Irlanda del Norte

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En 1841, los conservadores llegaron al poder en Gran Bretaña y ello significó para O’Connell el momento oportuno para pedir un parlamento propio para Irlanda. Animado por los resultados obtenidos años antes con la Asociación Católica, comenzó el segundo movimiento de masas en su carrera política: la campaña para rechazar la unión entre Gran Bretaña e Irlanda. Para ello, fundó en 1840 la Asociación por la Revocación (Repeal Association) y puso en práctica la petición de una cuota a favor del movimiento, además de asegurarse el apoyo del clero católico tal y como había hecho anteriormente durante la campaña por la emancipación de los católicos. Pero el método más contundente de su campaña fue la organización de grandes mítines para conseguir el apoyo popular que, si bien se habían dado ya durante su proyecto anterior, no lo habían hecho de la forma en que ahora se organizaban. La intención principal de O’Connell era conseguir la independencia de Irlanda sin que hubiera derramamiento de sangre, única y exclusivamente por medios pacíficos tal y como se había conseguido la emancipación católica. Pero no apreció la gran diferencia que existía entre ambas aspiraciones y es que mientras que más de la mitad de la Cámara de los Comunes británica estaba a favor de la emancipación, dicho foro parlamentario rechazaba casi en su totalidad la idea de que Irlanda dejara de formar parte de Gran Bretaña. Así, y siguiendo con la premisa de mantenerse siempre dentro de la ley, O’Connell canceló el gran mitin que se iba a celebrar en Clontarf el 8 octubre de 1843 ya que el gobierno lo había prohibido. Esto no significó el fin de la campaña a favor de la revocación, pero sí el declive del movimiento. Más tarde, O’Connell y sus colaboradores fueron detenidos, juzgados y encarcelados, aunque puestos en libertad al poco tiempo. Esto sirvió para que la vía pacífica representada por O’Connell para conseguir la separación de Irlanda del Reino Unido encallara y antiguos aliados suyos como los pertenecientes al movimiento nacionalista conocido como la Joven Irlanda (Young Ireland) entendieran que el único camino para conseguir la independencia del Reino Unido pasaba por el uso de la fuerza. En 1848, mientras Irlanda estaba inmersa en la crisis humanitaria más trágica de su historia –la Gran Hambruna–, los nacionalistas de la Joven Irlanda liderados por William Smith O’Brien se alzaron en armas contra el poder británico. La sublevación fue casi anecdótica y el derramamiento de sangre escaso ya que, previendo lo que iba a pasar, el gobierno británico se había adelantado a los acontecimientos: se incrementó la presencia militar en las calles de Irlanda, especialmente en Dublín, y se detuvo a casi todos los líderes de la organización. Para lo único que sirvió esta intentona fue para dar aliento al movimiento revolucionario irlandés, aunque habría que esperar a que llegaran tiempos mejores para un nuevo levantamiento.

CAPÍTULO IV

La Gran Hambruna: 1845-1850

De entre todas las calamidades que Irlanda ha sufrido a lo largo de su historia, la hambruna, que en diferentes ciclos asoló la isla entre 1845 y 1850, puede considerarse como la más devastadora en todos los sentidos. No solo nos referimos a las vidas que se cobró, sino también a sus consecuencias de carácter económico, social o político.

La economía irlandesa de principios del siglo XIX se había visto muy favorecida por la guerra que libraron Gran Bretaña y Francia entre 1793 y 1815, al convertirse Irlanda en el principal abastecedor de sus vecinos ante la imposibilidad británica de alimentar a su población con importaciones provenientes del continente europeo. Esto hizo que el precio pagado por los cereales, la carne o los lácteos prácticamente se duplicara entre 1810 y 1814. Sin embargo, el fin de la guerra provocó una drástica caída de la demanda de dichos productos y, por consiguiente, de su precio, circunstancia que se prolongó durante buena parte de la primera mitad del siglo. Además, la gran masa de jornaleros que trabajaba para los arrendatarios vio disminuir su salario, o las minúsculas extensiones que se les cedían a cambio de su trabajo. Para salir de la crisis, muchos propietarios decidieron utilizar gran parte de sus tierras para un negocio más fructífero, la cría de ganado, cerrando así la posibilidad de alimento para la subsistencia de muchas familias de jornaleros. A esta difícil situación hay que añadir el importante crecimiento demográfico que experimentó Irlanda durante esta primera mitad del siglo XIX –se pasó de casi siete millones de habitantes en 1821 a ocho millones y medio en 1845. Por otra parte, también contribuyó al aumento de la precariedad la crisis en la industria textil, sobre todo la de la lana y el algodón, pero no así la del lino que permitió que el noroeste de la isla no se deprimiera económicamente tanto como el resto. Aún con todo, el crecimiento de la economía irlandesa siguió un ritmo lento, pero constante.

Dentro de la economía de subsistencia a la que se vieron abocadas las clases más desfavorecidas, la patata se convirtió en protagonista indiscutible de la dieta de millones de irlandeses. De este resistente y nutritivo tubérculo se obtiene una producción bastante buena incluso en tierras muy húmedas y duras como son las del centro y, sobre todo, el oeste de Irlanda, donde, dicho sea de paso, se concentraba el porcentaje más alto de irlandeses que vivía al límite de la subsistencia. La relativamente escasa demanda de patatas en el exterior y su baja consideración social como alimento favorecieron su bajo precio. Se estima que cada irlandés comía a la semana entre cuatro y cinco kilos de patatas. Pero eso era todo. En contadas ocasiones se añadiría leche a la dieta, o pescado y algas los que vivían cerca de la costa.

El origen de la hambruna está en una especie de hongo llamado phytophthera infestans que convertía al tubérculo en una masa viscosa de color entre negro y morado. Al principio se creyó que la causa de la importante reducción de la cosecha en 1845 –de quince millones de toneladas en 1844 a diez– se debía a la gran cantidad de lluvia y de heladas acaecidas. Por esa razón, los asesores del Gobierno aconsejaron a los agricultores que se deshicieran de las partes podridas de las patatas recogidas y que plantaran el resto para la siguiente cosecha. Lo que desconocían es que los trozos supuestamente sanos también estaban infectados por el hongo. Así, cuando se plantaron, la siguiente cosecha fue más desastrosa. De los diez millones de toneladas de 1845 se pasó a solo tres millones en 1846, y en 1847 a dos millones, tres millones al año siguiente y cuatro en 1849.

Como consecuencia de la disminución de la producción, ya en 1845 los precios de la patata se dispararon y familias que anteriormente podrían haber recurrido por su situación económica a otros productos, también se vieron abocadas a su consumo, con lo que la situación se volvió dramática para más personas. Para remediar la situación, el gobierno de sir Robert Peel compró maíz americano por valor de 100.000 libras y lo repartió por Irlanda a precio de coste, con el fin de frenar la subida del precio de la patata. Asimismo, promovió la realización de obras públicas para dar trabajo al importante número de desempleados existentes y, de esta manera, proporcionarles un sustento con el que alimentar a sus familias. Estas medidas sofocaron la situación momentáneamente, pero un nuevo brote de la enfermedad al año siguiente hizo que la preocupación fuera a más.

Cuando se dio este rebrote, el Gobierno británico había cambiado de manos y fue al primer ministro liberal John Russell y su gabinete a quienes les tocó lidiar con la nueva crisis. Partidarios como eran de la economía de libre mercado, o laissez faire, apoyaban la no intromisión del Estado en las cuestiones económicas ya que suponía, según ellos, una inaceptable injerencia en el orden económico natural de Dios. Firme partidario de esta filosofía económica fue Charles Edward Trevelyan quien, como primer secretario del ministro de Economía, había sido anteriormente responsable de todo el operativo de socorro del Gobierno de Pitt aunque no fuera partidario de ese tipo de medidas. Con el nuevo ministro de Economía, Charles Wood, la consonancia de pareceres era total. Su planteamiento se basaba –por inocente que parezca– en la creencia de que la plaga había sido enviada por la divina providencia y que tenía como fin mejorar, aunque fuera a través del dolor, las condiciones de vida en la isla. Detrás de esta idea se alineaban, por ejemplo, periódicos tan prestigiosos como The Times que consideraba que la hambruna era para Irlanda una bendición disfrazada. Por todo ello, tanto Trevelyan como Wood pensaban que el Estado debía mantenerse al margen en Irlanda ya que el propio mercado del grano se autorregularía y conllevaría una bajada de precios. Craso error.

Conscientes del fracaso que supuso dicha política y para remediar la situación, Russell decidió incrementar el número de obras públicas en Irlanda y, por consiguiente, de personas empleadas. Las obras consistían, fundamentalmente, en carreteras construidas a base de gravilla a partir de grandes moles de piedra que los trabajadores, a razón de tres peniques la hora –una auténtica miseria–, se encargaban de reducir, pico en mano, a minúsculos trozos. Para hacernos una idea de la importancia de estos trabajos para la supervivencia de la población, la cifra de medio millón de personas empleadas en diciembre de 1846 es muy significativa. Este sistema de obras públicas se abandonó poco después debido a la imposibilidad de dar trabajo a la gran cantidad de gente que lo solicitaba y al tremendo gasto que suponía para las arcas británicas, sobre todo para un gobierno no intervencionista. Se optó por cambiar de estrategia y ofrecer ayuda directa a través de comedores dirigidos por la beneficencia victoriana, instituciones u organizaciones privadas.

 

Pero los irlandeses seguían pasando hambre, sobre todo los que vivían en el oeste. Las niñas se cortaban el pelo para venderlo, se comía hierba o los desperdicios de las verduras, familias enteras se dispersaban por los campos en busca de repollo silvestre que luego cocían en casa, se comían nabos crudos, algas en dudoso estado. Estos nada buenos hábitos alimenticios provocaron la aparición de epidemias y enfermedades que, a la larga, se cobraron más vidas que el hambre. Apareció la llamada ‘fiebre de la hambruna’, que no era sino el tifus y fiebres constantes; la disentería se extendió y se agravó con un variedad llamada ‘flujo sangriento’ que adquirió dimensiones epidémicas; y el escorbuto, la hidropesía o la tuberculosis se hicieron tristemente familiares para los irlandeses.

Los comedores de beneficencia llegaron a alimentar en el verano de 1847 a unos tres millones de personas al día, esto es, casi un cuarenta por ciento de la población total de Irlanda. Desde su puesta en funcionamiento, esta medida se tomó como algo temporal hasta que se pusiera en marcha la Ley de Pobres de Irlanda, que se aprobó en 1848 y cuyo eje principal, para alivio del Gobierno británico, giraba en torno al asunto de su financiación, que pasaba a depender de los impuestos pagados por los contribuyentes irlandeses. Los 130 asilos para indigentes que se habían creado desde 1845 no tardaron en llenarse gracias, en parte, a una enmienda a la ley que produjo el efecto contrario al deseado. Para evitar que se masificaran, se pensó admitir la entrada solo a aquellas personas que vivieran en un cuarto de acre o menos. La idea fue contraproducente ya que la inmensa mayoría de los campesinos arrendatarios necesitaban más tierra de la estipulada para poder simplemente alojar y alimentar a sus familias, con lo cual, la mayoría optó por entregar sus pequeñas explotaciones a los terratenientes y así asegurarse un sustento en los asilos ya que, de mantener las tierras, hubiesen acabado por ser desahuciados ante la imposibilidad de abonar las rentas que tenían que pagar por su ocupación. Ante la perspectiva de eliminar los minifundios y utilizar grandes extensiones de tierra para la cría de ganado, muchos terratenientes, apoyados por la policía y el Ejército, se dedicaron a no dejar piedra sobre piedra de las casas de los arrendatarios que se habían marchado, pero, al mismo tiempo, se llevaron por delante muchas otras de campesinos que habían sido desahuciados a la fuerza por atrasar el pago de sus rentas o simplemente por no pagarlas. Así, a finales de 1847, los asilos albergaban a unas 100.000 personas y en muy poco tiempo pasaron a 300.000, por no hablar de la ayuda que prestaban a personas no alojadas. Como consecuencia de esa masificación, los asilos se convirtieron también en focos de enfermedades que propagaban fuera de sus muros las personas que acudían a ellos para recibir ayuda.

Para muchos irlandeses, la única salida que les quedaba para sobrevivir pasaba por abandonar la isla. Aunque el fenómeno migratorio llevaba tiempo dándose en Irlanda, lo realmente novedoso en estos años fue el elevadísimo número de personas que tomó esta opción. Se calcula que, aproximadamente, 1,5 millones de irlandeses dejaron la isla entre 1845 y 1851. Si bien la mayoría cruzó el Atlántico hacia tierras canadienses y, sobre todo, estadounidenses, un número bastante importante –unos trescientos mil– se instaló en ciudades inglesas como Liverpool o Manchester y, en menor medida, escocesas como Glasgow, donde la demanda de mano de obra para la industria ofrecía una vía de escape para los más pobres de entre los pobres, aquellos que no podían marchar a Norteamérica porque no tenían el dinero suficiente para pagarse el pasaje.

Los barcos con destino a América partían, al principio, desde la ciudad británica de Liverpool y su salida estaba restringida a la primavera y el verano, pero la avalancha fue tal que los viajes empezaron a hacerse mucho más periódicos y no sólo desde las costas inglesas. Aprovechando la perspectiva de negocio, algunos irlandeses dueños de viejos barcos de mediano tamaño comenzaron a fletarlos con destino a Estados Unidos y desde pequeños puertos de Irlanda. Muchas de estas embarcaciones recibieron el triste apelativo de “barcos ataúd” por las penosas condiciones en las que se realizaba el viaje. De hecho, se estima que una quinta parte de los irlandeses que emigró a Norteamérica no llegó a su destino a causa de las enfermedades contraídas durante la travesía.

Es interesante apuntar que, aunque la hambruna se extendió por toda la isla, se cebó más en ciertas regiones, habitadas mayoritariamente por católicos. El nordeste de la isla, donde se concentraba la mayor parte de la población protestante, salió razonablemente airoso de la crisis. Y no por una cuestión religiosa como algunos –por sorprendente que parezca– quisieron pensar, sino simplemente por una razón de carácter alimenticio. Mientras la dieta en la mayor parte de Irlanda se basaba en la patata, en el nordeste estaba compuesta básicamente por cereales como la avena que, al ser inmune a la enfermedad de la patata, favoreció que las consecuencias en los condados del nordeste se hicieran sentir en mucha menor medida. Aun así fueron numerosos los habitantes del Ulster que emigraron, en su mayoría a Escocia. Se estima, por ejemplo, que, en 1848, llegaban a Glasgow unos mil emigrantes a la semana, los cuales se encargaron de transformar la composición social y religiosa de la zona ya que eran mayoritariamente de origen católico y gaélicoparlantes y llegaban a un territorio fundamentalmente calvinista en la religión y angloparlante. A la larga, esta inmigración irlandesa en Escocia, al igual que sucedió en ciudades de Inglaterra como Liverpool, hizo que afloraran tensiones de tipo racial y religioso y que organizaciones sectarias como la Orden de Orange cobraran mucha fuerza en lugares donde su presencia había sido meramente testimonial.

Según la lógica de Trevelyan, tanto el desahucio como la emigración eran esa dolorosa revolución social que Irlanda necesitaba para comenzar un auténtico desarrollo como nación. Como ya hemos dicho, los desahucios y el abandono de las tierras permitieron el cambio del sistema de producción agrario con la desaparición de los minifundios. El nuevo sistema que resultó de la hambruna fue el de explotaciones familiares dedicadas a partes iguales a la agricultura y a la ganadería. Esta circunstancia provocó también cambios en la estructura social ya que, para no subdividir las tierras entre los herederos, muchos fueron los que decidieron no casarse y así no tener descendencia, mientras que los que se casaban lo hacían más tarde de lo que había sido costumbre hasta el momento. Por otro lado, muchos de los hijos de pequeños propietarios o de arrendatarios que no iban a heredar nada, junto con aquellas chicas que no conseguirían una buena dote para casarse, se dieron cuenta de las pocas posibilidades que les ofrecía el mundo rural para formar una familia y, sin nada que les retuviera en la isla, siguieron el camino de la emigración. Otro de los cambios sociales fue que el número de jornaleros y pequeños arrendatarios, las clases sociales que más sufrieron los estragos del hambre y las enfermedades, disminuyó drásticamente y con el paso del tiempo llegó a ser minoría dentro de una sociedad donde lo que predominaba eran las granjas familiares.

Sin duda, la importancia de la Gran Hambruna de 1845-1850 no reside sólo en la pérdida de vidas y de capital humano que perdió Irlanda en tan poco tiempo –alrededor de 2,8 millones de habitantes entre 1841 y 1871. Esta crisis tuvo también sus consecuencias ideológicas al fomentarse entre los que más la habían sufrido, los católicos, un sentimiento de rechazo sistemático a todo lo británico y a lo que significaba la unión política. Ésta era sinónimo de esperanzas frustradas, de injusticias no resueltas, de negación de libertad, pobreza, atraso y, sobre todo, hambre y miseria. Sin embargo, para los que no se vieron afectados por la hambruna, la aristocracia protestante y los protestantes del norte, la unión con Gran Bretaña debía ser mantenida a toda costa ya que, a todos los efectos, les era beneficiosa pues su desarrollo industrial, el del norte queremos decir, les hacía sentirse más cerca de sus vecinos de la isla mayor.

CAPÍTULO V

El movimiento feniano y la lucha por la propiedad de las tierras

Recién terminada la Hambruna, hubo quienes retomaron la acción política nacionalista con la intención de saldar cuentas con el pasado más reciente. Entre estos se encontraba Charles Gavan Duffy, quien, inspirado por las ideas de Thomas Davis –uno de los líderes de la Joven Irlanda–, intentó reactivar el espíritu nacional con la creación, en 1850, de un partido panirlandés de arrendatarios, la Liga Irlandesa de Arrendatarios (Irish Tenant League). El fin de esta agrupación política se resumía en lo que se conocieron como las tres f: una renta justa (Fair rent), arrendamientos fijos (Fixity of tenure) y libertad de venta (Freedom for the tenant to sell his interest in his holding). Según Duffy, estas reivindicaciones se harían realidad con la participación en la política institucional de un partido irlandés independiente como el suyo. En las elecciones de 1852 fueron elegidos cuarenta miembros de la Liga de un total de 130 parlamentarios para Irlanda. Pero la vida de este partido fue muy corta y se debió, entre otras razones, a la desafortunada acción de algunos de sus líderes de origen católico. Estos, conocidos como la “brigada irlandesa” o “la charanga del papa”, aprovecharon su posición para desviar la acción del partido hacia reivindicaciones de carácter religioso. La desaparición de la Liga Irlandesa de Arrendatarios de la vida política hizo cundir el desánimo entre los que veían la vía pacífica como solución a los problemas de Irlanda, pero, al mismo tiempo, reactivó la idea de que únicamente se acabaría con ellos utilizando la fuerza.

Entre los que apostaban por esta segunda vía, e imbuidos por el movimiento nacionalista italiano de la década de 1860 de Mazzini, se encontraban muchos de los que habían participado en el frustrado levantamiento de 1848 de la Joven Irlanda. Un número importante de ellos había escapado a Estados Unidos y allí había encontrado la comprensión de muchos emigrantes irlandeses que, como ellos, sentían un odio casi visceral hacia los británicos y los responsabilizaban del exilio involuntario en el que se encontraban. Uno de ellos, James Stephens, tras un breve periplo por París, fundó en Dublín, en 1858, la Hermandad Republicana Irlandesa (Irish Republican Brotherhood, IRB), mientras John Mahony creaba una organización gemela en Nueva York, la Hermandad Feniana (Fenian Brotherhood). A estos grupos de republicanos se les conoció, en general, con el nombre de fenianos, término que se deriva de Fianna y que hace referencia a un grupo legendario de guerreros gaélicos que, según la leyenda, eran seguidores del rey Finn y se encargaron durante años de luchar contra los invasores extranjeros que llegaban a la isla. Ambas organizaciones, de carácter secreto, tenían una inspiración revolucionaria y partían de la premisa de que la única forma de acabar con la dominación británica en Irlanda pasaba por promover la insurrección armada. Eso sí, sólo cuando las condiciones fueran favorables, es decir, cuando, por una razón u otra, Gran Bretaña estuviera en clara desventaja. Sus filas se nutrieron fundamentalmente de las clases obreras, circunstancia que los diferenciaba de otros movimientos nacionalistas anteriores –socialmente más elitistas– y en menos de una década contaban en Irlanda con miles de simpatizantes dispuestos a tomar las armas si llegaba el momento. Otra circunstancia sin precedentes en la historia del nacionalismo irlandés fue que el apoyo a la organización no sólo se encontraba en casa, sino también entre los irlandeses emigrados a Gran Bretaña y, sobre todo, entre los que vivían en Estados Unidos. El hecho de que propusieran la separación Iglesia-Estado y que la base feniana fuese mayoritariamente obrera provocó la animadversión de ciertos sectores de la sociedad irlandesa, entre ellos la Iglesia católica, que los tildaron de comunistas y de no poseer un proyecto social para Irlanda al tener como único fin la consecución de la independencia mediante la insurrección armada.

El IRB vio un buen momento para el levantamiento una vez acabada la guerra civil en Estados Unidos. Tras la conocida como guerra de Secesión, en 1865, muchos curtidos soldados y oficiales norteamericanos pusieron rumbo a Irlanda con la idea de participar ese mismo año en la insurrección. La ayuda estadounidense se completaría con un envío de armamento que, por discrepancias entre los fenianos americanos, no llegó cuando estaba previsto, razón por la cual el levantamiento tuvo que posponerse. El Gobierno británico aprovechó el retraso y se dedicó, gracias a la labor de espionaje dirigida desde el castillo de Dublín, a arrestar a todos los líderes fenianos antes de que la revuelta estallase en 1867. Ésta apenas duró veinticuatro horas y se quedó en una mera anécdota. Sin embargo, el IRB no desapareció. Sus cuadros de mando fueron renovados y se siguió esperando ese momento oportuno para un nuevo intento. Dado su carácter secreto y su inactividad pública durante los casi cincuenta años siguientes, las autoridades británicas incluso llegaron a pensar que había desaparecido, aunque, como veremos más adelante, no fue así.

 

A pesar del fiasco del alzamiento, lo que sí ganaron los fenianos fue la batalla propagandística porque, aunque la opinión pública británica se oponía al uso de la violencia que pregonaban aquéllos, esta misma sociedad acabó finalmente asumiendo la trascendencia del problema irlandés del que se acostumbraron a considerar que únicamente se solucionaría afrontándolo y no mirando para otro lado, como había sido la costumbre.

Esta idea también fue interiorizada por la clase política británica y muy especialmente por su primer ministro, el liberal William Ewart Gladstone. Durante su primer periodo en el cargo (1868-1874), Gladstone se embarcó en un programa de reformas para Irlanda con el propósito de mejorar su situación socioeconómica. En primer lugar se ocupó, en 1869, de romper los lazos entre Iglesia y Estado con la Ley de Separación del Estado (Disestablishment Act), mediante la cual la Iglesia anglicana de Irlanda no sólo se desligaba por completo del Estado, sino que, y quizás esto es lo más importante: sufría una desamortización de sus bienes, en su mayoría tierras, que en parte se utilizaron para sofocar la pobreza en Irlanda. Asimismo, por esta ley todas las religiones adquirían el mismo estatus legal, con lo que se quería contentar tanto a católicos como a presbiterianos, subordinados durante mucho tiempo a la voluntad de la Iglesia anglicana dominante.

En la campaña electoral que llevó a Gladstone al poder en 1868, el líder liberal también prometió una reforma agraria para Irlanda. Casi dos años después, en 1870, se aprobó la Ley para Propietarios y Arrendatarios de Tierras (Landlord and Tenant Act) –más conocida como la primera Ley de la Tierra (Land Act)–, que contemplaba una serie de medidas tendentes a reconocer los derechos de los arrendatarios sobre las tierras que ocupaban. De esta manera, se pretendía debilitar el poder político de los terratenientes –antiliberales por naturaleza–, así como detener los desahucios a los que los arrendatarios se enfrentaban con frecuencia. Ambas pretensiones no se consiguieron en su totalidad, pero sí se logró que la cuestión de la propiedad de las tierras, probablemente el problema más acuciante en Irlanda desde que llegaron los normandos, ocupara un lugar destacado dentro del debate político en Westminster.

Tras el paréntesis para los asuntos irlandeses que supuso el Gobierno del conservador Benjamin Disraeli (1874-1880), Gladstone volvió a dirigir los designios británicos tras las elecciones generales y abordó la reforma agraria en Irlanda, que se conseguiría parcialmente al año siguiente, cuando Westminster aprobó la segunda Ley de la Tierra y, finalmente, al año siguiente con la firma del conocido como Tratado de Kilmainham.

Estos logros en el mundo rural no se hubieran conseguido sin la aparición en la escena sociopolítica de Michael Davitt y su Liga Agraria Nacional Irlandesa (Irish Nacional Land League). A finales de la década de 1870, la relativa bonanza económica que había disfrutado Irlanda desde el final de la Hambruna llegó a su fin e incidió con más virulencia en el campo con despidos masivos de jornaleros y subida de rentas a los arrendatarios, haciendo así reaparecer los viejos fantasmas del hambre y los desahucios. Michael Davitt, un activista feniano comprometido con la justicia social y crítico con su propia organización por su excesivo dogmatismo, vio en la defensa de los intereses de los arrendatarios una expresión nacionalista complementaria a la de la Liga por un Gobierno Autónomo. Junto con un grupo de camaradas fundó en 1879 la citada Liga Agraria Nacional Irlandesa, más conocida como la Liga Agraria o de la Tierra (Land League). Los fines de esta asociación eran básicamente tres: reducir las rentas y resistirse a los desahucios para lograr el gran objetivo de hacer a los arrendatarios dueños de las tierras que trabajaban. El apoyo que consiguió la Liga Agraria fue mucho y variado: el IRB, la Iglesia católica, los nacionalistas irlandeses en el exilio, y el que, en breve, se convertiría en el nuevo líder de la Liga por un Gobierno Autónomo (Home Rule League), el terrateniente protestante Charles Stewart Parnell, quien, a su vez, fue nombrado presidente de la propia Liga Agraria. Esto hizo que, lo que en principio era un movimiento agrario de ámbito local, trascendiese esos límites y se convirtiera en uno de los movimientos de masas más importantes que ha visto Irlanda en su historia moderna.

Aunque la Liga Agraria rechazaba oficialmente la violencia, la utilizó en numerosas ocasiones para conseguir sus fines. Esto dio lugar a la conocida como Guerra de la Tierra (Land War) cuyo comienzo lo podríamos situar en 1879 y su final en 1882 con la firma del ya mencionado Tratado de Kilmainham. Las tácticas empleadas por los seguidores de la Liga Agraria eran variadas: manifestaciones en apoyo de las familias desahuciadas, manutención de estas familias, o el aislamiento de aquellos que apoyaban a los terratenientes. En ciertas ocasiones, estas tácticas pacíficas eran complementadas con otras que no lo eran tanto y, así, también se llegó a mutilar ganado, incendiar graneros, tirotear casas a modo de advertencia, o incluso a cometer algún que otro asesinato. Uno de los episodios más famosos, y con trascendencia lingüística incluso, fue el protagonizado por un tal Charles Boycott. Éste, un militar inglés reconvertido en arrendatario y cobrador de las rentas del terrateniente absentista lord Earnle, sufrió el ostracismo que le impuso la Liga Agraria y solo se libró de él con la llegada de un grupo de cincuenta voluntarios orangistas apoyados por un fuerte contingente de tropas que se ocuparon de recoger su cosecha.

El mismo año en que esto sucedía, 1880, las elecciones generales devolvían, como hemos mencionado más arriba, a Gladstone a la jefatura del Gobierno británico y Charles Stewart Parnell se convertía en máximo dirigente de la Liga por un Gobierno autónomo, rebautizada posteriormente como Liga Nacional Irlandesa (Irish National League). Una de las primeras medidas que Gladstone tomó para acabar con la Guerra de la Tierra fue de naturaleza coercitiva: la aprobación de la Ley de Represión, la cual contemplaba, por ejemplo, la detención preventiva, puesta en práctica con el ingreso en la cárcel de muchos líderes agrarios, entre ellos el propio Davitt. La respuesta irlandesa se plasmó en el Parlamento con tácticas de obstrucción parlamentaria como la prolongación hasta el hartazgo de debates sobre temas menores. Para intentar desbloquear la situación, Gladstone promovió la aprobación en el Parlamento de una segunda Ley de la Tierra (Land Act), lograda a mediados de 1881. Aunque la ley contemplaba la aceptación de la reivindicación de las tres f y fue apoyada por la mayoría de los diputados irlandeses, no decía nada sobre la propiedad de los agricultores sobre las tierras, lo cual hizo que el conflicto no acabase. Así las cosas, Gladstone respondió con la ilegalización de la Liga Agraria y la detención e internamiento en la cárcel dublinesa de Kilmainham de los máximos dirigentes políticos, Parnell incluido. Consciente del malestar provocado y de que esta medida sólo empeoraba la situación –la hermana de Parnell, por ejemplo, había creado la Liga Agraria Femenina (Ladies’ Land League) y las protestas se generalizaban–, Gladstone mantuvo negociaciones secretas con Parnell. Producto de las conversaciones surgió en 1882 el Tratado de Kilmeinham, mediante el cual el Gobierno británico se comprometía a liberar a Parnell y los suyos, además de hacer más concesiones a los arrendatarios, a cambio de que la revuelta acabara definitivamente. Aunque la liberación de Parnell apaciguó un poco los ánimos, no todos siguieron el llamamiento a la calma de su líder. Pocos días después de la excarcelación de Parnell, el recién nombrado primer secretario para Irlanda, lord Frederick Cavendish, y su secretario, Thomas Burke, fueron salvajemente asesinados en el parque dublinés de Phoenix por un grupo de terroristas autodenominados Los Invencibles. La reacción inmediata del gobierno de Gladstone fue doble: por un lado, se aprobó una nueva Ley de Represión que daba potestad a la policía para realizar registros y arrestos sin orden judicial previa y creaba tribunales especiales sin jurado; sin embargo, por otro lado, se continuaba con el proceso de reformas y con la colaboración con Parnell para acabar de una vez por todas con la Guerra de la Tierra. En los años sucesivos se aprobaron leyes como la Ley Ashbourne (Ashbourne Act) de 1885 y la Ley Wyndham (Wyndham Act) de 1903, que contribuyeron a abolir el viejo sistema de propiedades agrarias y a convertir a Irlanda en una tierra de nuevos dueños gracias, entre otras cosas, a que el Gobierno británico ofreció créditos a los arrendatarios para que se hicieran con la propiedad de las tierras que habían trabajado durante siglos.