Descomposición vital

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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Las tensiones que manifiestan los campesinos con relación a las aspiraciones universalistas de las ciencias agrícolas modernas no responden a un rechazo completo de las enseñanzas de la ciencia de suelos, la ecología o la microbiología, como se hace evidente en la anécdota sobre la relación con los suelos químicos o biológicos. Las prácticas científicas que, por una parte, contribuyen a la liberación de los campesinos de los imperativos capitalistas y de las lógicas extractivistas y que, por otra parte, tratan de manera responsable los problemas amazónicos pueden incorporarse en sus proyectos de agrovida. Así mismo, estos campesinos utilizan ciertas prácticas que aprendieron de sus madres y sus padres o de otros parientes, así como otras que aprenden y recuperan de manera continua en los intercambios con sus vecinos indígenas, afrocolombianos y campesinos. Entre estas prácticas está la de trabajar con semillas endógenas y variedades de plantas, árboles y animales que han sido introducidas a la región y muestran potencial adaptativo. Por ejemplo, un día Heraldo me contó cómo sus vecinos indígenas nasas le enseñaron a sembrar en campos donde hacía poco habían caído rayos, lo cual los hace más fértiles. Los nasas llegaron a esta conclusión al presenciar el crecimiento de hongos después de una tormenta. Heraldo después leyó un artículo científico que explica cómo los rayos quiebran las moléculas de nitrógeno, las cuales luego fertilizan el aire y penetran el suelo con las gotas de la lluvia. En este caso, me explicó, las prácticas populares coinciden con las científicas. Pero hay un sinnúmero de prácticas populares y ancestrales que no tienen equivalentes científicos y que forman parte o están siendo incorporadas en la vida de las fincas, los bosques y las chagras. Los procesos de devenir humanos amazónicos ofrecen respuestas situadas y concretas a las preguntas planteadas desde los estudios feministas e indígenas sobre las potencialidades decolonizadoras que se pueden desatar al “ir más allá de la simple selección de piezas de los saberes indígenas o alternativos que parecen coincidir con los saberes científicos” (Green 2013, 1). En estos momentos, las discusiones sobre los conflictos y problemas agroambientales pueden llegar a reconocer que están en juego diferentes versiones de la “naturaleza”, diferentes formas de conocer y crear el mundo.

Sobre los límites situados de la simetría analítica

En los estudios de la ciencia ha habido intentos por “democratizar” la producción de conocimiento en diferentes contextos globales partiendo de conceptualizaciones más plurales de la ciencia y la modernidad (véanse, por ejemplo, Harding 2008; Medina, da Costa Marques y Holmes 2014; Rajão, Duque y Rahul 2014). Más recientemente, quienes buscan descentrar los estudios de la ciencia de los modos de análisis europeos y estadounidenses han propuesto lo que se ha llamado una versión poscolonial del principio de la simetría, para plantear la pregunta de “¿qué pasaría si los estudios de la ciencia y la tecnología hicieran un uso más sistemático de las ideas no occidentales?” (Law y Lin 2015, 2). Las conceptualizaciones etnográficas desde los estudios poscoloniales y los estudios feministas de la ciencia han hecho aportes importantes para la comprensión de las tensiones ontológicas que existen —y que se mantienen necesariamente— entre distintos sistemas de conocimiento y prácticas divergentes de hacer mundos (González 2001; Verran 2001, 2002, 2013; Cruickshank 2005, 2010; Lyons 2014; De la Cadena y Lien 2015). Por supuesto, más allá de los confines de estos debates académicos, los encuentros entre las ideas “occidentales” y “no occidentales” en las Américas han sido continuos desde la Conquista y el control del Atlántico a partir de 1492. Enfatizando las especificidades de los colonialismos españoles y portugueses, algunos académicos latinoamericanos y de la diáspora latina basados en Estados Unidos han propuesto la “tríada modernidad/colonialidad/descolonialidad” como unidad analítica para comprender cómo el colonialismo, el comercio transatlántico de esclavos y los procesos de desplazamiento masivo de las Américas han sido elementos constitutivos de la modernidad y del desarrollo del sistema global capitalista (Castro-Gómez 2005, Escobar 2007, Giraldo 2016).19

En un sentido epistémico, la producción de las disciplinas científicas modernas se ha llevado a cabo en el marco de relaciones de poder asimétricas de colonialidad continua. Cuando los sectores indígenas, campesinos, afrodescendientes, feministas y populares reclaman por los “500 años de colonialismo” en sus movilizaciones en todo el hemisferio, sus luchas son en contra de formas específicas de colonialidad que se conceptualizan de maneras distintas a lo “poscolonial”. Habiendo dicho esto, no pretendo afirmar de ninguna manera que la literatura poscolonial y los estudios subalternos no han sido influyentes para el activismo político y la investigación en América Latina. Tampoco sugiero que un paradigma decolonial deba ser la única herramienta explicativa para tratar los compromisos y las prácticas de diversas luchas populares y corrientes radicales de pensamiento en todo el hemisferio (véase también Pérez-Bustos 2017a). La producción histórica de conocimiento científico siempre ha involucrado ciertos “afueras” constitutivos en la construcción de la categoría de “ciencia” en oposición a la “religión”, la “superstición”, el “folclor” y la “creencia”, junto con la continua apropiación y criminalización de las prácticas y los mundos no científicos. Todo esto ha permitido a los practicantes de la tecnociencia reclamar para sí la autoridad de “conocer” una realidad singular. En el libro hay varios ejemplos relevantes de esto en los encuentros entre agrónomos y comunidades rurales, donde los primeros dicen saber qué es y qué no es un “suelo bueno y productivo”, una “mejor raza de gallinas” o una “semilla mejorada”. Además, como nos lo recuerdan autores como Helen Tilley (2011), la codificación de saberes “indígenas” y “tradicionales” como tales es inseparable de las relaciones coloniales y las estructuras imperiales. En la mayoría de los casos, los pueblos indígenas y “locales” han sido forzados a interactuar con actores y estructuras coloniales, mientras que estos últimos han podido darse el lujo de decidir si quieren o no relacionarse con los saberes y las realidades indígenas y populares.

Mi intención no es pasar por alto las diversas tradiciones científicas, definiéndolas simplemente como parte de los proyectos y prácticas del colonialismo. Tampoco desestimo las perspectivas críticas y el potencial subversivo de los científicos que trabajan desde posiciones globales desiguales. Me interesan, sin embargo, los límites de la simetría como herramienta conceptual y política al ponerlos en conversación con las prácticas alternativas que Heraldo y los otros campesinos que conocí adoptan en su intento por transformar sus relaciones cotidianas y, como ellos mismos lo dicen, por “descolonizar sus fincas”. Hay diferencias importantes entre el concepto de la simetría como propuesta analítica y las maneras en que se experimentan, conciben y ponen en marcha las simetrías y asimetrías en las propuestas de vida de los campesinos amazónicos. Estos campesinos no están atrapados en un mundo de esto o lo otro donde se enfrentan el conocimiento y la creencia desde orillas distintas. Tampoco plan-tean una movida multicultural o de hibridación que pretenda simplemente trazar una simetría analítica y material entre las prácticas científicas “localmente apropiadas” y las prácticas alternativas o populares. En parte, Heraldo construyó su nombre de “Hombre Amazónico” para marcar distancia con los expertos científicos “amazonólogos” que empezaron a visitar la región desde los años ochenta cuando la llamada cuenca del Amazonas comenzó a tratarse como objeto internacional de estudio y preocupación ambiental, en contraste con las trayectorias locales de amazonización de las comunidades rurales y los técnicos alternativos que aprenden con la selva. Como lo explica Heraldo, los hombres y las mujeres amazónicos no son expertos que van y vienen, a veces beneficiando a las comunidades locales, pero a veces también perjudicándolas, y recibiendo fondos públicos y méritos académicos para hacer recomendaciones técnicas para los sistemas agroecológicos del territorio. Incluso cuando tratan de manera responsable los problemas amazónicos, las prácticas científicas son categóricas, y no solo relativamente diferentes de las prácticas, y por consiguiente los practicantes, que se cultivan al vivir, morir y defender un territorio bajo el asedio militar.

Heraldo y los demás no pretenden democratizar la ciencia. No buscan abrir espacios de inclusión para los saberes llamados ancestrales, tradicionales y populares en el marco de una cultura de política científica neoliberal, tampoco poner la ciencia al alcance de los intereses de la “sociedad civil”, como si existiera una división dualista entre las dos. Las promesas y prácticas de la democratización pueden o no ser relevantes. Siempre se trata de procesos políticos, sociales y técnicos en extremo situados, no de aspiraciones universales, y más aún al tratarse de una situación en la cual las comunidades son criminalizadas debido a su presunta participación en actividades económicas ilícitas, su activismo ambiental y su movilización política, y por el hecho de residir en territorios ocupados y controlados socialmente por grupos armados paralegales. Cuando hablo de actividades económicas ilícitas no solo me refiero a los cultivos que se han categorizado como ilícitos en Colombia, Afganistán y otros países afectados por la guerra y el narcotráfico. Las reformas neoliberales han ido criminalizando una amplia variedad de prácticas de producción y comercialización de alimentos y de propagación de semillas. Estas reformas han transformado de manera progresiva las economías agrícolas nacionales y la legislación correspondiente en beneficio de conglomerados corporativos multinacionales fabricantes de químicos, semillas y productos farmacéuticos.

 

Si bien los campesinos han incorporado ciertas tecnologías agrícolas modernas en su trabajo cuando estas demuestran algún potencial emancipador en el contexto de las condiciones relacionales de las ecologías andino-amazónicas, los encuentros asimétricos entre distintos tipos de prácticas siguen siendo ética y estratégicamente importantes como propuesta política o, mejor aún, como propuesta de vida. Esta es una asimetría que subvierte la autoridad concedida a los saberes científicos y a sus nexos con la acumulación capitalista por encima de otras prácticas no (o no solo) científicas y éticas no (o anti) capitalistas. Al hablar de “no solo”, me inspiro en lo que Marisol de la Cadena ha conceptualizado como exceso, como “aquello que se actúa más allá del límite” (2015a, 14 y 15): en este escenario particular, aquello que se actúa más allá de las delimitaciones convencionales entre “ciencia” y “no ciencia”. Para los campesinos y las familias rurales a los que acompañé, las ciencias agrícolas deben primero demostrar su capacidad de construir alianzas con mundos relacionales ‘más que capitalistas’ en lugar de obligar a las prácticas “locales” a demostrar su equivalencia con las ciencias modernas. Estos encuentros analíticos y materiales asimétricos son luchas por resistir la apropiación de prácticas populares por parte de distintas disciplinas científicas y, al mismo tiempo, por recalcar las deudas pendientes que estas ciencias les deben a las mismas prácticas que han marginalizado. Esto no es simplemente una inversión de la simetría. Estos campesinos están asumiendo una serie de posturas contra los dualismos que generan aperturas para entablar relaciones tensas y potencialmente colaborativas entre las prácticas científicas y “no solo” científicas. Más allá de asumir situaciones fijas de subyugación que una “simetría poscolonial” propondría deshacer, las comunidades rurales de la Amazonía colombiana me enseñaron la importancia conceptual y política de considerar la posibilidad de poner en marcha asimetrías decolonizadoras. Este libro surge de procesos que desplazan la primacía del “conocimiento” en beneficio de procesos continuos de aprendizaje en el marco de esos esfuerzos decolonizadores.

Pensar con la hojarasca

Cada vez que esperaba que Heraldo empacara a la carrera antes de dirigirnos para el terminal de Mocoa para viajar a algún taller, encuentro o minga —y siempre se le quedaban las semillas, los diseños para una finca o la información de contacto de nuestros anfitriones, lo cual se convirtió en un chiste recurrente para nosotros—, miraba la modesta biblioteca en el segundo piso de la casa de su finca. En sus estantes hay libros de la agroecóloga brasileña Ana Primavesi, documentos sobre distintas variedades de plantas, animales y la influencia de los ciclos solares y lunares en la agricultura tropical, ensayos de economía y ecología políticas, reflexiones filosóficas de Evo Morales y la Vía Campesina, entre otros, y colecciones de folletos sobre desarrollo comunitario. Me interesa particularmente todo cuanto Heraldo escribe y diseña: sus planos para fincas y huertas, guías técnicas agrícolas y ecológicas y, en especial, sus manifiestos y conceptos sobre lo amazónico.

En una ocasión, me topé con unos artículos de un veterano científico de suelos colombiano, Abdón Cortés. Heraldo me explicó que ha leído su trabajo porque le parece que es un aliado científico “conciliador” para las comunidades rurales que se niegan a participar en la agricultura extractivista en la Amazonía. El doctor Cortés (1981), reconocido por institucionalizar en Colombia el sistema de clasificación de suelos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos en la década de los setenta, también fue uno de los primeros científicos en publicar artículos que cuestionaban su aplicabilidad universal, en especial su relevancia taxonómica para los bosques tropicales del país. El doctor Cortés estuvo al frente de la Subdirección de Agrología del Instituto Geográfico Agustín Codazzi durante diez años, entidad responsable de producir los estudios, los mapas y las clasificaciones oficiales de suelos y de administrar el Laboratorio Nacional de Suelos. El doctor Cortés fue uno de los científicos que lideró el primer inventario moderno de recursos naturales de la Amazonía colombiana, el Proyecto Radargramétrico del Amazonas, financiado conjuntamente por los gobiernos de Colombia y Holanda entre 1974 y 1979. También se desempeñó como decano de la antigua Facultad de Agrología de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Vale la pena hacer una pequeña salvedad para explicar que sigo la terminología utilizada por mis interlocutores científicos, quienes se refieren a sí mismos como “agrólogos”. Me intrigó la idea de conocer a este aliado científico “conciliador”, sobre todo cuando empecé a oír a Heraldo repetir frases como la siguiente: “Lo que estamos diciendo, lo que estamos haciendo, es pensar con los suelos amazónicos. Es desde esta creatividad y desde un sentido del territorio que pueden surgir nuestros proyectos de vida, una vida diferente”.

Cuando comencé el trabajo de campo que llevó a la escritura de este libro, me imaginé viajando al Putumayo a investigar cómo las historias sobre la toxicidad y la enfermedad de los suelos, las plantas, los animales y los cuerpos humanos pueden o no convertirse en evidencia con impacto político en el marco de las políticas colombo-estadounidenses de fumigaciones aéreas (Lyons 2018). Sin embargo, en lugar de enfocarse en la producción de conocimiento sobre entidades no humanas (como la exposición al glifosato en los suelos) y la agencia que los humanos les atribuyen a esas entidades, Heraldo y otros campesinos me mostraron que sería mejor permitir que esos no humanos me forzaran —es más, me obligaran— a pensar. Su propuesta se asimilaba al llamado de Stengers (2005b, 5) de tomar en serio a “esos no humanos a los que es mejor caracterizar como forzadores de pensamiento más que como productos del pensamiento” en el sentido más reduccionista, como problemas para resolver o situaciones que deben corregirse. En vez de enfocarme en cómo ciertas políticas públicas caídas del cielo determinan las experiencias y la representación de la vida en el terreno, me invitaron a pensar con las materialidades texturadas, las resonancias afectivas y los impulsos cíclicos constantes que hacen y deshacen al terreno mismo. Es decir, a seguir las potencialidades que luchan por existir mientras las comunidades rurales aprenden a relacionarse con los organismos, los seres y los elementos en descomposición que fuerzan el pensamiento en los mundos locales andino-amazónicos.

Aprendí a situar La Hojarasca como finca-escuela, saltamontes en resonancia y capas de hojas y raíces en descomposición dentro de un sinnúmero de procesos dinámicos e indeterminados, como el desborde de ríos, pantanos, bosques riparios, basura, estiércol y membranas porosas. William James (1996) se refiere a estos procesos como la hojarasca (litter) del mundo. James habla de aquellos aspectos del ser y el devenir que muchos sistemas filosóficos pasan por alto, pretenden absorber dentro de propósitos trascendentales o tratan como estados meramente transicionales entre lo sólido y lo líquido, sujeto y objeto, estabilidad y desequilibrio, vida y muerte, materia y forma. James mira con recelo todo impulso filosófico por estabilizar el mundo como algo definido, limpio y económicamente ordenado. Así mismo, Georges Bataille habla de la materia ambigua como aquellas “sustancias inestables, fétidas y tibias donde la vida se fermenta innoblemente” (1993, 81). En conversación con la obra de Caitlin DeSilvey (2006, 2017), lo que me interesa es el potencial de la descomposición para revelarse no solo como eliminación, sino como un proceso que puede ser generativo de distintos modos de conocimiento, distintas formas de organización y diferentes prácticas. A DeSilvey la atrae la capacidad para contar historias de la entropía y el deterioro en el marco de los estudios críticos del patrimonio, disciplina que suele tratar de mantener a raya la evanescencia en lugar de colaborar con ella. Para mí, el metamórfico lugar intermedio de la hojarasca pone en tela de juicio las fantasías de dominio humano sobre, por una parte, un mundo de estados sólidos y coherentes y, por otra, la preocupación sociológica con la consolidación de movimientos políticos de masas, agroecológicos o de otro tipo. Fue la hojarasca la que inspiró mi atención etnográfica a los procesos materiales e inmateriales de composición y descomposición en prácticas científicas específicas y en el cultivo de procesos dispersos de agrovida o de agricultura de selva.

La creciente sintonía de los campesinos con las capacidades generativas de estas capas de hojas, ramas, pepas y cáscaras en descomposición me convencieron de la necesidad de quedarme con el problema —tomando prestada la propuesta de Donna Haraway (2016)— de lo emergente y lo transicional como algo más que la captación del presente en retrospectiva. Por ejemplo, los continuos riesgos materiales y tensiones afectivas que albergan los procesos transicionales, como el de dejar atrás los cultivos de coca y aprender a ver la selva no como matorral o maleza que debe limpiarse y domesticarse, sino como alimento y remedio. La esperanzadora incomodidad de no saber dónde está parado uno y admitirlo, de reconocer la propia participación en el deterioro ambiental de un territorio y de tratar de comprender y organizar una finca como corredor biológico y reserva de bosque, en lugar de hacerlo solo como un pedazo de propiedad que se trabaja y se explota para obtener el sustento económico de la familia, todo esto me llevó a pensar con cuidado sobre cómo la vida crece despacio en medio del veneno y sobre las dinámicas temporales entre los momentos de visibilidad y de energía frenética y los periodos de latencia e imperceptibilidad que se dan dentro de estos procesos. ¿Cómo se escriben los tiempos del glifosato y la persistencia de estos químicos en las matrices bioquímicas del suelo? ¿Cómo se presta atención a la gradualidad y la incertidumbre de una reconversión económica cuando un potrero se convierte en bosque secundario?

En Colombia, la gente dice ser “experta en aguantar”. Aguantar significa esperar, guardar la esperanza, resistir, sobrellevar o soportar. Así, la expresión popular “no aguanta” es una forma abreviada de decir que algo o alguien es intolerable y no debe soportarse. La forma de vida que intento articular es un equilibrio delicado entre la oposición, el aguante y la transformación: entre oponerse a condiciones de vida intolerables, a seguir bajo esas condiciones y hacer realidades alternativas a aquellas condiciones que hacen que algunas vidas y ecologías prosperen a expensas de que otras tengan que aguantar. Las temporalidades y materialidades de la hojarasca, su hundimiento y descomposición en el espesor de un presente lleno de potencialidades emergentes y nuevas realidades que pueden resultar frustradas, resurgir y plegarse una vez más las unas a las otras, producen lo que llamo una fragilidad robusta (véase el capítulo 4). Esta fragilidad hace posibles ciertas formas tentativas de reparación socioecológica y desestabiliza las connotaciones convencionales, reduccionistas y estigmatizantes de precariedad y debilidad. Anna Tsing (2015) propone la palabra “resurgencia” para articular “la fuerza de la vida de un bosque, su capacidad para esparcir sus raíces y estolones para reconquistar lugares que han sido deforestados” (179).20 La relacionalidad ecológica de la vida y la muerte de la selva de la que hablo en los siguientes capítulos requiere que nos adentremos en esta misma deforestación, dentro de las mismas heridas y cicatrices.

Notas

1 Para un análisis etnográfico del diseño, la implementación y las consecuencias de la política antidrogas bilateral colombo-estadounidense, el Plan Colombia, véase Tate (2015).

2 El glifosato es un herbicida sistémico, no selectivo y de amplio espectro. Mata las plantas al inhibir una ruta enzimática que participa en la síntesis de aminoácidos aromáticos, la cual es necesaria para su crecimiento.

3 Para un análisis crítico e integral de las políticas de desarrollo alternativo lideradas por Usaid en Colombia, véase Vargas Meza (2010). La Usaid también financió pequeños proyectos de infraestructura, como puentes, instalaciones escolares, pistas de aterrizaje, electrificación rural y mejoras en las vías. Las comunidades cocaleras también han sido consideradas “poblaciones vulnerables” a las cuales el Estado debe asistir mediante programas de asistencia social como Familias en Acción, Familias Guardabosques, Empleo en Acción y Jóvenes en Acción.

 

4 Las AUC, cuyas raíces se remontan a la década de los ochenta, llegaron a tener alrededor de 31.000 militantes. Esta organización se formó en abril de 1997 y fue financiada principalmente por el narcotráfico y con aportes de terratenientes, ganaderos, empresas mineras y petroleras, corporaciones multinacionales y la clase política tradicional colombiana. Para profundizar en la relación entre las fuerzas estatales y los grupos paramilitares en el Putumayo, el papel de las FARC-EP con respecto a las ganancias del narcotráfico y los resultados locales de la desmovilización de las AUC en 2006, véase Jansson (2008).

5 El proyecto San Miguel Mira hacia Colombia y el Mundo se llevó a cabo durante cuatro años, entre 2004 y 2008. Fue coordinado y financiado por el Cinep en asociación con el gobierno municipal de San Miguel, otra ONG jesuita —la Fundación Social— y fondos de inversión social de Ecopetrol, la principal empresa petrolera de Colombia. Además de la finca-escuela, el proyecto también incluyó un colectivo de comunicación juvenil llamado Jóvenes Reporteros de San Miguel, el desarrollo de una “Agenda subregional para el Bajo Putumayo” y una campaña política llamada Vote por la Amazonía (Cinep 2007).

6 Para un retrato íntimo de la vida cotidiana de quienes cultivan o trabajan alrededor de la coca, véase mi instalación fotográfica y de no ficción etnográfica, Fresh Leaves (Lyons 2014b).

7 Margarita Chávez (1998; 2010) dilucida las interacciones cotidianas, las identidades interpenetradas, las fricciones productivas y las alianzas políticas entre comunidades indígenas y no indígenas en el Putumayo, a pesar de las representaciones clásicas de su supuesto aislamiento y de sus formas de convivencia conflictivas.

8 Varias medidas legislativas y resoluciones administrativas aprobadas desde 2004, incluyendo las leyes de propiedad intelectual que el Gobierno colombiano fue obligado a decretar con la firma del Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos (Ley 1518 de 2012), han declarado la ilegalidad de una gran variedad de prácticas campesinas e indígenas de producción y comercialización de alimentos y de propagación de semillas. Por ejemplo, la Resolución 000957 de 2008 prohibió la producción, crianza y comercialización de gallinas criollas; la Resolución 002546 de 2004 prohibió la producción y comercialización de panela artesanal; el Decreto 1500 de 2007 prohibió la producción y el degüello de ganado en las cabeceras municipales y en los corregimientos, y privatizó la venta de cárnicos refrigerados; y el Decreto 2838 de 2006 limitó el derecho de comercializar leche cruda a empresas agroindustriales. Para más información sobre estas reformas neoliberales y sus consecuencias, véase el sitio web de la Corporación Grupo Semillas.

9 La Clínica Ambiental es una iniciativa fundada y apoyada por la ONG Acción Ecológica, con sede en Quito, una organización ambiental reconocida en toda América Latina, fundada hace 25 años.

10 Para una historia completa de la Mesa Regional, véase Mesa Regional de Organizaciones Sociales (2015).

11 Los activistas de la Meros han rechazado lo que Winifred Tate (2013) ha llamado ciudadanía ‘proxy’ y se han distanciado de las ONG que interfieren con su capacidad de dirigir sus reivindicaciones directamente al Estado.

12 Para más información sobre el Paro Nacional Agrario, Étnico y Popular de 2013 y sobre los procesos políticos y las negociaciones posteriores, véase Mesa Nacional Agropecuaria y Popular de Interlocucción y Acuerdo (MIA 2015).

13 Para más detalles sobre la metodología rural participativa, así como el enfoque y los temas de la formulación del Pladia 2035, véase Mesa Regional (2017).

14 El primer nombramiento de Heraldo como secretario de Agricultura, que duró seis meses, fue posible gracias a la influencia del partido de izquierda Alianza Democrática M-19 en el Putumayo. En 1989, la mayoría de los integrantes de la guerrilla del Movimiento 19 de Abril (M-19) se desmovilizó e hizo un tránsito a las esferas políticas legales conformando el Partido M-19. El partido se unió con otros movimientos políticos, incluyendo los grupos desmovilizados del Ejército Popular de Liberación (EPL), el Partido Revolucionario de los Trabajadores y el Movimiento Quintín Lame, para crear la Alianza Democrática M-19, en 1991. Según la Comisión Andina de Juristas (1993), la AD M-19 se convirtió en un espacio de encuentro regional para líderes comunitarios y sindicales de izquierda. Debido a la presencia del grupo paramilitar conocido como los Masetos en el Putumayo, la AD M-19 también se convirtió en una alternativa a la Unión Patriótica (UP), movimiento político asociado con las FARC, el cual sufrió una persecución genocida por parte de los paramilitares en todo el país. Su segundo nombramiento como secretario ocurrió en enero de 2016, cuando Sorrel Aroca Rodríguez resultó elegida la primera mujer gobernadora del Putumayo. Sorrel salió elegida con el aval de la Alianza Verde, que representa una convergencia de sectores de centro y centroizquierda y conservadores moderados en el Putumayo. Durante su campaña, Sorrel construyó alianzas políticas con la Meros, integrada principalmente por organizaciones campesinas y sindicatos.

15 Según el censo, llevado a cabo en 2005, el 76 % de la población del Putumayo se categoriza como mestiza, el 18 % como indígena y el 6 % como negra o afrocolombiana.

16 La militarización global de la guerra contra las drogas, que se remontaba a los años ochenta, se intensificó especialmente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando la ayuda militar estadounidense para Colombia fusionó las guerras antinarcóticos y de contrainsurgencia (véase Ramírez 2005).

17 Raffles (2002) piensa con la formulación crítica de la geógrafa feminista Doreen Massey, quien se refiere a los lugares como puntos de encuentro de las relaciones sociales, como los resultados de la diferencia y la desigualdad y a la vez como productores de diferencia y desigualdad (Massey, Allen y Cochrane 1998). Los lugares nunca son estables; constantemente se conforman por medio de las relaciones afectivas, imaginativas y discursivas, las cuales están en constante movimiento, y mediante el trabajo físico entre humanos y no humanos.

18 Agradezco a mi colega Tania Pérez-Bustos por reconectarme con la pedagogía crítica de Freire.

19 Esta tríada se sitúa en una genealogía de teoría crítica latinoamericana que inspira mi trabajo, la cual incluye la teoría de la dependencia, la teología de la liberación y la investigaciónacción participativa, así como la corriente a veces llamada “pensamiento latinoamericano en ciencia, tecnología y sociedad”.

20 Véase también el trabajo de Kirksey (2015) sobre las “ecologías emergentes” y sobre cómo encontrar posibilidades en las ruinas de desastres recurrentes por medio de las asociaciones simbióticas de plantas, animales y microbios que prosperan en lo que él llama lugares inesperados.

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