En torno al animal racional

Text
Aus der Reihe: Instituto John Henry Newman #9
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Pero es que, además, como han puesto de manifiesto las antropologías biológicas, el cuerpo humano postula el espíritu. Como esta nueva orientación antropológica afirma (de lo cual se da cumplida cuenta a lo largo de este libro), el cuerpo humano está de tal modo desasistido de la naturaleza, ha sido de tal modo abandonado en una enigmática precariedad biológica que, si no fuera por la intervención de las facultades del espíritu, la criatura humana hace mucho tiempo que habría desaparecido de la faz del planeta. Esto por un lado. Pero, por otro, lo propio del espíritu es la apertura. Y el ser humano es una criatura abierta tanto en su alma como, a su modo, en el cuerpo. El espíritu que mora en el hombre ha evitado continuamente, rehuyendo la especialización morfológica y la orientación instintiva que lo esclavizarían, el quedar recluido o prisionero de un determinado lugar o hábitat físico. Se dice que la inteligencia humana, en su función más elemental, consiste en la fabricación de instrumentos. Pues bien, el hombre ha resuelto el problema de la precariedad biológica por medio de la ideación y producción de instrumentos. Ahora, los instrumentos son mucho más que algo fabricado para facilitar ciertas tareas. Son, por así decir, órganos artificiales. De este modo con su producción se ha resuelto para el hombre el problema verdaderamente arduo de remediar la precariedad biológica sin poner en peligro la apertura que el espíritu concede a todo el ser humano, incluido el cuerpo.

El hombre realiza con instrumentos artificiales las acciones necesarias para la conservación de la vida que los demás animales llevan a cabo con sus instrumentos naturales, o sea, con su propio cuerpo. Pero de este modo, precisamente porque estos instrumentos no conforman su cuerpo, el organismo humano queda desligado, desatado de los diversos hábitats naturales. Poseyendo la razón y las manos, que son el órgano de los órganos, el hombre puede preparar una variedad ilimitada de instrumentos para infinitos efectos. De manera que, al parecer, el alma racional es la responsable tanto de la pobreza orgánica (fruto de la inespecialización morfológica, sin la cual el mundo humano se transformaría en hábitat animal), como de la riqueza de los infinitos instrumentos que, concebidos racionalmente y producidos manualmente, subvienen artificialmente a las necesidades del hombre no paliadas naturalmente.

Por ello, para el hombre nada es natural. Para él todo lo necesario para la vida está mediado por su inteligencia y su capacidad técnica de transformación de la naturaleza. La técnica, a pesar de algunas impugnaciones recientes contra ella, inspiradas sobre todo en Heidegger, está esencialmente ligada al hombre. Heidegger es un gran filósofo, pero no está dicho que un gran filósofo no pueda incurrir en apreciaciones parciales en sus juicios. La técnica no es otra cosa que el resultado de la concepción intelectual de algo (necesario, útil o incluso superfluo para la vida) manualmente plasmado. La técnica es la transformación inteligente de la naturaleza. Sin ella el hombre no podría vivir. Su naturaleza biológica es demasiado pobre. La técnica es el fenómeno protohumano.

2. ANIMALISMO, DARWINISMO Y EVOLUCIÓN

Ya se ha dicho antes que una nota característica de la cultura de nuestros días es la creciente confusión de los límites entre el mundo humano y el mundo animal. Un factor que ha contribuido de manera decisiva a este estado de cosas es la mentalidad animalista, que, a su vez, se sustenta en buena medida sobre la teoría darwinista, como confirman los casos de autores como Desmond Morris o Peter Singer (que veremos más adelante). La mentalidad animalista se nutre de diversas raíces, pero en su origen el darwinismo ha desempeñado un papel fundamental. El animalismo del que aquí se habla no significa la simple simpatía hacia los animales. Tomando el término en un sentido amplio, es una actitud caracterizada por el estado de incertidumbre cultural sobre las fronteras que delimitan el mundo animal y humano. Más aún, es una especie de ofuscación, que ha alcanzado dimensiones culturales, que impide ver a quienes lo profesan que el hombre, incluso considerado zoológicamente lejos de ser un animal como los demás, es un animal atípico, y que, si se atiende debidamente a todo lo que en el hombre es atípico desde el punto de vista animal, aparecen con nitidez los rasgos diferenciales de la inteligencia y voluntad; en otras palabras, del espíritu. Naturalmente la confusión animalista va en perjuicio del hombre, porque desconoce su realidad espiritual e interpreta su compleja naturaleza simplificándola y degradándola a la sola animalidad.

En un sentido más restringido, el animalismo es la doctrina que sostiene la idea de la existencia de derechos de los animales, o al menos de la relevancia moral de sus intereses. A partir de la idea de que todos los animales son iguales en el sufrir, el animalismo ha reivindicado el derecho (o el interés para los más cautos) a no sufrir, que es común a todos los seres sentientes. Los defensores más destacados de esta doctrina son Peter Singer y Tom Regan. El primero ha afirmado que todos los animales, incluido el hombre, son iguales, porque todos son iguales en el sufrimiento. Regan, en cambio, ha propuesto la noción de derecho moral que asistiría a los animales, así como una versión atenuada de los derechos naturales de estos. Ambos autores comparten el rechazo de lo que el animalismo ha convenido en llamar especieismo, así como de la perspectiva antropocéntrica de la moral. El término especieismo ha sido acuñado por el psicólogo R. D. Ryder para indicar el injustificado privilegio moral que los seres humanos otorgan a los demás individuos humanos por la sola razón de ser de la misma especie.22

Un promotor cualificado de estas ideas es —como se ha dicho— el darwinismo. Conviene dejar claro que una cosa es Darwin y otra es el darwinismo. El término darwinismo fue acuñado por Thomas Huxley (el llamado bulldog de Darwin, por la tenaz agresividad demostrada en la defensa de las ideas del naturalista inglés), en 1860, con la intención de significar no solo el conjunto de teorías biológicas de Darwin, sino también sus implicaciones en los campos antropológico-moral, psicológico y social. El darwinismo se difundió en dos versiones. La primera se inspiraba en el Darwin de madurez, sobre todo en su obra El origen de las especies (particularmente en la edición de 1872), en la que la dinámica de la evolución no se fundaba por entero sobre el mecanismo de la selección natural, ya que se hacían intervenir los efectos del uso (propiedad hereditaria de los caracteres) y la selección sexual. La expresión más típica de esta versión del darwinismo se alcanzó en Alemania, en la obra del biólogo Ernst Haeckel, célebre científico autor de la ley biogenética fundamental, a la vez que uno de los casos más notorios de fusión de materialismo y librepensamiento. En este sentido, como ha afirmado William C. Dampier, «en el pensamiento de Haeckel la filosofía materialista predominaba claramente sobre los datos científicos».23 Haeckel, como fundador de lo que en Alemania se llamó el Darwinismus, transformó la doctrina del naturalista inglés en un nuevo credo filosófico, al que dio el nombre de monismo, que debía ser el verdadero punto de confluencia —así al menos así lo creía Haeckel— entre religión y ciencia.24 La segunda versión del darwinismo, minoritaria en comparación con la primera, se inspiraba en la obra de los comienzos de Darwin, que se caracterizaba por considerar la selección natural como único mecanismo de la evolución. Esta versión encontró en August Weismann el teórico más decidido. El darwinismo alcanzó pronto el carácter de una verdadera concepción materialista del mundo, dotada de un órgano de expresión en la revista mensual Kosmos, fundada en 1877.

Como es sabido de todos, en el darwinismo hay muchos elementos de índole filosófica (e incluso religiosa). Por eso, para poner luz en este delicado asunto conviene preguntarse qué es el darwinismo desde el punto de vista epistemológico. Pues bien, hay que responder que el darwinismo es ciertamente una teoría. Más aún, según autorizados epistemólogos, el darwinismo es una especie de megateoría. En opinión de Popper, por ejemplo, se trata de «un programa metafísico de investigación que proporciona un cuadro de referencia a teorías científicas controlables».25 Más escéptico se muestra Artigas, que lo considera a su vez una teoría-marco, una suerte de «programa general de investigación que da origen a otros programas más específicos, del que difícilmente pueden conseguirse demostraciones concluyentes».26

Pero no todos piensan así. Para algunos el darwinismo no es una teoría, sino una doctrina científica contrastada que da cuenta cabal de unos hechos o fenómenos de la naturaleza. Ahora bien, al presentarlo como ciencia que, como tal, da cuenta detallada de hechos (lo cual es bastante inexacto), y, de este modo, revestirlo de una dignidad epistemológica de la que en realidad carece, el darwinismo adquiere una notable carga de dogmatismo frente a aquellos que, por diversos motivos, osan poner reservas a la validez de la teoría darwinista. Según R. Chauvin, un biólogo francés, el darwinismo es todavía hoy el único campo de la actividad científica que no ha conseguido liberarse del fanatismo ideológico. Chauvin no tiene dudas sobre la causa de esta actitud anticientífica. Dicha anomalía científica se debe, en su opinión, a la presunción que el darwinismo demuestra cuando «considera como hechos las hipótesis que han sido tachadas de (y que de hecho son) indemostrables».27

 

Naturalmente una actitud de este tipo provoca perplejidad. ¡Cómo es posible que un científico se enfurezca —como Chauvin dice haber presenciado— cuando alguien expone pacíficamente sus reservas sobre algunas hipótesis del darwinismo! La ciencia, así se dice teóricamente al menos, es un procedimiento de constante control crítico y depuración lógica de nuestros conocimientos sobre la naturaleza. Nada hay por eso más ajeno a la ciencia que una actitud de ese tipo. La ciencia, en definitiva, es una actividad cognoscitiva que controla experimentalmente la validez de sus premisas teóricas. Por eso, si una proposición teórica no puede ser llevada al plano del control experimental, no puede ser llamada propiamente científica, lo cual no quiere decir que no pueda ser verdadera, sino simplemente que no es una verdad de naturaleza científica. En definitiva, todo procedimiento de control experimental y de depuración crítica de sus contenidos teóricos debe ser bienvenido por la ciencia. Únicamente la presencia de opiniones o argumentos emocionales pueden provocar reacciones como la descrita por Chauvin.

A pesar de todo, este tipo de actitudes, aunque sean poco científicas, tienen su propia coherencia, que guarda una relación con los distintos tipos de conocimiento humano. Ya Tomás de Aquino advirtió la proximidad de los estados gnoseológicos de la opinión y la fe. La opinión y la fe se diferencian en muchas cosas. De hecho, ambas formas de conocimiento son los extremos opuestos de una serie de estados intermedios, siendo la fe un tipo de conocimiento al que corresponde un alto grado de certeza y la opinión un estado de conocimiento con una certeza muy inferior. Pero, aunque muy diferentes según el grado de certeza, se asemejan en que en ambas se halla presente la intervención de la voluntad. Ello se debe a que, dada la falta de evidencia, que es característica de estas dos formas de conocimiento, el asentimiento intelectual solo puede provenir de una exigencia de la voluntad que estima que asentir a una determinada proposición es algo bueno. Aquí, por tanto, se encuentra la raíz de la defensa emocional de las hipótesis darwinistas. El evolucionismo darwinista es asumido, si no en conjunto, al menos en algunos de sus postulados fundamentales, como una forma de fe. Nos limitaremos a continuación a poner de manifiesto el carácter de fe secular que con frecuencia ha acompañado a esta teoría científica.

3. EL EVOLUCIONISMO COMO UNA RELIGIÓN SECULAR

Al referirnos al elemento de fe presente en el darwinismo, hemos descubierto un punto importante. Michael Ruse, un filósofo canadiense de la ciencia, ha escrito recientemente que el evolucionismo darwinista es una suerte de religión; o más exactamente, una religión secular. En su libro La batalla entre la evolución y la creación,28 Ruse analiza el curioso fenómeno de la transformación en objeto de una cierta fe religiosa de una temática que debería circunscribirse estrictamente al ámbito de la ciencia. Según este autor, el creacionismo y el evolucionismo compiten entre sí por hacer relevantes socialmente sus respectivas visiones rivales del mundo y del hombre. Con este planteamiento inicial se entiende que el propósito fundamental de su libro es poner de manifiesto la ambigüedad de la idea de que creación y evolución constituyen el paradigma fundamental de conflicto entre religión y ciencia. La verdad es que, tras la contienda entre evolucionismo (se entiende darwinista) y creacionismo, lejos de esconderse un conflicto entre ciencia y religión, se pone de manifiesto una pugna entre dos visiones rivales, ambas de naturaleza religiosa. La particular aspereza que ha revestido este debate a lo largo de los siglos XIX y XX se debe, en el fondo, al hecho de que se trata de una riña de familia, dice Ruse.

La vivaz discusión a la que se asiste hoy (sobre todo en Estados Unidos) entre las teorías del diseño inteligente (intelligent design) y del evolucionismo nos resulta más clara partiendo del hecho que si entre ellas hay una batalla es porque ambas teorías se han colocado, indebidamente, en el mismo campo. Dos ejércitos no pueden entablar batalla si no se encuentran en el mismo campo. Pero justamente en esto está el error. La primera teoría debería sostenerse como una teoría filosófica (y hay que reconocer que como doctrina filosófica es bastante plausible), no como una teoría científica, como de hecho pretende al considerarse a sí misma como un creacionismo científico. La segunda teoría debería, a su vez, presentarse como una teoría científica, renunciando a todo elemento propio de una concepción filosófica del mundo, que además es de índole materialista. Sin embargo, colocándose en el mismo plano, además de cometerse un craso error de método, el conflicto resulta inevitable. La situación degenera entonces en pugna abierta. Como dice Ruse, se entabla una lucha por las almas entre la religión tradicional y la religión secular.

En la década de 1920, ante los ataques del fundamentalismo religioso, la editorial The Thinker’s Library, propiedad de la Rationalist Press Association, publicó a precios económicos las obras de Darwin. Si se analiza en detalle esta conducta se verá que, en el fondo, es un modo de dar la razón tácitamente a la tesis de Ruse. La religión secular, el darwinismo, frente al arreciar de las campañas de la fe creacionista, aunque presentada con las exageraciones del fundamentalismo bíblico protestante, levantaba el estandarte de Darwin, el paladín de la fe secular (por más que el mismo Darwin hubiera rehusado claramente asumir esta función, tan impropia de un verdadero científico). Es conocido el hecho que Darwin denegó en 1880 al librepensador socialista Edward Aveling la autorización para dedicarle una colección de escritos ateos.29 A la vista de la campaña editorial pro-Darwin, C. S. Lewis se lamentaba entonces del éxito obtenido por la venta de estas ediciones, cuya difusión no pretendía —según este escritor— sino promover el materialismo ateo, es decir, la religión secular. Pero en realidad aquellas campañas de catequesis darwinista no dieron el resultado pretendido que Lewis temía. Hasta el día de hoy, el panorama de las creencias creacionistas o evolucionistas no ha cambiado mucho. Para referirnos al caso de Estados Unidos todavía hoy solo un 13 % de la población considera plenamente válidas las ideas de Darwin.30

Según un sondeo de opinión Gallup de 2001, al menos el 45 % de los norteamericanos adultos rechaza completamente la teoría de la evolución y acoge la convicción creacionista (incluso en un sentido fundamentalista), manteniendo que Dios creó a los seres humanos, con una forma sustancialmente idéntica a la actual en el curso de los últimos diez mil años aproximadamente. Solo el 37 % de los entrevistados se mostraba dispuesto a admitir una coexistencia pacífica entre Dios y Darwin, es decir, entre creación y evolución: la voluntad divina habría sido el motor inicial y la evolución el medio creativo en manos de la providencia divina. Finalmente, solo la cifra del 13 % consideraba que la especie humana ha evolucionado desde otras formas de vida sin intervención divina alguna.

Otro aspecto poco alentador para esta religión secular en la lucha por las inteligencias es que, además del hecho de que tantos americanos rechazan sin más la evolución, la distribución estadística de las respuestas apenas ha cambiado en los últimos veinte años. Gallup ha realizado la misma consulta en 1982, 1993, 1997, 1999 y 2001. La fe creacionista no ha descendido en ningún caso por debajo del 44 %. En otros términos, casi la mitad de la población norteamericana estima que Darwin está completamente equivocado.31 Todavía en 2006 los resultados permanecían sustancialmente iguales, a tenor del artículo de Jon D. Miller publicado por Science.32 Según este estudio, el 40 % de los americanos considera falsa la teoría de la evolución, un 20 % la considera no fiable, mientras que la acepta un 40 %. El autor del artículo no da información sobre la composición de las diversas opiniones comprendidas en esta última cifra (entre los que admiten la coexistencia de creación y evolución y los que no). Pero todo hace suponer que, también en este 40 % de los que aceptan la evolución, el porcentaje mayor pertenece a aquellos que estiman compatible creación y evolución, al igual que mostraba el sondeo de opinión Gallup de 2001.

Pero, regresando nuevamente al libro de Ruse, es evidente que la tesis de este autor tiene un aspecto marcadamente paradójico, como ha comentado en un reciente artículo John H. Brooke, un conocido historiador de la ciencia.33 Nadie dudará de que las teorías científicas son algo muy distinto de la fe religiosa. En realidad tampoco Ruse lo niega. Simplemente, este distingue entre evolución como un hecho, evolución como una teoría (el darwinismo) y evolucionismo como una visión metafísica y materialista del mundo, toda ella embebida de determinadas elecciones y tomas de posición. En este preciso sentido, frecuentemente el evolucionismo ha sido asumido como una religión secular que ofrecía sugestivas imágenes del progreso biológico, extrapolando los métodos naturales de investigación con afirmaciones dogmáticas sobre lo que debe ser creído o no acerca del significado de la vida humana. Para muchos biólogos evolucionistas —reitera Ruse— el estudio de la evolución fue una profesión, pero el evolucionismo en cambio fue su obsesión. Desde los primeros biólogos evolucionistas eminentes, como Erasmus Darwin, Jean-Baptiste Lamarck y Charles Darwin, hasta los últimos darwinistas, como es el caso de Richard Dawkins, todos los que han propuesto el evolucionismo han sido propensos al deísmo o al ateísmo y han rechazado voluntariamente el cristianismo, reemplazándolo por un sistema sustitutivo que presume de poder responder a todas las grandes cuestiones afrontadas por esta religión.

Ruse propone algunas pruebas en favor de su teoría. En primer lugar, el evolucionismo es, como cualquier religión, una historia sobre los orígenes desconocidos. En segundo lugar, emula a la religión al imponer frecuentemente diversas prescripciones morales (tal como la eugenesia, que hoy vuelve a salir a la luz). Finalmente, su insistencia sobre el progreso biológico contiene implícita una cierta doctrina sobre el fin, una suerte de escatología. Hasta el uso del lenguaje en los campeones de la visión evolucionista del mundo imita el de la religión. Richard Dawkins, por ejemplo, nunca lo ha disimulado: «En todas las grandes religiones hay un espacio para el sobrecogimiento, para el trasporte extático ante las maravillas y la belleza de la creación. Son exactamente los mismos sentimientos de admiración, de estupor, casi de veneración litúrgica que la ciencia moderna puede proporcionar».34

El mismo autor reconoce en El relojero ciego: creación o evolución que su intención al escribir este libro no es presentar un tratado científico imparcial. Efectivamente, El relojero ciego no es un libro de ciencia, sino de una cierta filosofía de la biología. Como no trata de ciencia, el autor se siente autorizado para, de cuando en cuando, escribir apasionadamente con la intención de persuadir, y aun de inspirar, si fuera posible. O como dice el propio Dawkins, la intención de sus escritos es «inspirar escalofríos de misterio, del gran enigma de nuestra existencia».35 En cualquier caso, como se observa, el lenguaje empleado no es precisamente el de la objetividad científica. Es más bien el lenguaje de la religión, o, para decirlo con las palabras de Ruse, el lenguaje de la religión secular. Y en este proyecto de religión secular, Dawkins ha ido tan lejos que se ha llegado a decir de él que si Thomas Huxley pudo ser considerado en la defensa del darwinismo el Darwin’s bulldog, a él cabría el mérito de ser el Darwin’s rottweiler.36

 

4. EL HOMBRE: EL ANIMAL QUE BUSCA LA VERDAD

Hemos visto ya que la expresión de mono desnudo aplicada al hombre, además de poco elegante, no es descriptiva en realidad de cómo es el hombre ni de cuál es su naturaleza. Calificarle de desnudo, dejamos de lado ahora lo de mono, es como definir a alguien por lo que lleva puesto de vestido, o deja de llevar. Parece mucho mejor, más directa, perspicaz y, sobre todo, más relacionada con su naturaleza, la vieja fórmula aristotélica según la cual el hombre es un animal racional. El hombre, pues, es un animal racional. O, para ser precisos, es el animal racional, visto que entre los animales solo él dispone de la razón. La racionalidad, no la desnudez, es realmente la diferencia específica del hombre frente a los demás animales.

Los animales, dado su modo de ser material y su conocimiento meramente sensorial, viven satisfechos en el reducido entorno que los rodea. La única inquietud que conocen y que resuelven prontamente con la ayuda del instinto para retornar a su nativa satisfacción es la de las necesidades orgánicas propias y de la especie. El animal no obra más que «por causa del alimento y del apareamiento» (propter cibum et propter coitum), dice Tomás de Aquino con su característico realismo.37 Pero el hombre es un ser racional, y la racionalidad hace que viva siempre insatisfecho. La perenne insatisfacción del corazón humano, que tan bien ha expresado san Agustín, es la medida existencial de la profundidad ilimitada de su alma.38 Esta inquietud que le impulsa de continuo a buscar es el primer efecto de la racionalidad en el hombre. Pero ¿qué busca este ser insatisfecho e inquieto? ¿Tras de qué anda en su búsqueda? La respuesta es sorprendente: tras de todo, tras lo presente y lo ausente, bien como pasado en el recuerdo, bien como futuro en el proyecto; tras lo real y lo posible; tras lo físico y lo espiritual. Según Píndaro, el hombre tiene nostalgia de lo lejano.39 La constante e inquieta búsqueda tras el todo de la realidad (algo tan completamente fuera del alcance del animal) es un rasgo típico del espíritu humano. En virtud de este rasgo, se puede decir que «el hombre es el ser que busca la verdad».

Esta descripción del hombre, que tiene el aire de una fórmula socrática, muy próxima a la descripción de la filosofía como amor del saber, es densa, a pesar de su aspecto sencillo. Lleva implícitos un buen número de aspectos y verdades sobreentendidas que conviene sacar a la luz. Por eso, hay que considerarla, al menos, en tres niveles distintos, que podemos llamar los planos metafísico, gnoseológico y antropológico, cada uno de los cuales nos proporcionará nuevos sentidos implícitos en la fórmula descriptiva del hombre como «el ser que busca la verdad». El estudio de los tres planos arrojará una luz valiosa sobre la naturaleza humana. O, si se prefiere, sobre la naturaleza de «aquel ser que busca la verdad», o mejor de «aquel animal que busca la verdad», que es el hombre. Pues bien, ¿cuáles son las dimensiones o planos de análisis de esta descripción del hombre?

En primer lugar, la primera y más evidente es la dimensión antropológica, puesto que buscar la verdad es algo que el hombre, y solo el hombre, hace. Ni el ángel ni el animal buscan la verdad. El primero porque la tiene inscrita (de un modo infuso) en sí mismo o porque, como dice la teología, la encuentra concentrada en el Verbo divino y por eso no necesita buscarla;40 el segundo, porque vive inmerso en un nivel de realidad, la realidad sensible, en el que propiamente no hay verdad. La verdad se encuentra en un sentido propio solo en el intelecto, y el animal carece de esta facultad. A este, le basta con satisfacer las necesidades vitales a las que su naturaleza sensible, tan limitada en sus aspiraciones, lo requiere. Lo poco que tiene que buscar lo busca no veritativamente, sino instintivamente, de un modo certero. La búsqueda de la verdad es, pues, una actividad humana en exclusiva. Desde un punto de vista antropológico, esta búsqueda es una actividad que expresa inequívocamente algo propio de la naturaleza humana. Por eso hay que admitir que el hombre mismo tiene una manera específica de ser, o, si se prefiere, una naturaleza propia en cuya virtud se encuentra esencialmente orientado al conocimiento y al interés por las cosas, de todas las cosas. Ahora bien, tal tipo de orientación solo es posible a la naturaleza espiritual.

En segundo lugar, encontramos una dimensión gnoseológica en la fórmula propuesta. Si el hombre es el ser que busca la verdad, hay que dar previamente por admitidas dos cosas: primero, que las cosas se muestran o que se manifiestan al hombre (porque su ser las dota de una irradiación declarativa o manifestativa); y segundo, que se manifiestan a quien, como el hombre, está dotado de la capacidad apropiada para conocerlas. El hombre es un ser abierto a las cosas, a su verdad y su bien; y, a su vez, las cosas se le manifiestan. Heidegger ha expresado esta verdad, bien conocida de los clásicos, con su característico lenguaje fenomenológico, diciendo que la verdad consiste en una doble apertura: en una apertura manifestativa (un desvelamiento, una alétheia) de las cosas al hombre y en una apertura cognoscitiva del hombre a las cosas.41 Se entiende así la importancia dada por este autor a la verdad en el análisis de la existencia humana realizado en Ser y tiempo.

Ahora bien, la verdad que el hombre busca es algo de las cosas que el conocimiento humano aprehende. Más allá de su aspecto cognoscitivo, la verdad descansa en las cosas. El fundamento de la verdad es la verdad de las cosas. Se presenta así, en tercer lugar, una dimensión metafísica, que es el fundamento de las dos precedentes. Tanto el hombre que busca como la cosa cuya verdad es buscada son realidades (a las que la metafísica gusta de llamar entes) compuestas de una determinada manera. Desde el punto de vista metafísico se ha de partir del hecho de que las cosas tienen una manera propia de ser, una constitución esencial que el hombre puede conocer, que no es otra que su esencia. La esencia (o naturaleza) de las cosas es el principio que, estando presente en la cosa misma, hace posible la aprehensión veritativa y el juicio del hombre. Sin esencia (o naturaleza) no habría verdad ni, por consecuencia, el impulso humano a su descubrimiento.

Pero veamos con más detalle los planos en que se descompone la afirmación que venimos analizando. Retornemos de nuevo a la fórmula del hombre como ser que busca la verdad.

En primer lugar, el plano metafísico, que es el primero en orden de importancia en la realidad, aunque no en el orden cronológico de conocimiento. En el plano metafísico la fórmula que venimos analizando apunta a las cosas con las cuales el hombre entra en una relación de conocimiento. Las cosas se estructuran metafísicamente por medio de dos principios, uno existencial (el hecho de ser o existir, que proviene de su acto de ser, que hace posible el darse o mostrarse fenoménico de la cosa) y otro esencial (el hecho de ser de una determinada manera, a lo que clásicamente se le llama la esencia o la naturaleza de la cosa). Si en las cosas no se diese esta composición metafísica, cualquier cosa, por el solo hecho de ser, sería idéntica a cualquier otra cosa, puesto que no habría un principio especificante y diversificante, como es aquello que conocemos con el nombre de esencia. El sentido común y la reflexión filosófica entienden que cualquier cosa que existe, además de existir, está dotada de un modo propio de ser. Las cosas no son simplemente, sino que son o existen de una cierta manera; es decir, tienen una esencia, o si se prefiere una naturaleza, por más que algunos filósofos de nuestros días encuentren molesta esta verdad fundamental.

Umberto Eco, en un artículo de prensa que lleva por título «La fuerza del sentido común», confirma que para el sentido común, así como para un sano realismo (aunque sea minimalista, como el profesado por él mismo), resulta evidente que las cosas están de un cierto modo, o, lo que es igual, que tienen una naturaleza propia, y que, por tanto, hay leyes de la naturaleza. La clarividencia y el humor de Eco recomiendan citar el texto. Dice así:

Pienso que un buen ilustrado es aquel que cree que las cosas están de una cierta manera […]. Decir que la realidad está de una cierta manera no significa decir que podamos conocerla o que un día la conoceremos. Pero incluso si no llegáramos a conocerla nunca, las cosas estarían de ese modo y no de otro. Incluso para quien alimentara la idea de que las cosas están hoy de un modo y mañana de otro, es decir, que el mundo es extravagante, caótico y mutable y que se divierte a costa de metafísicos y cosmólogos pasando de una ley a otra, admitiría que precisamente esta caprichosa mutabilidad del mundo es justamente la manera como están las cosas; y que, por tanto, merece la pena continuar proponiendo descripciones de estas malditísimas cosas. Una vez dije a Vattimo que quizás haya leyes de la naturaleza, puesto que, si cruzamos un perro con otro perro, nace un perro; pero, si cruzamos un perro con un gato, o no nace nada o nace algo que no querríamos ver pasear por casa. Vattimo me respondió que hoy la ingeniería genética es capaz de manipular las leyes que gobiernan las especies. ¡Exacto!, le dije. Si para cruzar un perro y un gato se necesita una ingeniería, es decir, un arte, eso significa que existe en algún lugar una naturaleza sobre la que este arte se ejercita artificialmente.42