Ríos que cantan, árboles que lloran

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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Pero el alcance de las críticas que Ospina formula por boca de Aguilar no se refiere solo a los sesgos propios de toda fuente histórica, sino al proceso de formación del imaginario en su conjunto. Los escritos de los cronistas no escapan al acarreo de elementos ficticios e irreales que caracteriza la documentación histórica desde el diario de Carvajal y cuyas secuelas se propagan cual ondas concéntricas en los escritos de otros autores. Pérez muestra, con base en un cotejo de distintas versiones sobre las amazonas y El Dorado, cómo los conquistadores «iban alejándose de la realidad, para dar cuerpo a creaciones imaginativas bastante complejas» (1989: 85). El país de la canela recrea de forma vívida ese proceso, y me atrevería a afirmar que la sustancia histórica de la narrativa de Ospina reside en la reconstrucción del modo en que se tejieron fábulas acerca de la selva y sus pobladores. Cronistas como Castellanos y Oviedo, que intervienen después, son los artífices de la fijación del imaginario naciente en el archivo histórico que apuntala desde ese momento el proceso y lo refuerza con la autoridad propia del documento escrito; ellos recogen testimonios en los que la realidad y la fábula van enlazados, pero que no por ello dejan de quedar incorporados de forma duradera en la producción discursiva y simbólica posterior.

Al final de la novela, Cristóbal de Aguilar viaja a Europa portando la carta de presentación que Oviedo le dirige a un viejo amigo, el cardenal Pietro Bembo, en la que le pide hospitalidad para su protegido. Durante el viaje, el narrador mestizo está orgulloso porque la carta de Oviedo, además de presentarlo a un hombre poderoso en Roma, incluye un informe de los sucesos relativos al primer viaje por el Amazonas. Como dice Aguilar, no llevaba a Europa «solo la memoria de mis aventuras sino una crónica escrita por el mayor testigo de aquel tiempo» (2008: 297). La noticia de la travesía de Orellana llega a Europa con un doble respaldo: el testimonio oral de un testigo presencial y el informe escrito de un cronista influyente. Este inicio prometedor, sin embargo, pronto le da paso a la desilusión: las revelaciones sobre la selva y el río son acogidas con relativa indiferencia. Ni la memoria viva ni el reporte escrito tienen el peso que suponía Aguilar, porque su auditorio europeo solo le presta atención a cuanto ya forma parte de su propia cosmovisión. Sobre su paso por Sevilla, escribe Aguilar: «Toda esa gente estaba tan concentrada en lo suyo, tan convencida de que su mundo era todo el mundo, que pronto comprendí que las Indias no cabían en la vida cotidiana de aquellos reinos, y que yo mismo era un poco invisible» (298). Esa penosa sensación de invisibilidad se agrava cuando llega a Roma y Bembo lo invita a varias reuniones con cardenales del Vaticano: «Nunca vi gente menos interesada en enterarse de lo que pasaba en el mundo ni más indiferente a los hechos cuando estos no coincidían con sus ideas» (314). La única parte del relato de Aguilar que llama la atención de los prelados es la relativa al encuentro con las amazonas, debido a que este tema era para ellos un terreno conocido, en el que podían sentirse cómodos: «Durante muchos días no se habló de otra cosa. Las amazonas eran el tema, pero eran sobre todo el pretexto para que los cardenales ostentaran su erudición». El tono de los debates que escucha en los salones del Vaticano durante los meses siguientes (312-316) le provoca a Aguilar una reacción que oscila entre el pasmo y la incredulidad: las amazonas, ¿eran bellas u horribles? ¿Iban a caballo o sobre bestias salvajes? ¿Tenían uno o dos pechos? ¿Fornicaban con sus propios hijos o con hombres que degollaban después del apareamiento? Y ¿cómo es que se habían instalado en unas tierras tan alejadas de sus regiones de origen?

Tales controversias revelan con acuidad la mezcla de miedos, prejuicios y malentendidos en la que se basa el imaginario colonial europeo sobre la naturaleza americana. Aguilar percibe a veces un brillo lujurioso en las miradas de los abades y obispos que polemizan sobre las guerreras desnudas, como si el impulso de deseos inconfesables que pugnaran por aflorar buscara desahogo en el fragor del debate. Por otra parte, esos hombres condenan enfáticamente las costumbres que ellos mismos les atribuyen a las amazonas, tachándolas de hembras bárbaras y pecaminosas. Las autoridades del Vaticano adoptan así una actitud tan ambigua como la de los conquistadores en América, pero traspuesta ahora al plano espiritual; su perspectiva confirma que, a esas alturas, la condición periférica de América con respecto a Europa ya está bien establecida:9 el continente constituye una frontera que es preciso someter, cristianizar, educar. Si los prelados no le otorgan importancia al testimonio de Aguilar ni al escrito de Oviedo en sus debates sobre las amazonas, es porque consideran que tales emisarios simplemente ratifican algo que ellos ya sabían: que las tierras situadas al otro lado del Atlántico son un foco de barbarie:

Lo que más gobernaba aquellas polémicas era cierto odio por las mujeres en general, pero sobre todo el rechazo ante la idea de unas mujeres acostumbradas a organizar su vida sin hombres, entregadas sin duda a amores entre ellas y sin frenos ante la lujuria, dadas a las tareas sucias y crueles de la guerra y capaces de esclavizar a sus amantes y aun de matarlos cuando les estorbaban. «Si algo está claro», dijeron, «es que la vida pecaminosa de aquella nación de hembras bárbaras es la peor expresión de paganismo de que se haya tenido noticia». (315)

Ya hemos visto cómo la ambigüedad que envuelve el choque de los conquistadores con grupos de mujeres desnudas y armadas en medio de la selva es un síntoma de la dificultad de los recién llegados para encajar ese mundo desconocido en su cosmovisión europea. Notemos ahora otro factor clave en la actitud de los españoles: la necesidad de reafirmar, frente a la extrañeza y el malestar que les produce la selva, su imagen de sí mismos como hombres civilizados. A este respecto, el empleo del mito griego de las amazonas como recurso explicativo tiene un efecto tranquilizador y otro perturbador. Si las indígenas selváticas son las amazonas, entonces no se trata de seres inconcebibles o radicalmente anómalos, sino que su existencia encaja en un sistema de coordenadas culturales familiar, respaldado por una larga tradición. El desasosiego de afrontar una realidad extraña e inaudita es apaciguado, aunque sea provisionalmente, mediante lo que, en el marco de una expedición por tierras ignotas, podía ser considerado una «hipótesis plausible». No olvidemos, además, que el carácter hipotético de tal explicación le dio paso enseguida a la convicción de los españoles de haberse enfrentado realmente a las amazonas, y que la noticia llega a Europa asistida por esa convicción. El problema es que la explicación misma es a su vez inquietante, y más para unos prelados, que, a diferencia de los soldados, no vivieron en carne propia la extrañeza de la selva. La inquietud surge porque, en la versión clásica, las amazonas representan una fuerza salvaje, rebelde a toda domesticación, hecho tanto más notable porque las mujeres eran para los griegos, como anota Bartra, «la encarnación misma de la vida doméstica». En su estudio sobre la figura del salvaje, Bartra enfatiza que las amazonas «combinaban rasgos salvajes femeninos con elementos notoriamente masculinos, como su amor por la guerra y su habilidad para montar a caballo», lo que es, a su juicio, «revelador de la forma en que los griegos concebían un espacio salvaje en el seno de su mundo» (1996: 32-33). Según este planteamiento, las amazonas son solo una de las versiones de otro mito de más amplio alcance: el del «salvajismo» —un mito esencial para el mundo occidental, ya que es por contraste con él que nuestra cultura define, desde la antigüedad, la noción de «civilización» (303-308). Después de todo, ¿no es de la existencia de núcleos de salvajismo de donde extrae su sentido el proceso civilizatorio?

Esta lógica, que prefigura la separación conceptual de naturaleza y cultura tal como la conocemos en la modernidad, subyace al juicio adverso emitido por los prelados a propósito de las supuestas amazonas selváticas. Pero ese juicio está repleto de equívocos. Si el salvaje es el espejo invertido mediante el cual el civilizado se define a sí mismo como civilizado, entonces las amazonas, emblemas de un poder femenino natural y salvaje, son el espejo que le permite a los cardenales y obispos, emblemas de un poder masculino espiritual y culto, reafirmar su identidad, su superioridad. Solo que la relación entre ambos lados del espejo no es, como podría pensarse, de oposición, sino de complicidad; así como las amazonas tienen rasgos masculinos, el civilizado tiene rasgos que lo emparentan con el salvaje (al fin y al cabo, como dice Bartra, el salvajismo ha sido concebido en el seno de su mundo, es la cara oculta de su propio ser). Eso explica por qué el hombre civilizado, en sus exploraciones de regiones agrestes y en los choques con sus pobladores salvajes, experimenta a menudo el vértigo del reconocimiento, sea por atracción o por repulsión. Esto ilumina además el contraste, tan común en la narrativa de la selva, entre los espacios lisos de la espesura y los espacios estriados de las ciudades. La selva (lugar natural por excelencia) es así el espejo invertido de la civilización (lugar de despliegue de la cultura).10

En este orden de ideas, lo que está en juego en las polémicas a las que asiste Aguilar en Roma es la aplicación de la idea de salvajismo, situada en la base de la cultura europea, a las mujeres desnudas vistas por los españoles en la selva. No se trata en absoluto de saber si ellas en efecto son las amazonas —eso se da por sentado—, sino de precisar qué significa haber hallado a esas mujeres «salvajes», a esas «hembras-machos», en América. Por esta vía, la alteridad real que las mujeres indígenas implican es escamoteada, o pasa inadvertida, encubierta por la alteridad ficticia que los cardenales y obispos, reiterando el gesto de Orellana, proyectan sobre ellas —gesto en el que se trasluce, dicho sea de paso, la noción griega según la cual las amazonas moraban, al igual que otros seres raros o deformes, en los confines de la ecúmene—.11 El narrador mestizo, por su parte, desempeña con respecto a los prelados una función idéntica a la que desempeñaban los informantes nativos con respecto a Orellana durante el viaje amazónico. El mismo Aguilar nota que los prelados apenas escuchan lo que les dice: «Si permitían que yo siguiera allí, era para poder fundar en un testigo de carne y hueso sus propias fantasías sobre el mundo y sus ristras de dogmas, pero hacían lo posible por no oírme y la carta de Oviedo era apenas la semilla de sus encendidos debates. Ya lo sabían todo de antemano, y lo que ignoraban lo iban inventando al calor de la polémica, sin hacerles ninguna concesión a los hechos» (2008: 316). Orientados más por los mitos de su cultura que por los reportes de los nativos o del mestizo Aguilar, Orellana y los cardenales vaticanos ya saben lo que necesitan saber sobre la selva y sus pobladores.

 

Aunque la incomunicación es evidente, eso no impide que Aguilar, deslumbrado por los edificios, las reliquias y el espíritu de la ciudad eterna (305), tenga la sensación de que solo allí su experiencia se vuelve real: «Si para mí fue una aventura viajar a la selva y el río, en Roma viví la aventura de que todo aquello pudiera ser nombrado» (316-317). Los prelados no le prestan atención a su testimonio y, sin embargo, Aguilar siente que su travesía selvática solo adquiere consistencia contada en latín, la lengua que utilizan como puente para comunicarse, pues él mismo no habla italiano y los prelados no hablan español. Para Aguilar es claro que la realidad de la vida en Roma no se ajusta a la imagen idealizada que él tenía en la cabeza, basada en las descripciones que le hiciera su maestro Oviedo años atrás: «No era precisamente al jardín de la civilización a donde había llegado, allí también podía ver día tras día los peces grandes devorando a los pequeños, los delirios primando sobre los hechos» (323). No obstante, es en Europa donde la interpretación oficial de los hechos se establece. En su viaje de vuelta a América como secretario del marqués de Cañete, Aguilar recuerda las personas a las que les ha contado su viaje y constata que cada una tiene un foco de interés distinto. Para Oviedo, lo esencial eran las especies animales y vegetales nuevas; para los prelados en Roma, las amazonas y otros seres fabulosos; para el marqués de Cañete, las intrigas de los capitanes: «Si primero me había sentido como un alumno respondiendo un examen y después como un pecador confesándose ante un clérigo, ahora me sentía como un testigo en un estrado judicial» (341). En todo caso, más allá de esas diferencias, la asimetría «centro/periferia» que se instaura con el arribo de los europeos a América silencia a los pobladores de la periferia, mientras la imagen de la selva forjada en el centro, con la figura de las amazonas desnudas en primer plano, se instala como núcleo del imaginario. Refrendando este hecho, la serpiente de agua en cuyo lomo cabalgaron Orellana y sus hombres por varios meses es bautizada en las crónicas, los mapas y los documentos de la época con su nombre actual.

Se consuma así un proceso histórico jalonado por cinco etapas. La primera introduce la base empírica: los españoles divisan en la orilla del río un grupo de mujeres desnudas y armadas que adoptan una actitud belicosa ante la aparición del bergantín. La segunda da una explicación legendaria de ese hecho: Orellana, siguiendo una idea que flota en el ambiente de la época, dice que esas mujeres podrían ser las amazonas; Carvajal les explica a los soldados los detalles de la leyenda griega; la exaltación se apodera del grupo y los rumores y las especulaciones cunden en el bergantín. En la tercera etapa se produce la mezcla de realidad y leyenda: las traducciones que hace Orellana de los reportes locales parecen confirmar la idea de que las mujeres desnudas son las amazonas; los soldados hacen incursiones en la selva y luego vuelven al bergantín y cuentan historias que ratifican esa tesis. La cuarta etapa es la de fijación de la memoria histórica: Carvajal incluye en su crónica del viaje el primer reporte sobre las amazonas; la noticia es divulgada luego por Fernández de Oviedo y otros cronistas, quienes se apoyan en testimonios de los participantes en la aventura. La quinta etapa corresponde a la génesis del discurso oficial: los informes sobre la selva y el río no suscitan interés en Europa; solo llama la atención el hallazgo de las amazonas, el cual confirma que América es un foco de salvajismo; en los mapas y documentos de la época, el río recorrido por Orellana es llamado Río de Las Amazonas.

El proceso de gestación de los imaginarios coloniales no siempre sigue las mismas etapas, porque las imágenes que le dan forma a nuestras visiones del mundo surgen y se despliegan cada vez en circunstancias distintas; sin embargo, el ejemplo de las amazonas, tal como lo reconstruye Ospina en El país de la canela, ilustra una lógica cuyas líneas generales se perfilan asimismo en el desarrollo de otras representaciones afines de los nativos surgidas durante la época colonial, como las de los caníbales o los cazadores de cabezas. Incluso en el caso de imágenes referentes a animales, plantas u otros aspectos del entorno selvático es posible identificar un conjunto de datos empíricos que, explicados en términos legendarios, suscitan historias en las que la realidad y la leyenda se mezclan en distintas proporciones y luego son fijadas de forma duradera, sea por escrito o en dibujos, grabados, etc. Los imaginarios entran así en una larga fase de sedimentación histórica durante la cual sucesivas capas de lenguaje se acumulan, agregando o modificando detalles, ampliando en todo caso la resonancia del discurso dominante. A lo largo del proceso, el afianzamiento de voces o perspectivas alternativas suele ser difícil y toma mucho tiempo. Ello se debe, sin duda, a que la dominación simbólica propiciada por la conquista está respaldada por una sólida base de dominación militar y política. Esa es la dimensión hacia la cual quiero tornar ahora el lente de análisis. Si bien la reconstrucción de la experiencia situada en la raíz de los imaginarios es esencial para su desmitificación, hace falta completar la tarea con un examen de la forma en que la narrativa de Ospina afronta la espinosa cuestión de la violencia ejercida por los españoles, la cual marcó con su sello duradero las dos principales empresas de conquista que se internaron en la Amazonía durante el siglo xvi.

3.2. De El país de la canela a La serpiente sin ojos

El país con ricos bosques de árboles caneleros al que alude el título de la novela de Ospina fue un deseo antes de ser un mito y una realidad antes de ser una desilusión. Las extraordinarias cantidades de oro y plata halladas en América en el siglo xvi nos hacen olvidar a veces que la búsqueda de una ruta distinta hacia las islas de las especias y la cerrada competencia entre España y Portugal por el control del comercio de ese producto fue la primera motivación de los viajes de exploración marítima emprendidos desde Europa occidental en la segunda mitad del siglo xv. Buscando la costa asiática, los españoles tropezaron con América; buscando unas islas, hallaron un continente; buscando menta, pimienta, jengibre, comino, anís y otras especias de grato sabor y aroma, hallaron la riqueza de un mundo. «Fue un principio contradictorio, un inicio que se asentó en la paradoja de tener lo que no se buscaba y de buscar lo que no se hallaba. América se erigió así en el reino de las esperanzas y de las amarguras» (Riera Rodríguez 2012: 230).

La búsqueda de la canela por Gonzalo Pizarro es uno de los ejemplos que mejor ilustra el tránsito de las grandes esperanzas a las amargas desilusiones vivido por tantos conquistadores de la época, así como la violencia que entrañó a menudo ese tránsito. Al igual que otras jornadas de conquista del siglo xvi, la expedición de Pizarro se emprendió con magnos auspicios y terminó en un resonante fracaso, aunque el saldo no fue enteramente negativo para el conquistador, pues él y una parte de los soldados que lo acompañaban sobrevivieron. En gran medida, el fracaso de la empresa se debió al desajuste entre los medios movilizados y las condiciones topográficas y ambientales de las zonas que era preciso franquear para alcanzar la región de los caneleros, en la selva húmeda situada al borde de la cordillera. Pronto se hizo evidente que los cien caballos, las dos mil llamas, los dos mil perros de presa alistados por Pizarro no resistirían la humedad, el calor, el terreno escabroso, la fatiga acumulada. Pero la peor parte les tocó a los cuatro mil indios llevados como cargueros o guías. Reclutados entre la población del antiguo imperio inca, estos nativos sucumbieron bajo la acción de varios factores: el clima amazónico —no porque este fuese malsano sino porque, al igual que los españoles, los indios de la sierra no estaban habituados a él—, el exceso de trabajo, el abatimiento moral y, sobre todo, las crueldades de Pizarro.

El cuadro que el texto ofrece de la conducta de Pizarro durante la búsqueda de la canela es descarnado. El conquistador espera hallar bosques de árboles de canela que le permitan acopiar grandes cantidades del valioso producto (esa es una de las razones por las cuales tantos indios formaban parte de la expedición), pero al final solo halla caneleros dispersos sin valor comercial, pues su canela es distinta de la conocida en Europa. La ferocidad con que reacciona Pizarro al no encontrar las arboledas que deseaba es terrible. Dominado por la cólera y creyéndose engañado por los indios, Pizarro ordena que diez de ellos sean descuartizados —para alimentar las jaurías que custodian la expedición— y que otros sean quemados vivos. Los indios, que no entienden lo que sucede ni adivinan qué es lo que quiere Pizarro, quedan aterrorizados, pero insisten hasta el final en que han dicho la verdad. La crueldad de Pizarro es tan palmaria, la descripción de su violencia tan cruda, que el lector creería estar asistiendo a una denuncia como las que forjaron la leyenda negra de la conquista, digna de figurar entre las atrocidades referidas por Las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. ¿No se tratará quizá —puede pensar el lector— de una exageración en la que incurre Ospina, indignado por el trato inhumano que tan a menudo sufrieron los indígenas? Si este fuera el caso, perdería plausibilidad la inversión de valores que implica este pasaje del texto, en el que Pizarro incurre en actos bárbaros, mientras que la mejor muestra de buen sentido y razonamiento civilizado la da un viejo inca que, ante las acusaciones del conquistador, denuncia el atropello del que los suyos están siendo víctimas: «Pero si nosotros hemos sufrido más que ustedes en esta expedición, ¿cómo pueden pensar que los hayamos traído a sufrir y a morir si somos nosotros los que ponemos siempre los muertos?» (2008: 132).

Tal inversión valorativa tendría además otro inconveniente, y es que, al perderse de vista la coyuntura en la que tiene lugar, parece aplicable a todos los españoles o a la conquista en general. Al dejar intactos los términos de la oposición «bárbaro/civilizado», limitándose a permutar la identidad de aquellos a quienes se les aplica, se corre siempre el riesgo de alentar una nueva forma de incomprensión, reviviendo un odio ciego contra los conquistadores y alimentando un rencor histórico inútil. Ospina es consciente de estos riesgos y recurre a dos estrategias para esquivarlos: la primera consiste en atenerse en lo esencial a la información proveída por Pedro Cieza de León, uno de los cronistas más fiables de la época;12 la segunda, en incluir detalles circunstanciales que le cierran el paso a posibles lecturas maniqueas de lo sucedido. Mientras el respaldo documental de Cieza de León apuntala la credibilidad del evento, las circunstancias dejan en claro, por el contraste entre los actos de Pizarro y los de sus subordinados, que la conducta bárbara del líder de la expedición no caracteriza la empresa conquistadora en bloque, sino solo una de sus facetas más oscuras. Así, en cuanto Pizarro actúa movido por la cólera, sus soldados se muestran renuentes a obedecerle. La mayoría de ellos repudia la horrible carnicería, pero no se atreve a expresar su oposición, y por eso el narrador lamenta haber sido parte «de los muchos indignos que aceptaron en silencio la infamia». Solo un soldado, Baltasar Cobo, «que había curado a varios indios heridos en los riscos de hielo» (2008: 134), desafía la actitud de su jefe y eso le cuesta morir asesinado. Al recordar su actitud valerosa, el narrador confiesa que, pese a no haber matado él mismo a ningún indio, el remordimiento de no haber seguido el ejemplo de su compañero lo sigue asediando al cabo de los años. Aguilar tiene además motivos particulares para repudiar la inhumanidad de Pizarro: «Lo que más me impedía en la selva participar de esa fiesta de sangre es que a mis veinte años yo había sido auxiliado por indios en momentos de peligro, y todavía antes había bebido la leche en los pezones de una india de La Española, y había escuchado los relatos de Amaney en nuestra casa de Santo Domingo: yo no podía ver a los indios como a bestias sin alma» (143). Merced a estos elementos atenuantes, el texto se distancia de la leyenda negra y sugiere que los conquistadores no fueron peores que otros ejércitos invasores que ha conocido el mundo antes y después, que entre ellos también existían la abnegación y el sentido de la justicia hacia los pueblos vencidos, y que en este, como en otros desastres históricos, parte de la tragedia radica en la pasividad de quienes habrían podido oponerse a la injusticia.

 

Por otra parte, el narrador se interesa menos en denunciar las acciones de Pizarro que en tratar de entender las razones de su crueldad. Y la principal de ellas es el desfase entre lo que Pizarro se imagina y lo que efectivamente ocurre —un tipo de desfase frecuente en aquella época—. Recordemos que, desde Colón, los europeos solían llegar América decididos a encontrar lo que necesitaban o deseaban encontrar. «América “tenía” que ser», escribe Aínsa, «lo que se esperaba de ella. Poco importaba la realidad, tanto se creía en el proyecto» (1998: 40). La busca de la canela se enmarca en esa tónica general. La imagen de una región llena de árboles de canela no era una fantasía personal de Pizarro, sino —al igual que El Dorado— un espejismo histórico, fomentado por al menos tres factores: por el proyecto original de Colón, que esperaba abrir una nueva ruta hacia las islas de las especias; por las poblaciones nativas, que propagaron leyendas acerca de la existencia de riquezas fabulosas en comarcas remotas; y por la codicia de los conquistadores, que interpretaban tales leyendas en función de sus ambiciones.13 En concordancia con ello, después de haber sometido el imperio inca y a pesar de la inmensa fortuna acumulada en esa empresa, Francisco Pizarro nombra a su hermano Gonzalo gobernador de Quito con la idea de hallar nuevos tesoros. Gonzalo Pizarro emprende la marcha hacia la selva movido por una ilusión que parecía respaldada por los datos disponibles y que, según Aguilar, era compartida por todos los soldados: «Cuando corrió la voz de que lo que nos esperaba tras las montañas no era un pequeño bosque sino todo un país de caneleros, el delirio dominó a los soldados. Todos creyeron, todos creímos a ciegas en el País de la Canela, porque alguien había contado que ese país existía y centenares de hombres necesitábamos que existiera» (2008: 76). Esos antecedentes explican la frustración que inunda a Pizarro al final de la marcha: «El País de la Canela había existido tanto en su imaginación, que tenía que existir también en el mundo» (130). Pizarro se resiste a aceptar que la expedición haya estado basada en un malentendido y les imputa el fracaso a los indios. La voluntad implacable del conquistador, viéndose burlada, termina descargando su furia vengativa sobre los más débiles.

Pero el sentido de la violencia ejercida por Pizarro no se agota en un pasajero estallido de ira. Si bien el objeto inmediato de la búsqueda de Pizarro es la canela, la actitud despótica del conquistador durante la expedición deja vislumbrar dos tendencias de amplio alcance implícitas en la conquista de América. La primera consiste en asumir que la naturaleza es ante todo una fuente para la extracción de recursos; la segunda, en juzgar que los pobladores de las regiones colonizadas no tienen valor en sí mismos sino solo como fuerza de trabajo. Vista desde este ángulo, la conquista es el periodo histórico en el que, como resultado del arribo de los europeos a América y de su triunfo sobre las poblaciones amerindias, comienza a germinar la forma de ver el mundo típica de los tiempos modernos. «El “Conquistador” es», dice Dussel, «el primer hombre moderno activo, práctico, que impone su “individualidad” violenta a otras personas, al Otro» (1994: 40); los éxitos de Hernán Cortés en México y de Francisco Pizarro en el Perú son la mejor muestra de ello. El modo en que Ospina describe el furor de Gonzalo Pizarro al fracasar en su busca de la canela indica, a su turno, que la imposición violenta de la que son víctimas los nativos se hace extensiva a la naturaleza circundante. Según Aguilar, Pizarro quería «quitarse el calor como si fuera un traje», quería «que la selva entera tuviera un solo tipo de árbol», incluso «parecía querer vengarse de la selva por no producir los árboles como a él le gustaban» (2008: 130-131). En este voluntarismo exacerbado se trasluce la desmesura de una visión depredadora dispuesta a llegar hasta los últimos rincones del mundo en su búsqueda de recursos, e incluso a doblegar los ritmos naturales para adaptarlos en función de las necesidades y deseos humanos.14 La búsqueda de la canela es uno de los síntomas del apetito creciente de la civilización europea por toda clase de productos y materias primas de lejana procedencia: «Más valioso que cuanto se produce en su mundo cristiano ha terminado siendo para Europa todo lo exótico: sedas tejidas con capullos de oruga […] y también las porcelanas, las perlas y las piedras brillantes […] y esas especias aromadas que enloquecieron al mundo» (74). La expedición de Pizarro es así un instrumento de las fuerzas que cambian el rumbo de Occidente en una época en la que, con las exploraciones geográficas transoceánicas y con los albores de la acumulación capitalista, se abren las puertas de la modernidad globalizadora. Su caso ilustra cómo el impulso emancipatorio de la modernidad se cimienta, desde su momento histórico de emergencia, en la explotación paralela de la naturaleza —supuestamente inculta— y de las poblaciones no europeas —supuestamente bárbaras—.

El sueño de un bosque formado por muchos árboles idénticos es significativo en el contexto amazónico, donde aún se recuerdan los fracasos de Henry Ford en su intento de fundar grandes plantaciones caucheras en los márgenes del Tapajós. El desarrollo de la agricultura a gran escala ha mostrado que, en la zona tropical del planeta, los cultivos de un único tipo de árbol usualmente solo prosperan lejos de su región de origen.15 La principal razón por la cual el boom cauchero finalizó en la segunda década del siglo xx fue justamente la superioridad de las plantaciones que los británicos establecieron en el sudeste asiático, en las que cientos de árboles de caucho crecían juntos en hileras bien ordenadas, como las que hubiese querido encontrar Pizarro, multiplicando la productividad por contraste con las explotaciones amazónicas, cuya dispersión dificultaba la recolección del caucho y obligaba a los siringueros a recorrer grandes distancias para encontrar nuevos árboles disponibles. No es arbitrario, por ende, interpretar la actitud de Pizarro en El país de la canela como una prefiguración de impulsos que, a partir de la revolución industrial, son encauzados mediante la planificación y el control estadístico de la producción —un ejercicio de racionalización que, empero, acaba contribuyendo al advenimiento de la crisis ecológica global—.