La fuerza de la esperanza

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Aus der Reihe: Mambré #35
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Quien es soberbio, en cambio, se encuentra perpetuamente insatisfecho, se condena a sí mismo a la infelicidad, y piensa que la vida siempre le trata insuficientemente bien. La insatisfacción brota del que está convencido de que no se le ha dado nada y sin embargo ha recibido mucho pero no está agradecido y desea más. Por mucho que reciba siempre estará insatisfecho. La esperanza la tiene puesta en sus propias fuerzas. Como no es humilde siempre estará insatisfecho e incluso amargado.

La alegría y la humildad se reclaman mutuamente, pues solo la humildad logra hacer profunda nuestra alegría. Alegría que brota de una vida en comunión con Dios, sin Dios la alegría es como las arenas movedizas y somos enterrados en nuestra propia soberbia.

El sabio persa Afraates acertó al mostrar que la humildad no es un valor negativo, hecho de ausencia y vacío, sino que mostró lo elevado de la humildad: «El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa»[9]. Siempre, lo que nos supera debe orientar nuestro mirar y querer ser mejores. La humildad es recta mirada del corazón humano sobre sí mismo y los demás.

Inspirarse en un crucificado, en un vencedor que sale victorioso después de la derrota, es necedad para quien no cree y es poder de Dios para quien cree (cf 1Cor 1,18ss), pero es poder del misterio, de la abnegación total y sin reservas. El camino que nos muestra Jesús es el camino que se manifiesta y crece en la humillación, en la contrariedad permanente de tener que vivir el «escándalo y la necedad de la cruz» (cf 1Cor 1,23), algo inconcebible humanamente, pero una verdadera aventura para todos los seguidores de Jesús.

El camino de Jesús fue de la humildad a la humillación y de la humillación a la gloria. Él solo pudo ser humilde y dejarse humillar, y Dios lo glorificó. Por eso atravesar la pasión de nuestra vida con nuestras cruces y tribulaciones es mirar hacia la gloria, sabiendo que la humillación y el sufrimiento es pasajero, lo eterno es participar de la gloria, y esto nos llena de esperanza.

5. Solo el perdón derriba la soberbia

San Juan Crisóstomo, venerado santo de la pobreza, nos dice: «Porque la soberbia fue la raíz y la fuente de la maldad humana: contra ella pone [el Señor] la humildad como firme cimiento, porque una vez colocada esta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez; pero si esta no sirve de base, se destruye cuanto se levanta por bueno que sea».

La humildad siempre perdona, es más, es capaz de humillarse para alcanzar el perdón. La humildad ejerce la compasión, la misericordia y el perdón.

Perdonar, muchas veces, es muy difícil, parece casi imposible, incluso casi milagroso. Pero lo cierto es que sin perdón no puede haber vida, ni convivencia.

El perdón auténtico es libre, y se da como una gracia, brota del corazón humano, es su regalo. El perdón nos exige siempre humildad.

Fiódor Dostoyevski tuvo que perdonar y perdonó, y no solamente eso sino que tuvo que perdonarse a sí mismo. Perdonó a la nación rusa que le condenó sin razón; perdonó a su padre alcohólico, violento y codicioso, que maltrató a su familia; perdonó a un mundo que le privó de su bondadosa madre y de sus seres queridos; perdonó a toda una sociedad, que pareció incapaz de reconocerle su entrega a la causa de su salvación; y tuvo que perdonarse a sí mismo, su imprudencia e ingenuidad, sus errores de juventud, sus fracasos, sus debilidades como fue la ludopatía. Y todo esto supo hacerlo, lo hizo, desde el único lugar que es posible: la humildad.

Siempre hay mucho que perdonar y que perdonarse, y siempre hay alguien a quien perdonar, o alguien a quien pedir humildemente perdón, sea en nuestro propio nombre o en el de uno de los que nos acompañan. El perdón está en el corazón del espíritu cristiano, pertenece a la esencia de un verdadero amor. Sentirse perdonado nos levanta la esperanza y perdonar es dar una nueva oportunidad para reconstruir la familia de Dios.

6. Colaborar en construir un mundo mejor

Todos deseamos un mundo mejor, pero ese logro no se realiza sin la colaboración de servir a los hermanos y sobre todo a los más pobres y a los que más sufren. Dicha colaboración siempre exige cierto grado de humildad. La humildad acerca los corazones, acerca a las personas, mientras que la soberbia los separa.

Cuando alguien es soberbio, desprecia o excluye cualquier posibilidad de valor real presente en todo lo de los demás. Por eso, no es abierto al otro, accesible a él, y por tanto no se halla disponible para colaborar con los demás, ni es receptivo a lo que los demás puedan aportarle. Por tanto, la soberbia dificulta, en suma, el acoger verdaderamente toda forma de bien proveniente de otros. La soberbia cierra las puertas de la esperanza.

Colaborar requiere configurar alguna forma unitaria de vida, de trabajo en común, y eso conlleva esfuerzos prácticos que pide a sus miembros generosidad. Es el esfuerzo por «conocerse y adaptarse» mutuamente. El grupo cristiano exige, en sus relaciones, humildad.

Ser humilde no equivale a renunciar a la lucha, ni a dejar de esforzarse por mejorar las situaciones. Ser humilde no es ser pesimista, sino que la humildad y la «magnanimidad» o grandeza de ánimo son caras de una misma moneda. La humildad es la posibilidad de crear la civilización del amor, una nueva humanidad; la posibilidad de transformar nuestro mundo en reino de Dios.

La educación también reclama la humildad. Solo quien se sabe mejorable y quiere progresar se prestará a ser educado y a educarse. Donde hay educación hay posibilidad de un mundo mejor. Servir al Señor sirviendo a los hermanos con humildad y alegría es un reto para todo cristiano en su progreso de santidad.

7. María, maestra de la humildad

El P. Ignacio Larrañaga, fundador de los Talleres de Oración y Vida, psicólogo y hombre espiritual, nos describe magníficamente lo que es para él una persona humilde:

«El humilde no se avergüenza de sí

ni se entristece;

no conoce complejos de culpa

ni mendiga autocompasión;

no se perturba ni encoleriza,

y devuelve bien por mal;

no se busca a sí mismo,

sino que vive vuelto hacia los demás.

Es capaz de perdonar

y cierra las puertas al rencor.

Un día y otro el humilde aparece

ante todas las miradas vestido

de dulzura y paciencia,

mansedumbre y fortaleza,

suavidad y vigor,

madurez y serenidad»[10].

Rasgos que muy bien pueden aplicarse a María, nuestra Madre. Es la humildad de María la que muestra su misteriosa fecundidad. Después de Jesús, María va por delante en este camino, como muestra en el canto del Magníficat, «porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,48), y en sus palabras al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María tiene ante todo su fuente de inspiración en la humildad absolutamente infinita de Dios, revelada en Jesús.

Un hermoso himno, referido a María, de san Efrén, nos transmite esto de forma incomparable:

«El Señor vino a ella

para hacerse siervo.

El Verbo vino a ella

para callar en su seno.

El rayo vino a ella,

y nació el Cordero, que llora dulcemente.

El seno de María

ha trastocado los papeles:

quien creó todo

se ha apoderado de él, pero en la pobreza.

El Altísimo vino a ella (María),

pero entró humildemente.

El esplendor vino a ella,

pero vestido con ropas humildes.

Quien da de beber a todos

sufrió la sed.

Desnudo salió de ella,

quien todo lo reviste (de belleza)»[11].

El salmista pide al Señor que le enseñe sus caminos, que le instruya en sus sendas. Pero más adelante afirma: «el Señor enseña sus caminos a los humildes» (Sal 24,9). Ellos son obedientes, se dejan modelar por Dios. Para acoger lo que de Dios necesitamos, la humildad. El autosuficiente, el que se cree que sabe más que nadie, ese no se va a dejar enseñar por Dios.

La humildad es de suma importancia para el camino cristiano. San Pablo pondrá alerta a la comunidad de Filipos: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3). Y exhorta a los miembros de esa comunidad a mantenerse unidos en la humildad (Flp 2,1-4), pues la humildad impide la división, mientras el egoísmo, el orgullo y la arrogancia la promueven.

Terminemos esta meditación sobre la humildad con las palabras del profeta Isaías, que muy bien podemos aplicar a María: «En ese pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2)[12]. Cómo quisiera un cristiano tener la humildad de María, por eso puedes decirle: «Madre mía, enséñame el camino de la humildad». Esa mirada de Dios hacia el humilde y el pobre levanta la esperanza y nos pone en movimiento de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. María siempre va por delante y nosotros tan solo tenemos que seguir sus huellas.

8. Para meditar

«Nosotros entramos en contacto con la santidad de Cristo de dos maneras y de dos maneras también se nos comunica esa santidad: por apropiación y por imitación. La más importante de las dos es la primera, que se realiza en la fe y por medio de los sacramentos:

 

“Os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu Santo” (1Cor 6,11).

La santidad es, ante todo, don, gracia, y es obra de toda la Trinidad. Del hecho de que somos más de Cristo que de nosotros mismos (cf 1Cor 6,19-20), se sigue a la inversa que la santidad de Cristo es más nuestra que nuestra propia santidad. “Lo que es Cristo es más nuestro que lo que es nuestro” (Nicolás Cabasilas). Este es el golpe de ala en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, de ordinario, al comienzo, sino al final del propio itinerario espiritual, una vez que se han experimentado todos los demás caminos y se han comprobado que no llevan muy lejos.

Pablo nos enseña cómo se da este “golpe de audacia” cuando declara solemnemente que no quiere ser hallado con una justicia –o santidad– proveniente de la observancia de la ley, sino únicamente con la que proviene de la fe de Cristo (cf Flp 3,5-7). Cristo –dice– es para nosotros “justicia, santificación y redención” (1Cor 1,30). “Para nosotros”: por tanto, podemos reclamar su santidad como nuestra a todos los efectos. Un golpe de audacia es también el que da san Bernardo cuando exclama: “Yo tomo (literalmente: usurpo) de las entrañas de Cristo lo que me falta”.

¡“Usurpar” la santidad de Cristo, “arrebatar el reino de los cielos”! Es este golpe de audacia que hay que repetir a menudo en la vida, especialmente en el momento de la comunión eucarística. Después de recibir a Jesús podemos decir: “Soy santo, la santidad de Dios, el Santo de Dios, está dentro de mí. Puede que yo no vea en mí más que miseria y pecado, pero el Padre celestial ve en mí a su Hijo y siente que sube de mí hacia él el aroma de su hijo, como Isaac cuando bendijo a Jacob (cf Gén 27,27)”.

Junto a este medio fundamental que es la fe y los sacramentos, deben ocupar también un lugar la imitación, las obras, el esfuerzo personal. No como un medio independiente y distinto del primero, sino como el único medio apropiado para manifestar la fe, traduciéndola en hechos. La oposición fe-obras es en realidad un falso problema, que se ha mantenido más que nada debido a la polémica histórica. Las obras buenas, sin la fe, no son obras “buenas”, y la fe sin obras buenas no es verdadera fe. Es una fe muerta, como diría Santiago (cf Sant 2,17). Basta con que por “obras buenas” no se entienda principalmente (como por desgracia ocurría en tiempos de Lutero) indulgencias, peregrinaciones y otras prácticas piadosas, sino la guarda de los mandamientos, en especial el del amor fraterno. Jesús dice que en el juicio final algunos quedarán fuera del reino por no haber vestido al desnudo ni dado de comer al hambriento. Por tanto, no nos salvamos por las buenas obras, pero tampoco nos salvaremos sin las buenas obras.

En el Nuevo Testamento se alternan dos verbos al hablar de santidad, uno en indicativo y el otro en imperativo: “Sois santos”, “Sed santos”. Los cristianos están santificados y han de santificarse. Cuando Pablo escribe: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos”, es evidente que se refiere a la santidad que es fruto del esfuerzo personal. En efecto, añade, como si quisiera explicar en qué consiste la santificación de la que está hablando: “Que os apartéis del desenfreno, que cada cual sepa controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente” (1Tes 4,3-4).

El concilio pone claramente de relieve estos dos aspectos de la santidad, el objetivo y el subjetivo, que se basan respectivamente en la fe y en las obras:

“Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo mismo, santos. Esa santidad que recibieron deben, pues, conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios” (LG 40).

Solo que hay que recordar que la obra de la fe no se agota con el bautismo, sino que se renueva –y renueva el propio bautismo– cada vez que damos un golpe de ala de los que he hablado» (Raniero Cantalamessa, Un himno de silencio. Meditaciones sobre el Padre, Monte Carmelo, Burgos 2001, 31-33).

Preguntas para reflexionar

 ¿Cómo relacionas la humildad con la esperanza cristiana?

 ¿Es tu corazón un corazón humilde que todo lo espera del Señor y nunca pierde la esperanza?

 ¿Cómo definirías el valor oculto de la humildad relacionado con la esperanza?

 ¿Qué te ocurre cuando tu humildad y esperanza se sienten asediadas por la soberbia, el orgullo, la egolatría, la vanidad, la presunción, la arrogancia, la vanagloria, la prepotencia, la autosuficiencia...?

 ¿Cuáles son para ti los frutos de la humildad? ¿Qué ocurre en tu vida cuando eres humilde?

 ¿Qué lección has sacado cuando te has sentido humillado? ¿Y qué palabra tiene la esperanza cuando te llega la humillación?

 ¿Asumes tu realidad humildemente, reconociendo tus defectos y debilidades, pero sabiendo que Jesús viene en tu ayuda para que los superes?

 ¿Cómo es tu espera y tu confianza cuando parece que Dios permanece mudo y no llegas a comprender su silencio?

 Cuando tu humildad ejerce la compasión, la misericordia y el perdón, ¿cómo actúa la esperanza en ti y en los que se sienten compadecidos y perdonados?

 ¿Qué es lo que más te sorprende de Jesús, de María y de san Pablo respecto de la humildad?

 

2 La pobreza, tierra para cultivar la esperanza

1. Miremos la vida con la mirada de Dios

Pertenece a la Revelación esa preferencia de Dios hacia los pobres y los desheredados de la tierra. Su mirada está fija en sus hijos, los más pobres de la tierra, que gritan al mundo pidiendo la solidaridad de sus hermanos los más ricos. Un corazón solidario sabe que nuestra mirada debe ser la mirada de Dios y para ello necesitamos vivir una profunda intimidad con Él.

El sufrimiento, la humillación, la muerte de tantos millones de seres humanos es lo que más preocupa nuestra vida, pues conocemos las palabras de Jesús: «Lo que hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). O lo que es igual: «lo que hago o dejo de hacer a los pobres, eso es lo que hago o dejo de hacer a Jesús». Hay en estas palabras una llamada radical: yo me relaciono con Jesús y con Dios en la medida en que me relaciono con los pobres, es decir, me relaciono con Jesús y con Dios si mi relación con los pobres es la que Jesús quiere. Es verdad que Jesús se hace presente de muchas formas en nuestra vida, pero él ha querido identificarse con los pobres y los que sufren.

Si tomamos conciencia de la situación real que estamos viviendo, el veinte por ciento de la población mundial consume el ochenta por ciento de la riqueza de la tierra, por lo que el ochenta por ciento de los habitantes del planeta se tiene que conformar con el veinte por ciento de los recursos y de la riqueza de este mundo. En el año 2013 había 845 millones de personas con hambre crónica en el mundo. Así pues, tenemos que decir que la inmensa mayoría de las gentes de este mundo se muere literalmente de hambre.

¿Y cuál es nuestra respuesta? ¿Hacemos todo lo que podemos hacer? Los pecados que van a decidir la última suerte de cada ser humano son los pecados de omisión. Se pierde para siempre el que deja de dar pan al hambriento, agua al sediento, etc. Esto fue lo que ocurrió en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro. El rico no le hizo ningún daño al pobre, ni siquiera le echó de su puerta. Simplemente lo dejó como estaba. Y eso precisamente fue la perdición del rico. Una breve oración debería caminar con nosotros durante toda nuestra vida aquí en la tierra: «Señor Jesús, haz que sepa reconocerte en el pobre y en el que sufre, como Cristo sufriente que caído al suelo alza su mano en espera de que alguien lo levante. Que al verte, enseguida mi corazón arda de amor por ti, y me disponga a servirte con prontitud en mis hermanos, los más desfavorecidos».

«La pobreza es un gran tesoro», como lo afirma Jesús cuando le dijo al joven rico: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21). Francisco de Asís vivió esa pobreza e intentó transmitirla diciendo: «La pobreza es un tesoro oculto para cuya compra es preciso vender todo lo demás y despreciar todo lo que no se puede vender. Todos los bienes de la tierra no son nada comparados con el valor de la pobreza». San Juan Crisóstomo también valora la riqueza de la pobreza: «Qué locura colocar vuestras riquezas donde no habéis de vivir, y no colocarlas en donde habéis de ir para siempre. Colocad vuestros tesoros en vuestra Patria, que es el cielo». Y san Agustín añade: «Abandonad los bienes de la tierra y recibiréis los del cielo; porque la pobreza compra el reino de los cielos».

El que la pobreza sea un tesoro es porque las verdaderas riquezas no se componen de los bienes de este mundo, que hemos de dejar un día, sino que consisten en valores eternos que nos han de acompañar después de la muerte: la gracia, el ejercicio de la caridad, la amistad de Dios...

Pero, ¿qué ocurre si uno se toma en serio la pobreza y la causa de los pobres? Enseguida somos tachados de imprudentes y revolucionarios y, muy pronto, tendremos conflictos, problemas y enfrentamientos. A los que van hasta el fondo en el asunto de los pobres se les llama desequilibrados. Y es que, por lo visto, el equilibrio está en hacer lo mínimo, sin que nadie toque nuestra comodidad y bienestar; el equilibrio está en quedarse con los brazos cruzados ante la muerte inevitable de miles y miles de personas que mueren cada día de hambre y desnutrición, de falta de higiene, de droga, de Sida, etc., mientras que otros enferman de exceso de alimentación y de los abusos que lleva consigo el consumismo y el despilfarro.

En el fondo de todo esto hay una llamada a la conversión, que si se produce puede llenar de esperanza a muchos pobres. El papa Francisco dice que la Iglesia sabe involucrarse para lavar los pies a los más pobres, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo: «...la Iglesia sabe “involucrarse”. Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a sus discípulos: “Seréis felices si hacéis esto” (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo»[13].

Una Iglesia que está a favor de los pobres y lucha para liberarlos de su pobreza es una Iglesia que levanta la esperanza. Cuando los pobres no tienen a nadie, cuando buscan el pan de cada día, miran al cielo, en espera de que Dios mande una mano solidaria o haga un milagro. Dios es su única esperanza. De aquí surge una pregunta incisiva: ¿hasta dónde tu vida está implicada con los más pobres? Jesús, el Señor, espera tu respuesta.

2. El amor de Dios es amor preferencial por los pobres

El Dios trinitario es un Dios que derrama su amor infinito sobre todos, pero preferentemente sobre los pobres. Es tanto el amor del Padre que nos envía a su Hijo, el Pobre de Nazaret, que nace en un pesebre, no tiene donde reclinar la cabeza y muere desnudo en una cruz. Y es tanto su amor que cuando el Hijo es elevado a los cielos nos envía su Espíritu, que espera a la puerta del corazón humano a ser acogido para habitar en él. El Espíritu Santo derrama su amor en los pobres de espíritu, necesitados de Dios y de los hermanos. Como un pobre, espera a la puerta para enriquecernos con su pobreza. Por eso el Espíritu será llamado «Padre de los pobres». Este es el misterio de amor donde Dios se hace presente en el pobre.

La Iglesia siempre ha querido expresar este amor de Dios hacia los más pobres a través de la defensa de los derechos humanos, de buscar la paz y la solidaridad de entre todos los pueblos, y esto es un canto de esperanza para toda la tierra, como nos dice el papa Francisco: «...el pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo»[14].

 

3. Dios escucha el clamor de los pobres

El Dios de Israel vio la opresión de su Pueblo, oyó sus gritos y bajó a liberarlo (cf Éx 3). Los profetas declararon aberrante la religión que antepone el culto ritualista a la justicia con los pobres: «El ayuno que yo quiero es este –oráculo del Señor–: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con los hambrientos, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte tu corazón a tu propia carne. Entonces romperá tu luz, sobre la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor» (Is 58,6-8).

Los pobres son aquellos que carecen de recursos para subsistir, pero, sobre todo, son los que sufren la carga que supone mantener la riqueza y, en ocasiones, el lujo de otros. Es lo que denuncian los profetas, por eso –en nombre de Dios– se ponen a favor del pobre. Todo bautizado es profeta, participamos del profetismo de Cristo, para anunciar lo que es de Dios y denunciar lo que va en contra del proyecto de Dios.

Pero es sobre todo Dios quien opta, en primer lugar, por los pobres: «ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15,11)[15].

El hacer de Dios es la liberación de los que sufren. Por lo tanto, se relaciona con Dios y conoce a Dios el que se entrega a la tarea de Dios, que es la liberación de los pobres y de los que sufren la esclavitud. Hay tantos tipos de pobreza y de sufrimiento. Tú puedes dejar que tus manos sean las de Jesús, para estrechárselas a todos aquellos que están necesitados de un poco de solidaridad, de generosidad y de esperanza. Una mirada limpia sabe reconocer el grito de Jesús en los pobres, en los pecadores, en los desvalidos, en los marginados y excluidos. El papa Francisco dice que quiere una Iglesia pobre para los pobres, y añade: «Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también en ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos»[16].

4. La buena noticia del Padre para los pobres es el Hijo

El Padre nos ha dicho lo que quiere de nosotros a través de su Hijo. Por la Encarnación, el amor universal de Dios se hace misericordia entrañable, camino samaritano y cercanía sanadora, como dicen las Escrituras:

– Misericordia entrañable: «Su padre le vio de lejos y se entristeció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Lc 15,20). Cada vez que nos sentimos pobres, pecadores, y experimentamos la misericordia infinita de Dios en el sacramento de la reconciliación nos llenamos de paz y de esperanza.

– Camino samaritano: «Un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre y, al verlo, le dio lástima; se acercó a él y le vendó las heridas echándoles aceite y vino; luego lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó» (Lc 10,33-34). Jesús es el buen samaritano que sale a nuestro encuentro para curarnos las heridas, cuidarnos y amarnos, a fin de que nosotros hagamos lo mismo con todos los que están tirados en la cuenta de la vida.

– Cercanía sanadora: «Él la cogió de la mano y la llamó diciendo: “Niña, ponte en pie”. Le volvió el aliento y se levantó al instante; él mandó que le dieran de comer» (Lc 8,54-55; cf 8,44). Sentir la cercanía de Jesús en nuestra vida es siempre una experiencia sanadora. Constantemente él nos está sanando con su presencia y cercanía, basta que le abras el corazón. Hay tanta gente que se encuentra como muerta, con el alma seca, y Jesús a través de ti hace posible el milagro de poner la vida donde no la hay. Basta que tú lo desees y cuentes con él.

El Señor acoge a los pecadores (Lc 5,20), se sienta a la mesa con los marginados (Lc 5,30), se hospeda en sus casas (Lc 19,1-10), busca lo que estaba perdido (Lc 15,1-7), sana las dolencias de los excluidos (Lc 8,26-39), y preside una nueva fraternidad donde los pobres son los primeros y los preferidos (Lc 13,15-24). Su predicación se torna con frecuencia en denuncia para los instalados y en buena noticia para los desechados.

En los ambientes progresistas se habla de que tenemos que optar por los pobres. Pero esto es una afirmación superficial. Tenemos que optar por todos como Jesús optó por todos. La diferencia es que Jesús optó por todos desde los pobres. Es por lo que desde la situación de los pobres y marginados es como mejor podemos comprender a Dios, los designios de Dios, la voluntad de Dios. Jesús dijo que Dios se revela a los pobres y a la gente sencilla, mientras que se oculta a los entendidos y bien situados (Mt 11,25).

Nuestro modelo de pobreza es Jesús, quien siendo dueño de las riquezas por ser el Creador de todas las cosas, nace pobre, vive pobre y muere pobre. No podemos olvidar las palabras del apóstol Pablo: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Cor 8,9).

El gran escándalo del cristianismo es que a los pobres no les llegue el Evangelio; en otras palabras, que en ambientes cristianos no haya gozo para los pobres, sino tal vez humillación, marginación, explotación o, simplemente, descuido y olvido.

Habrá cristianismo y habrá evangelización en el mundo en la medida en que los pobres vivan la Buena Noticia de liberación, pues así lo anunció Jesús en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4,18).

5. Llevar el Evangelio a los pobres

El mismo Espíritu que ungió a Jesús para enviarlo a anunciar el Evangelio a los pobres conduce ahora a sus discípulos hacia la misión de continuar la obra salvadora hacia los más abandonados. Asumiendo la pobreza de Jesús los discípulos tienen una total disponibilidad al soplo del Espíritu. Si por el bautismo fuimos ungidos, hoy los discípulos del Señor deben sentirse ungidos, consagrados, para llevar la buena noticia del Evangelio a los pobres. Es algo que siempre me ha llamado la atención, en nuestras Cáritas se ha atendido a los pobres, se les ha gestionado sus papeles, se les ha dado comida, se les ha pagado facturas, pero no se les ha evangelizado. Estamos viviendo una renovación de la Iglesia a la que nos está invitando el papa Francisco y entre otras cosas está el llevar el Evangelio a los pobres: «La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración de la fe»[17].

La opción por el pobre es condición absoluta del seguimiento, si queremos escuchar la voz de Jesús: «Venid, benditos de mi Padre... cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,34-40). Más que exigencia, la opción por los pobres es expresión de la coherencia de quien participa de la vida y misión del Señor.

Es el Espíritu Santo quien suscita el carisma de la caridad en el discípulo, reconociendo la presencia de Jesús en el pobre. Es el Espíritu Santo quien nos ilumina para ver más allá de la pobreza material:

«Tuve hambre». Hay tanta hambre de pan, de trabajo, de tener lo indispensable para vivir. Hay tanta hambre de Dios, de felicidad, de fraternidad. Tú Señor eres quien puede saciar el hambre de toda la humanidad.

«Tuve sed». Hay tanta sed de agua, de justicia, de amor, de perdón, de paz. Hay tanta sed de que Dios reine en los corazones. Escucharé cada día tu grito en la cruz, Jesús: «tengo sed» y me preguntaré por tu sed, por mi sed y por la de mis hermanos.

«Era forastero». Te reconocí pobre y te abrí mi casa, te acogí para que no te sintieras solo, sin casa y sin patria. Tantos transeúntes, tantos inmigrantes que llegan a nuestras costas.