Anna Karenina

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—¿Dónde te paraste? —preguntó a Basilio.

Este le señaló con el pie el lugar al que llegó y Levin empezó a sembrar, como pudo, la tierra que estaba mezclada con las semillas. No era fácil andar: la tierra estaba transformada en un auténtico barrizal. Después de recorrer un surco, Levin comenzó a sudar y le entregó otra vez la sembradora a Basilio.

—Señor, en verano no me vaya a reñir por este surco —dijo Basilio.

—¿Por qué? —preguntó Levin alegremente, sintiendo que el remedio utilizado daba el resultado esperado.

—Lo va a ver en verano. El surco será distinto de los demás. Usted puede ver cómo creció lo que yo sembré la primavera anterior. Yo, Constantino Dmitrievich, trato de realizar el trabajo a conciencia como si lo hiciera para mi propio padre. Me desagrada trabajar mal, ni dejo que otros lo hagan. De esa manera el amo queda feliz y nosotros también. ¡A uno se le ensancha el corazón viendo toda esa abundancia! —agregó Basilio mientras mostraba el campo.

—¡Qué primavera tan bella!, ¿no es cierto, Basilio?

—Ni los ancianos recuerdan otra similar. Pasé por mi casa porque el viejo sembró tres octavas de trigo. Comenta que crece tan bien que no se puede distinguir del centeno.

—¿Siembran trigo desde hace mucho tiempo?

—Fue desde hace dos años, cuando usted nos enseñó cómo lo podíamos hacer. ¿No recuerda que nos regaló dos medidas? Vendimos una parte de ello y el resto lo sembramos.

—Muy bien, desmenuza cuidadosamente la tierra —dijo Levin, mientras se acercaba al caballo— y vigila a Michka. Si crece bien la siembra, te voy a dar cincuenta kopeks por deciatina.

—Muchísimas gracias. Pero, sin necesidad de eso, ya estamos contentos de usted.

Levin montó el caballo y se fue al prado en el que el año anterior sembraron el trébol, y que en este momento estaba preparado y arado con el fin de sembrar trigo. Ya estaba muy alto el trébol, que había crecido bastante en el rastrojo. Entre los tallos secos de trigo del año pasado destacaba su vivo verdor y la cosecha prometía ser maravillosa.

El corcel de Levin se hundía hasta los jarretes y chapoteaba vigorosamente con sus patas, luchando por salir de la tierra casi gélida. Como no podía pasarse por el campo arado, el animal únicamente pisaba fuerte allí donde había algo de hielo, sin embargo, en los surcos, que estaban ablandados por el deshielo, el caballo se hundía hasta las corvas.

El campo se encontraba muy bien arado. Se podría trabajar y sembrar de allí a dos días. Todo era alegre y bello.

Levin volvió vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas ya hubiesen descendido y, efectivamente, logró pasar, asustando a una pareja de patos silvestres cuando lo hizo.

«Probablemente también hay chochas», se dijo Levin, y el guardabosque, al que encontró cuando dobló el camino para dirigirse a casa, le confirmó su sospecha.

Levin se fue hacia la casa al trote largo, con la finalidad de tener tiempo de comer y preparar, para la tarde, la escopeta.

XIV

Cuando se acercó a su casa en inmejorable disposición anímica, Levin escuchó un ruido de campanillas junto a la puerta principal.

«Vino alguien por ferrocarril», pensó. «Esta es la hora del tren de Moscú. ¿Quién podrá ser? ¿Será mi hermano Nicolás? Me dijo que vendría a mi casa o iría a tomar las aguas en el extranjero».

Al comienzo, la idea de la presencia de Nicolás le disgustó, sospechando que perturbaría su excelente disposición de ánimo, tan acorde con la alegría de primavera. Sin embargo, sintiendo vergüenza, abrió sus brazos espiritualmente, sintiendo una sencilla alegría y deseando de corazón que fuese Nicolás el recién llegado.

Espoleó al corcel y, cuando salió de las acacias, vio una troika de alquiler que estaba llegando de la estación y en la que iba montado un caballero con pelliza.

No era Nicolás.

«¡Si al menos fuese alguien simpático con el que se pudiese conversar!», pensó Levin.

Y, cuando reconoció a Esteban Arkadievich, exclamó con alegría, alzando los brazos:

—¡Pero qué visita más grata! ¡Me complace mucho verte!

Y se decía:

«Ahora voy a saber con seguridad si Kitty ha contraído matrimonio o cuándo lo va a hacer».

Y sintió que en ese día de primavera no le era tan doloroso el recuerdo de Kitty.

—¿No me estabas esperando? —dijo Esteban Arkadievich, al tiempo que salía del trineo.

Iba radiante de salud y alegría, aunque tenía barro en las cejas, las mejillas y la nariz.

—Principalmente, te vine a ver —dijo, mientras abrazaba y besaba a Levin—; después, vine para ir de cacería con perro y, también, para lograr vender el bosque de Erguchovo.

—¡Perfecto! ¿Viste qué primavera? ¿Cómo pudiste llegar en trineo?

—Habría sido más difícil aun en coche —respondió el cochero, que conocía a Levin.

—Estoy muy contento de verte —dijo Levin sonriendo de manera infantil, con toda el alma.

Levin acompañó a Esteban a la habitación reservada para los huéspedes, donde ya habían llevado los efectos de su amigo: una bolsa de cigarrillos, un saco de viaje, una escopeta enfundada...

Dejándole para que se lavara y cambiara de ropa, Levin se marchó a su despacho para dar órdenes con respecto al trébol y a la labranza.

Muy preocupada, como siempre, del honor de la casa, Agafia Mijailovna abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre lo que se iba a comer.

—Haga lo que usted desee, pero rápido —dijo Levin.

Y se marchó en busca del encargado.

Cuando volvió, Esteban Arkadievich, lavado y peinado y con una sonrisa espléndida en los labios, salía de su habitación. Los dos subieron juntos.

—¡Me alegro mucho de haber venido! Podré averiguar ahora las cosas misteriosas que haces aquí. Pero te puedo asegurar que siento envidia de ti. ¡En esta casa qué bien está todo! —comentaba Esteban Arkadievich, olvidando que no todo el tiempo era primavera ni todos los días como ese—. Tu ama de llaves es un encanto de ancianita... Es verdad que sería preferible tener una sirvienta con delantalito... Pero esa señora va muy bien con tu vida monacal y tus austeras costumbres.

Esteban Arkadievich relató bastantes noticias muy interesantes y, principalmente, una interesantísima para Levin: que Sergio Ivanovich, su hermano, tenía la intención de pasar el verano en el pueblo, con él.

No mencionó ni una sola palabra de los Scherbazky ni de Kitty, únicamente se limitó a comunicarle saludos de su esposa.

Levin le dio las gracias por la gentileza y se sintió dichoso de su visita. Como siempre que vivía un tiempo solo, recogió en aquella época una enorme cantidad de sentimientos e ideas que no podía compartir con los que estaban a su alrededor, y ahora hablaba a Esteban de la felicidad que le causaba la primavera, de sus proyectos futuros en referencia a la propiedad, de sus pensamientos, de sus fracasos; comentaba sobre los libros que había leído y, sobre todo, le habló de la idea de su obra, el tema de la cual consistía, a pesar de que él no se diera cuenta, en una crítica de todos los libros antiguos que se habían escrito sobre el mismo asunto. Esteban Arkadievich, que siempre era amable y que comprendía todo con una palabra, ese día estaba más amable que nunca, y Levin notó, además, en su amigo una especie de respeto y dulzura hacia él que le fascinaban.

Las preocupaciones del cocinero y Agafia Mijailovna en relación a la comida tuvieron por resultado que ambos amigos, que tenían mucho apetito, atacaran los entremeses, comiendo setas saladas, mucho pan con mantequilla y caza ahumada. Levin, para colmo, dio la orden de que sirvieran la sopa sin las empanadillas con las que el cocinero deseaba deslumbrar al invitado.

Esteban Arkadievich, aunque acostumbrado a otro tipo de comidas, lo encontraba todo muy bueno: la caza ahumada, el vodka de hierbas, el vino blanco de Crimea, el pan con manteca. Sí, todo era magnífico y exquisito.

—¡Maravilloso, maravilloso! —dijo, mientras encendía un grueso cigarrillo después del asado—. Se podría decir que he arribado a una costa tranquila, después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos... ¿De manera que, según tu opinión, debe ser estudiado el factor obrero e inspirar la forma de organizar la economía agraria? A pesar de que soy profano en estos temas, creo que esa teoría y su aplicación influirán también sobre el obrero.

—Sí; pero recuerda que estoy hablando de la ciencia de la explotación de la tierra, no de economía política. La primera debe, igual que todas las ciencias naturales, estudiar los fenómenos, y también al obrero en los aspectos etnográfico, económico...

En ese momento entró Agafia Mijailovna con la confitura.

—Querida Agafia Mijailovna —dijo Esteban, haciendo el gesto de chuparse los dedos—, ¡qué licores y qué caza tan excelentemente preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Ya es hora?

Levin observó por la ventana el sol que se ponía entre las copas desnudas de los árboles del bosque.

—Sí, ya lo es. Kusmá, ve a preparar el charabán —dijo Levin.

Y descendieron.

Esteban Arkadievich, ya abajo, quitó él mismo la funda de una caja de laca y, después que la abrió, empezó a armar su escopeta, un arma último modelo, muy costosa.

Presintiendo que recibiría una buena propina para vodka, Kusmá no se separaba de Esteban Arkadievich. Le colocaba las medias y las botas y él, muy agradecido, le permitía hacerlo.

—Kostia, si viene el comerciante Riabinin, a quien mandé a llamar, da la orden de que le reciban y que espere.

—¿Vas a vender el bosque a Riabinin?

—Sí. ¿Sabes quién es?

—Sí, sé quién es. Con él tuve asuntos que acabaron «positiva y definitivamente».

 

Esteban Arkadievich se echó a reír. Esas últimas palabras eran las predilectas del comerciante.

—Sí; habla de una forma muy graciosa. ¡Me doy cuenta de que has comprendido a dónde se dirige tu amo! —agregó, acariciando a «Laska», que ladraba con suavidad dando vueltas alrededor de Levin y lamiéndole, las manos, las botas y la escopeta.

El charabán estaba al pie de la escalera cuando salieron.

—Mandé preparar el charabán, pero no está lejos... ¿Quieres que vayamos caminando?

—No, es preferible que vayamos montados —dijo Esteban Arkadievich, mientras se acercaba al coche.

Tomó asiento, se cubrió las piernas con una manta de viaje, cuyo diseño era una imitación de una piel de tigre, y encendió un cigarrillo.

—No comprendo por qué no fumas. Un cigarrillo no es únicamente un placer, sino el mejor de los placeres. ¡Esto sí es vida! ¡Aquí todo va muy bien! ¡Me gustaría vivir de esta manera!

—¿Pero quién te prohíbe hacerlo? —dijo Levin con una sonrisa.

—¡Eres un hombre dichoso! Tienes todo lo que quieres: si quieres perros, los tienes; si quieres caballos, los tienes; si quieres fincas, las tienes; si quieres caza, la tienes.

—Quizá soy feliz porque me alegro con lo que tengo y no me entristezco por lo que me falta —dijo Levin mientras pensaba en Kitty.

Esteban Arkadievich le entendió. Miró a Levin y no pronunció palabra.

Levin agradecía a su amigo que no le hubiese dicho nada de los Scherbazky, entendiendo que no quería que lo hiciese. Sin embargo, al presente Levin ya estaba impaciente por saber lo que tanto le martirizaba, a pesar de que no se atrevía a hablar de ello.

—¿Y tus asuntos cómo van? —preguntó Levin, entendiendo que estaba mal por su parte hablar únicamente de sí mismo.

La mirada de Esteban resplandeció de alegría.

—Amigo, yo no comprendo la vida sin amor, aunque ya sé que tú no aceptas que se busquen panecillos cuando ya se tiene una ración de pan corriente y que lo consideras un verdadero delito —contestó, interpretando la pregunta de Levin a su manera—. ¡Qué puedo hacer! Así soy yo. Esto lastima poco a los otros y a mí, en cambio, me proporciona mucho placer...

—¿Sobre eso hay algo nuevo? —preguntó Levin.

—Sí hay, hay... ¿Conoces esa clase de mujer de los cuadros de Osián? Esas que solo se ven en sueños... Pues en la vida existen mujeres así. Y, de verdad, son terribles. Amigo mío, la mujer es un ser que siempre te resulta nuevo, por más que lo estudies.

—Entonces es preferible no estudiarlo.

—¡No! Un matemático dijo que el placer está en el esfuerzo de buscar la verdad, no en descubrirla.

Levin escuchaba callado, y pese a todos sus esfuerzos, no podía entender el alma de Esteban. No le era posible comprender el placer que sentía estudiando a esa clase de mujeres y sus sentimientos.

XV

Un poco más arriba del arroyo, no lejos de allí, en el bosquecillo de pequeños olmos, estaba el lugar indicado para la caza.

Cuando llegaron, se bajaron del coche y Levin llevó a Oblonsky al extremo de un claro pantanoso, lleno de musgo, donde ya no había nieve. Él se colocó en otro extremo del claro, al lado de un álamo blanco igual al de Oblonsky; en una rama seca baja apoyó la escopeta, se ajustó el cinturón, se quitó el caftán y comprobó que podía mover los brazos con libertad.

«Laska», que seguía todos sus pasos, se sentó frente a él con mucha precaución y aguzó el oído. Detrás del bosque grande se ponía el sol. A la luz del crepúsculo, se destacaban los blancos álamos diseminados entre los olmos, nítidos, con sus botones a punto de florecer.

En la espesura, donde todavía había nieve, el agua corría con leve susurro formando arroyuelos caprichosos. Las aves gorjeaban saltando de un árbol a otro de vez en cuando. Se sentía, en los intervalos de absoluto silencio, el leve crujir de las hojas secas del año pasado, removidas por el deshielo y el crecimiento de las hierbas.

—¡Qué bello es esto! Se siente y hasta se puede ver crecer la hierba —dijo Levin, observando una hoja de color pizarra que se movía sobre la hierba nueva.

Miraba y escuchaba ora la tierra húmeda cubierta de musgos, ora a «Laska», atenta a todo ruido, ora el océano de copas de árboles desnudos que tenía delante, ora el firmamento que, velado por las blancas vedijas de las nubecillas, se oscurecía poco a poco.

Sobre el lejano bosque volaba muy alto un buitre batiendo las alas muy despacio; en la misma dirección volaba otro buitre y desapareció. Cada vez era más fuerte la algarabía de las aves en la espesura. Se escuchó el grito de un búho. Avanzando cautelosamente con la cabeza ladeada, «Laska» empezó a escuchar atentamente. Se sintió el canto de un cuclillo al otro lado del arroyo. El canto se repitió en dos ocasiones, después se apresuró y se hizo mucho más confuso.

—¡Ahí ya tenemos un cuclillo! —dijo Esteban Arkadievich al tiempo que salía de entre los arbustos.

—Ya lo escucho —contestó Levin, enfadado cuando sintió interrumpido el silencio y con una voz que le sonó desagradable a él mismo—. Ahora, rápido...

Esteban Arkadievich desapareció nuevamente en la maleza y Levin solo vio la llamita de un fósforo y la pequeña brasa de un cigarrillo con una espiral de humo azul.

«Chic-chic», sonaron los gatillos de la escopeta que Esteban levantaba en ese instante.

—¿Eso qué es? ¿Quién está gritando? —preguntó Oblonsky, llamando la atención a Levin sobre un sonido prolongado y sordo como el patear de un caballo.

—¿Acaso no lo sabes? Se trata del macho de la liebre. Pero ya no hablemos más. ¿No escuchas? ¡Ya se escucha volar! —exclamó Levin al tiempo que alzaba los gatillos.

Un silbido agudo y distante se sintió y en dos segundos, el espacio de tiempo conocido para los cazadores, se escucharon otros dos silbidos y después el cloqueo característico.

Levin miró a derecha e izquierda, y frente a él, en el firmamento azul seminublado, encima de las suaves copas de los arbolillos, divisó un ave.

Estaba volando directamente hacia él. Su cloqueo, tan similar al rasgar de un tejido rígido, se sintió casi en el mismo oído de Levin, quien ya podía ver su cuello y su largo pico.

En el instante en que se estaba echando la escopeta a la cara, brilló un relámpago rojo detrás del arbusto que ocultaba a Oblonsky. Como una flecha, el pájaro bajó y se volvió a remontar. Un segundo relámpago surgió y se escuchó un disparo.

El pájaro, moviendo las alas como para tratar de sostenerse, se detuvo un instante en el aire y después cayó pesadamente a tierra.

—¿No le di? ¿No hice blanco? —preguntó Esteban Arkadievich, que a través del humo no podía ver.

—Ya está aquí —dijo Levin, mientras señalaba a «Laska» que, agitando la cola y levantando una oreja, traía, lentamente, a su amo el ave muerta, como si deseara prolongar el placer, se diría que con una sonrisa...

—¡Me alegro de que acertaras! —dijo Levin, sintiendo al mismo tiempo un poco de envidia por no haber sido él quien matara al pájaro.

—¡Caramba, pero erré el tiro del cañón derecho! —respondió Esteban Arkadievich mientras cargaba el arma—. ¡Chis! Ya vuelven.

En efecto, se escucharon silbidos seguidos y penetrantes. Dos chochas, jugueteaban tratando de alcanzarse, silbaban sin emitir el cloqueo acostumbrado y volaron encima de las cabezas de los cazadores.

Entonces, se escucharon cuatro disparos. Las aves dieron una vuelta, veloces como golondrinas, y desaparecieron.

La caza resultaba magnífica. Levin mató dos piezas más, una de las cuales no se pudo encontrar, y Esteban Arkadievich otras dos. Estaba oscureciendo. Claro, como de plata, Venus brillaba muy bajo, con una luz muy suave en el cielo de poniente, al tiempo que, en levante, resplandecían las luces rojizas del severo Arturo.

Levin estaba buscando y perdía de vista sobre su cabeza la constelación de la Osa Mayor. Ya las chochas no volaban. Sin embargo, Levin decidió esperar hasta que Venus, visible para él bajo una rama seca, brillase sobre ella y hasta que todas las estrellas del Carro se divisasen en el firmamento.

Entonces, Venus remontó la rama, ya brillaba en el cielo azul toda la constelación de la Osa, con su lanza y su carro, y Levin seguía esperando.

—¿Volvemos? —preguntó Esteban.

Un silencio absoluto reinaba en el bosque y no se movía ni un ave.

—Vamos a quedarnos un poco más —dijo Levin.

—Como prefieras.

Estaban ahora a unos quince pasos uno de otro.

—Stiva —dijo Levin de repente—, ¿por qué no me dices si tu cuñada Kitty se va a casar o ya se casó? —y cuando dijo esto, se sentía tan firme y tranquilo que pensaba que ninguna respuesta le iba a conmover.

Sin embargo, no esperaba la contestación de Oblonsky.

—No pensaba ni piensa contraer matrimonio. Está bastante enferma y los doctores la han enviado al extranjero. Hasta se está temiendo por su vida.

—¿Pero qué estás diciendo? —exclamó Levin—. ¿Enferma? ¿Qué es lo que tiene? ¿Cómo es que...?

Al tiempo que Levin hablaba, «Laska», aguzando los oídos, miraba al cielo y observaba a ambos con reproche.

«Ya encontraron ocasión de conversar», tal vez pensaba la perra. «Y el pájaro, mientras tanto, está aquí, volando. Y no lo van a ver»,

Sin embargo, en ese instante los dos cazadores escucharon al mismo tiempo un penetrante silbido que daba la impresión de que les golpeaba las orejas.

Los dos empujaron sus armas, dos rayos brillaron y dos detonaciones se confundieron en una.

Un pájaro que volaba muy alto plegó las alas inmediatamente y cayó en la espesura, doblando las ramas nuevas al desplomarse.

—¡Maravilloso! ¡Es de ambos! —exclamó Levin y echó a correr con «Laska» en dirección al bosque para buscar al ave.

«¿No me dijeron ahora algo desagradable?», se preguntó. «¡Ah, sí; que Kitty está muy enferma! En fin, ¿qué podemos hacer? Pero me entristece mucho», pensaba.

—¿Ya la encontraste? ¡Eres un verdadero as! —dijo mientras tomaba de la boca de «Laska» el ave todavía palpitante y la metía en el morral casi lleno.

Y gritó:

—¡Stiva, ya la encontré!

XVI

Levin, de vuelta a casa, preguntó pormenores sobre la enfermedad de Kitty y sobre los planes que tenían los Scherbazky, y le producía satisfacción hablar de ello, a pesar de que le avergonzaba admitirlo.

Le satisfacía debido a que en ese tema sentía renacer la esperanza en su corazón, y también por la secreta satisfacción que le daba el saber que también sufría la mujer que tanto le hizo sufrir a él. Sin embargo, Levin interrumpió a su amigo cuando este le quiso informar de las causas de la enfermedad de Kitty y nombró a Vronsky:

—No tengo ningún derecho y tampoco, para ser sincero, ningún interés en entrar en detalles de familia.

Esteban sonrió de manera imperceptible cuando se dio cuenta del rápido —y demasiado conocido para él— cambio de expresión del rostro de Levin, tan triste en este momento como feliz un minuto antes.

—¿Ultimaste con Riabinin lo de la venta del bosque? —preguntó Levin.

—Sí, todo está ultimado. El precio es muy bueno: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil al contado y los demás a pagar en seis años. Esperé mucho tiempo antes de decidirme, pero ninguna persona me daba más.

—Me doy cuenta de que lo das regalado.

—¿Qué dices? ¿Regalado? —dijo, con una sonrisa benévola, Esteban Arkadievich, sabiendo que ahora Levin todo lo iba a encontrar mal.

Levin aseguró:

—Un bosque, por lo menos, tiene un valor de quinientos rublos por deciatina.

—¡Pero cómo son los propietarios rurales! —bromeó Esteban—. ¡Vaya tono de desprecio hacia nosotros, los que somos de la ciudad! Pero después, cuando se trata de arreglar alguna cuestión, resulta que nosotros lo hacemos mucho mejor. Ya lo calculé todo, créeme, y vendí el bosque tan bien que únicamente temo que Riabinin se eche para atrás. Ese bosque no es maderable —siguió, intentando convencer a Levin, diciendo que no era «maderable», del error en que estaba—. Solamente sirve para leña. Únicamente se obtienen más de treinta sajeñs16 por deciatina y Riabinin me está dando doscientos rublos por deciatina.

Levin sonrió despectivamente.

«Conozco la forma que tienen los habitantes de la ciudad de tratar este tipo de asuntos. Vienen dos veces en diez años al pueblo, recuerdan dos o tres expresiones populares y después las dicen sin ton ni son, pensando que ya han encontrado el secreto de todo. “¡Maderable!”. “¡Levantar treinta sajeñs!”. Dice palabras que no comprende», se dijo Levin.

 

—Yo nunca trato de ir a tu despacho a enseñarte lo que tienes que hacer, y voy a consultarte, en caso necesario —dijo en voz alta—. Tú, en cambio, estás plenamente convencido de que entiendes algo de bosques. ¡Y no es fácil entender de eso! ¿Contaste los árboles?

—¡Contar los árboles! —respondió riendo Esteban Arkadievich, que quería que Levin se animara—. «¡Oh! Contar rayos de estrellas y granos de arena, ¿qué genio podría hacerlo?» —declamó con una sonrisa.

—Es verdad; sin embargo, el genio de Riabinin es muy capaz de eso. Y nadie compraría sin contar, excepto en el caso específico de que le regalaran un bosque, como en este momento. Yo conozco muy bien tu bosque. Voy a cazar allí todos los años. Tu bosque, al contado, tiene un valor de quinientos rublos por deciatina al contado y Riabinin te va a pagar doscientos a plazos. Eso quiere decir que le regalaste treinta mil rublos.

—Me doy cuenta de que quieres exagerar —respondió Esteban Arkadievich—. ¿Cómo es que ninguna persona me los daba?

—Porque Riabinin se puso de acuerdo con los otros posibles compradores, dándoles dinero para que se retiraran de la competencia. Ellos son revendedores, no compradores. Riabinin no hace negocios para ganar el quince o veinte por ciento, sino que, por veinte kopeks, compra un rublo.

—Vamos, amigo, vamos; ya estás de pésimo humor y...

—No lo creas —dijo Levin seriamente.

Ya estaban llegando a casa.

Al lado de la escalera se veía un carruaje con armadura de hierro y tapizado de piel y atado a él, con sólidas correas, un robusto caballo. En el carruaje se encontraba el encargado de Riabinin, que servía al mismo tiempo de cochero. Era un hombre de rostro rojo, sanguíneo, y llevaba un cinturón bastante ceñido.

Ya Riabinin estaba en casa; y ambos amigos le encontraron en el recibidor. Era delgado, de alta estatura, de mediana edad, con bigote y con el prominente mentón afeitado con sumo cuidado. Tenía los ojos turbios y saltones. Calzaba botas altas, arrugadas en los tobillos y rectas en las piernas, protegidas por grandes chanclos y vestía una levita larga de color azul, con botones muy bajos en los faldones.

Se secó la cara con gesto enérgico y se arregló la levita, aunque no lo necesitaba. Después saludó con una sonrisa a los recién llegados, extendiendo una mano a Esteban Arkadievich como si le quisiera atrapar al vuelo.

—¿De manera que ya llegó usted? —dijo Esteban Arkadievich—. ¡Muy bien!

—A pesar de que el camino es pésimo, no me atreví a desobedecer las órdenes de Su Señoría. Me tuve que dar prisa, pero llegué a la hora. Tengo el placer de saludarle, Constantino Dmitrievich.

Y caminó hacia Levin, intentando también estrechar su mano. Sin embargo, Levin, con el ceño fruncido, aparentó no ver su gesto y empezó a sacar las aves del morral.

—¿Y ese pájaro cómo se llama? —preguntó Riabinin, mientras miraba las chochas despectivamente—. Debe tener cierto sabor de...

Y, en un gesto de desaprobación, movió la cabeza como pensando que los gastos no iban a ser cubiertos con las ganancias de la caza.

—¿Deseas pasar a mi despacho? —preguntó, en francés, Levin a Oblonsky, frunciendo todavía más el entrecejo—. Sí; pasen al despacho y allí podrán hablar sin testigos y con más comodidad.

—Bien, como usted prefiera —respondió Riabinin.

Hablaba con arrogante suficiencia, como queriendo hacer entender que, si hay quien encuentra inconvenientes en la forma en que se debe terminar un negocio, él jamás los conocía.

Cuando entró en el despacho, Riabinin observó todo buscando la santa imagen que habitualmente se colgaba en las habitaciones, pero, como no la vio, no se persignó. Posteriormente miró las estanterías y armarios de libros con la expresión de incertidumbre que tuviera ante los pájaros, sonrió despreciativamente y movió la cabeza, convencido ahora de que esos gastos no se podían cubrir con las ganancias.

—¿Qué?, ¿trajo el dinero? —preguntó Oblonsky—. Tome asiento...

—Sobre el dinero no habrá problema. Le venía a ver, a conversar con usted...

—¿Conversar de qué? Tome asiento, hombre.

—Muy bien; nos sentaremos —respondió Riabinin, haciéndolo y apoyándose en el respaldo de la butaca de la forma que le resultaba más incómoda—. Príncipe, es necesario que rebaje el precio. No puede darse tanto. Yo traje el dinero preparado, hasta el último kopek. No habrá problemas respecto al dinero...

Después de haber colocado la escopeta en el armario, Levin se disponía a abandonar la habitación, pero se detuvo cuando escuchó las palabras del comprador.

—Usted ya se lleva el bosque regalado sin eso. Mi amigo me habló demasiado tarde, si no el precio lo habría fijado yo —dijo Levin.

Riabinin se puso en pie y miró a Levin de pies a cabeza, sonriendo en silencio.

—Constantino Dmitrievich es muy avaro —dijo, dirigiéndose a Oblonsky y sin borrar su sonrisa—. Definitivamente, no se le puede comprar nada. Yo le hubiese comprado el trigo pagándoselo a excelente precio, pero...

—¿Acaso quería que se lo regalara? —respondió Levin—. No lo robé ni me lo encontré en la tierra.

—¡Por favor, no diga usted eso! En nuestra época es decididamente imposible robar. Actualmente, al fin y al cabo, todo se realiza mediante el juzgado y los notarios; todo leal y honestamente... ¿Entonces cómo sería posible robar? Nuestros tratos son llevados con total honorabilidad. El señor pide mucho por el bosque, y eso no podría cubrir los gastos. Debido a eso le estoy pidiendo que me rebaje un poco el precio.

—¿Pero el trato está cerrado, sí o no? Todo regateo sobra si lo está. Y si no lo está, yo voy a comprar el bosque —dijo Levin.

Súbitamente, la sonrisa desapareció de la cara de Riabinin y fue sustituida por una expresión dura, de buitre, de ave de rapiña... Desabrochó su levita con dedos ágiles y decididos, enseñando debajo una amplia camisa, después desabrochó los botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y, rápidamente, sacó una abultada y vieja cartera.

—Disculpe, el bosque ya es mío —dijo, santiguándose velozmente, y adelantando la mano—. El bosque es mío, tome el dinero. De esa manera Riabinin hace sus negocios, no se entretiene en nimiedades.

—Si yo estuviera en tu lugar no me daría prisa en cogerle el dinero —dijo Levin.

—¿Pero qué quieres que haga? —contestó Oblonsky con extrañeza—. Di mi palabra.

Dando un portazo, Levin salió del despacho. Riabinin movió la cabeza y, sonriente, miró hacia la puerta.

—¡Cosas de muchachos, niñerías! Crea en mi lealtad, si lo compro lo hago únicamente porque se diga que fue Riabinin quien adquirió el bosque y no otro. ¡Solo el Señor sabe cómo me resultará! Usted puede creerme. Y ahora, firme usted el contrato, hágame el favor.

Riabinin, una hora más tarde, abrochando su gabán con mucho cuidado y cerrando todos los botones de su levita, en cuyo bolsillo tenía el contrato de venta, tomaba asiento en el pescante del carruaje para volver a su casa.

—¡Oh, estos señores son una cosa difícil! —comentó a su encargado—. Siempre iguales.

—Por supuesto —contestó el empleado mientras le entregaba las riendas y ajustaba la delantera de cuero del vehículo—. Mijaíl Ignatievich, ¿le puedo felicitar por la compra?

—¡Arte, arte! —gritó Riabinin, al tiempo que animaba a los caballos.

XVII

Con el bolsillo lleno del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación, Esteban Arkadievich subió a la planta superior de la casa.

La caza fue abundante, el asunto del bosque estaba concluido y Esteban Arkadievich, sintiéndose muy optimista, quería disipar el mal humor de Levin. Deseaba acabar el día como lo había comenzado, y cenar de la manera agradable como había comido.

Efectivamente, Levin estaba de mal humor y, a pesar de su deseo de mostrarse afectuoso y amable con su querido amigo, no conseguía dominarse. Se había ido desvaneciendo lentamente en él la embriaguez que le produjo la noticia de que Kitty no había contraído matrimonio.