Hermann Linch

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La historia de cómo surgió el amor entre la muchacha perfecta y el bondadoso camarero la conocería años después, volviendo a hablar con Cloe.

Aquella noche, una puerta se abrió en el bar donde trabajaba. Entró una hermosa chica, no miró a nadie, aunque todo el mundo la miraba a ella. No había mucha gente en el bar, pero sí la suficiente para que el escrutinio fuera completo.

Sintiendo el peso de las miradas acuciantes, Cloe se dirigió hacia el único lugar que parecía seguro. Eligió la barra, ya que, tras un vistazo rápido hacia delante, no vio a nadie sentado allí. En realidad no vio ni siquiera al camarero, el que iba a atenderle aquella noche y muchas otras noches más.

-¿Me puedes poner un whisky?

-¿Con qué te lo pongo?

-Solo.

-Como quieras, aunque no creo que sea lo mejor.

Cloe se contuvo, no quería discutir con nadie, al menos con nadie más aquella noche, pero le molestó que el camarero no acatara sus órdenes. Ante la penetrante mirada de ella, él se disculpó y fue a por la bebida.

El ensimismamiento llegó a Cloe más o menos a mitad de su pedido. El fuego que fluía hacia abajo había calmado su sed de venganza. Aprovechó para mirar en derredor, aún no había observado el local y se dio cuenta que aquello no tenía nada de particular, una barra situada en frente de la puerta principal más iluminada que el resto del espacio y poco más. Las mesas tenían muy poca iluminación, así que Cloe no podía distinguir los rostros de la gente que estaba sentada en ellas. Bien mirado, tampoco le importaba.

Normalmente la gente que suele conocer en bares solo espera una cosa de ella y, claro, normalmente no es una buena conversación. Le sorprendió que el intrépido camarero se atreviera otra vez a hablar con ella.

-Todos te miran aquí ¿sabes?

-No me importa.

-Debes estar acostumbrada a que te miren.

-Puede.

-Oye, sé que he empezado con mal pie. No quería ser entrometido, pero intentaba ayudarte.

-No importa, es que no es un buen momento para mí.

-Ah, ya, bueno y ¿sería mañana un buen momento si volvieras a la misma hora y te pusiera otro whisky?

-Podríamos volver a empezar- Esta vez, Cloe no rechistó.

Durante aquel silencio Cloe pensó y repasó toda su historia con Hermann. Le surgieron las dudas cuando miró al camarero. Ahora le repasaba con la mirada.

Puede que no fuera tan atractivo como Hermann pero tenía una belleza atemporal, sumado a una serie de rasgos que hacían su rostro algo femenino. La nariz perfilada, labios finos, pero bien definidos, pelo claro en la barba y ojos color ámbar. Todo eso le decía a Cloe una verdad que no podía reprimir por más tiempo.

-Claro, aquí estaré mañana.

-Pues mañana me pagarás la copa.

-Puede, aunque luego me tendrás que invitar tú a cenar.

-Por supuesto, ¿Cómo te llamas? Lo digo porque mañana me encantaría poder saludarte cuando entres en escena. Ya sabes que aquí eres la actriz principal.

-Me llamo Cloe ¿y tú?

-Yo, Set. Soy camarero de este bar, pero terminaré pronto mañana. Creo que podríamos ir a cenar sobre las diez de la noche. Me gustaría hablar contigo en un ambiente que no sea este.

Apurando el vaso, Cloe sintió como se le había ido de las manos la conversación. Dicen aquello de lo del clavo sacando otro clavo, pero realmente no esperaba aquello. Era demasiado pronto. Bien mirado, ahora ya no podía volver atrás, le habían hecho daño y ella había encontrado consuelo en un desconocido que parecía amable.

Salió del bar. De camino a casa pensaba en la extraña situación en la que se había visto envuelta durante todo el día. Primero Linch había roto su corazón y, espontáneamente, había invitado a cenar a un camarero cualquiera una hora después de la ruptura.

El corazón hace cosas extrañas a veces. Cuando debe arriesgarse es incapaz de hacerlo y cuando debe permanecer hibernando, se despierta sin previo aviso y pone en aprietos a su víctima.

Bueno, quizá Hermann despierte algún día. Ese pensamiento le perseguía por las calles de la ciudad. Ese pensamiento cerró la puerta de su casa y la arropó en la cama. Al día siguiente, el pensamiento había desaparecido, puede que se hubiera escurrido en la primera ducha de la mañana porque lo cierto es que no volvió a verlo nunca más, ni siquiera untado en sus tostadas.

Cloe cambió un pensamiento por una buena resaca. No es que no estuviera acostumbrada a beber, pero desde luego llorar y beber incrementa la posibilidad de que quieras cambiar tu cabeza por otra a la mañana siguiente. Creyó que coger el coche no sería lo más apropiado en el estado en el que se encontraba. Tampoco se quería quedar en casa esperando la hora de la cita con su flamante desconocido, así que pensó que podría empezar con buen pie e ir a comprarse un bonito vestido para la noche que le esperaba.

Cloe era siempre tan complaciente que no podía evitarlo. Y, ahora que ya había decidido que quería gustar a Set, nada podía pararla.

Era como un depredador vestido con una suave y agradable piel. No es que quisiera engañar a nadie, es que su naturaleza le hacía parecer perfecta a la gente. Se esforzaba cuando conocía a alguien. Hacía todo lo que tenía que hacer. Se afanaba por hacer todo tipo de tareas, descubrir los gustos de la otra persona e intentar realizarlos, no incomodarla con ideas contrarias a la suyas, parecer feliz, agradable, bella. Cloe sabía que eran todas esas cosas, y era consciente de lo que hacía. Lo único que no vislumbraba era si algún día podría parar de hacerlo. No sabría cómo dejar de gustar a los demás. De todas formas, daba igual, no es algo de lo que se hubiera dado cuenta aún. Solo Hermann lo sabía, quizá por eso quiso estar con ella. Le parecía curioso que alguien simulara ser otra persona sin ni siquiera saberlo y que lo tuviera tan sumamente interiorizado que le pareciera real.

Sí, Cloe era perfecta, pero: ¿Cómo lo hacía? ¿Lo era? ¿Era perfecta en realidad?

II.SET

El tercero en discordia, un pobre segundón, alguien que no suele ser tomado en cuenta en ese gran libro que es la vida. Sin embargo, Set era diferente.

Era bondadoso y estaba enamorado de Cloe. Y también había conocido a Hermann Linch. Bueno, Hermann había conocido a Set. Porque nadie, ni siquiera Linch, conoce a Hermann.

Desde la cena que siguió a la segunda copa, Set y Cloe fueron inseparables. Empezaron a estar juntos desde el primer momento en que Cloe abrió la puerta del bar. Ciertamente, la cena fue un puro formalismo y la copa previa también.

Set era sumamente feliz al lado de Cloe, la amaba de verdad. La amaba porque era bella por fuera y por dentro, aunque esto último sólo lo sabía Set. Cloe, de momento, estaba al margen de ello.

El objetivo de Set era ayudar a Cloe y lo hacía sin saberlo. Al mirarla entendía que Cloe no era solo lo que veía con los ojos. Lo importante e imperceptiblemente bello era lo que había allí dentro de esa maravillosa envoltura corporal.

Después de una serie de encuentros, Cloe pensó que Linch debería conocer a Set, ya que se estaba convirtiendo en alguien demasiado importante en su vida. Linch estaba muy ocupado con otro asunto por aquellos tiempos y, aunque expresó su intención de conocer a Set, aquello tendría que esperar unos meses.

Cloe solo sabía que Hermann había casi desaparecido de la faz de la tierra después de aquella noche. Solo atendía llamadas, no se le veía deambulando por las calles ni iba a los locales que antes frecuentaban los dos juntos. Se creía que estaba bastante recluido, atendiendo cuentas familiares con el hombre de confianza de su padre, que posteriormente se convertiría en su sombra. Esa especie de abogado tenaz y fiel lo tenía totalmente absorbido por aquellos tiempos.

***

Así siguieron pasando los días y cuatro meses después por fin llegó la hora del encuentro. Hacía mal tiempo y el encuentro tuvo lugar en casa de Set, un pequeño y modesto apartamento a las afueras de la ciudad. No, no tenía nada que ver con el modo de vida que llevaba Hermann e incluso Cloe. Aun así, era acogedor, más que cualquier bar de la ciudad. Más cálido también que cualquier restaurante al que podrían haber ido despojando al encuentro de la suave candidez humana que ahora tenía.

Además, Set era un gran cocinero; dicen los entendidos que si se cocina con amor, todo está mucho más bueno. También dicen que se conquista por el estómago, que se enamora con la comida. ¡Fantástico! Se confirma así la teoría de que Set era todo amor y que, por lo tanto, incluso lo que hacía para comer se impregnaba de ello.

La cena fue sencilla, solo un plato. Eso sí, corrió bastante vino. Cloe estaba incómoda y pensó que la mejor manera de atenuar y acallar sus nervios era emborrachándolos.

Set no paró de hablar durante toda la cena, no se sentía nada incómodo. Se le veía feliz. No tuvo en cuenta ninguno de los muchos comentarios de Linch, unos comentarios que mal entendidos podían parecer groseros. Al parecer Linch tenía un problema con las formas, aunque en el fondo sus preguntas eran solo fruto de la curiosidad innata de su persona.

Preguntó a Set cómo eran sus sentimientos hacia Cloe, pero no se quedó ahí, no era la típica recomendación de padre-hermano cuidando de una pobre e indefensa muchacha. Él quiso saber específicamente cómo era el sentimiento de amor. Cómo sabía Set si lo que sentía por Cloe era amor o cualquier otro tipo de sentimiento como la simpatía, el cariño o la ternura.

-No sé, la quiero y punto. Quiero hacerla feliz siempre, quiero que se sienta bien a mi lado, que sonría, que me devuelva la mano cuando se la tiendo, que me mire y que se le ilumine la mirada. Yo solo espero que nunca me aparte de su lado porque ella, sólo estando ahí, provoca el sentimiento de amor profundo al que me estoy refiriendo.

 

-Bueno, veo que eres incapaz de responder a una pregunta.

-Creo que no puedo contestarte mejor, pero si quieres saber algo más, estaría encantado de contestarte.

-Claro, lo que pasa es que no me has descrito el sentimiento, sólo estás refiriéndote a una serie de actos que te provocan bienestar. ¿Es eso el amor? ¿Es bienestar?

-Puede ser, si quieres verlo así.

-Nunca quedaré conforme con tu explicación. Siempre querré saber más, pero de momento, lo dejaremos ahí. Venga, cuéntame más sobre ti, sobre tu vida.

Hermann se dio perfecta cuenta de las miradas que Cloe le dirigía, no podía ser más explícita visualmente, aunque no quería serlo verbalmente para no alertar a su novio. Set no había entendido el punzante tono de voz de Hermann y claro, si eso no le había molestado no iba a ser Cloe la que le revelara una situación incómoda y pusiera en contra a sus dos intereses. Así pues, prosiguió la velada sin más altercados.

A cada historia que Set le contaba a Hermann, éste intentaba sacar el trasfondo, los sentimientos de Set. No le interesaba saber que Set hubiera salvado a su hermana de ahogarse. Le interesaba qué había sentido específicamente cuando la sacó del agua, vio ese intenso color azul de su rostro, la agarró entre sus frías manos, pidió auxilio y la reanimó. Hermann era alguien extraño, eso es lo que pensó Set.

-Y, ¿cómo es que alguien con tantas virtudes no se encuentra ya con una argolla en su dedo anular? –la caza aún no se daba por finalizada.

-Pues, realmente no he encontrado a mucha gente con la que quisiera comprometerme. He tenido alguna que otra pareja, pero siempre ha acabado mal la cosa.

-¿Infidelidades, tal vez?

-Bueno, una sí. La otra… me abandonó de la noche a la mañana. Me levanté y ella había recogido sus cosas. Ya no estaba.

En aquel momento Cloe ya se sentía bastante incómoda con el devenir de la conversación y decidió ponerle fin bruscamente.

-Oye. amigo, métete en tus asuntos, te lo digo desde el cariño.

Cambiaron de tema hacia lo trivial de la vida. Expusieron sus planes futuros como pareja y Hermann les escuchó atentamente el resto de la velada. A la una de la madrugada, Set ya no aguantaba más y decidió irse a dormir, dejando a sus invitados en el comedor con toda la confianza del que está cansado y no es muy amigo de los protocolos.

-Buenas noches cariño, nos vemos mañana cuando acabes de trabajar en el bar. Nosotros nos quedaremos un rato más y después Hermann me llevará a casa.

-Claro, haced lo que queráis, la casa es vuestra.

-Buenas noches, Set, encantado de conocerte y a ver si nos reunimos más a menudo -dijo Hermann levantándose de su silla y estrechándole la mano.

-Buenas noches a los dos, no os quedéis hasta muy tarde.

Set desapareció tras el umbral y el silencio se hizo entre dos viejos amigos. Cloe esperó hasta oír los sonoros ronquidos de su novio para hacer algún comentario comprometido a su amigo.

-¿Te parece normal lo que le has dicho?

-A ti, ¿no? ¿Qué le he dicho que te haya molestado?

-¿Qué pretendías averiguar exactamente? Has estado grosero con él, menos mal que Set no ha pensado mal de tí.

-¿A qué te refieres? Claro que Set no ha pensado mal. ¡No debía hacerlo! Creo que te estás equivocando. ¿Te acuerdas de lo que te dije aquella última noche que nos vimos? Yo no estoy interesado en ti, sino en lo que representas, así que mis preguntas no estaban dirigidas a separarte de él, esa no es mi intención.

-¿Y ahora te interesas por él?

-Me intereso por los dos, por lo que los dos representáis. Cada uno de forma independiente, eso sí.

-No me lo puedo creer. Estás peor de lo que pensaba. ¿Te das cuenta de que sólo te entiendes a ti mismo?

-Si…ya me había dado cuenta. La verdad es que estoy más interesado en entender a los demás que en darme a conocer a vosotros. Entiende que lo primero supone un desafío mental para mí y lo segundo es irrelevante para todos.

-A mí sí que me interesa entenderte.

-Bueno, entonces primero me interesaré por los demás y luego me revelaré a mí mismo para que así puedas entenderme.

-Eso suena a pacto.

-Qué remedio… por cierto, ¿crees que Set querría quedar algún día a solas conmigo? Creo que si vamos a ser amigos necesitamos tiempo para estar juntos sin que estés tú delante. Puedes condicionarnos, ¿lo entiendes, verdad?

-Claro, si conoces el nombre del fármaco en tu grupo de control, el efecto que se produce puede estar condicionado por dicho conocimiento.

Ambos amigos se miraron y rieron. Bueno, más bien Cloe rió y Hermann sonrió. Era lo máximo a lo que se podía aspirar.

-Creo que deberíamos irnos- dijo Cloe- ¿Me llevas a casa?

-Claro, no te dejaría sola andando por las calles de la ciudad, con la cantidad de maníacos que hay.

Cloe volvió a reír, aunque esta vez, Linch no lo hizo. Se limitó a coger su abrigo y salir de la casa por delante de ella. Se metió en su bonito coche, esperó a que se sentara ella y sin mediar palabra encendió el motor. Diez minutos más tarde se estaba despidiendo de su amiga en el quicio de la puerta de un automóvil.

Ninguno de los dos durmió bien aquella noche. Cloe no hacía más que repetir una y otra vez las palabras de Hermann y sentía una extraña sensación que la impulsaba a proteger a su amado.

Ella sabía que aunque Linch era un ser extraño nunca le haría daño a nadie. Aun así tuvo que hacerse un café a las siete de la mañana y salir a dar una vuelta al amanecer después de cinco horas intentando conciliar el sueño.

En la otra parte de la ciudad, un hombre solo en su dormitorio tampoco podía dormir.

Pensaba en otras cosas. Se preguntaba: ¿Habré conocido a la persona más buena del mundo? No se ha molestado por ninguno de mis comentarios. Realmente parece enamorado de Cloe. Tiene una vida ejemplar. Ha sido un héroe en muchas ocasiones. Y, sobre todo, su mirada es absolutamente clara. No parece haber maldad en él. Los pecados capitales le han esquivado en su caminar por la humanidad. No siente avaricia, envidia, gula ni cualquiera de los otros males que acechan a otros día y noche.

Eso era lo que parecía. Lo que parece una persona no siempre es lo que es en realidad, por eso necesitaba conocerlo mejor. Necesitaba estar a solas con él y seguir desnudando su alma. Puede que le costara más tiempo que reconocer la perfección, pero no le importaba, porque, de ser cierto, valdría la pena. Si había encontrado la bondad absoluta, no iba a dejarla pasar así sin más.

III.CLAUS

La noche en la que Hermann perdió a Cloe, una sombra gris se cernió sobre la ciudad. Él no lloró, el cielo sí. Vagó unos minutos con el coche, algo desconcertado hasta que al fin descubrió donde estaba su casa y logró aparcar su vehículo.

Su madre ya estaba dormida y su padre estaba reunido con el abogado familiar en el despacho.

Dejó su paraguas en la bañera del cuarto de baño de debajo de casa, no había podido aparcar justo enfrente de la puerta y la lluvia arreciaba en aquellos momentos.

Al dirigirse hacia su habitación, oyó cómo su padre emitía un sonido raro. El sonido no era extraño, aunque Hermann no lo entendiera. Volvió a bajar presto las escaleras. La puerta del despacho estaba entreabierta. El escritorio estaba lleno de papeles, las estanterías llenas de libros, los ojos de su padre, llenos de lágrimas.

¿Por qué lloraba su padre?

Claus miraba a su cliente y no sabía cómo darle consuelo. Todo lo que le dijera, no serviría de nada, Osborn seguiría llorando un poco más.

Hermann no osaba mover ni un músculo y desde el umbral de la puerta, todo le parecía igual que otras veces que habían estado reunidos en el despacho su padre y Claus. Por el resquicio de la puerta entreabierta observó que todos los libros estaban en su lugar, no faltaba ninguno. La silla y la mesa de madera tallada también parecían en perfectas condiciones, la tela de la cortina no estaba desgarrada sino que se posaba majestuosamente sobre la ventana y acariciaba el suelo que se rendía a sus pies. El papeleo que había encima del escritorio era el de siempre, la desorganización era la organización que su padre necesitaba para trabajar. También la silla auxiliar forrada que albergaba el cuerpo de Claus permanecía en buen estado, y la alfombra que permanecía tranquila bajo todo aquello, seguía estándolo. Así pues: ¿Por qué lloraba su padre?

Entonces Hermann sufrió una conexión nerviosa y le asaltó un pensamiento inesperado en él. ¿Y si era su madre la que estaba mal? ¿Y si le había pasado algo a ella? Así que salió como una exhalación, aunque sigilosamente, hacia el piso superior, hacia el dormitorio de sus padres.

Abrió la puerta lo más despacio que pudo. Se quitó los zapatos, los dejó apoyados en la cómoda de la entrada y se acercó al borde de la cama para asegurarse de que su madre estaba allí. En efecto, lo estaba. Acercó la mano a su nariz y comprobó que respiraba. Su sigilo fue tal que su madre ni se movió ante la inesperada visita.

Así pues volvió a la puerta con la misma precaución de no hacer ruido y ya no volvió a ponerse los zapatos para ir a su cuarto.

Se tumbó en la cama y casi al instante se durmió. Dicen que cuando has sufrido cierta tensión, cierto nerviosismo, una vez pasado el trago, cuando vuelves a un estado de normalidad, el sueño se hace mucho más fácil.

Lo que Hermann no llegó a comprender, no llegó a advertir porque no posee una visión prodigiosa, es que había unos papeles que no estaban en su lugar aquella noche en aquel despacho. Se trataba de unos análisis clínicos que su padre y Claus no paraban de revisar una y otra vez desesperadamente.

***

En lo que se presuponía como mitad de su vida, Herman esperaba que todo en ella fuera agradable. No tenía la experiencia del sabio, para eso aún le quedaban algunos años más. Tampoco tenía la lozanía que ya había perdido hacía años. Añorando la juventud y la senectud, creía, sin embargo, que se encontraba en la mitad de su vida. Tal vez, aquel era su punto álgido, el espacio temporal donde existía un promedio entre todas las virtudes y entre todos los defectos posibles a alcanzar en una trayectoria vital.

A su vez, pensaba en el significado del intermedio, ya en su casa después de un largo día de trabajo. Y con este pensamiento se plantó en la cocina para preparar la verdura.

Volviendo la vista un poco atrás mientras ejercía presión hacia la tabla con un cuchillo largo y afilado podía recordar alguno de sus últimos pasos.

Sabía en lo que había estado trabajando en su oficina. Sí, un nuevo negocio que llevaría a cabo dentro de unos meses. Había planificado la campaña publicitaria y ahora sólo le restaba arreglar unos documentos legales. En realidad, se pasaba la mayor parte del día entre papeles. Su piel se había acostumbrado al suave roce del papel blanco de impresora de buen gramaje. Herman odiaba el papel fino que en ocasiones la empresa había comprado al por mayor. Este último, aunque barato, era del todo inservible, de mala calidad y no provocaba en él ningún placer al pasar sus dedos por la superficie blanca. No, definitivamente no podría simular el tacto aterciopelado que él apreciaba en su papel preferido de alta gama. En fin, lo dicho, demasiadas horas entre papeles.

Con este pensamiento se entretuvo y casi llega a cortarse pasando cerca con el filo de su falange distal anular. Otra vez, sin darse cuenta, había cortado ya toda la verdura y ahora ponía agua a hervir en un recipiente.

Quería seguir describiendo sus pasos. Así pues, al finalizar un día de trabajo como otro cualquiera se había dirigido a casa. Hoy había ido con coche, eso lo sabía. Así que bajó a su plaza de garaje por el ascensor. Allí se encontró con gente de la oficina que salía como él de sus puestos de trabajo y se dirigían a su hogar.

Le llamó la atención una joven con aspecto cansado. Se notaba que había trabajado duro aquel día o, pensó Hermann, quizá el trabajo no le gustaba y por ello tenía ese aspecto. ¿Tendrá familia? ¿Estará pensando en ella? ¿Cómo será su vida fuera de esta caja acristalada que llamamos trabajo? Sí, sin duda debería dejarlo, no tiene buena cara. No le gusta.

 

Y así, mirando a la chica, salió del ascensor y llegó a su plaza de garaje. Ya en el coche, seguía pensando en el trabajo, en la necesidad que parecía innata en el ser humano de ocuparse en alguna actividad. ¿Sería posible un mundo en el que a todo el mundo le gustara su trabajo? ¿A cuántas personas les gustaba actualmente su trabajo? Hermann veía de forma continua por la calle, por la televisión, en los pocos círculos de gente que regentaba, a gente que hablaba de la situación laboral actual. No todos los comentarios que oía le resultaban acertados, de hecho, casi ninguno lo era. En resumidas cuentas, parecía que la gente que estaba trabajando, que tenía un trabajo y que podía sobrevivir con ello no se encontraba a gusto en su situación actual. La otra parte, la gente que no estaba trabajando, se quejaba de que no tenía trabajo. Si bien es cierto que muchos no aceptaban variados puestos de trabajo que se les proponían. Algunos, obligados por la necesidad, acababan por aceptar trabajos que detestaban y que, con el paso de no mucho tiempo, acababan por abandonar. El subsidio del Estado es algo bastante apetecible. Claro que él no había tenido que trabajar en nada que no le gustara, ¿o sí? Nunca se lo había planteado.

Una vez aclarado que abandonaría su sueño profesional, siempre había trabajado de lo mismo y casi en el mismo puesto. Ahora, por su situación personal y familiar, lo tenía todo en el plano laboral: dinero, carisma y poder. Claro, también tenía responsabilidades que otros no habrían deseado y menos a su edad, pero él las consideraba también parte de su trabajo y parte de un acuerdo tácito. No podía concebir un mundo en el cual él no fuera lo más productivo posible. Sin embargo, a menudo pensaba en los demás, en la sociedad en general y se apenaba. Deseaba que las cosas fueran mejor. Lo deseaba de verdad para la gente que, aun habiendo estudiado, no tenía oportunidades. Sabía que esa gente se sentiría vacía en sus casas. Él se sentiría así. Sabía que después de tantas entrevistas con un no por respuesta se perdería la esperanza y se acabaría la ilusión. Hermann esperaba realmente que los tiempos se arreglaran aunque no tomara parte activa en ello. No, él no era de esos, no sabía cómo implicarse, no sabía cómo ayudar, se veía incapaz de cualquier acción humanitaria. Aún así, como era un gran analista, sabía que las cosas estaban mal, sabía que en unos años se hablaría de una generación perdida.

Pues bien, entretenido con esos pensamientos Hermann se dio cuenta de que había llegado ya a su casa, había cerrado el coche en el garaje y después había subido uno a uno los peldaños que le habían llevado hacia la entrada interior de su casa.

Abrió la puerta y enseguida se puso a cortar verduras.

¿Y ya está? Sí, ya está. Parece que en su memoria no había nada más.

Debió llegar aún absorto en sus pensamientos y después de dejar la cartera en algún lugar cercano, debió de ponerse ropa cómoda y se dispuso a cortar las verduras para la cena.

Puede que también activara el sistema de seguridad de la casa… Sí, lo había hecho, estaba encendido. Las cámaras funcionaban, todo estaba en orden y las verduras también estaban hervidas.

Pensaba que la comida era un mal placer, así que las verduras le darían las vitaminas adecuadas que necesitaba en ese momento y, por otra parte, harían que su digestión fuese perfecta.

Pensó también en ponerse dos hielos y beber un poco de whisky. No le pareció adecuado, no cenando. Quizá después.

Algo le inquietaba y decidió tomarse una copa de vino. Aquello era más acorde con la cena. De vino blanco, no toleraba el tinto. Demasiado fuerte para su gusto.

Bajó a la bodega y se dirigió a la parte donde guardaba el vino blanco, a la gran nevera situada a la derecha que contenía vinos jóvenes y eligió uno. En la bodega también guardaba vinos tintos, pocos, fuera de las grandes neveras. En fin, esperaba que si algún día tenía algún invitado en casa, el invitado tendría la posibilidad de elegir. La libertad de elegir el color de su caldo.

Subió arriba, se sirvió una copa y dispuso la cena en un plato pequeño. Mientras apuraba su copa volvió a pensar en su jornada diaria. Nada, otra vez igual, había algo que se le escapaba, o quizá no, quizá había sido todo.

Cuando se acabó la cena, dejó el plato en el fregadero y volvió a servirse otra copa de vino. Al alejarse del fregadero, observó que el lavavajillas se encontraba repleto y que había acabado su ciclo. Pensó entonces que eso era algo que habría hecho antes de empezar a preparar la cena, sí, definitivamente había puesto el lavavajillas. Así que lo abrió y descubrió su contenido deslizando la bandeja hacia afuera. No recordaba cómo había podido utilizar tantos platos, tantos vasos y tantos cubiertos de un día para otro. ¿Había dado una fiesta la noche anterior? Definitivamente tenía que dejar de beber por las noches, estaba perdiendo facultades. Antes se acordaba de todo, de hecho había empezado a recordar hechos del pasado y gente a la que había conocido mucho tiempo atrás y, sin embargo, no podía acordarse de cómo habían llegado allí todos esos platos. Sin más, los recogió y los apiló en el armario. Después hizo lo propio con los demás.

Se prometió que era la última copa que se servía y se sentó en su sofá preferido.

Giró la cabeza y miró la hora en el reloj cuadrado que sobresalía de la mesita que se encontraba en uno de los laterales del sofá. Eran casi las dos de la madrugada. No sabía cómo se le había hecho tan tarde, pero sí que le quedaban muy pocas horas de sueño y debía acostarse. Por lo menos estar en la cama para intentar conciliar el sueño.

Dejó la copa a medias. Apagó las luces del salón y las del resto de la casa. Mientras andaba, las luces se apagaban a su paso. Creaba un bonito efecto visto desde atrás, claro que él no podía verlo.

Se quitó la ropa, hoy dormiría desnudo. Se tapó. No se durmió.

Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente se despertó al momento y pensó que había podido descansar un poco.

De camino a la oficina, se encontró bastante mal, le dolía la cabeza. Decidió que no iría a trabajar. Llamó a su secretaria por el manos libres y dijo que se encontraba mal. Sabía que en el estado en el que se encontraba, no sería adecuado tomar decisiones sobre la próxima campaña. Después decidió lo que haría el resto del día.

Dio la vuelta en el primer lugar permitido. Volvió a casa y dejó el coche en el garaje.

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