Anna Karenina

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Permaneció dos meses en Moscú como en un sueño, coincidiendo casi diariamente con Kitty en la alta sociedad, que empezó a visitar para verla más frecuentemente; y, repentinamente, le pareció que no tenía ninguna esperanza de conseguir el amor de su amada y se fue al pueblo.

La opinión de Levin se fundamentaba en que él no podía ser un buen partido, a los ojos de los padres de Kitty, y que tampoco la deliciosa joven le podía querer.

No podía alegar ante sus padres ninguna posición social, una ocupación específica, siendo así que a su misma edad, treinta y dos años, varios de sus compañeros eran: uno director de un banco y de una compañía de ferrocarriles, otro general ayudante, otro profesor, y el cuarto era presidente de un tribunal de justicia, como era el caso de Oblonsky...

En cambio él sabía muy bien cómo le debían juzgar los otros: un ganadero, un propietario rural, un hombre incapaz, que solo hacía, a ojos de las personas, lo que hacen los inútiles: ocuparse de cazar, del ganado, de cuidar sus campos y sus dependencias.

La bella Kitty no podía, pues, querer a un hombre tan feo como se consideraba Levin, y, sobre todo, tan incapaz de hacer algo productivo y tan vulgar. Por otro lado, gracias a su amistad con el hermano de Kitty ya fallecido, sus relaciones con ella habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual era para él otro obstáculo. Consideraba que a un joven bondadoso y feo, como él creía ser, se le puede querer como a un amigo, pero no con la pasión que él sentía por Kitty. Para eso había que ser un hombre elegante y, sobre todo, un hombre destacado.

Es cierto que había escuchado decir que, a veces, las mujeres quieren a hombres feos y vulgares, pero él no podía creerlo, y juzgaba a los otros por sí mismo, que únicamente era capaz de amar a mujeres bellas, originales y misteriosas.

Sin embargo, después de pasar dos meses en la soledad de su pueblo, entendió que el sentimiento que le absorbía en este momento en nada se parecía a los entusiasmos de la etapa inicial de su juventud, pues no le dejaba instante de sosiego, y vio claramente que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su esposa. Además entendió que sus miedos eran producto de su imaginación y que no tenía ningún motivo serio para pensar que lo iban a rechazar. Y de esa manera fue como tomó la decisión de volver a Moscú, decidido a pedir la mano de Kitty y, si lo aceptaba, contraer matrimonio con ella... Y si no... Pero no quiso ni pensar en lo que ocurriría si su propuesta era rechazada.

VII

Levin llegó en el tren de la mañana a Moscú e inmediatamente se fue a casa de su hermano mayor por parte de madre, Koznichev. Cuando se cambió de ropa, entró en el despacho de su hermano dispuesto a pedirle consejo después de exponerle las razones de su viaje.

Sin embargo, Koznichev no estaba solo. Estaba acompañado por un profesor de filosofía famoso que vino de Jarkov con el único objetivo de discutir con él un tema filosófico sobre el que los dos mantenían puntos de vista diferentes.

El profesor mantenía con los materialistas una vehemente polémica, y Koznichev, que la seguía con mucho interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una misiva exponiéndole sus objeciones y criticándole las enormes concesiones que hacía al materialismo.

De inmediato, el polemista se puso en camino para discutir el asunto. El tema debatido estaba en aquel momento muy en boga, y se reducía a aclarar si había un límite de separación entre las facultades fisiológicas y psíquicas del ser humano y, de haberlo, dónde se encontraba ese límite.

Con la misma sonrisa fría con que recibía a todo el mundo, Sergio Ivanovich recibió a su hermano, y después de presentarle al profesor, continuó la conversación.

El profesor, un hombre de baja estatura, con gafas, de frente estrecha, interrumpió un instante la charla para saludar y posteriormente la reanudó nuevamente, sin tomar en cuenta a Levin.

Este tomó asiento, esperando que el filósofo se marchase, pero terminó interesándose por la polémica.

En los periódicos había visto los artículos de que se hablaba y los había leído, tomando en ellos el interés general que un antiguo estudiante de la facultad de ciencias puede tomar en el progreso de las ciencias; sin embargo, por su parte, nunca asociaba estos asuntos profundos referentes a la procedencia del ser humano como animal, a la acción refleja, la sociología, a la biología, y a esa que, entre todas, cada vez más le preocupaba: la importancia de la vida y la muerte.

Su hermano y el profesor, en cambio, en el transcurso de su discusión, mezclaban los asuntos científicos con los referentes al espíritu, y cuando daba la impresión de que tocarían el tema principal, se desviaban de inmediato, y se hundían otra vez en la esfera de las tenues distinciones, las reservas, las alusiones, las citas, las referencias a autorizadas opiniones, con lo que Levin apenas podía comprender de lo que hablaban.

—Me es imposible aceptar —dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y exactitud, con la pureza de dicción que le eran propias— la tesis que sustenta Keiss; la cual es: que toda concepción del mundo que nos rodea nos es transmitida a través de sensaciones. Nosotros percibimos de manera directa la idea de que existimos, no mediante una sensación, ya que no se conocen órganos especiales que sean capaces de recibirla.

—Sin embargo, Pripasov, Wurst y Knaust le responderían que la idea de que existimos nace del conjunto de la totalidad de las sensaciones y es el resultado de ellas. Incluso, Wurst asevera que no se puede experimentar la idea de existir sin sensaciones.

—Demostraré lo contrario... —empezó Sergio Ivanovich.

Dándose cuenta de que los interlocutores, después de acercarse al punto esencial del problema, se iban a desviar nuevamente de él, Levin preguntó al profesor:

—Es decir que, cuando mi cuerpo muera y mis sensaciones se acaben, ¿para mí ya no habrá existencia posible?

Contrariado como si esa interrupción le produjese casi un dolor corporal, miró al que le preguntaba y que parecía más un ignorante que un filósofo, y después volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué quieres que le responda?

Sin embargo, Sergio Ivanovich hablaba con menos intransigencia y afectación que el profesor, y entendía tanto las objeciones de este como el lógico y simple punto de vista que acababa de ser sometido a examen, por lo que sonrió y dijo:

—Todavía no estamos en condiciones de responder a esa pregunta apropiadamente.

—Es verdad; no tenemos suficientes datos —dijo el profesor. Y siguió exponiendo sus argumentos—. No —dijo—. Yo sostengo que si, como asegura Pripasov, la sensación tiene su base en la impresión, tenemos que establecer una rigurosa distinción entre estas dos nociones.

Levin ya no quiso escuchar nada más y esperaba impacientemente que el profesor se fuera.

VIII

Sergio le dijo a su hermano, cuando el profesor se marchó:

—Me alegro que hayas venido. ¿Será por mucho tiempo? Y las tierras ¿cómo van?

Levin sabía que a su hermano las tierras le interesaban poco, y si le preguntaba por ellas era por condescendencia. Le respondió, pues, limitándose a comentarle sobre la venta del trigo y del dinero recaudado.

Habría querido pedirle consejo a su hermano, hablarle de sus planes de casamiento. Sin embargo, escuchando su charla con el profesor y escuchando posteriormente el tono protector con que le preguntaba por las tierras (las posesiones de su madre las poseían en común ambos hermanos, pero era Levin quien las administraba), tuvo la impresión de que ya no podría explicarse bien, de que no podía comenzar a hablar a su hermano de lo que había decidido, y de que este seguramente no vería las cosas como él quería que las viera.

—Muy bien, ¿y qué dices del zemstvo? —preguntó Sergio, que le daba bastante importancia a esa institución.

—No lo sé, para ser sincero.

—¿Cómo? ¿No eres miembro de él?

—No. Presenté la renuncia —respondió Levin— y no voy a las reuniones.

—¡Es una verdadera lástima! —dijo Sergio Ivanovich frunciendo el ceño.

Para justificarse, Levin empezó a contarle lo que ocurría en las reuniones.

—Ya se sabe que pasa así siempre —le interrumpió Sergio Ivanovich—. Los rusos somos de esa manera. Quizá sea un bello rasgo de nuestro carácter la facultad de ver nuestros propios defectos. Sin embargo, los exageramos y nos consolamos de ellos con el sarcasmo que siempre tenemos en los labios. Te diré una cosa: si cualquier otro pueblo de Europa hubiese tenido una institución similar a la de los zemstvos —los ingleses o los alemanes, por ejemplo—, la habrían aprovechado para lograr su libertad política. Nosotros, en cambio, únicamente nos sabemos reír de ella.

—¿Pero qué querías que hiciera? —respondió Levin, excusándose—. Esa era mi última prueba, puse toda mi alma en ella... Pero no tengo aptitudes, no puedo.

—No es que no tengas aptitudes: es que no sabes enfocar bien el asunto —dijo Sergio Ivanovich.

—Quizá tengas razón —aceptó Levin desanimado.

—¿Sabes que Nicolás, nuestro hermano, está en Moscú otra vez?

Nicolás, hermano por parte de madre de Sergio y de Constantino, y mayor que ambos, era un calavera. Había despilfarrado su fortuna, siempre andaba en compañía de personas de dudosa reputación y estaba peleado con los dos hermanos.

—¿Será posible? —preguntó, inquieto, Levin—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Prokofy le vio en la calle.

—¿En Moscú? ¿Sabes dónde está viviendo?

Levin se puso en pie, como disponiéndose a irse de inmediato.

 

—Siento mucho habértelo contado —dijo Sergio Ivanovich, moviendo la cabeza al ver la reacción de su hermano—. Envié a alguien para que me informara de su domicilio; le mandé la letra que aceptó a Trubin y que yo pagué. Y lee lo que me responde...

Y Sergio Ivanovich entregó una nota a su hermano que tenía bajo el pisapapeles.

Entonces, Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan parecida a la suya:

Les suplico encarecidamente que me dejen tranquilo. Solo deseo eso de mis hermanos.

Nicolás Levin.

Constantino, después de leerla, permaneció en pie ante su hermano, con el papel entre las manos y la cabeza baja.

Luchaba en su interior con el deseo de olvidar a su miserable hermano y la convicción de que sería una mala acción actuar de aquella manera.

—Da la impresión de que se propone ofenderme, pero no lo va a conseguir —continuaba diciendo Sergio—. Yo tenía la disposición de ayudarle con todo mi corazón; pero ya te puedes dar cuenta de que no es posible.

—Sí, sí... —contestó Levin—. Entiendo y apruebo tu actitud... Pero yo lo quiero ver.

—Bueno, ve si quieres hacerlo, pero no te lo recomiendo —dijo Sergio Ivanovich—. No es que yo le tenga miedo con respecto a las relaciones entre tú y yo: no va a lograr hacernos pelear. Sin embargo, creo que es preferible que no vayas, y de esa manera te lo aconsejo. No es posible ayudarle. No obstante, haz lo que te parezca más conveniente.

—Tal vez no sea posible ayudarle, pero no me podría quedar tranquilo, sobre todo en este momento, si...

—No te entiendo bien —contestó Sergio Ivanovich—, solo entiendo la lección de humildad. A partir de que Nicolás empezó a ser como es, yo empecé a considerar eso que llaman una «infamia», con menos dureza. ¡Tú ya sabes lo que hizo!

—¡Es espantoso, espantoso! —decía Levin una y otra vez.

Levin, después de obtener del sirviente de su hermano la dirección de la casa de Nicolás, tomó la decisión de visitarle inmediatamente, pero después, analizándolo mejor, prorrogó la visita hasta la tarde.

Primeramente, para serenar su espíritu, necesitaba solucionar el asunto que le había traído a Moscú. Con ese fin se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber obtenido la información que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se fue al lugar donde le dijeron que podía encontrar a Kitty, la mujer que amaba.

IX

Levin, con el corazón palpitante, dejó, a las cuatro de la tarde, el coche de alquiler cerca del Parque Zoológico y caminó por un sendero hasta la pista de patinar, con la plena seguridad de encontrar a Kitty, debido a que había visto el carruaje de los Scherbazky en la puerta.

El día estaba despejado, pero hacía bastante frío. Frente al Parque Zoológico se encontraban alineados coches de alquiler, trineos y carruajes particulares. Se veían, aquí y allá, algunos policías. Los asistentes, con sus sombreros que brillaban bajo el sol, se aglomeraban en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de madera con adornos esculpidos y de estilo ruso. Los viejos abedules, inclinados bajo el peso de la nieve que estaba cubriendo sus ramas, parecían exhibir flamantes vestimentas de fiesta.

Mientras caminaba por el sendero que conducía a la pista, Levin pensaba: «Debo estar calmado; es necesario no emocionarse. ¿Qué te sucede corazón? ¿Qué deseas? ¡Calla, imbécil!». De esa manera hablaba a su corazón, pero más emocionado se sentía, cuanto más esfuerzos hacía por tranquilizarse.

Se encontró con una persona conocida que le saludó, pero Levin ni siquiera pudo recordar de quién se trataba.

Se acercó a las montañas de nieve, en las que se escuchaban voces alegres, entre el estruendo de las cadenas que hacían subir los trineos. Se encontró, unos pasos más allá, frente a la pista y reconoció enseguida a Kitty entre los que patinaban.

El miedo y la alegría inundaron su corazón. Kitty estaba en el extremo de la pista, conversando en aquel instante con una señora. A pesar de que no había nada de extraordinario en su actitud, para Levin sobresalía entre todos, igual que una rosa entre las ortigas. Todo alrededor de ella parecía iluminado. Era como una sonrisa que hiciera brillar todo lo que estaba en torno a ella.

«¿Es posible que me pueda aproximar adonde se encuentra?», se preguntó Levin.

Hasta le parecía un santuario inaccesible el lugar donde ella estaba, y tal era su inquietud que hubo un instante en que incluso decidió irse. Tuvo que hacer un gran esfuerzo sobre sí mismo para decirse que cerca de Kitty había bastantes personas y que él podía muy bien haber ido a ese lugar para patinar.

Entonces, entró en la pista, tratando de no mirar a Kitty sino a largos intervalos, igual que lo hacen los que sienten temor de mirar al sol de frente. Sin embargo, como el sol, la presencia de la muchacha se sentía incluso sin mirarla.

Ese día y a esa hora iba a la pista gente de una misma posición, todas conocidas entre sí. Allí se encontraban, luciendo su arte, los maestros del arte de patinar; los que estaban aprendiendo sujetándose a sillones que empujaban delante de ellos, deslizándose por el hielo con movimientos torpes y tímidos; también había niños, y ancianos que practicaban el patinaje por motivos de salud.

A Levin todos le parecían personas felices porque podían estar cerca de «ella». No obstante, los patinadores pasaban junto a Kitty, la alcanzaban, le hablaban, se separaban nuevamente y todo con indiferente naturalidad, entreteniéndose sin que ella entrase para nada en su alegría, disfrutando de la excelente pista y del buen tiempo.

El primo de Kitty, Nicolás Scherbazky, vestido con unos pantalones ceñidos y una chaqueta corta, descansaba en un banco con los patines puestos. Cuando vio a Levin, le gritó:

—¡Cómo está el primer patinador de Rusia! ¿Desde cuándo se encuentra usted aquí? El hielo está muy bien. Vamos, póngase los patines.

—Es que no traigo patines —contestó Levin, sorprendido de la libertad de maneras de Scherbazky frente a «ella» y sin perderla de vista ni un instante, a pesar de que tenía puesta la mirada en otro lado.

Sintió que el sol se acercaba a él. Kitty, deslizándose sobre el hielo con sus pequeños pies calzados de altas botas, al parecer, un poco asustada, se aproximaba a Levin. Detrás de ella, inclinándose hacia el hielo y haciendo gestos desesperados, iba un joven vestido con el traje nacional ruso que la estaba persiguiendo. Kitty patinaba muy insegura. Sacando las manos del pequeño mango sujeto por un cordón al cuello, las extendía como para asirse a alguna cosa ante el miedo de caer. Vio a Levin, a quien reconoció de inmediato, y sonrió tanto para él como para ocultar su miedo.

Cuando llegó a la curva, Kitty, con un impulso de sus pequeños y nerviosos pies, se aproximó a Scherbazky, sonriendo, se cogió a su brazo y saludó con la cabeza a Levin.

Estaba todavía más bella de lo que él la imaginara. La recordaba toda cuando pensaba en ella: su pequeña cabeza rubia, con su deliciosa expresión de bondad e inocencia infantiles, colocada de una manera tan admirable sobre sus graciosos hombros. Esa combinación de gracia de niña y de hermosura de mujer ofrecía un fascinante conjunto que impresionaba profundamente a Levin.

Sin embargo, lo que más le impresionaba de Kitty, como algo siempre nuevo, eran sus ojos tímidos, sinceros y tranquilos, y su sonrisa, esa sonrisa que le trasladaba a un mundo encantado, donde se sentía complacido, feliz, con una dicha plena como únicamente recordaba haberla sentido durante los primeros días de su niñez.

—¿Cuándo llegó? —le preguntó Kitty, mientras le daba la mano.

En ese momento el pañuelo se le cayó del manguito. Levin lo recogió y ella dijo:

—Gracias.

—Llegué hace poco: ayer... quiero decir, hoy... —contestó Levin, a quien la emoción le impidió entender bien la pregunta—. Iba a ir a su casa...

Y recordando repentinamente el motivo por el que la estaba buscando, se turbó y se enrojeció.

—Ignoraba que usted patinara. Y patina bastante bien —agregó.

Ella le miró con atención, como intentando adivinar la razón de su turbación.

—Aprecio mucho su halago, debido a que usted se le considera como el mejor patinador —dijo finalmente, sacudiendo la escarcha que se formaba sobre su manguito con su pequeña mano enfundada en guantes negros.

—Sí; anteriormente, cuando patinaba apasionadamente aspiraba a llegar a ser un patinador perfecto.

—Da la impresión de que usted se apasiona por todo —dijo la muchacha, mientras sonreía—. Me encantaría verle patinar. Vamos, colóquese los patines y demos juntos una vuelta.

«¿Será posible? ¡Patinar juntos!», pensaba Levin, mirándola.

—Me los pongo de inmediato —dijo en alta voz.

Y se fue a buscarlos.

—Señor, hace tiempo que usted no venía por aquí —le dijo el empleado, mientras cogía el pie de Levin para sujetarle los patines—. A partir de entonces no viene nadie que patine igual que usted. ¿Queda bien de esta manera? —finalizó, ajustándole la correa.

—Muy bien, muy bien; termine rápido, por favor —contestaba Levin, sin casi poder contener la sonrisa de felicidad que luchaba por aparecer en su cara. «¡Eso es vida! ¡Eso es felicidad! ¡Juntos, vamos a patinar juntos!, me dijo. ¿Y si se lo dijera en este momento? Pero tengo miedo, porque ahora me siento dichoso, dichoso aunque sea únicamente por la esperanza... ¡Pero es necesario decidirse! ¡Tengo que acabar con esta incertidumbre! ¡Y en este mismo instante!».

Se puso en pie, después de quitarse el abrigo y, recorrió el hielo desigual inmediato a la caseta, deslizándose sin ningún esfuerzo y salvó el hielo liso de la pista, como si le fuese suficiente la voluntad para animar su carrera. Tímidamente se acercó a Kitty, sintiéndose tranquilo al ver la sonrisa con que le recibía.

Kitty le dio la mano y ambos se precipitaron juntos, cada vez a más velocidad, y cuanto más rápido iban, con tanta más fuerza ella le oprimía la mano.

—Aprendería muy rápido con usted, porque, no sé a qué se podrá deber, pero cuando patino con usted me siento totalmente segura —le comentó.

—Y cuando usted se apoya en mi brazo, yo también me siento más seguro —contestó Levin. Y de inmediato, asustado de lo que acababa de decir, se puso rojo. Y, efectivamente, apenas pronunció estas palabras, de la misma manera como el sol se esconde entre las nubes, de la cara de Kitty desapareció toda la suavidad, y Levin entendió por la expresión de su rostro que la muchacha se concentraba para meditar.

En la tersa frente de la joven se marcó una leve arruguita.

—¿Le ocurre algo? Disculpe, no tengo ningún derecho a... —rectificó Levin.

—¿Por qué no? No me ocurre nada —contestó ella con frialdad. Y agregó—: ¿Todavía no ha visto a mademoiselle Linon?

—No, aún no.

—Ella le aprecia mucho. Vaya a saludarla.

«¡Dios mío, se ha enfadado!», pensó Levin, al tiempo que se dirigía hacia la vieja francesa de cabellos grises y rizados que estaba sentada en el banco.

Ella le recibió como a un viejo amigo, mostrando su dentadura postiza al reír.

—¡Cómo crecemos!, ¿verdad? —le dijo, señalándole a Kitty —¡cómo envejecemos! ¡Ya «Tiny bear» es mayor! —siguió, riendo, y recordando los apodos que Levin le daba antiguamente a cada una de las tres hermanas, comparándolas con los tres oseznos de un cuento inglés muy popular—. ¿Recuerda que la llamaba de esa manera?

Él ya no lo recordaba, pero la francesa llevaba diez años riendo de eso.

—Vamos, vaya a patinar. ¿No es cierto que nuestra Kitty ahora lo hace muy bien?

Cuando Levin se aproximó a Kitty nuevamente, había desaparecido la severidad del rostro de la muchacha; su mirada, como antes, era sincera y suave, pero a Levin le pareció que había algo de fingido en la tranquilidad de sus ojos y se sintió muy triste.

Ella, después de hablar de su anciana institutriz y de sus peculiaridades, le preguntó a Levin sobre su vida.

—¿Y usted no se aburre viviendo en el pueblo durante la época de invierno? —le preguntó.

—No, no me aburro, para nada. Como estoy ocupado todo el tiempo... —respondió él, consciente de que ella le arrastraba a la esfera de ese tono sereno que había decidido mantener y de la cual, como había ocurrido a comienzos de invierno, ya no podía huir.

—¿Se va a quedar aquí durante mucho tiempo? —preguntó Kitty.

—Todavía no lo sé —contestó Levin, casi instintivamente.

 

Pensó que si permitía que aquel tono de serena amistad le ganase, se iría de nuevo sin haber solucionado nada; y tomó la decisión de rebelarse.

—¿Cómo es eso de que aún no lo sabe?

—Es así, no sé... Todo depende de usted.

Y enseguida se sintió aterrorizado de sus palabras.

Sin embargo, Kitty no las escuchó o no quiso escucharlas. Dio dos o tres ligeros talonazos, como si tropezara, y se alejó de él velozmente. Se acercó a la institutriz, le dijo algo y fue hacia la caseta para quitarse los patines.

«¡Oh, Señor, ayúdame, ilumíname! ¿Qué hice?», pensaba Levin, rezando mentalmente. Pero, como sintiera al mismo tiempo una necesidad muy viva de moverse, se lanzó en una rápida carrera sobre el hielo, trazando con furor círculos amplios.

En ese instante, uno de los mejores patinadores que había allí salió del café con un cigarro en la boca, bajó las escaleras a saltos con los patines puestos, ocasionando un enorme estruendo y, sin ni siquiera cambiar la postura descuidada de los brazos, tocó el hielo y se deslizó sobre él.

—¡Ah, es un nuevo truco! —exclamó Levin.

Y corrió hacia la escalera para hacerlo.

—¡Usted se va a matar! —le gritó Nicolás Scherbazky—. ¡Para hacer eso hay que tener mucha práctica!

Levin ascendió hasta el último peldaño y, después que estuvo allí, se lanzó con todo el impulso hacia abajo, tratando de mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último peldaño, pero tocando levemente el hielo con la mano hizo un rápido y violento esfuerzo, se puso en pie y siguió su carrera, mientras reía.

«¡Qué joven tan simpático!», pensaba Kitty, que estaba saliendo de la caseta con mademoiselle Linon, al tiempo que seguía a Levin con ojos dulces y acariciantes, como si observase a un hermano querido. «¿Quizá soy culpable? ¿Hice algo que no está bien? A eso le llaman coquetería. Ya sé que no es a él a quien amo, pero con él estoy contenta. ¡Es muy simpático! Pero ¿por qué me dijo eso?».

Viendo que Kitty se iba a reunir con su madre en la escalera, Levin, con la cara encendida por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó abstraído. Después se quitó los patines y pudo alcanzar a madre e hija junto a la puerta del parque.

—Me alegro mucho de verle —dijo la Princesa—. Recibimos, como siempre, los jueves.

—¿Entonces, hoy?

—Nos complacerá su visita —contestó, con sequedad, la Princesa.

Su frialdad enfadó a Kitty de tal manera que no pudo dominar el deseo de suavizar la aspereza de su madre y dijo sonriendo, mientras volvía la cabeza:

—Hasta pronto.

En ese instante, Esteban Arkadievich, con los ojos brillantes, el sombrero ladeado, con aire victorioso, entraba en el jardín. Sin embargo, al acercarse a su suegra adoptó un aire lloroso, respondiéndole con voz afligida cuando le preguntó por la salud de Dolly.

Después de conversar con ella en voz baja y con humildad, Oblonsky se enderezó, sacando el pecho y cogió a Levin del brazo.

—¿Qué? ¿Vamos? —preguntó—. Me acordé mucho de ti y estoy bastante complacido de que hayas venido —dijo, mirándole convincentemente a los ojos.

—Vamos —respondió Levin, en cuyos oídos todavía sonaba dulcemente el eco de esas palabras: «Hasta pronto», y de cuya cabeza no se apartaba la sonrisa con que Kitty las acompañó.

—¿Al «Ermitage» o al «Inglaterra»?

—Me da igual.

—Vamos entonces al «Inglaterra» —contestó Esteban Arkadievich decidiéndose por este restaurante, porque en él debía mucho más dinero que en el otro y pensaba que no estaba bien dejar de visitarlo.

—¿Posees algún coche alquilado? —agregó—. ¿Sí? Maravilloso... Yo ya despedí el mío...

Hicieron el camino callados. Levin solo pensaba en lo que podía significar ese cambio de expresión en la cara de Kitty, y ya se sentía entusiasmado en sus esperanzas, ya se sentía hundido en la angustia, y considerando que sus ilusiones eran poco sensatas. Sin embargo, tenía la sensación de ser otro hombre, de no ser en nada parecido a ese a quien ella le sonrió y a quien le dijo: «Hasta pronto».

Mientras, Esteban Arkadievich iba por el camino componiendo el menú.

—¿El rodaballo te gusta? —preguntó a Levin, cuando estaban llegando.

—¿Qué dices?

—El rodaballo.

—¡Oh! Sí, sí, me encanta.

X

Cuando entró en el restaurante con su amigo, Levin no dejó de observar en él una expresión especial, una especie de alegría contenida y radiante que se manifestaba en la cara y en toda la figura de Esteban Arkadievich.

Entonces, Oblonsky se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, entró en el comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, con las servilletas bajo el brazo y con traje de frac, se pusieron a su alrededor, pegándose a sus faldones, literalmente.

Esteban Arkadievich, saludando jovialmente a derecha y a izquierda a las personas conocidas, que aquí como en todos lados le recibían alegremente, caminó hacia el mostrador y tomó un vasito de vodka mientras lo acompañaba con un pescado en conserva, y dijo a la cajera francesa, toda puntillas y cintas, varias palabras que hicieron que se riera a carcajadas. Con respecto a Levin, le provocaba náuseas la vista de esa francesa, que daba la impresión de que toda ella estaba hecha de cabellos postizos y de poudre de riz et vinaigres de toilette4. Se apartó de allí como pudiera hacerlo de un basurero. En su mirada brillaba una sonrisa de triunfo y de dicha y su alma estaba colmada del recuerdo de Kitty.

—Excelencia, pase por aquí, tenga la gentileza. Su Excelencia, aquí no va a importunar nadie —decía el camarero tártaro que con más insistencia iba tras de Oblonsky y que era un hombre muy grueso, ya viejo, con los faldones del frac flotantes bajo la cintura ancha—. Excelencia, haga el favor —decía de la misma forma a Levin, enalteciéndolo también como invitado de Esteban Arkadievich.

Rápidamente puso un mantel limpio encima de la mesa redonda, que ya estaba cubierta con otro y se encontraba colocada bajo una lámpara de bronce. Después acercó dos sillas tapizadas y se quedó parado frente a Oblonsky esperando órdenes, con la servilleta y la carta en la mano.

—Si Su Excelencia quiere el reservado, dentro de poco lo podrá tener a su disposición. En este momento lo ocupa el príncipe Galitzin con una señorita... Recibimos ostras francesas.

—¡Ostras, caramba!

Esteban Arkadievich recapacitó.

—Levin, ¿cambiamos el plan? —preguntó, mientras ponía el dedo sobre la carta.

Y su cara expresaba verdadera incertidumbre.

—¿Sabes si las ostras son buenas? —preguntó.

—Son de Flensburg, Excelencia. Hoy no tenemos de Ostende.

—Bueno, pasemos porque sean de Flensburg, pero ¿están frescas?

—Las recibimos ayer.

—¿Comenzamos entonces por las ostras y cambiamos el plan?

—Me da igual. A mí lo que me gustaría más sería el schi y la kacha,5 pero no deben tener de eso aquí.

—¿El señor quiere kacha a la russe? —preguntó el tártaro, mientras se inclinaba hacia Levin como una niñera hacia un chiquillo.

—Bromas aparte, estoy conforme con lo que elijas —dijo Levin a Oblonsky—. Patiné mucho y tengo apetito. —Y agregó, observando una expresión de contrariedad en la cara de Esteban Arkadievich—: No pienses que no sé apreciar tu elección. Estoy completamente seguro de que voy a comer muy a gusto.

—¡No faltaba más! Tú puedes decir lo que quieras, uno de los placeres de la vida es el comer bien —contestó Esteban Arkadievich—. Ea, amigo: primero tráenos las ostras. Dos —no, eso no sería suficiente—, tres docenas... Después, sopa juliana...

—Printanière, ¿verdad? —corrigió el tártaro.

Sin embargo, Oblonsky no quería darle la satisfacción de darles nombres en francés a los platos.

—Sopa juliana, juliana, ¿comprendes? Después rodaballo, con la salsa bastante espesa; posteriormente... rosbif, pero que sea bueno, ¿eh? Más tarde, algo de conservas y pollo.