) a una pandemia» que fueron escritas precipitadamente en mitad del confinamiento.

 

Tal vez la única reacción honesta ante la convicción que me atraviesa de que la crisis del coronavirus lo cambiará todo hubiera sido retirar estas páginas de la imprenta y guardarlas en un cajón. Si no lo he hecho, dos circunstancias lo explican. Por un lado, sin duda, una debilidad de la voluntad de la que estoy lejos de sentirme orgulloso. Escribir un libro lo encierra a uno en un pozo profundo en el que se sacrifica el tiempo propio y el de los que nos rodean, así que es razonable querer un día poder salir de él. Y salir de ese pozo largo y a veces tenebroso consiste en algo tan sencillo como tener el libro entre las manos y poder entregárselo a aquellos que sin saberlo colaboraron en su redacción con ideas, conversaciones, escritos o simplemente haciendo tiempo y espacio en el día a día para que el libro pudiera llegar a ver la luz. No he tenido el coraje o la coherencia de hacer lo que la cabeza me pedía, y he cedido —encore une fois!— a las solicitaciones del cuerpo, que me empujaban a lanzarlo a pesar de todo a que se defienda en el mundo por sus propios medios.

La segunda circunstancia confío en que pueda redimir a la primera, en el fondo tan cobarde e inconfesable. Y es que los ensayos que se reúnen aquí fueron escritos bajo el estímulo intelectual que supuso una sacudida semejante a la que ahora estamos viviendo. La crisis de 2008 y lo que ella desató en España y en el mundo (del 15M y las revueltas del año que soñamos peligrosamente, al reflujo dextropopulista en el que se encontraba sumido el mundo en 2019 con Trump, el Brexit, Bolsonaro, etc.) se solapó en mi caso con la lectura de un libro que logró lo que imagino que todo autor desea en su fuero interno sin lograrlo casi nunca: cambiar por completo la vida de los que lo leen. En mi caso ese libro fue La ley de la entropía y el proceso económico, de Nicolás Georgescu-Roegen. Se trata de un libro de 1974, por lo que lo primero que uno debe hacer es entonar un mea culpa y preguntarse cómo es posible que ese libro, tan crucial para comprender lo que nos pasa, tardara tanto tiempo en caer en mis manos. Es un error imperdonable, pero que afortunadamente subsané, aunque fuera con cuatro décadas de retraso. (Solo me consuela pensar que en las facultades de Economía ese libro sigue estando hoy tan oculto como lo estaba el segundo libro de la Poética de Aristóteles para los monjes de la abadía de El nombre de la rosa).

Antes de la lectura del libro de Georgescu-Roegen me contaba entre el tipo de personas para las que el alcance del desafío al que nos enfrenta la crisis ecológica no era más que un ruido de fondo que llegaba de vez en cuando desde los medios de comunicación; un zumbido más o menos molesto que nos importuna con ocasionales admoniciones, pero que era posible ignorar en nuestra vida cotidiana. Después de su lectura comencé a entender el verdadero alcance de la fractura metabólica en la que está instalada nuestra sociedad moderna. Fue la manera en que mi sensibilidad materialista cobró conciencia de eso que acostumbra a decir Jorge Riechmann: que «basta hacer números durante diez minutos para saber que esta civilización está condenada». Ese libro de Nicolás Georgescu-Roegen fue el equivalente de mis diez minutos de echar cuentas. Después vendrían los minutos y horas que eché con los libros, charlas y conversaciones con el propio Riechmann y Emilio Santiago Muiño, que me permitieron entender las implicaciones macroeconómicas, geopolíticas y morales que para una cultura fosilista como la nuestra iba a tener el colapso energético hacia el que nos dirigimos. La deuda intelectual que tengo contraída con ellos quizá no sea tan visible en lo que sigue como me hubiera gustado, pero aprovecho este exordio para reconocerla humildemente.

Como resultado de todo ello una certeza se clavó como una idea fija en mi mente: el desafío ecológico y la crisis climática a los que nos enfrentamos eran y son, por decirlo orteguianamente, «el tema de nuestro tiempo». Y la superación del capitalismo, la condición de posibilidad que nos permitirá poder seguir teniendo un futuro como especie. (Todo lo cual hace que sea aún más culposa la frivolidad y miopía intelectual de tantos departamentos universitarios de Filosofía, de cuyos seminarios no pocas veces se escapa la convicción de estar desarrollando una imprescindible «ontología del presente» cuando las más de las veces nos pasamos los días cultivando con rara pasión ese vicio intelectual que podríamos denominar la «impostura puntillista»: esa portentosa capacidad para establecer minuciosas y sutilísimas distinciones conceptuales que carecen por completo del más mínimo alcance práctico o existencial).

Así pues, si me decido a entregar estas páginas a la imprenta, es sobre todo porque fueron el producto de una atmósfera emocional que se parece a la que nos ha tocado vivir en estos meses y cuyas preocupaciones la crisis del coronavirus no ha hecho sino agudizar. Aquellos años comparten con los tiempos que vivimos su pesadumbre pero también su esperanza. Pesadumbre, porque podemos imaginar el dolor que la crisis económica grabará una vez más en los cuerpos más vulnerables de nuestros conciudadanos y por saber que la terrible crisis por la que hemos atravesado estos meses es en realidad algo que hubiéramos podido anticipar de un modo u otro (y ahí están desde las charlas TED de Bill Gates hasta los artículos científicos publicados por investigadores de la Universidad de Hong Kong que ¡ya en 2007! advertían de la posibilidad de una pandemia generada por un virus que saltara de animales a humanos). Y por supuesto, si echamos la mirada mucho más atrás, pesadumbre porque nada de lo que sabemos desde la publicación del informe Los límites del crecimiento —y que en cada una de sus actualizaciones ha ido confirmando con sorprendente exactitud sus peores presagios— nos ha hecho modificar un ápice el rumbo del barco. No hay razón para pensar que esta vez será diferente. Por todo ello, mi confianza en que acontezca ese cambio gestáltico necesario que nos permitiera ver en sus perfiles más nítidos e intimidatorios el futuro que se aproxima si continuamos como hasta ahora es —para decirlo con la sinceridad que merece quien lea estas páginas— como mucho modesta. Y, sin embargo, tampoco puedo negar que conservo aún algo de esperanza, una esperanza que la terrible prueba a la que el coronavirus nos está sometiendo sorprendentemente ha hecho renacer al ver la explosión de solidaridad anónima que la crisis ha desatado. Esa esperanza obliga a dejar abierto un resquicio a la posibilidad de que como especie un día estemos a la altura de la dignidad moral que nos atribuimos en nuestros momentos de más exaltado entusiasmo.

Ese es, pues, el modesto motivo que podría justificar estas páginas después de todo. Y en todo caso, con ellas nada desearía menos que pasar a formar parte de ese ejército de intelectuales que han visto en la crisis del coronavirus una exacta y sorprendente corroboración de lo que ya sabían previamente (ya fuera confirmar como el estado de excepción se ha convertido en paradigma de normalización gubernamental de nuestras sociedades, en constatar el control biopolítico y farmacopornográfico de biovigilancia de los cuerpos a los que nos somete el poder o reconocer el sonido de las trompetas que anuncian un inevitable comunismo por venir). Lo peor que le puede pasar a la filosofía, allí donde su importancia y seriedad se ven amenazadas hasta quedar en ridículo, es que deje ver a las claras que pase lo que pase en el mundo, sus certezas siguen siendo las mismas que eran antes. No podría sumarme con más entusiasmo a las palabras que en medio de la crisis José Luis Moreno Pestaña lanzaba desde una tribuna de prensa: «En la crisis en la que nos encontramos existe un buen mecanismo para distinguir a un buen experto: dirá que se ha equivocado. También a una persona reflexiva. Dirá: esto que hicieron los míos no estuvo bien. Al que no, táchenlo de la lista de gente a confiar: es un patán asertivo que siempre tiene razón»8.

A pesar de todas esas salvaguardas y precauciones, no es imposible que todo lo que se diga en las páginas que siguen ya hubiera sido dicho por otros y mucho mejor. En ese caso, me gustaría pensar que me salva del pecado funesto de la redundancia aquello que dijo André Gide: «Todas las cosas ya fueron dichas, pero como nadie escucha es preciso repetirlas cada mañana».

Madrid, 11 de abril de 2020

1. Eternify (https://eternify.es), una joven empresa tecnológica del sector funerario, puso su grano de arena contra el coronavirus ofreciendo de forma gratuita mientras duró el estado de alarma, un servicio de velatorio telemático para ayudar a los familiares de los fallecidos a sobrellevar el duelo. Tras el final del confinamiento el servicio volvió a ser de pago.

2. Wall Street Journal, 3 de abril de 2020, https://www.wsj.com/articles/the-coronavirus-pandemic-will-forever-alter-the-world-order-11585953005.

3. Financial Times, 7 de abril de 2020, https://www.ft.com/content/c7a2a254-77e5-11ea-bd25-7fd923850377.

4. Financial Times, 4 de abril de 2020, https://www.ft.com/content/7eff769a-74dd-11ea-95fe-fcd274e920ca.

5. Cf. https://www.whitehouse.gov/presidential-actions/executive-order-encouraging-international-support-recovery-use-space-resources/. La orden firmada por Trump no puede ser más explícita: «Los estadounidenses deberían tener derecho a participar en la exploración comercial, la recuperación y el uso de recursos en el espacio ultraterrestre, de conformidad con la ley aplicable. El espacio exterior es un dominio legal y físicamente único de la actividad humana, y Estados Unidos no lo ve como un bien común global [cursiva nuestra]. En consecuencia, la política de los Estados Unidos será alentar el apoyo internacional para la recuperación y el uso público y privado de los recursos en el espacio ultraterrestre, de conformidad con la ley aplicable».

6. Financial Review, 20 de septiembre de 2019, https://www.afr.com/wealth/personal-finance/conventional-capitalism-is-dead-20190920-p52t7w.

7. Modifico ligeramente la traducción de José Gaos que oscurece, a mi juicio, la apertura a las generaciones futuras que tiene el eine nach- und nebeneinander existierende Menge von Personen en alemán.

8. J. L. Moreno Pestaña, «Expertos», 22 de marzo de 2020, en https://www.lavozdegranada.info/expertos/.