Anna Karenina

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—Primeramente, no es así, y aunque lo fuera, ¿para qué me sería útil?

—¿Usted irá a este baile que le digo?

—Creo que no voy a poder dejar de asistir. Vamos, tómalo —dijo Anna, entregando a Tania el anillo que esta trataba de sacar de su dedo blanco y afilado, en el que se movía con facilidad.

—Me encantaría verla allí.

—Entonces, si no me queda más remedio que ir, me voy a consolar pensando que eso la complace. No me tires del cabello, Gricha: ya estoy bastante despeinada —dijo, mientras se arreglaba el mechón de cabellos con el que jugaba Gricha.

—Me la imagino en el baile con un vestido color lila...

—¿Y por qué precisamente de color lila? —preguntó Anna con una sonrisa—. Vamos, niños: a tomar el té. ¿No escuchan que miss Hull los está llamando? —dijo, mientras los apartaba y los llevaba al comedor—. Ya sé por qué le encantaría verme en el baile: usted está esperando mucho de esa noche y desearía que todo el mundo fuera partícipe de su felicidad —concluyó Anna, hablando con Kitty.

—Es verdad. ¿Cómo lo sabe?

—¡Qué feliz es uno cuando tiene su edad! —siguió Anna—. Conozco y recuerdo esa niebla azul igual que la de las montañas suizas, esa niebla que lo rodea todo en la época dichosa en que se acaba la niñez. Desde ese inmenso círculo alegre y feliz parte una senda que se va haciendo cada vez más angosta. ¡Cómo late el corazón cuando se inicia ese camino que al comienzo parece tan bello y claro! ¿Qué persona no ha pasado por ello?

Kitty sonreía callada. «¿Ella cómo habría pasado por todo aquello? ¡Cómo me encantaría conocer la historia de su vida!», pensaba cuando recordaba la presencia poco romántica del esposo de Anna, Alexis Alexandrovich.

—Conozco algo de sus cosas —continuó Anna Karenina— me lo contó Stiva. La felicito de corazón. «Él» me gusta bastante. ¿Usted no sabe que Vronsky se encontraba en la estación?

—¿Él estaba allí? —dijo Kitty, sonrojándose—. ¿Y Stiva qué le contó?

—Todo, me lo contó todo... Y yo me alegré mucho. Viajé en compañía de la madre de Vronsky. Solamente me habló de él: es su preferido. Ya sé que las madres son muy apasionadas, pero...

—¿Pero qué le dijo?

—Bastantes cosas. Y naturalmente, aparte de la predilección que él tiene por su madre, se nota que es un auténtico caballero. Parece, por ejemplo, que le quiso ceder la totalidad de sus bienes a su hermano. Cuando era un niño, salvó a una mujer que se estaba ahogando... En fin, es un verdadero héroe —concluyó Anna, con una sonrisa y recordando los doscientos rublos que Vronsky dio en la estación.

Sin embargo, Anna no mencionó aquel rasgo, debido a que su recuerdo le provocaba un cierto malestar; en él adivinaba una intención que la tocaba bastante de cerca.

—Su madre me suplicó que la visitara —dijo después— y me complacerá mucho ver a la ancianita. Pienso ir mañana. Stiva lleva un buen rato con Dolly en el gabinete, gracias a Dios —susurró, cambiando de tema de conversación y poniéndose en pie un poco contrariada, según le pareció a Kitty.

—¡A mí me toca primero, a mí, a mí! —gritaban los chiquillos que, terminado el té, se precipitaban nuevamente hacia la tía Anna.

—¡Todos al mismo tiempo! —contestó Anna, con una sonrisa.

Y los abrazó, después que corrió a su encuentro. Gritando alegremente, los niños se aglomeraron alrededor de ella.

XXI

Dolly salió de su habitación a la hora de tomar el té la gente mayor. Pero Esteban Arkadievich no apareció. Probablemente se había marchado de la habitación de su esposa por la puerta falsa.

—Anna, temo que tengas frío en el cuarto de arriba —dijo Dolly a su cuñada—. Te quiero pasar abajo; de esa manera voy a estar más cerca de ti.

—¡Por mí no te preocupes! —contestó Anna, tratando de leer en la cara de su cuñada si se habían reconciliado o no.

—Tal vez aquí tengas mucha luz —volvió al tema Dolly.

—Ya te he dicho que duermo en todos lados como un tronco, en el lugar que sea.

—¿Qué sucede? —preguntó Esteban Arkadievich, abandonado el despacho y dirigiéndose a su esposa.

Por su tono, Kitty y Anna comprendieron que ya se habían reconciliado.

—Quiero que Anna se instale aquí abajo, pero tenemos que poner unas cortinas —contestó Dolly—. Yo misma tendré que hacerlo. Si no, nadie lo va a hacer.

«¡El Señor sabe si se habrán reconciliado completamente!», pensó Anna, al escuchar el frío y sereno acento de Dolly.

—¡Dolly, no compliques las cosas innecesariamente! —respondió su esposo—. Yo mismo lo haré si lo deseas.

«Sí, se reconciliaron», pensó Anna.

—Sí: ya sé cómo —contestó Dolly—. Le vas ordenar a Mateo que lo arregle, te irás y él lo hará todo al revés.

Y, como de costumbre, una sonrisa sarcástica plegó las comisuras de sus labios.

«La reconciliación es completa», pensó en el momento Anna. «¡Alabado sea Dios!».

Y, feliz por haber promovido la paz marital, se acercó a Dolly y le dio un beso.

—¡No, nada de eso! ¡Ignoro por qué nos desprecias tanto a mí como a Mateo! —dijo Esteban Arkadievich a su esposa, mientras sonreía de una manera casi imperceptible.

Dolly trató a su esposo con cierta ligera ironía durante toda la tarde. Esteban Arkadievich se sentía alegre y feliz, pero sin exceso, y pareciendo querer indicar que sentía el peso de su culpa, a pesar de haber sido perdonado.

La agradable charla familiar que se desarrollaba ante la mesa de té de los Oblonsky fue interrumpida, a las nueve y media, por un hecho insignificante y corriente, pero que extrañó a todos. Se estaba hablando de uno de los amigos comunes, cuando Anna se puso en pie inesperada y rápidamente.

—Les voy a enseñar la fotografía de mi Sergio —dijo con una sonrisa orgullosa y maternal—. Está en mi álbum.

La hora en que, por lo general, se despedía de su hijo y hasta acostumbraba acostarle ella misma antes de ir al baile era a las diez. Y repentinamente se había entristecido cuando pensó que se encontraba tan lejos de él, y hablasen de lo que hablasen su mente volaba hacia su Sergio y a su cabeza rizada, y de pronto la asaltaron las ganas de contemplar su retrato y hablar de él. Por eso se puso en pie y, con paso seguro y ligero, se marchó a buscar el álbum donde tenía su foto.

La escalera que llevaba a su habitación partía del descansillo de la amplia escalera principal en la que reinaba una agradable atmósfera.

Cuando salió del salón, se escuchó el sonido del timbre en el recibidor.

—¿Quién podrá ser? —preguntó Dolly.

—Para que venga gente de fuera, es muy tarde y para venir a buscarme es demasiado pronto —dijo Kitty.

—A lo mejor es alguien que me trae algún documento —dijo Esteban Arkadievich.

El sirviente, mientras Anna pasaba frente a la escalera principal, subía para anunciar a la persona que había llegado, que se encontraba bajo la luz de la lámpara, en el vestíbulo. Anna miró hacia abajo y, cuando reconoció a Vronsky, un sentimiento muy extraño de alegría y miedo invadió su corazón. Él estaba aun con el abrigo puesto, y buscaba algo en el bolsillo.

Cuando Anna llegó a la mitad de la escalera, Vronsky dirigió su mirada hacia arriba, la vio y en su cara se dibujó una expresión de confusión y de vergüenza. Anna continuó su camino, inclinando la cabeza levemente.

Inmediatamente, se escuchó la voz de Esteban Arkadievich invitando a Vronsky a que pasara, y la del muchacho, baja, suave y serena, declinando.

Al volver Anna con el álbum, Vronsky ya no se encontraba allí, y Esteban Arkadievich relataba que su amigo únicamente había venido para informarse de los detalles de una comida que se daba al siguiente día en honor de un personaje extranjero muy famoso.

—No quiso entrar, por más que le rogué —dijo Oblonsky—. ¡Qué cosa tan rara!

Kitty se sonrojó, creyendo haber entendido las razones de la llegada de Vronsky y su negativa a entrar.

«Fue a casa y no me encontró», pensó, «y vino a ver si me encontraba aquí. Pero no quiso entrar por lo tarde que es y también por la presencia de Anna, que es una persona extraña para él».

Todo el mundo se miró en silencio. Después empezaron a hojear el álbum.

En que un amigo visitase a otro a las nueve y media de la noche para informarse sobre un banquete que se iba a celebrar al día siguiente no había nada de asombroso; sin embargo, a todos les pareció muy extraño, y a Anna más que a nadie, e incluso le pareció que era un poco incorrecto el comportamiento de Vronsky.

XXII

Cuando Kitty entró con su madre en la inmensa escalera iluminada, adornada de flores, llena de sirvientes de rojo caftán y de empolvada peluca, se estaba iniciando el baile. El frufrú de los vestidos llegaba de las salas como el tenue zumbido de las abejas en una colmena.

Sonaron melodiosos y suaves los acordes de los violines de la orquesta iniciando el primer vals, mientras las damas se arreglaban vestidos y peinados frente a los espejos del vestíbulo lleno de plantas.

Un viejo, vestido con traje civil, que se estaba arreglando sus blancas sienes ante otro espejo, despidiendo a su alrededor un perfume muy fuerte, se topó con ellas en la escalera y les cedió el paso, al tiempo que contemplaba a Kitty, a quien no conocía, con obvio placer. Un muchacho imberbe —evidentemente uno de los galancetes a quienes el anciano Scherbazky llamaba pisaverdes—, que tenía un chaleco muy abierto y se arreglaba, caminando, la corbata blanca, las saludó y, después de haber dado varios pasos, retrocedió e invitó a Kitty a bailar. Como tenía la primera contradanza prometida a Vronsky, Kitty tuvo que prometer la segunda a ese muchacho. Un militar que se encontraba cerca de la puerta y se estaba abrochando los guantes y atusándose el bigote, contempló con admiración a Kitty, radiante en su vestido de color rosa.

 

A pesar de que el vestido, el peinado y los otros preparativos para el baile habían costado mucho trabajo y demasiadas preocupaciones a Kitty, en este momento el complicado traje de tul le sentaba tan naturalmente como si todos los bordados, puntillas, y otros detalles de su vestuario no hubiesen exigido de su familia ni de ella un solo momento de atención, como si hubiese nacido entre ese tul y esas puntillas, con ese peinado alto adornado con algunas hojas alrededor y con una rosa...

Antes de entrar en la sala, la vieja princesa intentó arreglar el cinturón de Kitty, pero ella se había apartado, como si adivinase que en ella todo era gracioso, que todo le sentaba bien, y que no necesitaba ningún arreglo.

Se encontraba en uno de sus mejores días. El vestido no le oprimía por ninguna parte, no colgaba ninguna puntilla. Los pequeños zapatos color rosa, de tacón alto, en lugar de oprimir, parecían acariciar y hacer más hermosos sus diminutos pies. Los rubios y espesos tirabuzones postizos adornaban su cabecita con naturalidad. Los tres botones de cada uno de sus guantes estaban abrochados a la perfección y, sin deformarlas en lo más mínimo, los guantes se ajustaban a sus manos. Su garganta estaba ceñida suavemente con una cinta de terciopelo negro. Esa cintita era una verdadera delicia; cada vez que Kitty se contemplaba en el espejo de su casa, tenía la impresión de que la cinta hablaba. Sobre la belleza de lo demás podía caber alguna duda, pero en cuanto a la cinta, no. Kitty, cuando se miró aquí en el espejo, también sonrió, satisfecha. Sus brazos y hombros desnudos le daban la sensación de una frialdad marmórea que le resultaba muy grata. Sus labios pintados y sus ojos brillantes solo pudieron sonreír al verse tan bella.

Cuando apenas entró en el salón y se aproximó a los grupos de damas, todas cintas y puntillas, que esperaban el instante de ser invitadas a danzar —Kitty nunca entraba en esos grupos— le pidió ya un vals el mejor de los danzarines, el famoso director de baile, el maestro de ceremonias, un hombre casado, elegante y guapo, Egoruchka Korsunsky, que acababa de dejar a la condesa Bonina, con la que había bailado el primer vals.

Vio entrar a Kitty mientras observaba con aire dominador a las parejas que danzaban, y se dirigió a ella con el paso decidido de los directores de baile. Se inclinó frente a ella y, sin preguntarle siquiera si quería bailar, alargó la mano para agarrarla por el talle delicado. La muchacha miró a su alrededor buscando a alguien a quien le pudiera entregar su abanico y, sonriendo, la dueña de la casa lo cogió.

—Celebro bastante que usted haya llegado pronto —dijo él, mientras le ceñía la cintura—. No entiendo cómo se puede llegar tarde.

Ella apoyó la mano izquierda en el hombro de Korsunsky y sus pequeños pies calzados de rosa se deslizaron ligeros, al ritmo de la música, por el pavimento encerado.

—Es un descanso bailar con usted. ¡Qué ligereza y qué admirable precisión! —comentó Korsunsky, al tiempo que giraban al compás del vals.

Con poca diferencia, eran sus palabras a todas las conocidas por las que sentía aprecio.

Kitty sonrió y miró la sala, por encima del hombro de su pareja. Ella no era una de esas novicias a quienes la emoción de la primera danza les hace confundir todas las caras que las rodean, ni una de esas jóvenes que, a fuerza de visitar frecuentemente las salas de baile, acaban conociendo a todos los asistentes de tal forma que ya hasta les aburre mirarlos. Kitty se encontraba en el término medio. De manera que, con emoción reprimida, pudo contemplar toda la sala.

Primero miró a la izquierda, donde estaba agrupada la flor de la alta sociedad. Allí estaba la mujer de Korsunsky, la hermosa Lidy, con un vestido muy descotado; estaba presente, como siempre, Krivin, con su calva resplandeciente, donde se reunía la buena sociedad; más allá, en un grupo que los muchachos contemplaban sin intentar acercarse, Kitty pudo distinguir a Esteban Arkadievich y la figura altiva y la cabeza de Anna, con un vestido negro de terciopelo.

«Él» también estaba allí. La joven no le había visto nuevamente desde la noche en que no aceptara a Levin. Kitty le descubrió desde lejos y hasta se dio cuenta de que él también la estaba mirando.

—¿Una vueltecita más si no está agotada? —preguntó Korsunsky, un poco fatigado.

—No; muchas gracias.

—¿Me indica adónde la acompaño?

—Creo que veo a Anna Karenina. Lléveme allí, por favor.

—Sí, como guste.

Sin dejar de bailar, pero a paso cada vez más lento, Korsunsky, murmurando incesantemente, se dirigió hacia el ángulo izquierdo del salón:

—Pardon, mesdames, pardon, mesdames...

Y Korsunsky, abriéndose de esa manera paso entre aquel océano de encajes, puntillas y tules sin haber enganchado ni una sola cinta, hizo que su pareja describiera una rápida vuelta, de manera que las finas piernas de Kitty, cubiertas de medias transparentes, quedaron al descubierto y se abrió como un abanico la cola de su vestido, cayendo después sobre las rodillas de Krivin. Posteriormente, Korsunsky la saludó, ensanchó el pecho sobre su frac abierto y le ofreció el brazo para llevarla junto a Anna Arkadievna.

Sonrojándose, Kitty retiró de las rodillas de Krivin la cola de su vestido y se volvió, un poco aturdida, buscando a Anna. Anna no estaba vestida de color lila, como presumiera Kitty, sino de negro, con un traje bastante descotado, que dejaba ver sus hombros esculturales que parecían tallados en marfil antiguo, su pecho y sus torneados brazos, que terminaban en unas muñecas muy finas.

Encajes de Venecia adornaban su traje; sus cabellos, peinados sin ningún postizo, estaban engalanados con una guirnalda de nomeolvides, y llevaba un ramo de las mismas flores prendido en el talle, entre los encajes negros. Estaba peinada con sencillez y en él únicamente destacaban los bucles de sus cabellos rizados, que se escapaban por las sienes y la nuca. Lucía un hilo de perlas en el cuello, firme y bien formado.

Diariamente, Kitty había visto a Anna y se había sentido fascinada con ella, y siempre la imaginaba con el vestido lila. No obstante, al verla con un traje negro, reconoció que no había entendido todo su encanto. En este momento se le aparecía de una forma inesperada y nueva, y aceptaba que no podía vestir de lila, debido a que este color hubiese apagado su personalidad. El vestido, negro con su abundancia de encajes, no atraía la mirada, pero solo se limitaba a servir de marco y hacía resaltar la silueta de Anna, natural, elegante, sencilla, y al mismo tiempo, alegre y animada.

Al acercarse Kitty al grupo, Anna, bastante erguida como siempre, conversaba con el dueño de la casa con la cabeza inclinada levemente hacia él.

—No, no entiendo... pero no voy a ser yo quien lance la primera piedra... —decía, encogiéndose de hombros y respondiendo a una pregunta que, indudablemente, le había hecho él. E inmediatamente se dirigió a Kitty con una sonrisa dulcemente protectora.

Contempló rápidamente el vestido de Kitty con experta mirada femenina e hizo un movimiento de cabeza casi imperceptible, pero en el cual la muchacha leyó que la felicitaba por su hermosura y por su vestimenta.

—Usted —dijo Anna a Korsunsky— hasta entra y sale del salón bailando.

—Una de mis mejores colaboradoras es la Princesita —comentó Korsunsky, mientras se inclinaba ante Anna Karenina, a quien no había sido presentado— contribuye a que el baile sea alegre y animado. ¿Me concede un vals, Anna Arkadievna? —preguntó.

—¿Y ustedes se conocen? —preguntó el dueño de la casa.

—¿Pero quién no nos conoce a mi esposa y a mí? —contestó Korsunsky—. Nosotros somos igual que los lobos blancos. Anna Arkadievna, ¿quiere bailar? —dijo otra vez.

—Trato de no bailar siempre que me es posible —contestó Anna Karenina.

—Pero hoy eso es imposible.

En aquel instante, Vronsky se acercó.

—Es verdad, si es imposible, bailemos —dijo Anna, aparentando no darse cuenta del saludo de Vronsky y poniendo la mano rápidamente sobre el hombro de Korsunsky.

«Tal vez está enfadada con él», pensó Kitty, notando que Anna había fingido no ver el saludo de Vronsky.

Este se aproximó a Kitty, recordándole su compromiso de la primera contradanza y comentándole que sentía bastante no haberla visto hasta ese momento. Kitty le escuchaba contemplando mientras tanto a Anna, que bailaba. Estaba esperando que Vronsky la invitara al vals, pero el muchacho no lo hizo. Kitty le miró asombrada. Él, ruborizándose, la invitó precipitadamente a bailar; pero la música dejó de sonar apenas enlazó su fino talle y dio el primer paso.

Kitty tenía muy cerca el rostro de él y le miró a los ojos. Recordó durante varios años, llena de vergüenza, esa mirada de amor que le dirigiera y a la que Vronsky no correspondió.

—Pardon, pardon. ¡Vals, vals! —gritó, desde el otro extremo de la sala, Korsunsky. Y comenzó a bailar, haciendo pareja con la primera muchacha que encontró.

XXIII

Vronsky y Kitty dieron varias vueltas de vals. Después ella se acercó a su madre y tuvo tiempo de intercambiar unas pocas palabras con Nordston antes de que Vronsky la fuese a buscar para iniciar la primera contradanza.

No hablaron nada particular mientras bailaban. Vronsky comentó algo gracioso de los Korsunsky, a los que describía como unos chiquillos de cuarenta años; posteriormente conversaron del teatro que se iba a abrir próximamente al público. Únicamente unas palabras llegaron al alma de Kitty, y fue cuando el muchacho le habló de Levin, asegurándole que simpatizó mucho con él y le preguntó si seguía en Moscú. Kitty, de todas formas, ya no esperaba más de esa contradanza. La mazurca era lo que esperaba con el corazón palpitante, pensando que en ella se iba a decidir todo. No la intranquilizó que durante la contradanza él no la invitara para la mazurca. Estaba completamente segura de que bailaría con él, como siempre y en todos lados, y así que rechazó cinco invitaciones de otros tantos hombres afirmándoles que ya la tenía comprometida.

El baile, hasta la última contradanza, transcurrió para ella como un sueño fascinante, lleno de resplandecientes colores, de movimiento, de sones. Bailó sin interrupción, menos cuando se sentía fatigada y suplicaba que le permitieran descansar.

Se encontró frente a frente con Anna y Vronsky durante la última contradanza con uno de esos muchachos que la aburrían tanto, pero con los que no se podía negar a bailar. Desde el comienzo del baile no había visto a Anna y en este momento le pareció otra vez inesperada y nueva. La veía con ese punto de excitación, que conocía tan bien, provocado por el triunfo.

Anna estaba ebria del licor de la emoción; Kitty lo veía en el fuego que, al danzar, se encendía en su mirada, en su sonrisa alegre y feliz, que rasgaba ligeramente sus labios, en la ligereza, la gracia y la seguridad.

«¿Por qué estará de esa manera?», se preguntaba Kitty. «¿Será por la admiración general que despierta o por la de un solo hombre?». Y sin escuchar al muchacho, que intentaba inútilmente reanudar la charla interrumpida, y obedeciendo involuntariamente a los gritos alegremente autoritarios de Korsunsky a los que danzaban: «Ahora en grand rond, en chaine», Kitty miraba a la pareja con el corazón cada vez más intranquilo.

«No; Anna no está emocionada por la admiración general, sino por la de un solo hombre. ¿Será posible que sea por la de él?».

Los ojos de Anna brillaban y una sonrisa feliz se dibujaba en su boca cada vez que Vronsky hablaba con ella. Daba la impresión de que se esforzaba en reprimir esas señales de felicidad y como si ellas aparecieran, en su cara contra su voluntad. Kitty se preguntó qué podría sentir él, y al mirarle quedó aterrada. En la cara de Vronsky se reflejaban los sentimientos de la de Anna. ¿Qué había sucedido con su apariencia serena y segura y con la despreocupada tranquilidad de su rostro? Cuando Anna le hablaba, en su mirada había una expresión de temblorosa sumisión e inclinaba la cabeza como para caer a sus pies. Con aquella mirada parecía decirle: «No la quiero ofender; solamente quiero salvarme, y no sé cómo hacerlo...». El rostro de Vronsky reflejaba una expresión que Kitty nunca había visto en él.

A pesar de que su conversación era trivial, pues charlaban únicamente de sus mutuas amistades, a Kitty le daba la impresión de que en ella se estaba decidiendo el destino de los dos y de sí misma. Y era el caso que, aunque realmente conversaban sobre lo ridículo que resultaba Iván Ivanovich hablando francés o la posibilidad de que la Elezkaya pudiera encontrar un mejor partido, Vronsky y Anna tenían, igual que Kitty, la sensación de que, para ellos, esas palabras estaban llenas de sentido. Solamente gracias a su educación tan inflexible, se pudo contener y actuar de acuerdo con las conveniencias, bailando, charlando, respondiendo, hasta sonriendo.

 

Sin embargo, al comenzar la mazurca, cuando empezaron a poner las sillas en su lugar y varias parejas caminaron desde las salas pequeñas hacia el salón, Kitty se sintió angustiada y aterrada. Después de rechazar cinco invitaciones, en este momento se quedaba sin bailar. Hasta podía suceder que no la invitasen, porque debido al éxito que siempre tenía en sociedad, a nadie se le podía ocurrir que no tuviera pareja. Era necesario que dijese a su madre que se sentía mal y que quería marcharse a casa. Sin embargo, le faltaban las fuerzas para hacerlo, porque se sentía muy desanimada.

Entró en el pequeño salón y se dejó caer en un sillón. La falda vaporosa de su traje se hinchó como una nubecilla y la rodeó; entre los pliegues del vestido rosa se hundió su suave, juvenil y delgado brazo desnudo; sostenía un abanico en la mano que le quedaba libre y con movimientos breves y rápidos daba aire a su encendida cara. Pese a su apariencia de mariposa posada por un momento en una flor, agitando las alas y preparada para alzar el vuelo rápidamente, una inquietud terrible inundaba su corazón.

«¿Y si estuviese equivocada, si no hubiera nada?», pensaba, recordando nuevamente lo que había visto.

—¡Pero Kitty! No entiendo lo que te sucede —dijo la condesa Nordston, que, sin hacer ruido, se había acercado caminando sobre la suave alfombra.

A Kitty le tembló el labio inferior y, de manera precipitada, se puso en pie.

—Kitty, ¿no bailas la mazurca?

—No —contestó con voz estremecida de lágrimas.

—Él la invitó frente a mí a bailar la mazurca —dijo la condesa, sabiendo muy bien que a Kitty le constaba a quién se estaba refiriendo—. Y ella le preguntó si no danzaba con la princesita Scherbazky.

—Me da lo mismo —respondió Kitty.

Nadie mejor que ella entendía su situación, pues nadie sabía que el día antes no había aceptado al hombre a quien quizá amaba, y no lo había aceptado por este.

La condesa Nordston se fue a buscar a Korsunsky, con quien se había comprometido a bailar la mazurca, y le suplicó que invitase a Kitty en su lugar.

Afortunadamente, Kitty no necesitó hablar mucho, debido a que Korsunsky, como director de baile, tenía que ocuparse continuamente de la distribución de las figuras y correr incesantemente de un lado a otro impartiendo órdenes. Anna y Vronsky se encontraban sentados casi enfrente de Kitty. Los podía ver de lejos y de cerca, según se apartaba o se aproximaba en las vueltas de la danza, y cuanto más los observaba, más segura estaba que su intuición no se había equivocado y su infelicidad era cierta. Kitty percibía que se sentían solos en ese salón lleno de personas, y en la cara de Vronsky, siempre tan segura e inalterable, ahora leía esa expresión de temor y de humildad que la había impresionado tanto, y que hacía recordar la actitud de un perro inteligente que siente que es culpable.

Anna sonreía y le transmitía su sonrisa. A él se le veía triste si ella se ponía pensativa. Una fuerza sobrenatural hacía que Kitty dirigiese la mirada a la cara de Anna. Estaba bellísima con su sencillo vestido negro; bellos eran sus brazos redondos, que exhibían preciosas pulseras, bello su cuello firme adornado con un hilo de perlas, hermosos los cabellos rizados de su peinado un poco desordenado, eran muy suaves los movimientos llenos de gracia de sus manos y pies pequeños, hermosa la animación de su bella cara. Sin embargo, en su belleza había algo cruel y terrible.

Kitty la contemplaba todavía más subyugada que antes, y sufría más cuanto más la miraba. Se sentía desanimada, y en su rostro se dibujaba una expresión tal de abatimiento que cuando Vronsky, en el curso del baile, se encontró con ella tardó un instante en reconocerla, de tan desfigurada como la vio en ese momento.

—¡Qué baile tan maravilloso! —dijo él, por comentar algo.

—Sí —respondió Kitty.

Anna, durante la mazurca, cuando repitió una figura imaginada por Korsunsky, salió al centro del círculo, eligió dos caballeros y llamó a Kitty y a otra joven. Cuando se acercó, Kitty, asustada, levantó los ojos hacia ella. Anna la miró y le sonrió, mientras cerraba los ojos y le apretaba la mano. Sin embargo, al notar en la cara de Kitty una expresión de angustia y de asombro por toda respuesta a su sonrisa, Anna le dio la espalda y comenzó a conversar alegremente con otra señora. «Sí, sí», pensó Kitty, «en ella hay algo extraño, bello y, al mismo tiempo, diabólico».

Anna no se quería quedar a cenar, pero el anfitrión insistió.

—Vamos, Anna Arkadievna —dijo Korsunsky, mientras tomaba el brazo desnudo de Anna bajo la manga de su frac—. Tengo una maravillosa idea para el cotillón. Se trata de un bijoux11.

Y empezó a caminar, haciendo ademán de llevársela, al tiempo que el dueño de la casa le animaba con su sonrisa.

—No, no me puedo quedar —contestó Anna, mientras sonreía. Y, pese a su sonrisa, ambos hombres entendieron en su acento que no se iba a quedar.

—Esta noche he bailado en Moscú más que todo el año en San Petersburgo y antes de mi viaje debo descansar —agregó Anna, volviéndose hacia Vronsky, que se encontraba junto a ella.

—¿Se marcha mañana decididamente? —preguntó Vronsky.

—Sí, es lo más seguro —contestó Anna, como asombrada de la audacia de semejante pregunta.

El fuego de su mirada y su sonrisa cuando le respondió abrasaron el corazón de Vronsky.

Sin quedarse a cenar, Anna Arkadievna, entonces, se marchó.

XXIV

«Evidentemente en mí hay algo repulsivo, algo que repele a las personas», se decía Levin cuando salió de casa de los Scherbazky y se dirigía a la de su hermano. “Definitivamente no sirvo para convivir en sociedad. La gente dice que esto es orgullo, pero yo no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría colocado en la situación que me he colocado”.

Imaginó a Vronsky feliz, inteligente, indulgente y, con completa seguridad, sin nunca haberse hallado en una situación igual que la suya de esta noche.

«Es natural que Kitty le haya preferido. Es lógico; no tengo que quejarme de nada ni de nadie. Únicamente yo soy el culpable. ¿Con qué derecho supuse que ella iba a querer unir su vida a la mía? ¿Yo quién soy? Un hombre inservible para sí y para los demás».

Entonces le vino a la memoria su hermano Nicolás y se detuvo en su recuerdo con agrado. «¿Acaso no tendrá razón cuando dice que todas las personas son malas y repulsivas? Quizá no hayamos juzgado bien a Nicolás. Desde la perspectiva del sirviente Prokofy, que le vio ebrio y con el abrigo roto, es una persona despreciable; pero yo le conozco de otra forma, conozco su alma y sé que somos parecidos. Y yo, en lugar de buscarle, fui primero a comer y posteriormente al baile en esa casa».

Levin se aproximó a un farol, leyó la dirección de Nicolás, que tenía guardada en la cartera, y de inmediato llamó a un coche.

Levin, durante el largo trayecto hacia la casa de su hermano, iba recordando lo que conocía de su vida. Le vino a la memoria que en los cursos universitarios, y hasta después de un año de regresar de la universidad, Nicolás, pese a las burlas de sus compañeros, hizo vida de fraile, cumpliendo con rigurosidad los preceptos religiosos, acudiendo a la iglesia, realizando los ayunos y escapando de los placeres y, sobre todo, de las mujeres. Posteriormente recordó cómo, repentinamente y sin ninguna razón aparente, comenzó a tratar a las peores personas y se lanzó a la vida más licenciosa. También recordó que en cierto caso su hermano tomó a su servicio un mozo del pueblo y en un instante de rabia le golpeó de una manera tan brutal que fue llevado a los Tribunales; se acordó, asimismo, de cuando Nicolás, perdiendo dinero con un tramposo, le aceptó una letra, denunciándole más tarde por engaño (a esa letra se refería Sergio Ivanovich). Nicolás había pasado nuevamente una noche en la prevención por alboroto. Y, finalmente, había llegado al extremo de querellarse contra su hermano Sergio acusándole de no pagarle la parte que le correspondía en derecho de la herencia de su madre.