Ríos que cantan, árboles que lloran

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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Desde las primeras páginas de la novela, dos hilos conductores modulan el desarrollo de los hechos. El primero, referente a las acciones humanas, arranca con los preparativos para la busca del oro. La expedición organizada por Ursúa está en boca de todos los soldados y las opiniones están divididas. Mientras unos encarecen el volumen y magnificencia de la riqueza que los aguarda, otros desconfían. Hay quienes recuerdan los desengaños de Gonzalo Pizarro en su búsqueda de la canela; hay quienes temen que la expedición sea una estrategia del virrey «para limpiar al Perú de toda la gente valiente y emprendedora que podía molestarle su gobierno» (13). En las conversaciones del campamento empiezan a brotar los desacuerdos e insatisfacciones que más tarde, cocinándose a fuego lento con las privaciones del camino, desatarán una serie de crímenes sangrientos. Entre tanto, en segundo plano, aparece otro hilo conductor aparentemente anodino, pero que gravita sin cesar sobre el curso de los acontecimientos: me refiero a las fuerzas naturales. Las historias de Ursúa, Aguirre y los demás personajes se despliegan bajo el influjo de factores climáticos y ambientales cuya acción resulta decisiva, sea porque la humedad estropea los barcos recién construidos, porque el asedio de los mosquitos y las molestias del calor se tornan insufribles, porque los soldados desfallecen de hambre o deliran de fiebre o porque la escabrosidad y vastedad del territorio agotan poco a poco las energías de los expedicionarios. El texto mismo pone de relieve desde el primer capítulo el entrecruzamiento de naturaleza e historia. Cuando uno de los capitanes, en medio de un aguacero, les dice a los soldados que el Perú no es nada comparado con el reino de Omagua que van a conquistar, el narrador comenta: «La visión de El Dorado era ya familiar en el fondo de aquellos ojos duros. Mucho habían oído de él, mucho lo habían soñado. Lo olían entre el vaho de la selva como el almizcle de un animal salvaje»; en ese momento, cae un trueno que acalla las palabras del capitán: «La lluvia seguía arreciando. Los hombres chapoteaban en el barro con las ropas adheridas a la piel. Alguno sacaba de un sucio trapo un pedazo de yuca o de papa y lo devoraba con ansia animal» (15).

El título del capítulo dos confirma cuáles serán los ingredientes claves del camino hacia El Dorado: «Lluvia y sangre». El lector se ve confrontado de este modo a una convergencia de hechos históricos y fuerzas naturales que lo acompañará hasta el final de la novela. En los días previos a la llegada a Barquisimeto, donde sin que él lo sepa lo espera la muerte, Aguirre apenas logra animar a los marañones que aún le son leales a continuar la marcha por la sierra:

Llovía a torrentes. Entre las ramas de los árboles flotaba una niebla de humedad, y los hombres empapados, cubiertos de fango hasta la cabeza, parecían unos inmensos gusanos. El esfuerzo era agotador. No se lograba que los caballos subieran. A ratos los hombres se paraban, con las manos en jarras y la cabeza en el pecho resoplando, extenuados, mientras el agua les corría, por sobre las ropas y el cuerpo, deshaciendo el barro y mezclándolo con el sudor. (176-177)

La situación provoca la cólera de Aguirre, que exclama: «—Piensa Dios que porque llueve no tengo de ir al Perú y destruir el mundo, ¡pues engañado está conmigo!» (177). El fracaso de la rebelión marañona va de la mano con su impotencia ante los elementos desatados; la desmesura de Aguirre tropieza con la resistencia combinada de una situación histórica en la que el poder colonial tiene la ventaja y unas circunstancias geográficas desfavorables, lo que subraya la inseparabilidad de historia natural e historia humana.

Prolongando el sendero abierto por las crónicas de Indias, El camino de El Dorado se inscribe entonces en la tradición de narrativas hispanoamericanas en las que el enfrentamiento de los humanos con una naturaleza abrumadora constituye un motivo central. A causa de ello, el énfasis de estas obras en el vínculo entre acción humana y entorno ambiental puede parecer un aporte poco relevante. Sin embargo, el surgimiento de los imaginarios sobre la selva tiene lugar justo en la encrucijada de ambiente e historia que autores como Benites, Aguilera Malta y Uslar Pietri nos invitan a revisar. La sospecha que ronda a los lectores de sus novelas es que dichos imaginarios tienen un origen humano, demasiado humano, y que, en vez de revelar la realidad selvática, la recubren con un biombo hecho de sueños y de miedos. Todo sucede como si, en vez de ser descubierta por los españoles, fuera la selva suramericana la que pone al descubierto el ser profundo de sus invasores. En este sentido, aunque El camino de El Dorado parece corroborar la noción colonial según la cual los europeos «descubrieron» la selva, su tejido narrativo contiene líneas de desarrollo que implican un distanciamiento crítico con respecto a esa noción.

Por una parte, a lo largo del texto la actitud de los participantes en la expedición se caracteriza por una cierta indiferencia ante el ambiente selvático, lo que no impide que las fuerzas naturales sean determinantes en el desarrollo de los eventos. Aparte del asombro suscitado por los animales extraños que de vez en cuando se asoman a las orillas o por la tremenda anchura que alcanza el río en algunos tramos, la nota dominante es el desgano, la modorra, el tedio que el lánguido avance de los navíos sobre las aguas y la monotonía del verde inacabable suscitan en los soldados. Escribe el narrador: «Todo era extraordinario y desconocido. Pero no parecían sentir gran sorpresa ante aquel mundo de la vida del río inmenso. Era como si lo vieran de lejos y con despego, buscando otra cosa» (43). Nótese la expresión utilizada por el narrador para referirse al río y a la espesura circundante: «mundo de la vida».9 La selva solo puede ser un auténtico mundo de la vida para sus pobladores nativos; los españoles, en cambio, pasan por ella casi sin verla, no en razón de un problema óptico o sensorial, sino por falta de un entramado de prácticas y de experiencias previas que les permita comprender el horizonte que desfila ante sus ojos como parte de una realidad plenamente significativa. En consecuencia, el foco de la atención de los hombres oscila entre la evocación melancólica del pasado y la anticipación excitante de un futuro espléndido: «Iban enfrascados contando los cuentos de sus pasadas aventuras, o los recuerdos de sus pueblos o solazados en los planes de lo que iban a hacer cuando volvieran ricos». La presencia constante de la selva resbala sobre su sensibilidad sin ser asimilada, mientras juegan a los naipes o permanecen recostados en algún rincón: «—Qué se me da a mí de bichos raros, que ni sirven para comer. A mí que me avisen cuando encontremos al rey Dorado— decía alguno de mala gana a otro que venía a señalarle alguna novedad» (43).

Las urgencias del presente, desde luego, imponen su ley, y el miedo se adueña de los viajeros, pero su asedio imperioso no obedece solo a la selva que los rodea sino también a la atmósfera de alarma que reina dentro de la propia expedición. La cotidianidad del recorrido se distingue por el contraste entre la visión de las márgenes del río, cubiertas de vegetación tupida, y la escasez de comida. Inhábiles para aprovechar los recursos selváticos, supeditados al hallazgo de alimentos en las aldeas indígenas, los españoles pierden la compostura cuando los alimentos escasean, situación que, por cierto, se produce a menudo: «Cualquier lagarto, cualquier alimaña que podían coger, los devoraban crudos a dentelladas, aderezados con el cuchillo, de temor que otro viniese a arrebatárselos» (60). A ello se suman los terrores causados por los crímenes que ensangrientan el viaje y por los peligros desconocidos que parecen estar al acecho en la espesura. El paso de los europeos por el inmenso enigma de la selva va así de la mano con el afloramiento de las facetas más sórdidas de la naturaleza humana, encarnadas en la figura de Aguirre. Ambos aspectos se unen al final del recorrido por el río: «Todo se concentra ahora en Aguirre. En su mano está la vida y la muerte y hasta las almas de aquellos hombres. […] Todo el misterio y la fascinación trágica de la naturaleza parece haberse refundido en su persona» (100). Atrapados en un nudo de angustia y privaciones, en un medio extraño cuya presencia suscita indiferencia o tedio, no es raro que los participantes en el lance quieran salir del río en cuanto sea posible. De principio a fin, la selva torna a ser un lugar de paso, un obstáculo molesto y temible, un espacio lioso y a la vez «liso»,10 al que los expedicionarios se asoman en busca de comida, contra el cual blanden sus espadas y disparan sus arcabuces, pero en el que a la postre no es factible proyectar una ocupación duradera.

Por otra parte, sucede con frecuencia que los españoles cometen errores fatales debido a su desconocimiento del entorno y de las culturas locales. Desde antes de la salida de la expedición, ya algunas decisiones de los capitanes tienen consecuencias nocivas. Es el caso de Ursúa, que hace armar los bergantines y las chatas y los deja expuestos a las lluvias torrenciales del invierno amazónico: la humedad acaba por dañar las maderas y acarrea la pérdida de varios barcos y de buena parte de sus bastimentos (33-35). Pero los ejemplos más reveladores sobrevienen durante la navegación río abajo, en plena travesía selvática. Pensemos en el soldado que, con una curiosidad entendible en esas circunstancias, se interesa por las cerbatanas y, mediante gestos, le pide a un indio que le explique su uso; el indio extrae un dardo, lo introduce en la cerbatana y luego sopla con fuerza apuntando en dirección al río; el soldado quiere imitarlo, empuña la cerbatana y alarga el brazo para coger un dardo, pero el indio se niega a dárselo. «Trató el soldado de arrebatárselo, del atado que llevaba a la espalda, por fuerza. Hubo una breve lucha. Tan silenciosa y breve que nadie la advirtió. El español cogió el dardo. Sintió la breve punzada de la aguda punta en un dedo. Pero no pudo hacer más. Sintió una gran pesadez y torpeza como si todos los miembros empezaran a hinchársele y aflojársele» (42). El soldado cae agonizante y horas más tarde otro soldado tropieza con su cadáver ya frío. En este ejemplo, la ineptitud del español para apropiarse del conocimiento local está ligada a cierto desprecio por el indígena, a un sentimiento de superioridad que lo lleva a imponerse a las malas en vez de atender a las indicaciones y los gestos del otro, que conoce el efecto mortal del curare con el que están empapados los dardos. El hecho de que el soldado español se pinche a sí mismo con el dardo recalca la faceta autodestructiva de su actitud.

 

Otras veces, es la imprudencia sobre el terreno lo que lleva a los españoles a un resultado aciago. Así le ocurre al soldado que, para alcanzar los frutos de un árbol cargado de guayabas, se apoya en la horqueta del tronco sin fijarse dónde pone la mano (un descuido incomprensible para cualquier indígena de la región) y es mordido mortalmente por una serpiente de manchas blancas y rojas que estaba allí enrollada (47). También es el caso de otro soldado que, habiendo recibido un ligero corte en su brazo mientras probaba sus armas, lo hunde en el agua del río para lavar la herida; emergen entonces pirañas que asaltan el brazo a mordiscos y, para horror de quienes acuden al oír los gritos del soldado, solo dejan los huesos ensangrentados: «Los indios servidores les explicaron que aquellos eran unos peces que, en numerosos bandos, atacaban y devoraban cualquier ser vivo que tuviese una herida o mancha de sangre fresca. Sin esto, uno podía sumergirse en medio de ellos sin riesgo» (48). Es cierto que, en estos pasajes, los indios figuran solo como comparsas; no obstante, sus pocas intervenciones permiten suponer que muchas de las calamidades sufridas por expediciones como la de Ursúa fueron aún peores debido a la actitud poco receptiva de los europeos con respecto a los pueblos nativos y sus saberes tradicionales.

Los sufrimientos y el hambre soportados por el camino, el pavor experimentado ante las amenazas acechantes en la espesura y la magnitud de la desilusión provocada por el fracaso tienen, sin embargo, mayor peso en el imaginario que la indiferencia de los españoles frente a la selva, que las imprudencias y los errores cometidos por desconocimiento. Incidentes como los que he citado tendrían un alcance meramente anecdótico (las narrativas de la selva están repletas de episodios parecidos) si no fuera porque, articulados en el marco de la búsqueda de El Dorado, iluminan a contraluz el tipo de experiencia en cuyo seno cristalizan las representaciones sobre la selva. A este respecto, el capítulo titulado «El humo de los omaguas» resulta de especial interés, pues enfoca dichas representaciones en un momento clave de su gestación, cuando Aguirre y los demás sobrevivientes se acercan a la desembocadura del río y cuando, por lo tanto, el mundo selvático ya no va a ser más una presencia abrumadora sino un cúmulo de recuerdos que empieza su proceso de sedimentación en la memoria. Aunque la salida al Atlántico está próxima, los viajeros tienen la sensación de estar atrapados:

Los dos bergantines parecen detenidos y apresados en un légamo letal. Ya no avanzan. Ya no podrán salir nunca más del inmenso río. Los más han caído enfermos y tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan. Un contacto frío con la piel en la sombra es una serpiente, o un ciempiés gigante o cualquier otro de aquellos extraños insectos monstruosos. Un zumbido en el aire puede ser el de la cerbatana mortal que el indio dispara desde la maleza, o simplemente el vahído de la fiebre que empieza a arder inextinguible a todo lo largo de la sangre. […] Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. (98-99)

Nótese cómo, al cabo de meses de navegación por el río, los expedicionarios tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan: esta fórmula certera define la atmósfera en la que cuaja la visión de la selva como lugar peligroso y anárquico, colmado de amenazas impredecibles. Las penurias derivadas de la indiferencia, del descuido, del desconocimiento son atribuidas a una suerte de maleficio proveniente de la espesura; los riesgos asociados al clima, a la fauna, a los indios aparecen deformados y agigantados por el miedo; la sensación de encierro motivada por la inmensidad selvática es percibida como un síntoma de intenciones letales ínsitas en la corriente del río, en la maleza, en el légamo. Si bien el espacio acotado de los bergantines es para los viajeros un refugio contra las fieras y las flechas, no los exime del tormento de un clima al que no están habituados. El espectáculo de la vegetación y de las aldeas indígenas en las orillas es como una película monótona vista con ojos febriles desde la cubierta de los barcos. La tierra es ante todo un sitio para descansar y encontrar alimentos antes de proseguir la navegación.11

Pero el distanciamiento visual de los viajeros con respecto al entorno amazónico no solo repercute en los imaginarios oscuros (la selva malsana, letal, enmarañada), sino también en los luminosos (la selva fecunda, plena de riquezas). Como es sabido, un personaje, un objeto, un mundo desconocido puede parecer amenazante o maravilloso, aterrador o mágico, dependiendo de las circunstancias. Los conquistadores, enfrentados en América a todo tipo de novedades en una notable variedad de circunstancias, oscilan con frecuencia entre el asombro y el temor, el azoramiento y la maravilla. Así sucede en los primeros viajes al Amazonas; para Orellana y sus acompañantes, la naturaleza americana es sentida «ya como espectáculo fabuloso, ya como continua amenaza» (Pérez 1989: 202). La novela de Uslar Pietri expresa esta ambigüedad en las últimas escenas del viaje por el río: antes de llegar al estuario, los viajeros fatigados y enfermos creen distinguir a lo lejos las torres de la ciudad dorada y se aglomeran en la cubierta, tratando de apreciar mejor el portento, el lugar mágico tantas veces soñado: «Ya les parecía tener en las manos el fabuloso reino. Ya no se acordaban del temor y de las angustias. Todo parecía haber pasado y estar amaneciendo una vida nueva. Allí, al fin, tras las largas leguas y los días terribles, estaban los Omaguas, su rey cubierto de oro, sus ídolos de oro, sus ciudades de oro». Aguirre, sin embargo, ordena que los navíos se alejen enseguida de lo que a su juicio es solo un espejismo y se internen en el río: «Todos callaron, pero hasta el anochecer, muchos todavía permanecían inmóviles, con los ojos fijos, clavados en la distancia, en la que ya nada se veía» (1985: 101). La expedición sigue hacia la isla Margarita, pero queda flotando en los ánimos la ilusión de haber estado cerca del tesoro prometido, a punto de alcanzar El Dorado. Las desilusiones, las angustias, el fracaso agrietan el mito movilizador, pero no deshacen su hechizo; el brillo del oro entrevisto en la distancia continúa poblando la imaginación y atizando la codicia de incontables viajeros y exploradores en los siglos siguientes.12

En suma, El camino de El Dorado ofrece una rara mezcla de acatamiento a la tradición y revisión crítica. Su autor se atiene a la versión de los hechos aportada por las crónicas, mantiene a los indígenas en segundo plano y sin darles voz, describe la selva desde el punto de vista de los forasteros y refuerza la noción colonial según la cual Aguirre fue un traidor y un tirano. No obstante, su examen de lo que implica en términos existenciales «entrar en la selva» le permite recrear de forma plausible la experiencia de los expedicionarios, ayudándonos a precisar las raíces concretas de las representaciones de lo selvático y poniendo en claro la insostenibilidad del dualismo «naturaleza/historia». También en Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva se mezclan la tradición y la crítica, pero aquí la mixtura es de valor opuesto. Por contraste con el énfasis de Uslar Pietri en los factores ambientales, en la novela de Otero Silva la selva es mero telón de fondo, y las descripciones que de ella hace el narrador se distinguen por su carácter estereotipado. En cambio, Otero Silva procura redimir a Aguirre de la fama de tirano que lo rodea desde las crónicas de Vásquez y Almesto. La novela consta de tres partes de igual extensión en las que Lope de Aguirre es, a su turno, «el soldado», «el traidor» y «el peregrino»; el viaje por el río abarca solo la segunda de ellas; el título y la estructura de la obra indican que el acento de la narración no está puesto en el camino sino en el protagonista, cuya rebelión es para Otero Silva un antecedente de las declaraciones de independencia del siglo xix.13

Resulta instructivo ver cómo esta novela, a la vez que plantea la cuestión de la autonomía hispanoamericana con respecto a la dominación española, reitera de forma acrítica la visión eurocéntrica de la selva heredada de la Colonia. Consideremos el siguiente pasaje:

De la lejanía llegan los ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocara en bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa. Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma, el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a muchas leguas de distancia. (1979: 159-160)

Este párrafo, insuperable a su modo, puede prestar excelentes servicios como antología de lugares comunes. Los sonidos de la selva llegan «de la lejanía» y su fragor es «bárbaro», «tenebroso», «irracional», cual si se tratara de una melodía nunca antes oída, interpretada por «músicos enloquecidos». En el seno de la espesura reina la confusión; no en vano allí retumban al unísono «aullidos», «rumores», «bramidos», «silbidos», «bocinas», «alaridos», «estruendos», «repiques de tambor», «clamores», etcétera. La adjetivación utilizada por el narrador enfatiza que la selva es un territorio de radical otredad, debido a su aura de misterio (los ruidos son «insólitos», se escuchan crujidos provocados por «pasos invisibles»), a su desmesura (los sapos son «gigantes» y su croar es «profundo», los árboles son «inmensos» y su caída es «terrible») y a la lucha sin cuartel que allí se vive (mientras un tapir «muere entre las garras de un puma», los indios acuden a sus «guazábaras»). Los yuruparis de los indios tienen que ser «sagrados», y no pueden faltar los papagayos escandalosos, los monos chillones, los caimanes «en celo». Todo ello se funde «en un mismo caudal sonoro»: las voces y actividades de los indios se sitúan en el mismo plano que las voces del viento, del río, de la vegetación y de los animales, lo que rubrica su carácter natural.

El acento estereotipado del párrafo de Otero Silva no procede de los elementos que lo integran (¿qué duda cabe de que la selva es enorme y de que en ella hay ríos torrentosos, monos que chillan, árboles que caen?), sino de su acumulación desconsiderada, del prejuicio que le atribuye a esa suma un talante bárbaro e irracional, y de la implícita asimilación del todo a un estado de pura naturaleza. La enumeración que ocupa la mayor parte del párrafo es un pequeño inventario, un catálogo variopinto que privilegia ciertos elementos susceptibles de satisfacer las expectativas de una mirada externa sedienta de exotismo y de misterio. El lector desprevenido, al recorrer el citado pasaje de Otero Silva, se imaginaría que Aguirre y sus hombres tropezaban a cada paso con pumas y tapires, con torrentes y cascadas, con tribus belicosas tocando el tambor. Las incursiones conquistadoras, empero, duraron meses y años, y en ese tiempo los encuentros con fieras y otras «maravillas» no ocurrían todos a la vez sino azarosa y escalonadamente, con largos intervalos de quietud, de tedio, de navegación silenciosa bajo el asedio de los mosquitos, o, cuando los expedicionarios desembarcaban en las orillas, de marcha entre el barro y las hojas acumuladas en el suelo. Recordemos, además, que ya las dos primeras líneas del pasaje en cuestión caracterizan la selva como núcleo de irracionalidad y barbarie; la enumeración que viene luego simplemente confirma ese supuesto que no se discute. La espesura selvática es naturaleza salvaje en la que coexisten confusamente árboles, sapos, indios, pájaros, calabazas, truenos, ríos… Un lugar en el que, por lo tanto, hace falta alguien (presumiblemente, los representantes de la civilización) que ponga las cosas en su sitio. Como el lector puede apreciar, el párrafo de Otero Silva ilustra bien el efecto de distorsión suscitado por el lente de la mirada colonial; en él se combina el temor del forastero ante una realidad que parece trasgredir los criterios usuales de inteligibilidad y orden con el apetito de aventuras y de mundos nuevos. La selva torna a ser un caos que causa miedo pero también curiosidad, que ilusiona tanto como asusta y que, por ende, resulta inquietante en los dos sentidos del término: por atracción y por repulsión.

 

Mi interés, sin embargo, no es compilar clichés sobre la selva, sino identificar en los textos narrativos aquellos ingredientes que desenmascaran los clichés, contribuyendo así al surgimiento de una perspectiva crítica con respecto a su influjo. En este orden de ideas, si bien Otero Silva se pliega inconscientemente al legado colonial en cuanto atañe a la representación del ambiente amazónico, su trabajo subraya un elemento desmitificador de otro nivel. Me refiero a la incredulidad de Lope de Aguirre a propósito de El Dorado —un rasgo que está presente en la novela de Uslar Pietri pero que Otero Silva traza con mayor nitidez—. Para el Aguirre de Otero Silva, El Dorado es una «milagrosa mentira» concebida «por la imaginación de los profetas indios a modo de contrapeso o escudo ante el estrago que les hacían los arcabuces y caballos españoles». Con lucidez, Aguirre nota que esa mentira sagaz afecta doblemente a los conquistadores, no solo extraviándolos en la inmensidad selvática en busca de un lugar ilusorio, sino también sembrando la discordia entre ellos: «En el afán de domeñar esa quimera nos tragan vivos las selvas lóbregas, nos ahogan los ríos tumultuosos, nos matamos los unos a los otros desaforados por la envidia y la ambición» (147). La novela de Otero Silva destaca con ello una de las facetas menos recordadas del mito de El Dorado: la de haber sido empleado como estrategia defensiva por los pueblos nativos. Esto no significa, desde luego, que los nativos inventaran ex profeso El Dorado, sino que se valieron, para fines acerca de los cuales solo podemos especular, del prestigio y la difusión adquirida por la antigua leyenda chibcha del cacique dorado y de la inclinación de los españoles a creer y a extrapolar ese género de historias.14

El escepticismo del líder de los marañones respecto a El Dorado se acompaña, en la versión de Otero Silva, de una crítica a la actitud de muchos conquistadores cuya principal expectativa es poder sustraerse a las exigencias del trabajo: «Habéis acometido esta empresa con el designio de haceros ricos y poderosos de golpe y porrazo, sin labrar la tierra, sin amasar el pan, sin forjar el hierro, sin leer los libros, con el oro y la plata de los Omaguas que pedís a Dios hallarlos a flor de tierra, ya que a cavar una mina tampoco os han enseñado» (147). La credulidad con que los españoles acogían las leyendas sobre lugares míticos es fomentada, según esto, por las ansias de riqueza rápida, pero también por un contexto histórico en el que los europeos se imaginaban la realidad americana, incluyendo la selva, como un territorio a lo largo del cual estaba diseminado, en sitios que era preciso ubicar, un cuantioso y espléndido botín. Tal noción encaja bien con la dinámica que articula los imaginarios coloniales de la selva, surgidos en el seno de expediciones cuyos participantes, pese a los sufrimientos que los hostigaban por el camino, solían pensar con el deseo y ver con la imaginación. Al mismo tiempo, ella crea un escenario propicio para las prácticas extractivas que marcan con su impronta la historia económica del continente desde la época de la conquista.

A modo de recapitulación, subrayo entonces la existencia de tres líneas de desarrollo de los imaginarios de la selva cuyo origen se remonta a la situación vivida por los conquistadores en sus incursiones amazónicas. Por un lado, está la visión de la selva fecunda, fomentada por la promesa de las riquezas ocultas en su interior y por la vegetación exuberante; por otro, está la visión de la selva enmarañada, fomentada por los obstáculos e inconvenientes del camino y por las dificultades para orientarse en ella. Por último, está la visión de la selva inclemente, fomentada por el fracaso de las expediciones y por el pesado saldo de víctimas que arrojaba cada viaje. Las cuatro novelas que he analizado muestran cómo estos temas solo en parte responden a las características ambientales del entorno selvático: la visión de la selva fecunda, afín a los imaginarios del paraíso virgen, se apoya fuertemente en las esperanzas que tenían los españoles de encontrar oro, plata, especias; la noción de la selva enmarañada, afín a los imaginarios de la selva como laberinto vegetal, responde en buena medida a las torpezas y errores cometidos por los españoles a causa de su ignorancia del terreno y su ceguera con respecto a las culturas locales; la noción de la selva inclemente, afín a los imaginarios de la espesura letal y del infierno verde, es entre otras cosas un reflejo de la desilusión sufrida por los conquistadores al término de expediciones cuyos resultados no correspondían a las exageradas expectativas iniciales. La realidad ambiental de la Amazonía y la coyuntura de la empresa conquistadora forman, por ende, una trenza cuyos hilos naturales e históricos están tan íntimamente entretejidos que resultan indisociables.

Esto ayuda a entender por qué la selva ocupa en las novelas de Benites, Aguilera Malta, Uslar Pietri y Otero Silva un lugar a la vez central y marginal. Aunque decisivo para el destino de las expediciones de Orellana y de Ursúa, el entorno amazónico sigue siendo al cabo un territorio desconocido sobre el cual los españoles proyectan sus esperanzas, con el cual tropiezan sus esfuerzos y al cual terminan imputando sus desengaños. A las dificultades de los conquistadores para afrontar la realidad selvática se suman la lejanía y el aislamiento de la selva con respecto a los ejes del poder colonial en América, que a su vez están alejados y relativamente aislados con respecto a la fuente central del poder en la península ibérica. La selva entra en la tradición de la historia occidental como el margen de un margen, la periferia de una periferia, el borde o frontera de las terras incognitas aún no asimiladas —y quizá inasimilables. El efecto de distorsión que esto implica ha adquirido con el tiempo un grado de evidencia difícil de soslayar; de ahí que en la revisión de la historia tradicional llevada a cabo por los cuatro autores mencionados persista una visión de la selva profundamente marcada por la huella de los viejos imaginarios eurocéntricos. Ello no impide que, como hemos visto en este capítulo, sus novelas hagan aportes relevantes para el desarrollo de esa vigilancia crítica que necesitamos a fin de contrarrestar la fascinación que siguen ejerciendo hasta hoy los estereotipos de la selva.