Anna Karenina

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—No has apreciado lo suficiente a mi amigo —dijo Oblonsky, que quería notificar a Vronsky de las intenciones de Levin respecto a Kitty—. Acepto que es un hombre bastante impulsivo y que, a veces, se hace desagradable. Pero frecuentemente resulta muy simpático. Tiene un carácter recto y honesto y un corazón de oro. Pero ayer tenía razones particulares —continuó con una sonrisa significativa, olvidando completamente la compasión que le inspirara Levin el día anterior y sintiendo en este momento el mismo sentimiento cariñoso hacia Vronsky. Sí: tenía razones para sentirse muy dichoso o muy infeliz.

Deteniéndose, Vronsky preguntó sin rodeos:

—¿Estás queriendo decir que ayer se declaró a tu bella cuñada?

—Tal vez —concedió su amigo—. Presumo que hizo algo así. Pero si se marchó rápidamente y no estaba de buen humor, es que... Se había enamorado hacía mucho tiempo. ¡Siento compasión por él!

—De todas maneras pienso que Kitty puede aspirar a algo mejor —respondió Vronsky.

Y comenzó a pasear mientras ensanchaba el pecho. Agregó:

—No sé muy bien quién es, no le conozco. Es verdad que, en este caso, su situación es muy difícil... Es por eso que casi todos prefieren ir a visitar a las... Si fracasas allí, únicamente quiere decir que no tienes dinero. ¡Pero, en estos otros casos, en cambio, la que está en juego es la propia dignidad! Observa: ya está llegando el tren.

Efectivamente, el convoy llegaba silbando. El andén tembló; la locomotora pasó soltando auténticas nubes de humo que, por efecto del frío, quedaban muy bajas, y moviendo poco a poco el émbolo de la rueda central. Cubierto de escarcha, arropadísimo, el maquinista saludaba a un lado y a otro. El ténder pasó, más despacio todavía; pasó el furgón, en el cual iba un perro ladrando, y finalmente llegaron los coches de viajeros.

El conductor se colocó un silbato en la boca y saltó del tren. Después empezaron a bajarse los pasajeros: un oficial de la guardia, bastante estirado, que miraba con arrogancia a su alrededor; un aldeano con un fardo al hombro; un joven comerciante, sumamente ágil, que llevaba un saco de viaje y sonreía alegremente...

Vronsky, junto a su amigo, observando a los viajeros que salían, se olvidó completamente de su madre. Le emocionó y alegró lo que acaba de saber de Kitty. Sin darse cuenta se irguió; sus ojos resplandecían. Se sentía triunfador.

—La princesa Vronskaya va en ese compartimento —dijo el conductor, mientras se aproximaba a él.

Esas palabras le despertaron de sus pensamientos, haciendo que recordara a su madre y su próxima conversación.

Realmente, en el fondo no sentía respeto por su madre; ni siquiera la quería, sin embargo, conforme a las ideas del ambiente en que se movía, solamente podía tratarla de una manera sumamente respetuosa y obediente, tanto más obediente y respetuosa cuanto menos la quería y la respetaba.

XVIII

Es así como Vronsky se fue detrás del conductor, subió a un vagón y se detuvo a la entrada del compartimento para que una señora pudiera salir.

A Vronsky le fue suficiente una sola mirada para comprender, con su gran experiencia de hombre de mundo, que esa señora era miembro de la alta sociedad.

Fue a entrar en el compartimento, pidiéndole permiso, pero sintió la necesidad de volverse a mirarla, no únicamente porque era muy hermosa, no únicamente por la gracia y la elegancia sencillas que brotaban de su figura, sino por la expresión extraordinariamente suave y acariciadora que apreció en su cara cuando pasó ante él.

Ella también volvió la cabeza cuando Vronsky se volvió. Sus resplandecientes ojos pardos, sombreados por pestañas muy espesas, se detuvieron en él con una atención amigable, como si le reconocieran, y después se apartaron, mirando a la muchedumbre, como si estuviese buscando a alguien. En esa breve mirada, Vronsky tuvo tiempo de observar la vivacidad reprimida que iluminaba la cara y los ojos de esa mujer y la sonrisa casi imperceptible que se delineaba en sus labios carmesí. Se podría decir que toda ella rebosada de algo contenido que, a su pesar, se reflejaba ora en el brillo de sus ojos, ora en su sonrisa.

Finalmente, Vronsky entró en el compartimento. Su madre, una anciana de ojos negros, muy demacrada, peinada con pequeños rizos, al ver a su hijo frunció ligeramente las cejas y sonrió con sus labios delgados. Se levantó del asiento, entregó su saquito de viaje a la criada, apretó la mano de su hijo y, cogiéndole la cara entre las suyas, le dio un beso en la frente.

—¿Recibiste mi telegrama? ¿Cómo te encuentras? ¿Bien? Me alegro mucho...

—¿Tuvo buen viaje? —preguntó él, sentándose junto a ella y aplicando inconscientemente el oído a la voz femenina que se escuchaba detrás la puerta. Adivinaba que era la de la dama que vio entrar.

—Es que no puedo estar de acuerdo... —decía la voz de la mujer.

—Señora, es un punto de vista demasiado petersburgués...

—Es sencillamente femenino; nada de petersburgués.

—Muy bien: déjeme besarle la mano.

—Hasta pronto, Iván Petrovich. Mire a ver si por ahí anda mi hermano y dígale que venga.

Y la dama volvió al compartimento.

—¿Encontró usted a su hermano? —preguntó la condesa Vronskaya.

Vronsky, en ese instante, recordó que esa dama era Anna Karenina.

—Su hermano se encuentra ahí fuera —dijo, poniéndose en pie—. Disculpe, pero no la reconocí. Nuestro encuentro, además, fue tan breve que probablemente no me recuerda —agregó, mientras saludaba.

—Sí le recuerdo —respondió ella—. Su madre y yo hemos hablado mucho de usted durante el camino. ¡Y mi hermano que no llega! —exclamó, dejando finalmente manifestarse en una sonrisa la emoción que la llenaba.

—Alecha, llámale —dijo la anciana condesa.

Saltando a la plataforma, Vronsky gritó:

—¡Oblonsky: ven aquí!

Anna Karenina no esperó a su hermano y salió del coche con paso ligero y decidido apenas lo vio. Cuando se le acercó, con un ademán que asombró a Vronsky por su gracia y firmeza, le enlazó con el brazo izquierdo y le dio un beso, atrayéndole hacia sí. Sin quitarle el ojo, Vronsky la contemplaba y sin saber él mismo por qué estaba sonriendo. Después volvió al compartimento, recordando que le esperaba su madre.

—¿No es cierto que es bastante agradable? —dijo la Condesa refiriéndose a Anna Karenina—. Su esposo la instaló conmigo y me alegré, porque vinimos conversando todo el viaje. Me dijo que tú... vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux...10

—Mamá, no entiendo a qué se está refiriendo... ¿Vamos?

Anna Karenina entró nuevamente para despedirse de la Condesa.

—Vaya —dijo alegremente—: usted ya encontró a su hijo y yo a mi hermano. Me alegro mucho, porque yo no tenía ya nada que contar debido a que había agotado la totalidad de mi repertorio de historias.

—Con usted habría realizado un viaje alrededor del mundo sin aburrirme —dijo la Condesa, mientras la tomaba de la mano—. Usted es una mujer tan simpática que es igualmente agradable hablarle que escucharla. Y ya no piense usted tanto en su hijo. Es imposible vivir sin separarse en alguna ocasión.

Anna Karenina estaba de pie, bastante erguida, y sus ojos sonreían.

—Anna Arkadievna —explicó la Vronskaya— tiene un hijo de ocho años, del que jamás se separa, y en este momento...

—Sí: la Condesa y yo hemos charlado mucho, cada una de su hijo —contestó Anna Karenina.

Y de nuevo la sonrisa, en esta oportunidad dirigida a Vronsky, iluminó su rostro.

—Probablemente la habrá aburrido bastante —comentó él, cogiendo al vuelo la pelota de coquetería que ella le había lanzado.

Sin embargo, Anna Karenina no quiso seguir la conversación en ese tono y, dirigiéndose a la vieja Condesa, le dijo:

—Muchas gracias por todo. El día de ayer se me pasó tan rápido que casi no me di cuenta. Hasta pronto, Condesa.

—Hasta pronto, querida amiga —contestó la condesa Vronskaya—. Permítame besar su bella cara. Le digo, con toda la sinceridad de una anciana, que le he tomado cariño en este corto tiempo.

Anna Karenina pareció creer y apreciar esas palabras, indudablemente por su franqueza. Se sonrojó e, inclinándose levemente, presentó la cara a los labios de la Condesa. Inmediatamente se irguió y, siempre con esa juguetona sonrisa en labios y mirada, extendió la mano a Vronsky.

Él oprimió esa pequeña mano y se alegró, como de algo muy importante, del apretón enérgico con que le correspondió ella.

Anna Karenina salió con paso ligero, lo que no dejaba de asombrar por ser un poco metida en carnes.

—Es muy simpática —dijo la vieja.

Vronsky pensaba igual. La siguió con la mirada hasta que su graciosa figura se perdió de vista y únicamente entonces desapareció la sonrisa de sus labios. Observó por la ventanilla cómo Anna se aproximaba a su hermano, ponía su brazo bajo el de él y empezaba a hablarle de forma animada, evidentemente de algo que no tenía ninguna relación con Vronsky. Y el muchacho se sintió molesto.

—Mamá, ¿sigue usted bien de salud? —dijo dirigiéndose a la Condesa.

—Sí, muy bien, muy bien. Alejandro ha sido bastante amable. María se puso muy guapa de nuevo. Es bastante interesante.

Y empezó a hablarle del bautizo de su nieto, para asistir al cual viajó expresamente a San Petersburgo, refiriéndose a la particular bondad que el Emperador mostrara hacia el mayor de sus hijos.

—Ahí llega Lavrenty —dijo Vronsky, mientras miraba por la ventanilla—. Vamos, ¿sí?

El viejo mayordomo que viajaba con la Condesa entró informando que todo estaba listo. La anciana se puso en pie.

 

—Vamos a aprovechar que no hay mucha gente para salir —dijo Vronsky.

La criada cogió la perrita y el saquito de mano. Un mozo y el mayordomo llevaban el resto del equipaje. Vronsky dio el brazo a su madre. Pero cuando iban a salir vieron que las personas corrían asustadas de un lado a otro. También cruzó el jefe de estación con su resplandeciente gorra galoneada. Debía de haber ocurrido algo. Los viajeros corrían en dirección contraria al convoy.

—¿Qué?... ¿Cómo?... ¿Por dónde se lanzó?... —se escuchaba exclamar.

Oblonsky y su hermana volvieron también hacia atrás con caras asustadas y se detuvieron al lado de ellos.

Vronsky y Esteban Arkadievich siguieron a la muchedumbre para enterarse de lo ocurrido y las dos señoras subieron al vagón.

El guardagujas, ya por estar borracho, ya por ir muy arropado debido al frío, no había escuchado retroceder unos vagones y estos le cogieron debajo.

Las señoras ya conocían todos los pormenores por el mayordomo antes de que Oblonsky y su amigo volvieran.

Ambos amigos habían visto el cuerpo destrozado del infortunado. Oblonsky hacía gestos y parecía estar a punto de llorar.

—¡Anna, si lo hubieras visto! ¡Fue una cosa espantosa! —decía.

Vronsky guardaba silencio. Su bella cara, aunque grave, estaba inmutable.

—¡Condesa, si usted lo hubiera visto! —insistía Esteban Arkadievich—. ¡Y su esposa estaba allí! ¡Era aterrador! Se arrojó sobre el cadáver. Al parecer, quien sostenía a toda la familia era él. ¡Horroroso, horroroso!

—¿Y no puede hacerse algo por ella? —preguntó Anna Karenina en voz baja y emocionada.

Vronsky le dirigió una mirada y salió del carruaje.

—Mamá, ahora vuelvo —dijo desde la portezuela.

Cuando volvió después de algunos minutos, Esteban Arkadievich hablaba tranquilamente con la Condesa de la cantante de moda, al tiempo que la vieja miraba hacia la puerta con preocupación, esperando a su hijo.

—Vamos ya —dijo Vronsky.

Entonces salieron juntos. El muchacho iba delante, con su madre. Anna Karenina y su hermano iban detrás de ellos.

El jefe de la estación alcanzó a Vronsky a la salida.

—Usted le dio doscientos rublos a mi ayudante —dijo—. ¿Me quiere hacer el favor de decirme para quién son?

—Son para la viuda —contestó Vronsky, mientras se encogía de hombros—. No veo qué necesidad hay de hacer preguntas.

—¿Así que diste dinero? —gritó Oblonsky. Y agregó, apretando la mano de Anna—: Es un muchacho muy bueno, excelente. ¿Verdad? Tengo el honor de saludarla, Condesa.

Y Oblonsky se puso en pie con su hermana, esperando que llegase la sirvienta de esta.

Al salir de la estación, el coche de los Vronsky ya se había ido. Todo el mundo seguía hablando todavía del accidente.

—Fue una muerte espantosa —decía un señor—. Dicen que el tren le partió en dos.

—Yo creo, en cambio, que fue la mejor, ya que fue instantánea —opinó otro.

Anna Karenina tomó asiento en el coche y su hermano notó asombrado que los labios le temblaban y apenas lograba contener las lágrimas.

—Anna, ¿qué te ocurre? —preguntó, después que recorrieron un corto trayecto.

—Esto es un mal presagio —contestó ella.

—¡No digas boberías! —dijo Esteban Arkadievich—. Lo más importante es que ya llegaste. ¡No te imaginas las esperanzas que puse en tu venida!

—¿Conoces a Vronsky desde hace mucho tiempo? —preguntó Anna.

—Sí... ¿Ya sabes que esperamos que contraiga matrimonio con Kitty?

—¿Sí? —murmuró ella en voz baja. Y moviendo la cabeza, como si desease apartar algo que la molestara físicamente, añadió—: Hablemos de ti ahora. Vamos a ocuparnos de tus asuntos. Recibí tu carta y, ya ves, me vine rápidamente.

—Sí. Únicamente confío en ti —respondió Esteban Arkadievich.

—Muy bien: explícamelo todo.

Esteban Arkadievich se lo contó. Cuando llegaron a su casa, ayudó a su hermana a bajar del coche, suspiró y le estrechó la mano, y después se marchó a la Audiencia de inmediato.

XIX

Dolly estaba con un niño rubio y rollizo, bastante parecido a su padre, a quien tomaba la lección de francés, cuando Anna entró en el pequeño salón. El chiquillo leía volviéndose frecuentemente y tratando de arrancar un botón a medio caer de su trajecito. En repetidas ocasiones, la madre le había detenido la mano, pero él continuaba en su intento. Finalmente, Dolly le arrancó el botón y se lo colocó en el bolsillo.

—Gricha, por favor, ten las manos quietas —dijo.

Y se entregó nuevamente a su labor. La había comenzado hacía mucho tiempo y únicamente se ocupaba de ella en instantes de mucha inquietud. En este momento hacía punto y estaba muy nerviosa, levantando los dedos y contando instintivamente.

A pesar de que le dijo el día anterior a su esposo que no le importaba la llegada de su hermana, lo preparó todo para recibirla y la esperaba con mucha impaciencia.

Dolly estaba desalentada, abrumada por el sufrimiento. Sin embargo, recordaba que su cuñada, Anna, era una gran dama de la capital, la esposa de uno de los personajes de más importancia en San Petersburgo. Gracias a esta circunstancia, Dolly no cumplió lo que le dijo a su marido y no se olvidó de la llegada de Anna.

«Finalmente, Anna no tiene la culpa», se dijo. «Jamás he escuchado nada malo de ella y, por lo que a mí respecta, en ella he encontrado solo atenciones y afecto».

Era cierto que la casa de los Karenin, durante su permanencia en ella, le había producido mala impresión; le había parecido descubrir algo de falsedad en su modo de vivir. «Sin embargo, ¿por qué no recibirla?», se decía. «¡Que no pretenda, al menos, darme consuelo!», pensaba Dolly. «Ya he pensado mil veces en consuelos, seguridades para el mañana y perdones cristianos y son totalmente inútiles para mí».

Dolly había permanecido sola con los niños durante todos estos días. No deseaba confiar su dolor a nadie y, no obstante, no se podía ocupar de otra cosa teniendo ese dolor en el alma. Estaba segura de que solo hablaría con Anna de aquello, y si por una parte le complacía la idea, por la otra le disgustaba tener que escuchar vulgares palabras de tranquilidad y consuelo y confesar su humillación.

Dolly, que estaba esperando a Anna mirando a cada instante el reloj, dejó de mirarlo, como suele ocurrir, justamente en el momento en que llegó su cuñada. No escuchó, pues, el timbre, y cuando, percibiendo en la puerta del salón ligeros pasos y roce de faldas, se puso en pie, su angustiado rostro reflejaba sorpresa, no alegría.

—¿Pero cómo? ¿Ya llegaste? —dijo, al tiempo que abrazaba y besaba a Anna.

—Dolly, me alegro mucho de verte.

—Y yo también de verte a ti —contestó Dolly, con sonrisa débil, intentando averiguar por la cara de Anna Karenina si tenía información de todo lo que había sucedido.

«Probablemente lo sabe», pensó, mirando la expresión compasiva del rostro de su cuñada.

—Vamos, vamos; te voy a acompañar a tu habitación —continuó, tratando de retrasar el instante de las explicaciones.

—¿Este es Gricha? ¡Mi Dios, qué grande está! —exclamó Anna, mientras besaba al chico, sin dejar de mirar a Dolly y sonrojándose. Y agregó—: Déjame quedarme un momento aquí.

Se quitó el abrigo, después el sombrero. En él quedó prendido un mechón de su negro y rizado cabello y, con un movimiento de cabeza, Anna lo desprendió.

—¡Estás llena de salud y de felicidad! —dijo Dolly, sintiéndose un poco envidiosa.

—¿Yo? Sí... ¡Esa es Tania, Dios mío! Tiene los mismos años que mi Sergio, ¿verdad? —exclamó Anna, dirigiéndose a la chiquilla, que entraba corriendo en el salón. Y también la besó, después que la tomó en brazos—. ¡Qué niña tan hermosa! ¡Es un verdadero encanto! Vamos, enséñame a los demás niños.

Le estaba hablando de los cinco, recordando no únicamente sus nombres, sino su edad, sus temperamentos y hasta las enfermedades que habían padecido. Dolly se sentía profundamente conmovida.

—Muy bien; vayamos a verles —dijo—. Pero es una lástima que Vasia esté durmiendo.

Más tarde se sentaron, ya solas, en el salón, ante una taza de café, después de ver a los niños. Anna cogió la bandeja y enseguida la separó.

—Dolly —comenzó—, mi hermano ya me habló.

Dolly, que esperaba escuchar palabras de falsa compasión, miró a su cuñada fríamente. Pero Anna no dijo nada en ese sentido.

—¡Dolly querida! —exclamó—. No te quiero consolar ni defenderle. No es posible. Únicamente quiero decir que te compadezco con todo mi corazón.

Y brillaron las lágrimas tras sus largas pestañas. Tomó asiento más cerca de su cuñada y le cogió las manos entre las suyas, enérgicas y pequeñas. Dolly no se apartó, pero siguió con su severa actitud. Solamente dijo:

—No sirve de nada intentar consolarme. Después de lo que pasó, todo está totalmente perdido; no se puede hacer nada.

Al tiempo que hablaba de esa manera, se suavizó la expresión de su cara. Anna besó las secas y delgadas manos de Dolly y contestó:

—Pero, Dolly, ¿qué podemos hacer?, ¿qué podemos hacer? Debemos pensar en lo mejor que pueda hacerse para remediar esta espantosa situación.

—Todo ha acabado y nada más —respondió Dolly—. Y lo peor del caso, entiéndelo, es que no le puedo dejar; están los niños, las obligaciones, pero no puedo vivir con él. Para mí es un martirio el simple hecho de verle.

—Él me lo contó todo, querida Dolly, pero quisiera que tú me lo explicases, tal como sucedió.

Dolly la miró indagadora. En la cara de Anna se dibujaba un cariño sincero, una compasión verdadera.

—Muy bien, te lo voy a contar desde el comienzo —decidió Dolly—. Tú ya sabes cómo me casé: con una educación que hizo que llegara al altar, no solamente inocente, sino también idiota. Ignoraba todo. Ya sé que dicen que los hombres habitualmente cuentan a las mujeres la vida que llevaron antes de casarse, pero Stiva... —y se interrumpió, corrigiendo—, pero Esteban Arkadievich nunca me contó absolutamente nada. Yo imaginaba, aunque no me creas, que era la única mujer que él había conocido... De esa manera viví ocho años. No solamente no tenía la más mínima sospecha de que me pudiera ser infiel, sino que no lo consideraba posible. Y, figúrate que en esta confianza mía, conozco de repente este horror, esta bajeza. Entiéndeme... ¡Estar totalmente convencida y segura de la propia felicidad, para de repente... —seguía Dolly, mientras reprimía el llanto—, para de pronto recibir una carta de él que estaba dirigida a la institutriz de mis hijos, a su amante! ¡Oh, no; es espantoso!

Sacó el pañuelo, escondió la cara en él y, después de un breve silencio, prosiguió:

—Incluso podría ser justificable un arrebato de pasión. Pero engañarme solapadamente, sigue siendo mi marido y amante de ella. ¡Oh, tú no lo puedes entender!

—Lo entiendo, querida Dolly... —dijo Anna, mientras le apretaba la mano.

—¿Y piensas que él comprende todo el horror de mi situación? —siguió Dolly—. ¡No, para nada! Él vive feliz y contento.

—Eso no —la interrumpió, vivamente, Anna—. También es digno de compasión; el arrepentimiento le tiene apesadumbrado.

—Pero ¿piensas que siquiera es capaz de sentirse arrepentido? —interrumpió Dolly, mirando fijamente a Anna.

—Sí. Le conozco muy bien y, al verle, no pude menos que sentir compasión. Ambas le conocemos. Él es muy orgulloso, pero bueno. ¡Y en este momento se siente tan humillado! De él lo que más me conmueve (Anna estaba segura de que aquello iba a impresionar a Dolly más que nada) es que existen dos cosas que le angustian: primero, la vergüenza que siente ante sus hijos, y después que, queriéndote como te quiere... Sí, sí, te quiere más que a nada en el mundo —dijo Anna precipitadamente, impidiendo que Dolly pudiera contestar—. Pues bien, que queriéndote como te quiere, te haya perjudicado tanto. «¡No, Dolly no me va a perdonar!», me dijo.

Pensativa, Dolly ya no miraba a Anna y únicamente escuchaba sus palabras.

—Entiendo —dijo— que también su situación es espantosa. Sobrellevar esto es más difícil para el culpable que para el que no lo es, si se da cuenta de que es él quien causó todo el daño. Pero ¿cómo disculparle? ¿Cómo continuar siendo su esposa, después que ella...? Para mí sería una tortura vivir con él, justamente porque le he querido.

El llanto ahogó su voz.

Sin embargo, cada vez que se conmovía, y como si lo hiciera de manera intencionada, la idea que la martirizaba volvía nuevamente a sus palabras:

 

—Ella es guapa y joven —siguió—. ¿No entiendes, Anna? Mi juventud se ha evaporado... ¿Y cómo? Sirviéndole a él y a sus hijos. Les serví, consumiéndome en ello, y en este momento a él le es más agradable una chica joven, aunque sea una cualquiera. Probablemente que ellos hablarían de mí; o quizá no, y en este caso es aún peor. ¿Entiendes?

Y el resentimiento reavivó otra vez su mirada.

—¿Qué puede decirme después de eso? Nunca le voy a creer. Todo ha acabado, todo lo que me servía de recompensa de mis sufrimientos, de mi trabajo... ¿Podrás creer que dar la lección a Gricha, que antes era un placer para mí, ahora es un suplicio? ¿Para qué trabajar, para qué hacer tantos esfuerzos? ¡Me da mucha lástima que tengamos hijos! Es espantoso, pero te puedo asegurar que ahora, en vez de amor y de ternura, únicamente siento rencor hacia él, sí, rencor, y hasta, de poder, te aseguro que llegaría a asesinarle.

—Querida Dolly, entiendo todo. Pero, por favor, no te pongas así. Estás tan ofendida, tan excitada, que no ves las cosas claramente.

Dolly se tranquilizó. Ambas permanecieron calladas durante unos instantes.

—¿Qué voy a hacer, Anna? Ayúdame a solucionarlo. Yo he pensado en todo y no encuentro remedio.

Tampoco Anna lo podía encontrar, pero su corazón respondía con sinceridad a cada palabra, a cada expresión de la cara de Dolly.

—Es mi hermano —comenzó— y conozco muy bien su carácter: lo fácil que olvida todo —e hizo un gesto señalando la frente—, la facilidad con que se entrega y con que más tarde se arrepiente. En este momento no imagina, no acierta a entender cómo pudo hacer lo que hizo.

—Ya, ya comprendo —interrumpió Dolly—. Pero ¿y yo? ¿Te olvidas de mí? ¿Acaso estoy sufriendo menos que él?

—No, espera. Dolly, debo confesarte que cuando él me explicó las cosas no entendí todavía completamente el horror de tu situación. Únicamente le vi a él, entendí que la familia estaba deshecha y sentí compasión por mi hermano. Sin embargo, después de conversar contigo, yo, como mujer, veo lo demás, siento tu dolor y no te podría expresar con palabras la piedad que me inspiras. Pero, querida Dolly, por mucho que entienda tus sufrimientos, no sé, por el contrario, el amor que puedas albergar por él en lo profundo de tu corazón. Si le quieres lo suficiente para perdonarle, perdónale.

—¡No...! —exclamó Dolly. Pero Anna la interrumpió cogiéndole la mano y besándosela nuevamente.

—Dolly, conozco el mundo más que tú —dijo— y sé cómo las personas como Esteban ven estas cosas. Tú piensas que ellos hablarían de ti. No, nada de eso. Los hombres que son así infringen sus códigos de fidelidad, pero para ellos su esposa y su hogar son sagrados. A sus ojos, mujeres como esa institutriz son una cosa diferente, incompatible con el amor a la familia. Colocan una línea de separación entre ellas y el hogar que jamás se cruza. No entiendo muy bien cómo puede ser eso, pero es de esa manera.

—Sí, sí, pero él le daría besos y...

—Dolly, tranquilízate. Recuerdo perfectamente cuando Stiva estaba enamorado de ti, cómo lloraba cuando pensaba en ti, cuánta poesía ponía en tu amor, cómo hablaba siempre de ti. Y sé que, a medida que transcurre el tiempo, siente mayor respeto por ti. Todo el tiempo nos reíamos cuando decía a cada instante: «Dolly es una mujer maravillosa». Para él, tú eras una diosa y continúas siéndolo. Esta pasión de ahora no ha afectado lo profundo de su alma.

—¿Y si volviera a ocurrir?

—No creo que sea posible.

—¿Tú le habrías perdonado?

—No sé, Dolly, me es imposible juzgar...

Anna reflexionó un instante y agregó:

—Sí, sí puedo, claro que sí puedo. ¡Yo le habría perdonado! Es verdad que me habría convertido en otra mujer, sí; pero le perdonaría, como si no hubiese sucedido nada, nada en absoluto...

—Sí, de esa manera tendría que ser —interrumpió Dolly, como si ya antes hubiera pensado en ello—; de otra forma, no sería perdón. Si se perdona, debe ser completamente... En fin, te acompañaré a tu habitación —agregó, al tiempo que se ponía en pie y abrazaba a Anna—. ¡Querida, me alegro mucho de que hayas venido! Siento el corazón mucho más sereno, mucho más sereno.

XX

Aunque varios de sus conocidos, informados de su llegada, acudieron a visitarla, Anna no recibió a nadie y pasó todo el día en casa de los Oblonsky.

Toda la mañana estuvo con Dolly y con los niños y mandó a avisar a su hermano que fuera, sin falta, a comer a casa. «Ven», le escribió. «El Señor es misericordioso».

Así, Oblonsky comió en casa, la charla fue sobre temas generales y su mujer le tuteó, lo que últimamente jamás ocurría. Es verdad que continuaba la frialdad entre marido y mujer, pero ya no se hablaba de separación y Oblonsky comenzaba a vislumbrar la posibilidad de reconciliación.

Kitty llegó después de comer. Casi no conocía a Anna Karenina y llegaba un poco inquieta ante la idea de enfrentarse con esa gran dama de San Petersburgo de la que todo el mundo hablaba con tanta ponderación. Pero inmediatamente entendió que le gustaba mucho. Anna se sintió gratamente impresionada por la lozanía y juventud de la muchacha, y Kitty se sintió, instantáneamente, prendada de ella, como habitualmente se prendan las jóvenes de las señoras de más edad. No parecía en nada una gran señora, ni que fuese madre de un chiquillo de ocho años. Al ver la agilidad de sus movimientos, la tersura de su cutis y su vivacidad, cualquiera la habría tomado por una chica de veinte años, de no haber sido por una expresión dura y hasta triste, que subyugaba e impresionaba a Kitty, que a veces ensombrecía un poco su mirada.

Kitty adivinaba que Anna era de una completa sencillez y que no escondía nada, pero también adivinaba que en su alma vivía un mundo superior, complicado y poético que ella no podía entender.

Dolly se fue a su habitación después de comer y Anna se aproximó a su hermano, que estaba encendiendo un cigarro.

—Stiva —le dijo de manera jovial, mientras le persignaba y le mostraba la puerta con los ojos—. Ve y que el Señor te ayude.

Él la entendió, tiró el cigarrillo y desapareció detrás de la puerta.

Anna volvió al diván donde antes estaba sentada, rodeada de los chiquillos. Ya fuera porque viesen que la mamá estimaba a esa tía o porque sintieran hacia ella un cariño espontáneo, inicialmente los dos mayores y posteriormente los más pequeños, como siempre ocurre con los niños, ya después de la comida se pegaron a sus faldas y no se apartaban de ella. Entre los niños surgió una especie de competencia para ver quién se sentaba más cerca de Anna, quién tomaba primero su pequeña mano, jugaba con su anillo o, por lo menos, tocaba el borde de su ropa.

—Vamos a colocarnos como estábamos antes —dijo Anna Karenina tomando asiento en su lugar.

Y nuevamente Gricha, radiante de orgullo y de felicidad, pasó la cabeza bajo su brazo y apoyó la cara en su vestido.

—¿Cuándo se llevará a cabo el próximo baile? —preguntó Anna a Kitty.

—Será la próxima semana. Va a ser un baile grandioso y bastante animado, uno de esos bailes en los que siempre se está contento.

—¿Hay de verdad bailes en que siempre se esté contento? —preguntó Anna con suave sarcasmo.

—Sí, es así, aunque parezca extraño. Siempre son alegres en casa de los Bobrischev y también en la de los Nikitin. En la de los Mechkov, en cambio, son muy aburridos. ¿Usted no se ha dado cuenta?

—Para nada, querida. En mi opinión, ya no hay bailes donde uno siempre esté alegre —dijo Anna, y Kitty vio en los ojos de Anna Karenina un relámpago de ese mundo particular que le fue revelado—. Para mí únicamente hay bailes en los que siento menos aburrimiento que en otros.

—¿Pero es posible que usted sienta aburrimiento en un baile?

—¿Por qué yo no me aburriría en un baile?

Kitty entendió que Anna adivinaba la respuesta.

—Porque usted siempre será la más admirada de todas las mujeres.

Anna, que tenía la virtud de sonrojarse, se sonrojó y dijo: