Descomposición vital

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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De los espacios aéreos a la hojarasca

Pulsaciones

Apartándome del grupo por un momento, me detuve en silencio entre las hileras de enredaderas, árboles frutales, tubérculos y arbustos. Los girasoles que tenía a mi lado se recostaban levemente. Una brisa casi imperceptible ponía a temblar las enredaderas. Desde el suelo se elevaba el olor de cáscaras de fruta en descomposición. A lo lejos se sentía un batir de alas. Más cerca se oían el mordisqueo de las larvas en las hojas de granadilla y el zumbido de los insectos sobre los arrumes de palos y ramas y los pétalos de las flores. Aquí se sentía mucho más fresco. Segundos más tarde, el zumbido se hizo más intenso. Mis únicas palabras para describirlo: cientos de dedos índices húmedos deslizándose por los bordes de vasos con agua. La vida y sus pulsaciones, la vida marchitándose, la vida que toma su próximo aliento que también puede ser el último. Este era el sonido —o, mejor, la fuerza— que impregnaba el aire cuando me bajé por primera vez del bus en San Miguel, Putumayo, en la finca-escuela La Hojarasca, palabra que se refiere a las hojas en descomposición que se suelen usar como compostaje. Miré a mi alrededor pensando erróneamente que así podría encontrar el origen discernible del zumbido. Grupos de campesinos conversaban al lado de una mesa de madera llena de semillas, unas tan grandes como puños, otras tan pequeñas como granitos de arena. Las gallinas y los pavos merodeaban a tropiezos por los matorrales. Una familia de patos corriendo y graznando a viva voz por su almuerzo de caña picada. Los pasos humanos crujían al pisar las capas de hojas y tallos secos, un sonido bien distinto del chapoteo de las botas cuando se deslizan por el barro desnudo y arcilloso. Se oía un corte de machete, el golpe pesado de la caída de un copoazú, risas, más zumbidos, la fricción de una piedra machacando hojas de bore. Los árboles estaban llenos de nidos de mochilero, y de vez en cuando lograba escuchar el llamado de estos pájaros: el sonido del agua, la percusión de una gota de agua, ese sonido casi eléctrico en el momento exacto en que golpea una superficie y se transmuta en formas disímiles. Estaba tan cautivada por todo lo que pasaba a mi alrededor y por todo lo que esto hacía y deshacía en mi interior que no sentí otra presencia humana hasta que oí una voz a mis espaldas: “¿Cierto que la vida hace más feliz a la vida?”, preguntó la persona mientras se acercaba adonde yo estaba, en medio de la huerta que nos envolvía.


Figura 1.1. Nidos de mochilero en San Miguel, Putumayo, agosto de 2007

Foto de la autora

Una pregunta nada sencilla. Este fue mi primer encuentro con Heraldo Vallejo y con la poderosa, pero vulnerable, fuerza de una propuesta colectiva como La Hojarasca.

“Arrimarse al árbol que más sombra da”

Una cruz de madera incandescente

Un tablero salpicado de agujeros de bala

Una mano callosa acuna una piña medio podrida…

El día en que conocí a Heraldo acababa de pasar la semana en una delegación de la organización no gubernamental (ONG) Acción Permanente por la Paz, conformada por estudiantes universitarios, asesores legislativos, abogados y activistas de Estados Unidos. Como lo indica el nombre en inglés de la organización (Witness for Peace), el propósito de nuestro viaje al Putumayo en aquel agosto de 2007 era servir como “testigos” presenciales de los efectos negativos del Plan Colombia en las comunidades y los paisajes locales. También debíamos recolectar evidencia testimonial y de otros tipos para apoyar los esfuerzos ciudadanos en oposición a la política antidroga estadounidense.1 La violencia producida por la guerra crea su propio régimen humanitario, una sombra dialéctica y denunciadora que, irónicamente, varias veces me dio la impresión de ser la otra cara de la misma moneda militarizada. El día antes de nuestra visita a La Hojarasca nos acompañaba una mujer campesina en un cacaotal moribundo, parte de un acuerdo de sustitución de cultivos ilícitos que los campesinos habían firmado con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), el cual había sido fumigado con glifosato hacía dos semanas. “No hay manera de contar esto”, nos dijo. Nos quedamos en silencio por un largo rato en su cultivo. Un grupo de vecinos indignados fue formándose frente a la casa, mostrando plátanos deformes, piñas podridas, cáscaras marchitas y más hojas de cacao llenas de huecos y manchas. Expresaban sus inquietudes sobre el largo tiempo que el herbicida glifosato puede permanecer en el torrente sanguíneo, en los suelos y en las cuencas de los ríos. Hablaron de las gallinas que les habían robado, de las cercas que les habían tumbado y de los abusos verbales y físicos que habían sufrido cuando erradicadores manuales acompañados de militares y policías pasaron a arrancar las tercas matas de coca que habían sido rescatadas de las avionetas aspersoras por campesinos igualmente tercos e ingeniosos. Los erradicadores fueron dejando hileras de huecos en el suelo, así como desempleo, hambre y violaciones de derechos humanos.


Figura 1.2. Plátanos fumigados con glifosato en el Valle del Guamuez, Putumayo, agosto de 2007

Foto de la autora

Las familias rurales, tanto aquellas con arraigo antes del auge comercial de la coca como las que migraron a la región y terminaron trabajando en distintas labores que las vincularon a la economía de la coca, tenían serias dudas sobre la posibilidad de seguir viviendo de la agricultura en el Putumayo, ya fuera por medio de la coca o de otros cultivos. Un silencio escalofriante asolaba gran parte del campo. Mucha gente, incluyendo un agrónomo empleado por la Secretaría Departamental de Agricultura, nos dijo que ya no seguiría sembrando alimentos ni cultivos comerciales hasta que el Estado o la Embajada de Estados Unidos abolieran definitivamente las fumigaciones aéreas. La política antidrogas “está acabando con la vida”, nos decían. La toxicidad era inevitable. En cualquier momento podrían ser arrebatados los recursos que hacen posible el florecimiento de los seres vivos. De repente, la punzada de una gota, una hoja humedecida, enzimas inhibidas y el final de la síntesis: un estrangulamiento de la vida de adentro hacia afuera.2 Para nadie era un secreto que su fuente de vida había sido extirpada para permitir que la vida en otra parte, así como en el propio suelo herido, pudiera decirse segura, sana, protegida y próspera.

Las comunidades que aceptaron erradicar ellas mismas la coca como requisito para participar en los programas de desarrollo alternativo de la Usaid siempre estaban a la espera de la siguiente ronda de nuevos subcontratistas, tristemente célebres por su mal manejo de los presupuestos para los proyectos. Las organizaciones comunitarias improvisadas que se formaban para asegurar la asignación de fondos casi siempre se derrumbaban tan pronto como terminaban los ciclos de proyectos. La preocupación principal de la gente tenía que ver con cómo inscribirse en el siguiente programa de ayuda estatal o, en palabras de un campesino, “cómo arrimarse al árbol que más sombra da”. En mis entrevistas en la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en Bogotá, la cual alberga el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), los funcionarios expresaron sus dudas sobre por qué el Estado debería verse obligado a desarrollar zonas remotas del territorio que la gente penetró —es más, deforestó— para involucrarse en actividades ilícitas de manera clandestina. Las familias del campo, por su parte, afirman que se vieron obligadas a migrar a zonas marginales debido a los ciclos de violencia y despojo en el interior del país, la falta estructural de acceso a mercados viables y a servicios estatales, la implementación de políticas neoliberales que han empeorado la pobreza urbana y rural y finalmente la naturaleza represiva e indiscriminada de la política antidrogas. En las fases I y II del Plan Colombia (aproximadamente, entre 1999 y 2010), los paradigmas del desarrollo alternativo hicieron una transición de un enfoque inicial en pactos sociales y sustitución de cultivos hacia la creación de una “cultura de la legalidad” basada en proyectos de orientación agroindustrial y alianzas con el sector privado. Las intervenciones asistencialistas, condicionadas a un imperativo de “cero tolerancia, cero coca”, relegaron a las comunidades a un papel de beneficiarias. El desarrollo alternativo ha seguido la misma lógica de mercado de los cultivos comerciales de coca, una lógica que busca remplazar cultivos ilícitos para la exportación por cultivos comerciales legales también para el mercado internacional, como la pimienta negra, el café, la vainilla, los palmitos, las heliconias y el cacao.

En mis entrevistas con la Usaid, el personal de esa entidad se refirió al fracaso de los proyectos de desarrollo en el Putumayo a lo largo de más de una década y a un costo de más de 80 millones de dólares como “una curva de aprendizaje desafortunada, pero instructiva”. Los costos de producción en zonas lejanas con poca infraestructura fueron mucho más altos de lo anticipado. No se llevaron a cabo estudios de mercado para garantizar la existencia de oportunidades para nuevos productos agroindustriales. La ayuda dirigida únicamente a las familias cultivadoras de coca tan solo estimuló el aumento de los cultivos y dejó sin apoyo a quienes no tenían cultivos, pero dependían para su sustento de otros eslabones de la cadena de valor de la coca. Los cultivos comerciales se vieron afectados por problemas de “control de calidad”, como hongos y plagas tropicales. La expectativa de que la gente delataría a sus vecinos y ayudaría a arrancar sus matas de coca por la fuerza lo único que hizo fue fracturar las relaciones comunitarias y empeorar los conflictos sociales. Este listado de problemas no incluye otros fiascos de la Usaid que han señalado las comunidades: gallinas sin pico traídas de Estados Unidos, las cuales resultaron tan inútiles que fueron a parar directo a la olla del almuerzo; vacas entregadas a familias sin potreros, que terminaron vendiéndose a narcotraficantes; una planta de procesamiento de carne que se tuvo que cerrar indefinidamente, luego de que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) voló la planta de energía regional; una fábrica de palmitos quebrada tres veces por la corrupción administrativa; cultivadores de pimienta que no podían pagar sus préstamos, porque esta resultó demorarse en madurar seis meses más de lo que habían previsto los agrónomos; heliconias destinadas a supermercados en Bogotá que se convirtieron en hogares para un gusano que ahora ataca las variedades locales de plátano de pancoger.3 La lista sigue y el panorama tan absurdo como trágico de incompetencia generalizada y de despilfarro económico empieza a parecer hasta conspirativo.

 

Figura 1.3. Resultado de la fumigación aérea con glifosato en el Bajo Putumayo, agosto de 2007

Foto de la autora

Nuestra delegación visitó la finca-escuela de La Hojarasca después de presenciar varios de estos proyectos fallidos de la Usaid. A la vuelta de un campo donde una gran cruz de madera se erguía solemne detrás de una casa abandonada sin ventanas: ahí funcionaba la escuela. La casa había funcionado como un centro de interrogación donde los paramilitares habían torturado y desaparecido a sus víctimas entre 1998 y 2006. Durante este tiempo, la coalición paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ocupó los centros urbanos de la subregión conocida como Bajo Putumayo y se disputó con la guerrilla de las FARC-EP el control de la población local, el territorio y la tributación del comercio de cocaína.4 La cruz se instaló en el campo para marcar la presencia de una fosa común que no podía revelarse oficialmente a las autoridades locales, por la complicidad del Estado en la violencia paramilitar y porque la guerra aún seguía presente. Una línea de árboles sobrevivía a los enfrentamientos entre los grupos armados y hacía las veces de barrera “natural” entre las FARC, relegadas a los corredores rurales, y las AUC, que tomaron el control del pueblo.

Don Pedro, un alumno de La Hojarasca que vivía cerca de allí con su hijo mayor y sus dos nietos, nos acompañó en nuestra caminata por la trocha empantanada que los pobladores rurales, con ayuda de las FARC-EP, abrieron en el bosque en los años ochenta para brindar una infraestructura más o menos transitable hacia la cabecera municipal. Todo el Putumayo carece de acceso al agua potable, y la comunidad de don Pedro, al igual que tantas otras zonas rurales del país, no dispone de electricidad ni saneamiento básico. Pasamos una enorme ceiba que había sido bañada en glifosato justo al lado de su predio. Con una extraña precisión, el árbol parecía haberse dividido en dos. Una parte se desintegraba lentamente, mientras que la otra parecía resistirse a la muerte y se mantenía verde y llena de vida. La ceiba había estado ahí desde que don Pedro tenía memoria, y su esperanza era que la mitad que se mantenía con vida pudiera aguantar lo suficiente como para atraer murciélagos polinizadores y repartir semillas con la brisa. La Hojarasca, nos explicaba, era parte de un proyecto más grande de desarrollo sostenible llamado San Miguel Mira hacia Colombia y el Mundo, coordinado por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), una ONG jesuita de Bogotá. Durante los dos años en que funcionó como escuela, antes de que finalizara su ciclo de financiación y el Cinep retirara sus proyectos del Putumayo, alrededor de 200 campesinos de tres de los trece municipios del departamento se diplomaron en agricultura amazónica sostenible.5 Heraldo Vallejo, quien tenía 50 años cuando nos conocimos, fue uno de los socios intelectuales del diseño y la fundación conceptual de la finca-escuela. En particular, su propuesta seguía una metodología “campesino a campesino”, “indígena a indígena”, que buscaba multiplicar las agriculturas que luego oiría llamar de formas heterogéneas: agriculturas amazónicas, análogas, sucesionales, biológicas, místicas y de selva.

La Hojarasca

Lo que más me impactó cuando llegué por primera vez a La Hojarasca fueron las pulsaciones que generaba la escuela, su resonancia literal a fuerza de existir en medio de una ecología criminalizada. Eran manojos de vida en constante pulsación —entreverados densos de plantas diversas, hojas y raíces en descomposición, zumbidos de insectos, sonidos de animales pequeños y pájaros arropados por la selva y los quehaceres humanos— que le permitían forjar un espacio transformativo para sí misma, por más precario que fuera. Este no era un espacio donde la vida simplemente aguantaba en medio del sufrimiento social, el abandono y la contaminación; era un lugar donde se ponían en marcha otros modos de comer, de sembrar, de ver, de caminar, de intercambiar, de cultivar, de componer y, así mismo, de descomponer. La finca-escuela era una especie de estática, como lo plantea Michel Serres (2007, 95), que se hacía poderosa, no por ocupar o emanar de algún centro sino porque su germinación llenaba temporalmente su entorno. Para Serres, los actos estáticos actúan como una especie de interferencia o ruido que al desactivar ciertas conexiones y vías de comunicación también facilita otras. Así como los saltamontes en El parásito, que no paran de cantar y de llenar espacios en su contraataque frente al ruido de las motosierras que intentan desplazarlos y ocupar el bosque, las pequeñas pulsiones de energía que emanaban de la finca-escuela ahuyentaban fuerzas mucho más grandes y devastadoras. En ese momento, la vida hacía la vida más feliz. La escuela me parecía un saltamontes que resonaba y defendía para sí un espacio al interrumpir el cruel silenciamiento y los mecanismos de destrucción de una guerra contra las drogas desmoralizadora y represiva.

Sin embargo, cuando La Hojarasca dejó de recibir los fondos del Cinep se transformó en algo más. Ya no era una escuela. Volvió a ser una finca en manos de sus dueños originales, la Asociación Agroindustrial Integral Comunitaria de San Miguel, administrada por una sola familia hasta que se volvieran a conseguir recursos para una nueva ronda de estudiantes. No estaba claro si la escuela iba a poder continuar. En ese sentido, su experiencia no era muy distinta de la larga historia de iniciativas de desarrollo financiadas provisionalmente por entes externos en el Putumayo. A la escuela no la apoyaban condiciones de posibilidad fijas, sino algo más parecido a lo que Kathleen Stewart llama las “verdaderas líneas de potencialidad que un algo que va tomando forma trae a la mente y pone en marcha” (2007, 2). No obstante, marcando un fuerte contraste frente a los programas vecinos de la Usaid, los cuales llegaban como en paracaídas “desde el centro a la periferia”, La Hojarasca intentaba juntar y multiplicar una diversidad de aptitudes, deseos de aprender y modos ya existentes de relacionarse con las agriculturas amazónicas o de la selva. La finca-escuela no era un proyecto delimitado con cronogramas rígidos y presupuestos impuestos desde afuera, sino un proceso en movimiento, y como tal lograba acoger las densidades y texturas afectivas —aquellas de las que habla Stewart— del espesor relacional del presente. Este espesor es habitado por pensamientos, sentimientos, sueños, formas de ser y transformaciones materiales reales, que existen y se hacen posibles en el marco de intentos por desatarse, en la medida en que sea posible, de las definiciones dominantes, para así transformarse en algo distinto.

La Hojarasca era impulsada por los deseos de cada vez más campesinos para distanciarse, aunque no se lograra del todo, de los discursos moralizantes y la codificación estigmatizante de las categorías estatales existentes: cocalero, auxiliador de la guerrilla, beneficiario del desarrollo, mendigo, víctima, colono desarraigado y depredador, población flotante y hasta campesino del Putumayo. Esta última fue una categoría que me encontré utilizando, al igual que ellos, lo cual nos hizo notar a ambos lo difícil que es escapar de la maraña del reconocimiento codificado por el Estado. Más allá del simple hecho de denunciar o resignificar estas identidades en disputa, la visita a la finca-escuela fue mi primera lección para aprender que ese distanciamiento depende de todo un conjunto de transformaciones materiales, conceptuales y ético-políticas, en y con una ecología una ecología andino-amazónica particular.

Algunos de los campesinos que conocí ese día habían rechazado los cultivos comerciales de coca desde su llegada al Putumayo, aunque la respetan y la cultivan como medicina, como sustento, como fuerza espiritual y como un elemento constitutivo de la biodiversidad local. Otros eran cocaleros que buscaban activamente una transición que les permitiera dejar atrás la economía de la coca, cansados de la persecución estatal, la fluctuación de los precios del mercado, los crecientes costos de producción y el carácter insostenible de un sistema agrícola de monocultivos en la Amazonía.6 Con los monocultivos de coca también llegaron los agroquímicos al territorio, a finales de la década de los setenta, y se redujo la diversidad de las semillas que se siembran en él. Esto llevó a una profunda alteración y homogeneización de las variedades de semillas, plantas y árboles, así como de las recetas y prácticas alimentarias locales. La producción de alimentos tanto comerciales como de pancoger se vio desplazada. Cuando las FARC-EP impusieron un paro armado en 1998 que aisló al Putumayo del interior andino del país y bloqueó el transporte de alimentos desde los departamentos vecinos, las comunidades rurales se dieron cuenta de lo delicada que se había vuelto su situación a raíz de su creciente dependencia alimentaria, que a su vez producía dependencias económicas y políticas.

Pero como me lo explicaron los mismos campesinos de La Hojarasca, tampoco se trataba de una añoranza simple y romántica de los tiempos de antes de la coca, cuando muchas familias rurales empleaban prácticas agrícolas insostenibles que habían traído de sus lugares de origen en la región andina. Me hablaron de las décadas que pasaron tumbando bosque para sembrar arroz y maíz, lo cual hizo que las cosechas fueran cada vez menores. Sin la protección de la selva y sin el alimento que brinda la hojarasca en descomposición, los suelos quedaban a la intemperie, expuestos a la intensa luz del sol tropical, a fuertes lluvias y el lavado de nutrientes. Al ser percibidos como suelos degradados, estas parcelas luego se convertían en potreros e inevitablemente se vendían a personas con capital (léase ganado). A su vez, esto lleva a los campesinos a tumbar todavía más bosque para repetir el mismo círculo vicioso. Las familias rurales se iban viendo desplazadas cada vez más hacia el interior de la selva y más lejos de los mercados de los pueblos y de los medios de transporte. Sus costos de producción aumentaban y nunca eran compensados por los bajos precios que les pagaban los intermediarios por cultivos tradicionales de pancoger como plátano, banano y yuca. En los años setenta y ochenta, el Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema) les compraba arroz y maíz a los campesinos de zonas de frontera como el Putumayo para venderlos a precios subsidiados en los barrios populares de las principales ciudades del país, como Bogotá, Medellín y Cali. De su experiencia con el Idema, los campesinos recuerdan que con frecuencia quedaban a la deriva esperando que les pagaran, merodeando por el pueblo, durmiendo en el parque y perdiendo tiempo y dinero lejos de sus fincas durante varios días. Para algunos, sus fincas quedaban a varias horas a pie, en canoa, en mula o a caballo. Luego de la liquidación del Idema, el Fondo Ganadero del Putumayo entró en quiebra debido a la corrupción en su manejo. Poco tiempo después llegaron los cultivos comerciales de coca a la región, que ofrecían ingresos relativamente superiores, así como mayores facilidades en el transporte y un mercado garantizado, a pesar de los altos costos de inversión en pesticidas, fertilizantes y otros insumos químicos requeridos para cultivarlos y cuando la gente también participa en la fabricación de pasta base de cocaína.

 

Figura 1.4. Aprendiendo de la huerta de enredaderas y de Heraldo Vallejo. Mocoa, Putumayo, enero de 2013

Foto de la autora

Los campesinos que conocí en La Hojarasca, al igual que todas las familias rurales, las redes, los colectivos y los movimientos sociales agrarios que acompañé en los años siguientes, me explicaron que para ellos tanto los monocultivos de coca como las alternativas oficiales obligan no solo a la gente, sino a todas las formas de vida con las que viven y trabajan, a volverse parte de las relaciones de producción capitalistas. En parte, su crítica a esta lógica económica es que trata el intercambio de mercancías como el principio fundacional de la sociabilidad agraria. Esta sociabilidad se basa en el supuesto de que el campesinado es simplemente una población rural pobre que no tiene la tecnología, el capital financiero, las alianzas empresariales y la ética de trabajo adecuados para convertirse en grandes productores agroindustriales. Para Nelso y María Elva, una familia campesina desplazada a Mocoa con la que construí una profunda relación, esto es lo que ellos llaman “campesinos jugando a ser capitalistas sin capital”. Este modelo económico, afirman ellos, considera la agricultura campesina como un modo de vida obsoleto. Así mismo, por su desconocimiento de las particularidades culturales, la diversidad de economías y familias campesinas, al igual que las condiciones agroecológicas del territorio amazónico, también ha convertido al Putumayo en un laboratorio para políticas públicas fallidas. Estos campesinos no rechazan todas las transacciones de mercado, sino la manera reduccionista e inevitable en que el “mercado” se ha definido exclusivamente como capitalista, basado en las exportaciones, industrializado, competitivo y basado solo en el dinero y la mercancía. Si bien los diversos modos de producción, intercambio y trabajo en la región no han sido eliminados del todo, el trueque, las mingas de trabajo comunitario y cooperativo, los mercados campesinos y otras relaciones no capitalistas o anticapitalistas se han marginalizado de manera considerable.

Ahora bien, como ya lo mencioné en la introducción, la presencia continua y los legados de 40 años de producción de monocultivos de coca no son vistos como el único o el principal “problema para resolver”. En un sentido stengeriano, la situación concreta —o, mejor aún, la selva— ha forzado una política de atención y una ética de respuesta diferentes. Al equiparar el hecho de vernos obligados por una situación con el de darle a la situación el poder de hacernos pensar, Stengers (2005a, 1985) nos invita a ampliar el alcance de nuestra comprensión de la obligación. En este sentido, la formulación de un problema nunca puede disociarse de su oikos, es decir, de un entorno o ambiente que requiere un ethos y un compromiso analítico específicos. Cuando nos sentamos a conversar en el aula al aire libre de La Hojarasca, Heraldo me explicó que, de manera históricamente contingente y diferencial, muchos habitantes rurales, tanto indígenas como no indígenas, y tanto aquellos que llegaron al Putumayo como aquellos que nacieron allí, resultaron “sin saber dónde están parados”.7 “No saber dónde está parado uno” es el resultado de formas de alienación producidas estructuralmente que aíslan a la gente de la multiplicidad de relaciones que componen y descomponen el lugar en el cual está ubicada físicamente y, por ende, del mundo del cual forman parte. Un mundo, como luego aprendería, donde el hecho de cultivar también implica procesos de ser cultivado por aquello que en los siguientes capítulos llamo ojos para ella, la selva.

El “Hombre Amazónico”

Nacido en 1957, en la vereda rural El Pepino, a las afueras de Mocoa, la capital del Putumayo, Heraldo pasó la mayor parte de su niñez más hacia el sur, luego de que su abuelo convenció a la familia de irse a vivir al municipio de Puerto Asís, donde la tierra era más accesible. Trabajó cuidando ganado, limpiando potreros, vendiendo queso y leche, además de cosechar arroz y piñas, criándose “como cualquier otro campesino”, como él mismo lo dice. El dinero que se ganaba era para pagar sus gastos escolares, pues su familia no tenía cómo educar a sus cinco hijos. Aun así, tuvo que salirse del bachillerato y luego validar el año que perdió. Heraldo fue uno de los dos únicos estudiantes de su escuela rural con los medios para ir a estudiar a la universidad más cercana, en el vecino departamento de Nariño. Luego de haber pasado seis meses preso por su condición de líder estudiantil, al igual que tantos otros estudiantes de universidad pública en esos tiempos, y tras haberse graduado como zootecnista, Heraldo volvió al Putumayo a principios de los años ochenta y comenzó, como dice él, a “desaprender” las enseñanzas dominantes de las ciencias agrícolas modernas que había aprendido en la universidad.

Este proceso de desaprendizaje y reaprendizaje fue inspirado por el hecho de que Heraldo, como dice él mismo, “siempre había presenciado otras formas de hacer las cosas” por parte de sus vecinos indígenas y campesinos, y de algunos de sus familiares. Al regresar al Putumayo, justo cuando empezaba el auge de los monocultivos de coca y la implementación —y el fracasso— de los primeros proyectos de desarrollo alternativo y sustitución de cultivos, Heraldo comenzó a cuestionar la aplicabilidad de los modelos agrícolas dominantes en el Amazonas, así como las lógicas productivistas que subyacían a esos mode-los. Como lo explico en el capítulo 4, Nelso y María Elva citan el influyente trabajo del padre Alcides Jiménez, un cura católico inspirado por la teología de la liberación, quien motivó las primeras alternativas agrícolas amazónicas tras la llegada y la expansión de los monocultivos de coca. En las décadas de los ochenta y noventa, el padre Alcides era reconocido por repartir semillas amazónicas tradicionales, en vez de hostias, en las misas que celebraba en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en Puerto Caicedo, Putumayo. Heraldo utiliza la expresión agricultura de la muerte para referirse a las prácticas extractivas que resultan cuando los campesinos se ven a sí mismos como entes externos y no como parte de las relaciones que conforman los ciclos de existencia de la selva. De manera más concreta, la agricultura de la muerte se refiere a la dependencia de insumos químicos, la introducción de semillas patentadas o transgénicas, los sistemas de monocultivo para la exportación, la titulación de tierras basada en la deforestación, las transferencias de tecnología de la Revolución Verde y las más recientes reformas neoliberales. En su conjunto, todos estos elementos son vistos como mecanismos para estrangular y hacer obsoletas las diversas prácticas y economías campesinas e indígenas.8 El antropólogo Henry Salgado Ruiz utiliza el término necropolítica agraria (2012, 4) para describir la guerra que se ha librado contra los campesinos en Colombia desde la década de los veinte. Salgado utiliza este término como crítica al concepto de colonización espontánea, que se suele utilizar para caracterizar el poblamiento de los territorios de frontera, el cual invisibiliza los procesos históricos y recurrentes de exclusión y despojo de las comunidades rurales y las relaciones políticas dominantes que caracterizan al sector agrícola del país.