Ríos que cantan, árboles que lloran

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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En general, es posible identificar dos formas básicas mediante las cuales los narradores han confrontado los imaginarios coloniales sedimentados: la primera consiste en apelar a los recursos de la narración literaria para reescribir ciertos episodios claves de la conquista y la colonización de las selvas, subrayando así el carácter histórico y contingente de los imaginarios; la segunda, en abordar los imaginarios mismos y reciclarlos paródicamente, a fin de poner en evidencia, mediante una especie de reducción al absurdo, la dosis de artificio y de estereotipo que hay en ellos —o, para decirlo con más precisión, a fin de poner en evidencia el hiato que existe entre el andamiaje discursivo de los imaginarios y la realidad a la que hacen referencia—. La popularidad de la primera forma de confrontación está atestiguada por la abundancia de novelas históricas ambientadas en la selva; el viaje de Francisco de Orellana por el río Amazonas, y la expedición posterior de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre han inspirado la escritura de numerosas novelas, a lo cual hay que agregar obras recientes que reconstruyen eventos de la época de las caucherías.5 La segunda forma de confrontación resulta más difícil de referenciar, ya que el reciclaje de los imaginarios se lleva a cabo trasversalmente, con distintas dosis de parodia y con un mayor o menor grado de conciencia crítica por parte de los autores, en un amplio repertorio de novelas y cuentos. Además, la eclosión de las corrientes de lo «real maravilloso» y del «realismo mágico» a mediados del siglo pasado baraja las cartas de los imaginarios tradicionales y complica aún más el análisis de las estrategias de abordaje crítico de la herencia colonial.6 En todo caso, como veremos ahora, la confrontación de los imaginarios coloniales está estrechamente vinculada con la irrupción de las cuestiones ambientales en las narrativas de la selva.

1.2. El impacto ecológico y humano de la colonización

Al interesarse en una realidad selvática que, desde los tiempos de las caucherías, sufre el acoso creciente del ímpetu colonizador, la narrativa de la selva se ve llevada de forma natural a ocuparse de la situación social de la región, así como de toda una serie de problemas que hoy en día llamamos «ecológicos». Desbordando los límites del enfoque regionalista o terrígena en el que se las suele situar (Franco 2001: 195-207; Fuentes 1972: 9-10), ya las narrativas de la selva de los años veinte y treinta del siglo pasado exploraron a fondo las relaciones de la actividad humana con el entorno ambiental. Es verdad que, en esas obras pioneras, la naturaleza es descrita a menudo como una fuerza omnipotente, y la selva, como un ámbito feroz, hostil, invencible. También es sabido que Quiroga, Rivera, Gallegos y Alegría, a raíz de las situaciones de injusticia existentes en sus países, hicieron de la denuncia y la crítica social uno de los ejes de su trabajo narrativo. Lo que se ha notado menos es que en sus obras surge una idea destinada a tener un amplio desarrollo en la narrativa posterior: que la selva en el fondo es más frágil de lo que parece y corre peligro debido a las perturbaciones suscitadas por la colonización, las cuales hacen del bosque y de sus pobladores humanos y no humanos algo más que simples víctimas colaterales. Surge así otro conjunto de temas que se amplía en las décadas siguientes y, sobreviviendo a las corrientes de lo real maravilloso y del realismo mágico, mantiene plena vigencia en la actualidad. De poco sirve desenmascarar el embrujo de las viejas representaciones coloniales de la selva si las nuevas dinámicas colonizadoras, inscritas en la lógica del capitalismo global y respaldadas por la eficacia de la tecnología moderna, continúan reproduciendo en la práctica los aspectos más destructivos de ese legado. Esta es la razón por la cual el examen crítico de los imaginarios que movilizan la colonización prepara el terreno para la exploración del impacto que esta ejerce sobre la cultura de las poblaciones nativas y sobre los ecosistemas selváticos.

El enfrentamiento de los humanos con una naturaleza exuberante pero hostil constituye un tópico central de la literatura hispanoamericana desde las crónicas de Indias.7 La llegada de los europeos a América estableció un patrón de ocupación del territorio en el que las montañas, los bosques, las llanuras y las selvas eran regiones erizadas de obstáculos, a través de las cuales había que abrirse paso por la fuerza para alcanzar las riquezas ocultas en su seno. En las expediciones de exploración que recorrieron el continente, el deslumbramiento provocado por el hallazgo de un mundo distinto iba de la mano con las dificultades suscitadas por la falta de familiaridad con el terreno, por la resistencia de las poblaciones aborígenes y por los encarnizados enfrentamientos que se desataron entre los propios invasores. Como un eco tardío de esas jornadas, que William Ospina denomina «auroras de sangre», la modernización en América Latina adoptó desde muy pronto el cariz de un necesario sometimiento del entorno natural y de sus pobladores. En este orden de ideas, Ospina presenta como un rasgo clave de la cultura latinoamericana moderna el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en Europa, se desarrolla en el marco de una naturaleza que todavía no ha sido plenamente domesticada (2007: 181-183). El arribo del mercantilismo a la región luego de las guerras independentistas hizo que su incorporación al capitalismo coincidiera con la lucha por vencer la resistencia de vastas zonas del territorio aún en estado salvaje.

En este marco neocolonial se inscriben las narrativas hispanoamericanas de la selva escritas desde inicios del siglo xx. La situación de sus autores es ambigua porque la atmósfera cultural dominante en los países de la región lo era ya desde los tiempos de la independencia. A este respecto, Carlos Alonso advierte que las élites criollas gestoras de las nuevas naciones adoptaron el discurso progresista de la modernización —orientado hacia el futuro— como una estrategia para sellar la ruptura con el orden colonial español —anclado en el pasado—, pero con eso le prepararon el camino al neocolonialismo, ya que el proyecto modernizador supone la legitimidad del poder ejercido por las metrópolis centrales sobre las zonas periféricas del orden mundial, entre ellas América Latina (1998: 19-23). En consecuencia, los escritores e intelectuales hispanoamericanos se vieron confrontados a un escenario ambivalente: ¿cómo ser modernos bajo las condiciones semifeudales heredadas de la Colonia? ¿Cómo afirmar la autenticidad cultural de unos países que, habiendo logrado su libertad política, pasan a ocupar en la práctica una posición subordinada de tipo neocolonial a nivel económico? ¿Cómo tomar distancia con respecto a los efectos negativos de la modernización patrocinada por el discurso cultural dominante?

En los cuentos misioneros de Quiroga, en los relatos amazónicos de Ciro Alegría, en el trato que Rivera en La vorágine o Vargas Llosa en La casa verde le dan al tema de la explotación cauchera, se pueden rastrear las huellas de tal ambivalencia. Se trata de narrativas que mezclan las visiones estereotipadas de la selva con los intentos por trascender tales estereotipos, que critican la incorporación forzada de las selvas tropicales al capitalismo global al tiempo que ellas mismas son un documento de esa incorporación, que denuncian las formas postizas asumidas por la modernización en regiones apartadas del continente al tiempo que su escritura ostenta rasgos propios del discurso modernizador. La centralidad del tema de las caucherías en las narrativas de la selva pone de manifiesto lo ambiguo del terreno en el cual estas obras se mueven. Recurriendo al caso más conocido, recordemos que la resonancia alcanzada por La vorágine de Rivera no obedeció a su contenido de denuncia social, pues cuando la obra fue publicada, la intelectualidad y las élites políticas de los países de la región ya tenían noticia de los crímenes del Putumayo, gracias a las investigaciones y los testimonios de diversos cronistas (Villegas 2006: 21-22). Mucho más determinantes para varias generaciones de lectores resultaron las imágenes que ofrece esa obra de la selva y de los nativos, las cuales, sin embargo, le deben tanto a la herencia colonial de visiones edénicas e imaginarios de un continente minado por el mal.

Otro caso significativo lo encontramos en La casa verde de Mario Vargas Llosa. Como han advertido algunos críticos,8 esta obra hace una crítica aguda de la separación entre «civilización» y «barbarie». El título de la novela alude al burdel de Piura, pero también al entorno geográfico amazónico y, por ende, a la mezcla entre lo natural (verde, selva) y lo cultural (casa, burdel, ciudad); a tono con ello, varios pasajes del texto sugieren que la línea divisoria entre lo bárbaro y lo civilizado no separa la naturaleza de la cultura o la selva de la ciudad, sino que las atraviesa a ambas: tanto en la selva como en la ciudad civilización y barbarie coexisten de forma compleja y en diferentes dosis, puesto que no designan realidades objetivas sino facetas que cohabitan en el corazón humano (Lituma, por ejemplo, maltrata a la Selvática porque esta no se adapta a la vida civilizada, pero él mismo participa en una irracional ruleta rusa; el padre García desea preservar la moral y las buenas costumbres pero al final hace justicia por propia mano y arrastra a una multitud a quemar el burdel; y así sucesivamente). Al mismo tiempo, sin embargo, Vargas Llosa acoge sin atenuantes la concepción lineal del tiempo histórico implícita en el proyecto moderno, la cual presupone la superioridad de la cultura europea y descalifica las culturas amazónicas por estar ancladas en la Edad de Piedra; adicionalmente, diversos pasajes de la obra reestablecen el sentido tradicional del contraste entre barbarie y civilización, por ejemplo, las descripciones según las cuales los indígenas son salvajes que se comunican con gruñidos y se portan como bestias.9 Con dificultad se encontraría otro ejemplo capaz de ilustrar con mayor elocuencia la ambigüedad que hace de la representación narrativa del mundo selvático un terreno plagado de escollos y de arenas movedizas.

 

Con sus aciertos y sus contradicciones, estas y otras narrativas participan en todo caso del proceso de formación entre la élite letrada de Hispanoamérica, de una conciencia crítica relativa a la manera colonial de representar los ámbitos selváticos, y los impactos nocivos de las formas neocoloniales de explotación —un proceso que, como veremos luego en detalle, no adopta la forma de un ascenso gradual por una suave pendiente, sino la de un avance por un terreno escabroso, lleno de altibajos y tropiezos a lo largo del camino—. A partir de Quiroga y Rivera, tanto la visión de la naturaleza como la de las huellas dejadas en ella por la intervención colonizadora empiezan a ser problematizadas, lo que marca una diferencia con respecto a las narrativas decimonónicas de la selva —Cumandá de Juan León Mera o los capítulos selváticos de María de Jorge Isaacs—, cuyo tono y atmósfera resultan claramente epigonales con respecto a sus modelos del romanticismo europeo.

Del acopio de temas que abordan las narrativas de la selva a medida que una conciencia renovada emerge a lo largo del siglo xx, quiero destacar tres a los cuales volveré a menudo luego, por cuanto iluminan dimensiones ambientales y humanas claves de la colonización: las relaciones de género; las interacciones de los humanos con los animales, las plantas, los ríos y otros entes no humanos, y el choque de las poblaciones nativas y de los saberes locales con la civilización occidental. La representación de las relaciones de género es un tema álgido porque pulsa dos cuerdas sumamente sensibles: la dominación masculina y la feminización del mundo natural. De hecho, ambas vertientes tienen un origen común en la historia colonial; así lo destaca Guerra Cunningham cuando dice que, bajo las condiciones atípicas suscitadas por la conquista, el estereotipo del Don Juan fomentó en América Latina un machismo «con dos características básicas: a) el poder para seducir al sexo femenino y b) la capacidad para ser agresivo y violento frente a la naturaleza y a los otros hombres» (1980: 14).

Los personajes masculinos de las narrativas de la selva suelen hacer gala de una conducta acorde con esa definición, como lo muestran Arturo Cova en La vorágine y Marcos Vargas en Canaima. En estas novelas, como es sabido, la participación de las mujeres está subordinada casi por entero a las iniciativas de los hombres. En La vorágine, la forma del relato recalca ese hecho: Cova, a medida que cuenta sus peripecias, le cede la palabra a otros hombres para que cuenten las suyas, pero nunca les da oportunidad de hacer lo mismo a las mujeres, cuyas voces solo afloran fugazmente en escenas dialogadas. Algo similar pasa en Canaima, aunque en esta obra el relato está a cargo de un narrador omnisciente. Lo que me interesa subrayar, empero, es que en el rancio imaginario patriarcal de Gallegos y Rivera, esa dominación masculina sobre las mujeres (y la que se ejerce sobre los indios) está ligada a la voluntad de explotar a una naturaleza que se resiste a ello. La naturaleza misma, al cabo, es la principal figura femenina de La vorágine: la condición de diosa terrible y vengativa de la selva se cifra en la leyenda de la indiecita Mapiripana (Rivera 1987: 133-135), que subraya el nexo entre naturaleza y feminidad, y se expresa asimismo en la figura de Zoraida Ayram, la mujer-selva. En Canaima, el nombre propio que le da título al libro se refiere a una divinidad emparentada con los árboles, la cual concentra las fuerzas malignas de la espesura y simboliza el principio del mal «que le disputa el mundo a Cajuña el bueno» (Gallegos 1970: 165), arrastrando a los hombres a la venganza y la destrucción (Sá 2004: 74-76).

Tanto en Los pasos perdidos de Carpentier como en La vorágine, la imagen de las mujeres viene filtrada por la percepción que de ellas tiene el narrador, pero la perspectiva misógina de Cova da lugar a una mirada más compleja y rica en matices (Renaud 2002: 55-57), como lo muestra la oposición de Ruth y Mouche, mujeres urbanas que encarnan una feminidad de signo negativo, con su contrapunto positivo: Rosario, la mujer selvática. Esta última, que conoce como nadie los secretos de las yerbas y por cuya boca hablan las plantas, simboliza la protección maternal, la fertilidad, los saberes tradicionales y la cercanía con la naturaleza, a tono con los roles que la cultura popular les atribuye usualmente a las mujeres. A las potencias terribles de La vorágine y Canaima, Carpentier les opone entonces una figura femenina benéfica, cercana a los imaginarios de la «Madre Tierra», sustituyendo la voluntad de explotación de la naturaleza por una búsqueda de comunión con ella que al final se revela infructuosa. En otras obras, la visión machista de la mujer como objeto sexual resurge, y Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa es el mejor ejemplo. Esta vez, la concepción de la selva como entidad femenina resalta su exuberancia, su calidez y la misteriosa seducción que emana de su atmósfera envolvente, rasgos que cuajan de nuevo en otro personaje —la hermosa y fatídica Brasileña— que enriquece la lista de mujeres de la selva arquetípicas.

Estos ejemplos ilustran bien la persistencia con la que los autores vinculan la feminidad y el entorno selvático. Se advierten aquí los ecos de un simbolismo de la procreación y la fertilidad cuyo influjo es evidente en las religiones antiguas y cuyo origen se remonta a los sistemas de creencias de las comunidades primitivas. Bien sea para exaltar su capacidad germinativa, para destacar el ambiguo poder de seducción que la caracteriza, para mostrar su faceta amenazante o para otros fines narrativos, la selva de los novelistas suele ostentar rasgos femeninos —lo que entronca a su vez con la tradición occidental de representaciones en que la naturaleza es una madre «nutricia y dadora de vida» o una mujer «caprichosa y peligrosa», y cuya pervivencia se advierte por doquier en la cultura popular contemporánea (Roach 2003: 8-12 y 27)—. Los ejemplos citados muestran además la fuerza con que las relaciones de género en las narrativas de la selva tienden a fijarse en estereotipos afines a los que rigen la dualidad «paraíso/infierno». Este hecho ha recibido bastante atención por parte de la crítica y, por ende, no insistiré en él.

Por contraste, el corpus de las narrativas hispanoamericanas de la selva incluye otros textos que, opacados por la fama de las obras canónicas, han despertado escaso o nulo interés entre los estudiosos, pero que, no obstante, son relevantes para el proceso de maduración de la conciencia crítica al que hice referencia antes. Cuatro novelas en particular son dignas de atención en lo que respecta a las relaciones de género y la feminización de la naturaleza. Dos de ellas —Una mujer en la selva de Hernán Robleto y Selva trágica de Arturo Hernández— no solo cuentan historias cuyas protagonistas son mujeres, lo que es novedoso dentro del corpus que nos ocupa y más teniendo en cuenta la época en la que fueron escritas, sino que hacen una crítica perspicaz de ciertas facetas del machismo latinoamericano y, por el modo en que presentan la relación de sus heroínas con la naturaleza circundante y con sus pobladores autóctonos, anticipan otras del ecofeminismo y de la antropología interpretativa de los años setenta y ochenta. Las dos novelas restantes —La loca de Gandoca de Anacristina Rossi y Waslala de Gioconda Belli— marcan la entrada en escena de mujeres novelistas en la tradición de las narrativas de la selva. Además del soplo de aire fresco que estas obras traen al panorama de nuestra literatura, la primera ofrece la exploración más penetrante hasta la fecha de la mercantilización del entorno ambiental por parte de empresas de los sectores turístico e inmobiliario; la segunda, a su turno, aborda un tema poco trabajado en otras narrativas de la selva contemporáneas, a saber, el de la contaminación por desechos tóxicos. Ambas obras sitúan la cuestión ecológica en el marco de desigualdades económicas y sociales que la sustentan y, a través de las peripecias que viven sus protagonistas (mujeres en los dos casos), examinan las afinidades y diferencias del activismo ambientalista y el ecofeminismo.

Ahora bien: la búsqueda de soluciones para la problemática ecológica no solo pasa por la revisión crítica del eurocentrismo y de las estructuras de dominación masculina de la tradición patriarcal, sino también por la impugnación del antropocentrismo tan hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento y nuestro estilo de vida. Esta es la razón por la cual la relación de los humanos con los animales, las plantas y otros entes no humanos es un tema central en los debates bioéticos y filosóficos actuales. Los cuentos de Horacio Quiroga son una piedra de toque ineludible en cuanto a la representación del mundo animal en la narrativa hispanoamericana, y a ellos volveremos más adelante para destacar algunas facetas que explican su vigencia actual. Sin embargo, aunque poco conocidas, existen obras de calidad comparable en la producción ulterior, entre las cuales se destaca una obra que contrasta los puntos de vista animal y humano y que constituye, en mi opinión, uno de los tesoros mejor guardados de la literatura hispanoamericana del siglo xx: Llanura, soledad y viento de Manuel González Martínez. Esta obra, anticipándose al auge de los temas ecológicos en las décadas siguientes, problematiza con agudeza la relación de la actividad humana con el entorno biogeográfico en los límites de la selva y los llanos, sin descuidar el trasfondo político-económico de las actividades de los colonos en la zona.10

El tema del saber indígena y el de los pobladores mestizos, que actualmente son mayoría en la cuenca amazónica, ocupa un lugar prominente en Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo y en Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, sobre todo por el contraste que los autores establecen entre el punto de vista local y la mirada de los forasteros. Una faceta clave de los protagonistas, Ino Moxo y el viejo Proaño, es su conocimiento de la selva y su habilidad para desenvolverse en la espesura, fruto de un largo aprendizaje entre los amahuacas de la Amazonía peruana (en el caso de Ino Moxo) y entre los shuar de la Amazonía ecuatoriana (en el caso de Proaño); gracias a esta habilidad, ellos pueden orientarse allí donde los visitantes extranjeros se extravían con facilidad, y logran sobrevivir, el primero como curandero y el segundo como cazador de jaguares. El asunto es crucial pues impugna la marginalización de los pobladores locales y el estatuto hegemónico del conocimiento sobre la selva producido en el marco de la ciencia occidental. No en vano uno de los efectos de la globalización ha sido el de intensificar los choques e intercambios entre las sociedades nacionales latinoamericanas, más o menos integradas al orden intelectual y económico de Occidente, y las variadas culturas minoritarias ubicadas en zonas apartadas de sus territorios. Surgen así agudos conflictos entre el estilo de vida moderno y las formas de vida premodernas, entre la «galaxia Gutenberg» y las culturas orales, entre la civilización progresista y las sociedades basadas en la custodia de la sabiduría ancestral, entre el impulso modernizador y la fidelidad a las tradiciones comunitarias. Si bien estos asuntos recorren trasversalmente la mayoría de narrativas de la selva, es relevante examinar el modo en que son replanteados en El hablador de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes de Santiago Roncagliolo y otras obras. Por lo demás, los impactos desestructurantes que han sacudido a los ecosistemas y a los grupos autóctonos de la selva en las últimas décadas obedecen sobre todo a factores ligados a la onda de choque más reciente de la expansión colonizadora: la cacería ilegal, el tráfico de maderas, la minería, la industria turística, los campos petroleros, la implantación de cultivos ilícitos, la violencia derivada de la presencia del ejército, las guerrillas y otros grupos armados… Un complejo escenario que apenas comienza a encontrar expresión literaria.

En el marco de este contraste entre tradición y modernidad, hay una figura que adquiere particular relieve en las narrativas de la selva: el guía local. Es claro que sin la ayuda de una persona conocedora del terreno, los forasteros y los visitantes que arriban a la selva pierden con facilidad el rumbo —por algo una de las novelas canónicas del corpus lleva por título: Los pasos perdidos— e incurren en errores infantiles y en imprudencias fatales, fáciles de advertir para un nativo o un poblador de la zona. Por otra parte, la orientación en ciertas zonas de la selva resulta especialmente desafiante, y quien no está familiarizado con ese mundo puede experimentar la misma sensación que agobió a los conquistadores y misioneros de siglos anteriores: la de hallarse en un ambiente caótico e impredecible. Por eso, personajes como Clemente Silva en La vorágine, el Adelantado en Los pasos perdidos o Aquilino en La casa verde adquieren por momentos una dimensión arquetípica, que contrasta con la imagen de los forasteros —también frecuentes en las narrativas de la selva— librados a sus propios recursos en medio de la espesura y convertidos al cabo en vivos retratos del desamparo. Este contraste merece ser estudiado en detalle, por cuanto pone en suspenso el desprecio con que suelen acoger el conocimiento local quienes se consideran superiores porque vienen de la ciudad o de la civilización. Por otro lado, también es común en las narrativas de la selva la estigmatización del saber local: en Bubinzana de Arturo Hernández, los usos del bejuco de ayahuasca y las prácticas mágicas del brujo curandero son presentados por el narrador (un sacerdote) como muestras de un primitivismo irracional que a la postre lo conduce al extravío. La figura del guía, por lo tanto, está sujeta a la misma ambigüedad que sobrevuela otras facetas de la representación de lo selvático.

 

Un último tema que quiero destacar es el que atañe a los ríos —ese vasto sistema de vasos comunicantes de cuya complejidad los mapas o las fotos apenas si trasmiten una idea descolorida. Los ríos no solo guían a los conquistadores alucinados por la fiebre del oro, conducen a los viajeros curiosos, sustentan a los nativos emplazados en sus márgenes o albergan innumerables especies, sino que inspiran los hilos narrativos de muchas novelas y cuentos.11 Los grandes ríos de la región —el Paraná, el Orinoco, el Amazonas— y sus tributarios forman la red primordial a partir de la cual se desarrollan otras redes distintas. La relación de los humanos con ese sistema circulatorio está llena de sutilezas y matices. Los ríos comunican y enlazan, pero a su propio ritmo y según la época del año; sus variaciones estacionales confirman la regularidad de los ciclos naturales, pero al mismo tiempo modifican el paisaje y hasta lo tornan irreconocible de una creciente o una vaciante a la siguiente; la lentitud de su desplazamiento en las llanuras boscosas genera una percepción del tiempo diferente a la que impera en las ciudades. Por otra parte, el viaje por el curso de un río encierra un valor simbólico que vincula en nuestra imaginación las peripecias del camino con las etapas de una búsqueda o las fases de un itinerario existencial. Además, como lo muestra la historia de Occidente, los ríos son fuerzas propulsoras de la cultura y lugares en los que las culturas lavan sus trastos sucios y arrojan sus desechos. Este modo en que se conjugan ambos niveles —el geográfico, el simbólico— hace del viaje por las vías fluviales, tal como lo modulan las narrativas de la selva, un indicador de la situación contemporánea, así en lo que atañe al estado de salud de los ecosistemas planetarios como en lo relativo a la ecología de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros humanos, con la biosfera y con la multitud de seres que la pueblan y navegan con nosotros en las aguas del inagotable río de la existencia.

1William Ospina, por ejemplo, inicia así su libro América mestiza: «Tienen razón quienes dicen que los verdaderos descubridores de América no fueron los marinos de Colón, que en una noche desesperada de 1492 vieron con ojos incrédulos una luz imposible en la tiniebla, sino los irrescatables viajeros que hace más de treinta mil años no supieron cuándo los hielos asiáticos se habían convertido en hielos de otro mundo, y se adentraron para siempre en las florestas despobladas del continente, “entre los bosques sordos, que huellan el alce y el reno”» (2013: 9).

2En su libro América mágica, Magasich-Airola y de Beer comentan el pasaje de Raleigh sobre los ewaipanomas e incluyen dibujos que muestran cuál habría sido el aspecto físico de esos seres fabulosos (1994: 208-210). Los dos primeros capítulos de dicho libro enumeran las principales fuentes antiguas y medievales de las cuales se nutre el imaginario del Paraíso Terrenal que traen consigo Colón y los conquistadores que vinieron luego.

3Serje subraya el papel de Humboldt en la difusión de la idea «de la soledad de América. Las condiciones geográficas, las abruptas cordilleras y la situación tropical obstruyen las comunicaciones, haciendo de América un territorio condenado por su aislamiento, no solo del resto del mundo, sino interiormente». La autora muestra cómo, al proponer esa tesis, Humboldt incurre en «un acto de invisibilización de la ocupación indígena» (2011: 107 y ss.).

4La expresión es de Thomas Mann, que abre con ella el primer volumen de su saga novelesca sobre José y sus hermanos: «Profundo es el pozo del pasado. ¿No podríamos afirmar que es insondable?». Buena parte de la narrativa de la selva efectúa una inmersión en ese pozo hondo y silencioso que, no obstante, continúa gravitando en el presente.

5Sobre el viaje de Orellana: Argonautas de la selva (1945) de Leopoldo Benítes, El Quijote de El Dorado (1964) de Demetrio Aguilera Malta y El país de la canela (2008) de William Ospina; sobre la expedición de Ursúa y Aguirre: El camino de El Dorado (1947) de Arturo Uslar Pietri, Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) de Miguel Otero Silva y La serpiente sin ojos (2012) de William Ospina; sobre la época de las caucherías: Fordlandia, un oscuro paraíso (1997) de Eduardo Sguiglia, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa.

6Son ejemplos representativos del modo paródico los relatos «La miel silvestre» (1911), «Los cascarudos» (1912), «El lobo de Esopo» (1914) y «Los destiladores de naranjas» (1923) de Horacio Quiroga; «Historias de caníbales» y «La selva de los venenos» (1919) de Ventura García Calderón; «El eclipse» (1952) y «Míster Taylor» (1954) de Augusto Monterroso, y «Los advertidos» (1965) de Alejo Carpentier, así como las novelas Los pasos perdidos (1953), también de Carpentier, Daimón (1978) de Abel Posse, La danza inmóvil (1983) de Manuel Scorza y Colibrí (1984) de Severo Sarduy.

7Carlos Fuentes, por ejemplo, opina que «el hombre asediado por la naturaleza» es «el más tradicional de los temas latinoamericanos» (1972: 37). El vínculo de la narrativa hispanoamericana del siglo xx con las crónicas de Indias ha sido señalado por García Márquez, quien afirma que en los libros de Pigafetta y otros cronistas «se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy» (2010: 21), y por Carpentier, quien dice que los novelistas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo xx son «los Cronistas de Indias de la época contemporánea» (1987b: 158).

8Según Williams, La casa verde «socava la añeja dicotomía de civilización (incluido el espacio urbano) y barbarie (incluida la naturaleza) que había sido la premisa de gran parte de la ficción y el discurso crítico por más de un siglo» (2010: 74); la novela de Vargas Llosa, por ende, «es una radical redefinición de la naturaleza como ambigua» (75).