Ana Karenina

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Capítulo 17

Esteban Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.

El asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin. Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como había comido.

Levin, en efecto, estaba de mal humor y, pese a su deseo de mostrarse amable y cariñoso con su caro amigo, no lograba dominarse. La embriaguez que le produjo la noticia de que Kitty no se había casado se había ido desvaneciendo en él poco a poco.

Kitty no estaba casada y se hallaba enferma, enferma de amor por un hombre que la despreciaba.

Parecíale que en lo sucedido había también como una vaga ofensa para él. Vronsky había desdeñado a quien desdeñara a Levin… Vronsky, pues, tenía derecho a despreciar a Levin. En consecuencia, era enemigo suyo.

Pero Levin no quería razonar sobre ello. Sentía que había algo ofensivo para él y se irritaba no contra la causa, sino contra cuanto tenía delante. La necia venta del bosque, el engaño en que Oblonsky cayera y que se había consumado en su casa, le irritaba.

–¿Terminaste ya? –preguntó a Esteban Arkadievich al encontrarle arriba–. ¿Quieres cenar?

–No me niego. Se me ha despertado en este pueblo un apetito fenomenal. ¿Por qué no has invitado a Riabinin?

–¡Que se vaya al diablo!

–¡Le tratas de un modo! –dijo Oblonsky–. Ni le has dado la mano. ¿Por qué haces eso?

–Porque no doy la mano a mis criados y, sin embargo, valen cien veces más que él.

–Eres, decididamente, un retrógrado. ¿Y la confraternidad de clases? –preguntó Oblonsky.

–Quien desee confraternizar, que lo haga cuanto quiera. A mí lo que me asquea, me asquea.

–Eres un reaccionario cerril.

–Te aseguro que no he pensado nunca en lo que soy. Soy Constantino Levin y nada más.

–Y un Constantino Levin malhumorado –comentó, riendo, Esteban Arkadievich.

–¡Sí: estoy de mal humor! ¿Y sabes por qué? Permíteme que te lo diga: por esa estúpida venta que has hecho.

Esteban Arkadievich arrugó las cejas con benevolencia, como hombre a quien acusan y ofenden injustamente.

–Basta –dijo–. Cuando uno vende algo sin decirlo, todos le aseguran después que lo que vende valía mucho más. Pero cuando uno ofrece algo en venta, nadie le da nada. Veo que tienes ojeriza a ese Riabinin.

–Es posible… ¿Y sabes por qué? Vas a decir de nuevo que soy un reaccionario o alguna cosa peor… Pero no puedo menos de afligirme viendo a la nobleza, esta nobleza a la cual, a pesar de esta monserga de la confraternidad de clases, me honro en pertenecer, va arruinándose de día en día… Y lo malo es que esa ruina no es una consecuencia del lujo. Eso no sería ningún mal, porque vivir de un modo señorial corresponde a la nobleza y sólo la nobleza lo sabe hacer. Que los aldeanos compren tierras al lado de las nuestras no me ofende. El señor no hace nada; el campesino trabaja, justo es que despoje al ocioso. Esto está en el orden natural de las cosas, y a mí me parece muy bien; me satisface incluso. Pero me indigna que la nobleza se arruine por candidez. Hace poco un arrendatario polaco compró una espléndida propiedad por la mitad de su valor a una anciana señora que vive en Niza. Otros arriendan a los comerciantes, a rublo por deciatina, la tierra que vale diez rublos. Ahora tú, sin motivo alguno, has regalado a ese ladrón treinta mil rublos.

–¿Qué querías que hiciera? ¿Contar los árboles?

–¡Claro! Tú no los has contado y Riabinin sí; y después los hijos de Riabinin tendrán dinero para que les eduquen, y acaso a los tuyos les falte.

–Perdona; pero encuentro algo mezquino en eso de contar los árboles. Nosotros tenemos nuestro trabajo, ellos tienen el suyo y es justo que ganen algo. ¡En fin: el asunto está terminado y basta! Ahí veo huevos al plato de la manera que más me gustan. Y Agafia Mijailovna nos traerá sin duda aquel milagroso néctar de vodka con hierbas.

Esteban Arkadievich, sentándose a la mesa, comenzó a bromear con Agafia Mijailovna, asegurándole que hacía tiempo que no había comido y cenado tan bien como aquel día.

–Usted dice algo, siquiera –repuso ella–; pero Constantino Dmitrievich nunca dice nada. Si se le diera una corteza de pan por toda comida, tampoco diría ni una palabra.

Aunque Levin se esforzaba en vencer su mal humor, permaneció todo el tiempo triste y taciturno.

Deseaba preguntar algo a su amigo, pero no halló ocasión ni manera de hacerlo.

Esteban Arkadievich había bajado ya a su cuarto, se había desnudado, lavado, se había puesto el pijama y acostado y, sin embargo, Levin no se resolvía a dejarle, hablando de cosas insignificantes y sin encontrar la fuerza para preguntarle lo que quería.

–¡Qué admirablemente preparan ahora los jabones! dijo Levin, desenvolviendo el trozo de jabón perfumado que Agafia Mijailovna había dejado allí para el huésped y que éste no había tocado– Míralo: es una obra de arte.

–Sí, ahora todo es muy perfecto ––dijo Oblonsky, bostezando con la boca totalmente abierta–. Por ejemplo, los teatros y demás espectáculos están alumbrados con luz eléctrica. ¡Ah, ah, ah! –y bostezaba más aún–. En todas partes hay electricidad, en todas partes…

–Sí, la electricidad… –respondió Levin–. Sí… ¿Oye?, ¿dónde está Vronsky ahora? –preguntó dejando el jabón.

–¿Vronsky? ––dijo Esteban Arkadievich, concluyendo un nuevo bostezo–. Está en San Petersburgo.

Marchó poco después que tú y no ha vuelto a Moscú ni una vez. Voy a decirte la verdad, Kostia –continuó Oblonsky, apoyando el brazo en la mesilla de noche junto a su lecho y poniendo el rostro hermoso y rubicundo sobre la mano, mientras a sus ojos bondadosos y cargados de sueños parecían asomar los destellos de miríadas de estrellas. Tú tuviste la culpa, te asustaste ante tu rival. Y yo, como te dije en aquel momento, aún no sé quién de los dos tenía más probabilidades de triunfar. ¿Por qué no fuiste derechamente hacia el objetivo? Ya te dije entonces que…

Y Esteban Arkadievich bostezó sólo con un movimiento de mandíbulas, sin abrir la boca.

«¿Sabrá o no sabrá que pedí la mano de Kitty?», pensó Levin mirándole. « Sí: se nota una expresión muy astuta, muy diplomática, en su semblante.»

Y, advirtiendo que se ruborizaba, Levin miró a Esteban Arkadievich a los ojos.

–Cierto que entonces Kitty se sentía algo atraída hacia Vronsky –continuaba Oblonsky–. ¡Claro: su porte distinguido y su futura situación en la alta sociedad influyeron mucho, no sobre Kitty, sino sobre su madre!

Levin frunció las cejas. La ofensa de la negativa que se le había dado le abrasaba el corazón como una herida reciente, pero ahora estaba en su casa, y sentirse entre los muros propios es cosa que siempre da valor.

–Espera –interrumpió a Oblonsky–. Permíteme que te pregunte: ¿en qué consiste ese porte distinguido de que has hablado, ya sea en Vronsky o en quien sea? Tú consideras que Vronsky es un aristócrata y yo no.

El hombre cuyo padre salió de la nada y llegó a la cumbre por saber arrastrarse, el hombre cuya madre ha tenido no se sabe cuántos amantes… Perdona; pero yo me considero aristócrata y considero tales a los que se me parecen por tener tras ellos dos o tres generaciones de familias honorables que alcanzaron el grado máximo de educación (sin hablar de capacidades y de inteligencia, que es otra cosa), que jamás cometieron canalladas con nadie, que no necesitaron de nadie, como mis padres y mis abuelos. Conozco muchos así. A ti te parece mezquino contar los árboles en el bosque, y tú, en cambio, regalas treinta mil rublos a Riabinin; pero tú, claro, recibes un sueldo y no sé cuántas cosas más, mientras yo no recibo nada, y por eso cuido los bienes familiares y los conseguidos con mi trabajo… Nosotros somos aristócratas y no los que subsisten sólo con las migajas que les echan los poderosos y a los que puede comprarse por veinte copecks.

–¿Por qué me dices todo eso? Estoy de acuerdo contigo –dijo Esteban Arkadievich sincera y jovialmente, aunque sabía que Levin le incluía entre los que se pueden comprar por veinte copecks. Pero la animación de Levin le complacía de verdad–. ¿Contra quién hablas? Aunque te equivocas bastante en lo que dices de Vronsky, no me refiero a eso. Te digo sinceramente que yo en tu lugar habría permanecido en Moscú y…

–No. No sé si lo sabes o no, pero me es igual y voy a decírtelo. Me declaré a Kitty y ella me rechazó. Y ahora Catalina Alejandrovna no es para mí sino un recuerdo humillante y doloroso.

–¿Por qué? ¡Qué tontería!

–No hablemos más. Perdóname si me he mostrado un poco rudo contigo –dijo Levin.

Y ahora que lo había dicho todo, volvía ya a sentirse como por la mañana.

–No te enfades conmigo, Stiva. Te lo ruego; no me guardes rencor –terminó Levin.

Y cogió, sonriendo, la mano de su amigo.

–Nada de eso, Kostia. No tengo por qué enfadarme. Me alegro de esta explicación. Y ahora a otra cosa: a veces por las mañanas hay buena caza. ¿Iremos? Podría prescindir de dormir a ir directamente del cazadero a la estación.

–Muy bien.

Capítulo 18

Aunque la vida interior de Vronsky estaba absorbida por su pasión, su vida externa no había cambiado y se deslizaba raudamente por los raíles acostumbrados de las relaciones mundanas, de los intereses sociales, del regimiento.

Los asuntos del regimiento ocupaban importante lugar en la vida de Vronsky, más aún que por el mucho cariño que tenía al cuerpo, por el cariño que en el cuerpo se le tenía. No sólo le querían, sino que le respetaban y se enorgullecían de él, se enorgullecían de que aquel hombre inmensamente rico, instruido a inteligente, con el camino abierto hacia éxitos, honores y pompas de todas clases, despreciara todo aquello, y que de todos los intereses de su vida no diera a ninguno más lugar en su corazón que a los referentes a sus camaradas y a su regimiento.

 

Vronsky tenía conciencia de la opinión en que le tenían sus compañeros y, aparte de que amaba aquella vida, se consideraba obligado a mantenerles en la opinión que de él se habían formado.

Como es de suponer, no hablaba de su amor con ninguno de sus compañeros, no dejando escapar ni una palabra ni aun en los momentos de más alegre embriaguez (aunque desde luego rara vez se emborrachaba hasta el punto de perder el dominio de sí mismo). Por esto podía, pues, cerrar la boca a cualquiera de sus camaradas que intentase hacerle la menor alusión a aquellas relaciones.

No obstante, su amor era conocido en toda la ciudad, Más o menos, todos sospechaban algo de sus relaciones con la Karenina. La mayoría de los jóvenes le envidiaban precisamente por lo que hacía más peligroso su amor: el alto cargo de Karenin que contribuía a hacer más escandalosas sus relaciones.

La mayoría de las señoras jóvenes que envidiaban a Ana y estaban hartas de oírla calificar de irreprochable, se sentían satisfechas y sólo esperaban la sanción de la opinión pública para dejar caer sobre ella todo el peso de su desprecio. Preparaban ya los puñados de barro que lanzarían sobre Ana cuando fuese llegado el momento. Sin embargo, la mayoría de la gente de edad madura y de posición elevada estaba descontenta del escándalo que se preparaba.

La madre de Vronsky, al enterarse de las relaciones de su hijo, se sintió, en principio, contenta, ya que, según sus ideas, nada podía acabar mejor la formación de un joven como un amor con una dama del gran mundo. Por otra parte, comprobaba, no sin placer, que aquella Karenina, que tanto le había gustado, que le había hablado tanto de su hijo, era al fin y al cabo como todas las mujeres bonitas y honradas, según las consideraba la princesa Vronskaya.

Pero últimamente se informó de que su hijo había rechazado un alto puesto a fin de continuar en el regimiento y poder seguir viendo a la Karenina, y supo que había personajes muy conspicuos que estaban descontentos de la negativa de Vronsky.

Esto la hizo cambiar de opinión tanto como los informes que tuvo de que aquellas relaciones no eran brillantes y agradables, a estilo del gran mundo y tal como ella las aprobaba, sino una pasión a lo Werther, una pasión loca, según le contaban, y que podía conducir a las mayores imprudencias.

No había visto a Vronsky desde la inesperada marcha de éste de Moscú y envió a su hijo mayor para decirle que fuese a verla.

Tampoco el hermano mayor estaba contento. No le importaba qué clase de amor era aquel de su hermano, grande o no, con pasión o sin ella, casto o vicioso (él mismo, aun con hijos, entretenía a una bailarina y por ello miraba el caso con indulgencia, pero sí observaba que las relaciones de su hermano disgustaban a quienes no se puede disgustar, y éste era el motivo de que no aprobase su conducta).

Aparte del servicio y del gran mundo, Vronsky se dedicaba a otra cosa: los caballos, que constituían su pasión.

Aquel año se habían organizado carreras de obstáculos para oficiales y Vronsky se inscribió entre los participantes, después de lo cual compro una yegua inglesa de pura sangre. Estaba muy enamorado, pero ello no le impedía apasionarse por las próximas carreras.

Las dos pasiones no se estorbaban la una a la otra. Al contrario: le convenían ocupaciones y diversiones independientes de su amor que le calmasen a hiciesen descansar de aquellas impresiones que le agitaban con exceso.

Capítulo 19

El día de las carreras en Krasnoie Selo, Vronsky entró en el comedor del regimiento más temprano que de costumbre, a fin de comer un bistec.

No tenía que preocuparse mucho de no aumentar el peso, porque pesaba precisamente los cuatro puds y medio requeridos. Pero de todos modos evitaba comer dulces y harinas para no engordar.

Sentado, con el uniforme desabrochado bajo el que se veía el chaleco blanco, con los brazos sobre la mesa en espera del bistec encargado, miraba una novela francesa que había puesto, abierta, ante el plato con el único objeto de no tener que hablar con los oficiales que entraban y salían. Vronsky reflexionaba.

Pensaba en que Ana le había prometido una entrevista para hoy, después de las carreras. No la había visto desde hacía tres días y, como su marido acababa de regresar del extranjero, él ignoraba si la entrevista sería posible o no, y no se le ocurría cómo podría saberlo.

Había visto a Ana la última vez en la casa de veraneo de su prima Betsy. Vronsky evitaba frecuentar la residencia veraniega de los Karenin, pero ahora necesitaba ir y meditaba la manera de hacerlo.

«Bien; puedo decir que Betsy me envía a preguntar a Ana si irá a las carreras o no. Sí, claro que puedo ir», decidió alzando la cabeza del libro.

Y su imaginación le pintó tan vivamente la felicidad de aquella entrevista que su rostro resplandeció de alegría.

–Manda a decir a casa que enganchen en seguida la carretela con tres caballos –ordenó al criado que le servía el bistec en la caliente fuente de plata.

Y acercando la bandeja, empezó a comer.

En la contigua sala de billar se oían golpes de tacos, charlas y risas. Por la puerta entraron dos oficiales:

uno un muchacho joven, de rostro dulce y enfermizo, recién salido del Cuerpo de Cadetes, y otro un oficial veterano, grueso, con una pulsera en la muñeca, con los ojos pequeños, casi invisibles, en su rostro lleno.

Al verlos, Vronsky arrugó el entrecejo y, fingiendo no reparar en ellos, hizo como que leía, mientras tomaba el bistec.

–¿Te fortaleces para el trabajo? –dijo el oficial grueso sentándose a su lado.

–Ya lo ves –contestó Vronsky, serio, limpiándose los labios y sin mirarle.

–¿No temes engordar? –insistió aquél, volviendo su silla hacia el oficial joven.

–¿Cómo? –preguntó Vronsky con cierta irritación haciendo una mueca con la que exhibió la doble fila de sus dientes apretados.

–¿Si no temes engordar?

–¡Mozo! ¡Jerez! –ordenó Vronsky al criado sin contestar.

Y poniendo el libro al otro lado del plato, continuó leyendo.

El oficial grueso tomó la carta de vinos y se dirigió al joven.

–Escoge tú mismo lo que hayamos de beber –dijo, dándole la carta y mirándole.

–Acaso vino del Rin… –indicó el oficial joven, mirando con timidez a Vronsky y tratando de atusarse los bigotillos incipientes.

Viendo que Vronsky no le dirigía la mirada, el oficial joven se levantó.

–Vayamos a la sala de billar –dijo.

El oficial veterano se levantó, obedeciéndole, y ambos se dirigieron hacia la puerta.

En aquel instante entró en la habitación el capitán de caballería Yachvin, hombre alto y de buen porte. Se acercó a Vronsky y saludó despectivamente, con un simple ademán, a los otros dos oficiales.

–¡Ya le tenemos aquí! –gritó, descargándole en la hombrera un fuerte golpe de su manaza.

Vronsky, irritado, volvió la cabeza. Pero en seguida su rostro recuperó su habitual expresión suave, tranquila y firme.

–Haces bien en comer, Alocha –dijo el capitán con su sonora voz de barítono–. Come, come y toma unas copitas.

–Te advierto que no tengo ganas.

–¡Los inseparables! ––exclamó Yachvin, mirando burlonamente a los dos oficiales, que en aquel momento entraban en la otra sala.

Y se sentó junto a Vronsky, doblando en ángulo agudo sus piernas, enfundadas en pantalones de montar muy estrechos, y que resultaban demasiado largas para la altura de las sillas.

–¿Por qué no fuiste al teatro Krasninsky? No estuvo mal la Numerova. ¿Dónde estabas?

–Pasé mucho tiempo en casa de los Tversky.

–¡Ah!

Yachvin, jugador y libertino, de quien no podía decirse que fuera un hombre sin principios, porque profesaba principios francamente inmorales, era el mejor amigo que Vronsky tenía en el regimiento.

Vronsky le apreciaba por su extraordinario vigor físico, que demostraba generalmente bebiendo como una cuba, pasando noches sin dormir y permaneciendo inalterable a pesar de todo. Pero también le estimaba Vronsky por su fuerza moral, que demostraba en el trato con jefes y camaradas, a quienes inspiraba respeto y temor. Demostraba también aquella energía en el juego, en el que tallaba por miles y miles, jugando siempre, a pesar de las enormes cantidades de vino bebidas, con tanta destreza y dominio de sí que pasaba por el mejor jugador del Club Inglés. En fin, Vronsky estimaba y quería a Yachvin porque sabía que éste correspondía a su aprecio y afecto, no por su nombre o riquezas, sino por sí mismo.

De todos los conocidos, era Yachvin el único a quien Vronsky habría deseado hablar de su amor. Aunque Yachvin despreciaba todos los sentimientos, Vronsky adivinaba que sólo él sería capaz de comprender aquella pasión que ahora llenaba su vida. Estaba seguro de que Yachvin no encontraría placer en chismorrear sobre aquello, ya que no le agradaban la murmuración ni el escándalo. Seguramente habría comprendido su sentimiento en su justo valor, es decir, entendiendo que el amor no es una broma ni una diversión, sino algo serio a importante.

Vronsky, aunque nunca le hablara de su amor, sabía que Yachvin estaba al corriente de todo y que tenía el concepto que debía tener. y le gustaba leerlo en los ojos de su amigo.

–¡Ah! –exclamó Yachvin cuando Vronsky le hubo dicho que había estado en casa de los Tversky.

Brillaron sus ojos negros. se cogió el extremo izquierdo de su bigote y se lo metió en la boca, según la mala costumbre que tenía.

–Y tú, ¿qué hiciste ayer? ¿Ganaste? –preguntó Vronsky.

–Ocho mil. Pero con tres mil no puedo contar. No van a pagármelos.

–Entonces no importa que pierdas apostando por mí –dijo Vronsky, riendo, pues sabía que su amigo había apostado una fuerte suma a su favor en aquellas carreras.

–No perderé. Tu único enemigo de cuidado es Majotin.

Y la conversación pasó a las carreras, único tema que aquel día podía interesar a Vronsky.

–Bien, ya he terminado –dijo éste.

Y, levantándose, se dirigió a la puerta.

Yachvin se levantó también, estirando sus largas piernas y su ancha espalda.

–Aún es temprano para comer; pero me apetece beber. Espérame, ahora voy. ¡Eh! ¡Venga vino! –gritó con voz sonora que hacía retemblar los cristales, voz célebre por el estruendo con que daba órdenes–. ¡Pero no, no quiero! –gritó otra vez–. Si vuelves a tu casa, voy contigo.

Y salieron juntos.