Ríos que cantan, árboles que lloran

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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Capítulo 4

Más allá del «infierno verde» y del «paraíso virgen»:

explotación y violencia neocolonial en las narrativas de la época cauchera

A mediados del siglo xvi las incursiones pioneras de los españoles en la Amazonía fueron decisivas para la región, porque abrieron el camino para su exploración sistemática en los siglos posteriores, desataron la debacle demográfica de las poblaciones nativas (debido a la propagación de virus contra los cuales los indígenas carecían de protección inmunológica) y sembraron la semilla de los imaginarios coloniales de la selva. En consecuencia, los siguientes trescientos años estuvieron marcados por el declive de los grupos autóctonos, por la entrada gradual de pobladores foráneos en la selva (sobre todo comerciantes, misioneros y soldados que se instalaron en las márgenes de los ríos) y por el incremento lento pero irreversible de los mestizajes, con lo que la presión sobre la selva se intensificó paso a paso, aunque extensas zonas de la cuenca siguieron más o menos aisladas (Gruzinski 2012a: 22-28). Visto retrospectivamente, ese lapso prolongado fue un tiempo durante el cual la incorporación de la Amazonía a la economía-mundo se incubó a través del reconocimiento paulatino de la región y la identificación de recursos aprovechables. Varios autores (Pratt 2008, Nieto Olarte 2000) han mostrado cómo los trabajos de La Condamine, Mutis, Humboldt y otros naturalistas europeos abonaron el terreno para la explotación de tipo neocolonial que se instauró en América Latina después de la independencia; en la obra de esos científicos ilustrados se gesta un discurso que exalta la grandeza de la naturaleza americana y clasifica sus recursos al tiempo que, de forma explícita o tácita, considera que los nativos del continente no están en capacidad de aprovechar bien esa riqueza.

Pero fue solo en la segunda mitad del siglo xix que la demanda de caucho convirtió la selva amazónica en foco de atención de las potencias industriales de Occidente, acrecentando la llegada de científicos, misioneros, aventureros y buscadores de fortuna a la región. El caucho ocupa un lugar central entre los productos cuya explotación fue posibilitada por los reportes de los naturalistas y viajeros europeos. Los primeros en difundir la noticia de la existencia del árbol del caucho y en describir las propiedades de su resina (Hallé 2005) fueron dos franceses, el jesuita A. J. de La Neuville y el científico Ch-M. de La Condamine. Llama la atención al leer el informe de este último, redactado con base en un enfoque racionalista, la contradicción existente entre el pésimo concepto que su autor tiene de los nativos amazónicos —a quienes describe como seres insensibles, glotones, enemigos del trabajo, incapaces de previsión y reflexión, sumergidos por completo, cual si fueran niños pequeños, en la vivencia del instante presente (1981: 62)— y su recuento de los usos que los nativos le daban al caucho —para hacer botellas flexibles, pelotas elásticas, botas impermeables y hasta jeringas sin pistón con las que solían ofrecer agua a sus invitados antes de las comidas ceremoniales (75)—, usos que suponen esas cualidades de previsión, sensibilidad, imaginación y laboriosidad de las cuales los nativos supuestamente carecían. Sería un error, por ende, pensar que los indígenas conocían las propiedades del caucho, pero ignoraban sus posibilidades prácticas. En esta, como en otras oportunidades similares, los países industrializados aprovecharon el saber y los recursos de las regiones periféricas sin darles a las poblaciones locales el crédito debido.1

El auge cauchero abordado en novelas célebres como La vorágine de José Eustasio Rivera y Canaima de Rómulo Gallegos sobrevino siglo y medio después del viaje de La Condamine. Conviene resaltar que, en las zonas selváticas aledañas a la cordillera de los Andes, ese auge tuvo un ritmo distinto del que se vivió en la Amazonía brasileña. Cuando la demanda masiva de caucho para la fabricación de llantas elevó el precio del producto a fines del siglo xix, la explotación de caucho en Brasil ya tenía una larga trayectoria (la industria dedicada a producir zapatos, bolsas, capas y otros objetos hechos de látex estaba bien establecida allí al menos desde los años 1820-1830). Por eso, la expresión «boom cauchero» solo es apropiada para referirse al lapso 1880-1910, durante el cual la producción cauchera del Amazonas alcanzó sus cifras más altas —dos tercios de las exportaciones mundiales en 1890— (Loadman 2005: 297). Cabe anotar además que el fin de la bonanza, causado por la entrada al mercado del caucho producido en el sudeste asiático, no acarreó el cierre inmediato de la explotación cauchera en Suramérica, sino que esta continuó por décadas, aunque en condiciones declinantes, en Perú, Colombia, Bolivia, Ecuador y Venezuela (incluyendo un segundo auge entre 1942 y 1946), y sigue vigente hasta hoy en amplias zonas de la Amazonía central y occidental brasileña, donde la implantación de esta industria extractiva es más antigua y tiene raíces más hondas.2 De lo que no cabe duda es que el auge cauchero de fines del siglo xix e inicios del xx fue el factor histórico que aguijoneó el interés de los gobiernos de los países de la región por la selva y que motivó el componente de denuncia social presente en las obras de Rivera, Gallegos y otros escritores.

En contravía de la tendencia a leer La vorágine y Canaima como obras centradas en la lucha de los hombres contra una naturaleza descomunal, algunos autores subrayan que tales novelas son igualmente hijas de las caucherías: «La explotación cauchera construye esa selva como tema para la literatura, al dirigir la imaginación hacia esos territorios que durante mucho tiempo se consideraron exóticos y ajenos» (Rueda 2003: 32). En una línea similar, Villegas muestra que La vorágine se sitúa «en la compleja intersección entre las ideas de la exuberancia de lo amazónico, de la defensa de la soberanía nacional y de las inagotables riquezas de la zona», tres ideas que «se articularon desde la penúltima década del siglo xix gracias a la explotación cauchera» (2006: 16). Este énfasis en la base histórica de las novelas canónicas de la selva es saludable porque nos obliga a tener presente el contexto social y la coyuntura económica en la que ellas se inscriben. Pero si esas novelas no son reportes naturalistas o geográficos, tampoco son meros textos de reivindicación social o estampa regional; de ahí la necesidad de adoptar una óptica interpretativa que libere de sus connotaciones despectivas al término «regionalista», usado con frecuencia como rótulo para etiquetarlas. Aunque Rivera y Gallegos despliegan sobre el mundo selvático los imaginarios coloniales más arraigados, sus obras incluyen los elementos requeridos para desmontar tales representaciones. El develamiento de este hecho explica en parte la revalorización experimentada por estas novelas a partir de los años setenta, dando lugar a una línea de trabajo en cuyo sendero se inscribe el presente capítulo.3 En las páginas siguientes estudiaré La vorágine —aunque también haré referencias a otras novelas de la época— desde una perspectiva que me parece insuficientemente atendida hasta la fecha, a saber, el entronque de los imaginarios coloniales de la selva con la historia de la explotación cauchera amazónica.

4.1. El tinglado del imaginario colonial

Como es sabido, la caracterización del mundo selvático suele asumir un talante dicotómico cuyos tópicos predominantes son el «infierno verde» y el «paraíso virgen». De ahí el énfasis de algunos críticos en la fuerza estructurante de esa oposición a la hora de estudiar las narrativas de la selva: «No hay espacio en la naturaleza latinoamericana que haya suscitado representaciones literarias tan opuestas como la selva: Arcadia, Jardín del Edén o Paraíso inviolado del Génesis para unos, “infierno verde”, trampa, cárcel o “laberinto vegetal” para otros» (Aínsa 2006: 51). Resulta tentador suponer, siguiendo esta tesis, que las novelas de la selva oscilan entre dos polos, cuyos modelos serían La vorágine de Rivera (infierno verde) y Los pasos perdidos de Carpentier (paraíso virgen). La realidad, empero, es más compleja y desborda esa polaridad maniquea por dos motivos. Por una parte, la relación entre infierno verde y paraíso virgen solo superficialmente forma una oposición; en el plano de la dominación colonial, con su segmentación espacial de centro/periferia, ambos tópicos son complementarios, puesto que representan dos facetas distintas de la mirada civilizada para la cual el mundo natural es un espacio que hace falta colonizar y cultivar —o, si se quiere, corresponden a modalidades distintas de barbarie y de atraso, aun si la primera de ellas parece amenazante y la otra resplandeciente. Por otra, una lectura atenta de las novelas de la selva muestra que el contraste de infierno verde y paraíso virgen es transversal a los textos y los impregna interiormente, al tiempo que cada uno de los polos de esa oposición subsume imágenes de valor y de significado diferente, dando lugar a una gama de miradas sobre la selva mucho más matizada de lo que sugiere la dicotomía inicial. En cada novela de la selva es posible, por lo tanto, detectar en dosis variables el influjo de los tópicos del infierno verde y el paraíso virgen, así como distinguir los aspectos subsumidos bajo esos rótulos.

En este sentido, las novelas regionales de la selva, más que reflejar fielmente el mundo selvático, despliegan el abanico de los imaginarios que guían la forma en que nos representamos ese mundo. Tal afirmación es especialmente válida en el caso de La vorágine, sin duda la más compleja y desafiante de esas novelas. Aunque a primera vista la obra de Rivera parece regida por la representación de la selva como una trampa mortal, en realidad ella contiene un nutrido catálogo de los imaginarios de la selva, que a veces se oponen y otras veces se combinan a lo largo del texto. Ha llegado a ser un lugar común de la crítica advertir la variedad de puntos de vista que convergen en La vorágine; así, mientras Moreno Durán destaca la «polifonía telúrica» de la obra (1987), Rueda sostiene que la novela es un palimpsesto en el cual «podemos leer las huellas de escrituras anteriores sobre la selva» (2003: 42) y Molloy subraya «la pluralidad, a menudo cacofónica, de sus voces» (1987: 746). En contraste, el repertorio de imaginarios de la selva que sustenta esa trama enunciativa suele permanecer velado, pese a su constante visibilidad, o bien colapsa bajo el poderío significante de un tópico particular —el de la selva devoradora— cuyo predominio en el texto acaba por subsumir a los otros. Se requiere entonces un trabajo de análisis dirigido a precisar la variedad de componentes que allí entra en juego.

 

Para encuadrar el análisis, voy a distinguir de entrada cinco aspectos de la representación de la selva que aparecen en la novela de Rivera, tres ligados a la noción de infierno verde y dos ligados a la de paraíso virgen. Comencemos por el infierno verde.4 En primer lugar, está la imagen de la selva enmarañada y caótica —una imagen, que, como vimos antes, se remonta a las situaciones de desorientación vividas por los primeros españoles que entraron en la Amazonía—. Recordemos que el periplo de Arturo Cova, protagonista y narrador principal de La vorágine, atraviesa las llanuras de Casanare y Vichada y desemboca en las selvas del sur de Colombia. Esas vastas regiones, alejadas de la capital, todavía suscitan a principios del siglo xx una extrañeza similar a la que sintieron cuatro siglos antes los primeros cronistas de Indias ante la naturaleza americana —un trasfondo histórico que el relato de Cova resalta: «Por aquellas intemperies atravesamos a pie desnudo, cual lo hicieron los legendarios hombres de la conquista» (Rivera 1987: 124)—. Durante el viaje, Cova está agobiado por la sensación de que la selva es un caos; el tránsito por la espesura selvática genera en él un desarreglo de su percepción, pues allí «los sentidos humanos equivocan sus facultades: el ojo siente, la espalda ve, la nariz explora, las piernas calculan y la sangre clama: ¡Huyamos, huyamos!» (198). Las dificultades para orientarse son tantas que hasta Clemente Silva, un guía curtido, se pierde en la espesura (206 y ss.). Para estos hombres, la experiencia de andar extraviados en aquellos parajes es estremecedora, y en las noches el sentimiento de miedo e inquietud se torna insufrible: «¡Perdidos! El insomnio les echó encima su tropel de alucinaciones. Sintieron la angustia del indefenso cuando sospecha que alguien lo espía en lo oscuro. Vinieron los ruidos, las voces nocturnas, los pasos medrosos, los silencios impresionantes como un agujero en la eternidad» (209-210). Y aún hay más: el aislamiento de esas regiones, la magnitud de las distancias que es preciso recorrer y la falta de puntos de referencia estables tornan difícil, para quienes entran en la selva, volver a salir de ella: por eso a la impresión de caos se suma la de encierro. Así lo expresan dos pasajes claves del relato; el monólogo al comienzo de la segunda parte, cuando Cova interpela a la selva: «¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?» (105); y el lamento del cauchero al comienzo de la tercera parte, en el que se advierte sobre «la tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por muros ríos inmensos» y en la que los árboles «nos vigilan sin hablar» (190).

En segundo lugar, está la imagen de la selva malsana y perniciosa —una imagen que, como ha mostrado Gerbi (1960: 6-13), se remonta a las tesis de Buffon y otros autores de la Ilustración europea, según las cuales el ambiente americano es demasiado húmedo, cálido y pantanoso, favorable a la propagación de insectos y plagas—. A tono con esta idea, que la élite capitalina del siglo xix e inicios del xx aplicaba a las llamadas «tierras bajas» de los llanos y la selva, en la novela de Rivera los bosques están llenos de «enfermizas penumbras» (1987: 106); la vegetación ribereña, de «plagas hostiles» (109); los estanques y lagos, de «evaporaciones maléficas» (24); los espacios silvestres, de mosquitos, zancudos y otros insectos que inoculan «el virus de la fiebre y la pesadilla» (123). Según Cova —que no en vano vive su odisea asediado por el paludismo, el beriberi, la fiebre—, el clima selvático forma un péndulo que oscila entre dos extremos hostiles, el de las lluvias torrenciales que lo inundan todo y el de la aridez veraniega con su calor agobiante: «Aquellas latitudes son inmisericordes en la sequía y en el invierno» (124). Al mismo tiempo, pese a la variedad de seres vivos existente por doquier, a Cova la selva le parece «un cementerio enorme» (106) en el que prevalece una atmósfera de podredumbre, y por eso sus descripciones resaltan las facetas más alarmantes de los procesos biológicos que gobiernan ese mundo:

El comején enferma los árboles cual galopante sífilis, que solapa su lepra supliciatoria mientras va carcomiéndoles los tejidos y pulverizándoles la corteza, hasta derrocarlos, súbitamente, con su pesadumbre de ramazones vivas.

Entre tanto, la tierra cumple las renovaciones sucesivas: al pie del coloso que se derrumba, el germen, que brota; en medio de los miasmas, el polen que vuela; y por todas partes el hálito del fermento, los vapores calientes de la penumbra, el sopor de la muerte, el marasmo de la procreación. (197)

En tercer lugar, está la imagen de la selva devoradora y funesta, caracterizada por su antropomorfismo temible y su asimilación a la feminidad. Mientras las dos imágenes anteriores, siguiendo los moldes fijados durante la conquista y la colonia, describen la selva como un ámbito que, a pesar de las riquezas escondidas en su seno, es bárbaro y hostil para los forasteros, en esta tercera imagen la selva torna a ser una entidad antropomórfica de aspecto escalofriante. Ahora las selvas son «agresivas» (133), su influjo «pervierte como el alcohol» (245) y sus árboles son, como dice Clemente Silva, «perversos, o agresivos, o hipnotizantes» (196). Por la mente de quien anda perdido en la selva «pasa la visión de un abismo antropófago, la selva misma, abierta ante el alma como una boca que se engulle los hombres a quienes el hambre y el desaliento le van colocando entre las mandíbulas» (207-208). Cuanto más se avanza en la lectura y los personajes de la historia se adentran en las zonas caucheras, tanto más abundan los pasajes en los que el texto le atribuye a la selva una intencionalidad maléfica, una voluntad destructora. Ramiro Estévanez, viejo amigo de Cova, subraya la conexión de esta selva funesta con la explotación de sus recursos:

Un sino de fracaso y maldición persigue a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se refugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y alma… Y los que se quedan, los que desoyen el llamamiento de la montaña, siempre declinan en la miseria, víctimas de dolencias desconocidas… (252)

El otro rasgo clave de la selva devoradora es su carácter femenino. «¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina!»: así interpela Cova a la selva (105). La condición de diosa temible que asume la «esposa-madre» selva en esta imagen es resaltada por la historia de la indiecita Mapiripana (133-135), en la que una especie de ninfa autóctona protectora del bosque y de los ríos seduce y castiga a un misionero llegado a la selva a combatir la superstición —volveré con más detalle sobre esta historia en el último capítulo—. El vínculo entre la selva devoradora y la feminidad es sugerido igualmente por la figura de Zoraida Ayram, mujer fatal que chupa el vigor de Arturo Cova y consume su energía. Esta mujer, que Cova llama la «madona», recorre en su batelón «los ríos más solitarios, las correntadas más peligrosas», usando su poder de seducción como un arma eficaz para la bonanza de sus negocios: «Por hechizar a los hombres selváticos ataviábase con grande esmero, y al desembarcar en los barracones, limpia, olorosa, confiaba la defensa de sus haberes a su prometedora sensualidad» (224). En su calidad de figuras femeninas arquetípicas, Zoraida Ayram y la Mapiripana expresan el hálito envolvente, húmedo y palpitante del entorno selvático (Renaud 2002: 54), al tiempo que encarnan el prototipo junguiano de la Madre Terrible (Menton 1976: 418). Amarrando los cabos de este imaginario, el pasaje que más ha contribuido a robustecer el tópico de la selva devoradora (por ser también el más citado de la novela) es la frase final, en la que el cónsul le notifica escuetamente al ministro la suerte corrida por Arturo Cova y los demás integrantes de su grupo: «¡Los devoró la selva!» (281).

Como el lector habrá observado, una característica compartida por las imágenes de la selva enmarañada, la selva malsana y la selva devoradora es la de funcionar, en términos actanciales, como oponentes de las búsquedas de Arturo Cova y Clemente Silva, hilos articuladores centrales de La vorágine. Por eso, el entorno ambiental asociado a tales imágenes es arduo de transitar y está poblado casi siempre por animales peligrosos. Son notables las invasiones de «tambochas», esas hormigas carnívoras cuyo impresionante avance por la selva como un «oleaje espeso y hediondo, que devora pichones, ratas, reptiles y pone en fuga pueblos enteros de hombres y de bestias» (1987: 204) es un símbolo elocuente del caos que acecha en la espesura. Y ¿qué decir de los caimanes y las boas, de las bandas de pirañas y las sanguijuelas que infestan las aguas de los ríos, de los insectos y las serpientes venenosas que pululan entre la hojarasca? A ello se suma la red que forman los troncos, las ramas, los bejucos, las hojas caídas, la maleza, acentuando con ello el aspecto inextricable que asume la selva a los ojos de los forasteros. No hay que apresurarse a deducir, sin embargo, que los tres tópicos reseñados tienen un peso equivalente en la formación del imaginario del infierno verde. La selva enmarañada y la selva malsana abonan el terreno para la formación de ese imaginario, pero no bastan para constituirlo; lo que hace que la selva hostil y enfermiza parezca un ámbito «infernal» es la intervención de una potencia femenina siniestra, malévola, a cuyo influjo adverso se le atribuyen la nocividad y el caos que, según esos tópicos, imperan en aquellas regiones remotas.

A las tres imágenes que articulan la representación del infierno verde se suman dos más, ligadas a la representación del «paraíso virgen» y cuya presencia en La vorágine es menos obvia, pero ocupan un lugar central en otras novelas de la selva. En primer lugar, está la imagen de la selva exuberante, cuyo origen se remonta a la expedición de Orellana, en la cual ya Gaspar de Carvajal encomiaba la fecundidad de las tierras amazónicas.5 Según este tópico, el principal rasgo de la selva es su fertilidad natural y su pasmosa abundancia de especies vegetales y animales. En La vorágine, la selva exuberante aparece fugazmente, a veces entretejida con la del laberinto vegetal pero, en todo caso, apenas visible en un escenario dominado por las imágenes del infierno verde; así sucede en las descripciones de la proliferación vegetal que hace sentir al protagonista sumergido en un mar de verdor: «Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que solo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje» (Rivera 1987: 105); en las alusiones a «árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron» (106); en los inventarios de aves —garzas reales, «corocoras», cercetas, patos, «garzones soldados»— y de animales acuáticos —caribes, anguilas, palometas, rayas, caimanes— como los que habitan en el garcero de Las Hermosas (116).

En segundo lugar, tenemos la imagen de la selva vacía, según la cual los territorios selváticos son una extensión inmensa e inculta, ajena a la historia, y cuyos pobladores nativos son apenas un elemento más del bosque (ya en las crónicas de Carvajal, Vásquez y Acuña es moneda corriente llamar «naturales» a los aborígenes amazónicos, siguiendo una pauta fijada desde el inicio de la conquista de América). Esta selva gigante, paradisíaca y supuestamente despoblada se asimila empero a la selva exuberante en un detalle esencial: ella está vacía de civilización pero colmada de toda clase de riquezas.6 En La vorágine, la noción de la selva vacía se refleja en la frecuencia con la que el narrador emplea el término «desierto» para referirse a ese entorno: «Olvidada sea la época miserable en que vagamos por el desierto en cuadrilla prófuga, como salteadores» (106); «El barracón estaba situado sobre un arrecife que no se inunda, único refugio en aquel desierto» (203); y otros pasajes por el estilo. En la misma línea se sitúan «las soledades» (134), donde la indiecita Mapiripana mantiene preso al misionero que pretendía quemarla viva, y «los ríos más solitarios» (224) por donde navega el batelón de Zoraida Ayram.

 

Las dos facetas del paraíso virgen —exuberancia, vacío— se conjugan en la representación del mundo selvático espléndido pero olvidado, fértil pero inculto, rico pero triste que ocupa el primer plano en Canaima de Rómulo Gallegos. El estuario del Orinoco, donde a fines del siglo xv Colón creyó hallar el Paraíso Terrenal (Pastor 2008: 58-59), es descrito cuatro siglos después por Gallegos como «un paisaje inquietante, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo» (1970: 6). Tal caracterización, al enfatizar la pureza de un mundo prístino, refuerza la noción de que las zonas selváticas son «inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre» (9). En el núcleo de la noción de «paraíso virgen» aparece esta imagen de un ámbito que escapa al acarreo histórico de la civilización, donde los procesos naturales discurren al margen de los cambios inducidos por la acción humana. Con ello, la intervención de las poblaciones nativas en la modelación de su entorno queda invisibilizada. En su lugar, el discurso edénico proyecta sobre la selva el anhelo de hallar un espacio inmaculado en el que sea posible el comienzo de una nueva historia. Anticipándose a la búsqueda del narrador de Los pasos perdidos de Carpentier, Canaima expresa de manera ejemplar «el ansia de romper del todo con el Occidente y sumirse en la vida americana anterior a la Conquista. […] Lo que Canaima propulsa es una reversión de la historia universal, borrando con el Descubrimiento y la Conquista los acontecimientos que marcan el inicio de la modernidad» (González Echevarría 2002: 115). Y así como en La vorágine la primacía del infierno verde es punteada por apariciones esporádicas del paraíso virgen, en Canaima la visión edénica de la selva se combina con rasgos de su contraparte maléfica, sobre todo la que postula la existencia de una potencia vengativa y oscura en el corazón de la selva: aquella cuyo nombre le da título a la novela.

Las cinco imágenes que acabo de reseñar son las «piezas maestras» del imaginario colonial, las claves del tinglado que cimienta las narrativas de la selva. Si bien las representaciones del infierno verde contrastan con las del paraíso virgen, su efecto común es reforzar la idea de que la selva, siendo un territorio inculto habitado solo por fieras salvajes y tribus autóctonas ancladas en la Edad de Piedra, requiere una acción civilizadora que aproveche las riquezas guardadas en su seno. Cuando Cova en La vorágine se refiere a la «selva sádica y virgen» (Rivera 1987: 198), esa fórmula concisa subraya la solidaridad que une las visiones infernales y paradisíacas del mundo selvático. Pero las narrativas de la selva no solo evocan el repertorio de imágenes heredado de la colonia, sino que lo someten también a revisión crítica, y en ello radica buena parte de su valor. French plantea al respecto una distinción útil: literatura «colonialista» sería la que respalda la empresa colonizadora, y literatura «colonial», la que explora la experiencia y las secuelas del colonialismo (2005: 49). Si bien las narrativas de la selva suelen incluir elementos que refuerzan los tópicos del salvajismo y alientan ciertos aspectos de la colonización, en general las obras de ese corpus pertenecen a la segunda categoría, debido a la agudeza con la que se apropian de los imaginarios coloniales para desmontarlos mejor, dejando al descubierto sus efectos prácticos en el contexto de la explotación económica neocolonial de las selvas tropicales. Es justamente esta dimensión crítica la que reclama ahora mi atención.

4.2. La vorágine de José Eustasio Rivera: las formas de la violencia en las caucherías

Para ilustrar la ambivalencia de un trabajo narrativo que, en principio, parece reafirmar los tópicos más rancios sobre la selva, pero que a la larga los rebate frontalmente, el mejor ejemplo es la representación del infierno verde en La vorágine. Esto se debe, en mi opinión, al desajuste entre la denuncia social que efectúa la novela y la primacía que tiene en ella la imagen de la selva devoradora. Aunque Rivera publicó La vorágine doce años después de los primeros informes públicos sobre los horrores de las caucherías, la ambición testimonial de la obra era válida en la medida en que el recurso a la forma novelesca permitía contar vívidamente los eventos, abriéndoles un nicho en la conciencia del país. En contra de lo que podría creerse, las denuncias que La vorágine hacía no eran obvias y apenas si fueron advertidas en el momento de su publicación. En esa época, explica Pineda Camacho, casi nadie captó el propósito de denuncia social de Rivera porque la novela fue leída «a partir de los mismos imaginarios que circulaban entre los letrados y ciudadanos del interior, que veían en cierta medida como natural la violencia ejercida por los caucheros» (2005: 122). La visión de la selva como ámbito bárbaro era tan común que los horrores descritos en el texto parecían un mero calco de esa barbarie.

Tal visión es propiciada en parte por el texto mismo. La influencia de la selva devoradora en el curso de la acción hace que, en efecto, los crímenes perpetrados durante el auge cauchero parezcan disolverse en una espesura selvática que, como una diosa vengativa, aplasta sin piedad a los hombres, arrojándolos al «vórtice de la nada» (Rivera 1987: 109). Los males ocasionados por la acción humana son naturalizados y quedan, por ende, absueltos de entrada: «La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino; y la codicia quema como fiebre» (150). La explotación brutal que diezma a las poblaciones indígenas y agota los recursos de la selva en el fondo sería efecto de una fuerza invencible que se apodera de los colonos y los vuelve una plaga capaz de desangrar por igual los troncos de los árboles y los cuerpos de los indios.7 La personificación de la selva en la figura de una deidad maléfica hace las veces de pararrayos que absorbe la voluntad humana y la licúa en los procesos universales de generación y corrupción: «¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!» (106). Las agresiones contra la selva y sus pobladores aparecen como una legítima defensa: si la selva es cruel, ¿no es apenas lógico que los colonos traten de neutralizar la amenaza que representa esa rival tan peligrosa? El hecho de concebir la naturaleza como enemiga implacable tiene así dos serias implicaciones: primero, la violencia se transfigura en impulso natural; luego, las acciones humanas pierden peso ético, sea porque se las considera el resultado de dicho impulso natural irresistible o sea porque se las aprueba como reacciones justificadas en una lucha a muerte por la supervivencia.

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