Amigas

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—Sé de lo que hablo. Tengo algo terrible en la cabeza. Tengo que contárselo a alguien.

—Sarah Arnold, ¿qué es lo que estás diciendo?

—Tengo que contarlo.

Hubo una mirada confusa en el rostro delgado y fuerte de la otra mujer.

—Bueno, si tienes algo que quieras contar, puedes contarlo, pero no tengo ni idea de adónde quieres llegar.

Sarah fijó la mirada en la pared a la derecha de la señora Dunbar.

—Todo comenzó hace mucho, cuando éramos unas niñas. Sabe que me fui a vivir con Abby y su madre cuando mis padres murieron. Abby y yo siempre hemos estado juntas. ¿Se acuerda de aquel John Marshall que tenía la tienda donde está ahora la de Simmons, hace unos treinta años? Cuando Abby tenía unos veinte, empezó a cortejarla. Era un buen tipo, y supongo que era inteligente, pero nunca me gustó. Estaba loco por Abby, pero a su madre no le gustaba. Habló en su contra desde el primer momento y hacía como si no existiese. Declaró que Abby no se casaría con él. Abby no dijo mucho. Se rio y le dijo a su madre que no se preocupara, pero ella le trataba bastante bien cuando venía.

»Supongo que a ella le gustaba. Yo solía observarla, y así era. Y él seguía viniendo y viniendo. Todos los tipos estaban locos por ella, en cualquier caso. Era la chica más guapa que jamás se haya visto por aquí. Ella reía y charlaba con todos ellos, pero supongo que Marshall era el elegido.

»Al final la señora Vane montó tal escándalo que él dejó de venir. Fue algo más de un año antes de que ella muriera. Nunca lo supe, pero supongo que Abby se lo dijo. Él se fue directo a México. Abby no dijo palabra, pero sé que se sintió mal. No parecía que le importase mucho tener compañía y no actuaba como era habitual en ella.

»Bueno, la señora Vane murió de repente, ya sabe. Tuvo tisis durante años, tosía desde que soy capaz de recordar, pero al final empeoró muy rápido y Abby estaba fuera. Se había ido a ver a su tío en Colebrook, para quedarse un par de días. Su tía tampoco estaba muy allá y quería verla y su madre parecía estar bien, así que pensó que podía irse. Enviamos a buscarla en cuanto la señora Vane empeoró, pero no pudo llegar a casa a tiempo.

»Así que yo estaba con la señora Vane cuando murió. Estaba consciente y le dejó un mensaje a Abby. Me dijo que le dijera que le daba su consentimiento para casarse con John Marshall.

Sarah se detuvo. La señora Dunbar esperó, con los ojos muy abiertos.

—No se lo he dicho nunca.

—¿Cómo?

—Nunca le he contado lo que dijo su madre.

—¿Por qué, Sarah, por qué no se lo dijiste?

—No podía hacerlo de ningún modo, no podía, no podía, señora Dunbar. Me sentía morir de solo pensarlo. No podía soportar que le gustara otra persona, y que se casara. No sabe por lo que he pasado. Toda mi familia había muerto antes de que yo cumpliera los dieciséis y la señora Vane también había muerto, y había sido como una madre para mí. No tenía a nadie en el mundo salvo a Abby. No podía hacerlo, no podía.

—Sarah Arnold, has estado viviendo con ella todos estos años, habéis sido tan amigas, y tú te guardabas algo así. ¿De qué estás hecha?

—¡Oh, he hecho todo lo que he podido por Abby… todo!

—Pero eso no pudiste hacerlo.

—Tampoco parece que le importara mucho.

—Eso no lo sabes.

—Claro que lo sé. Ay, señora Dunbar, ¿tengo que contárselo?

La señora Dunbar, con su rostro decidido y ascético, se enfrentó a Sarah como la conciencia hecha carne.

—¿Contárselo? Sarah Arnold, no dejes que el sol se ponga otra vez sobre tu cabeza sin habérselo contado.

—Ay, no creo que pueda.

—No esperes ni un minuto más. Ve derecha a casa ahora y díselo, si quieres seguir teniendo paz en este mundo.

Sarah se quedó en pie mirándola fijamente durante un minuto, temblorosa. Después se puso el chal sobre la cabeza y se volvió hacia la puerta.

—Bueno, ya veré —dijo.

—¡No esperes ni un minuto! —gritó la señora Dunbar de nuevo tras ella. Después se quedó observando la figura magra y patética escabullirse calle abajo. Se preguntó muchas veces después si Sarah se lo habría contado; sospechaba que no.

Sarah la evitaba y nunca volvió a mencionar la cuestión. Volvió a su filosofía de siempre.

—No es nada, Abby se recuperará —le decía a la gente—. No es cosa de los pulmones. Se repondrá en cuanto llegue el buen tiempo.

Ahora trataba a Abby con la mayor ternura. Se esforzaba por ella día y noche. Cada delicia que la mujer enferma había deseado alguna vez esperaba en los estantes de la despensa. Sarah pasó sin zapatos y ropa de franela para comprar estas cosas, aunque la posibilidad de que Abby llegara a probarlas era pequeña.

Cada momento libre que tenía cosía para Abby, y doblaba y colgaba nuevas prendas que jamás luciría. Si Abby se atrevía a protestar, Sarah se indignaba y cosía aún más; sentada durante las largas noches de invierno, hilvanaba y cosía con fiero entusiasmo. Arrasó su propio armario en busca de material y casi no le quedaron prendas que ponerse.

Hacia la primavera, cuando llegaban sus exiguos dividendos, compró tela para un nuevo vestido para Abby, un suave cachemir de un bonito color azul. Compró patrones y los ajustó y plisó con lo mejor de sus escasas habilidades.

—Ya está —dijo cuando lo terminó—. Ya tienes un vestido decente para ponerte cuando vuelvas a salir, Abby.

—Es realmente bonito, Sarah —dijo Abby con una sonrisa.

Abby no murió hasta finales de mayo. Se sentaba en la silla junto a la ventana y observaba débilmente los brotes de hierba que crecían y cómo el verdor se extendía sobre las ramas de los árboles. A lo lejos, en el jardín de un vecino, había un melocotonero. Abby podía verlo.

—Acabo de ver aquel melocotonero de allí —le susurró a Sarah una tarde. Estaba lleno de flores rosadas—. Es el primer árbol que veo florecer este año. ¿Crees que el árbol de Abby florecerá?

—Supongo —dijo Sarah—. Está dando brotes.

Abby pareció habitar en la floración del árbol de Abby. No dejaba de hablar de ello. Una mañana vio que algunos cerezos del jardín contiguo habían florecido y llamó a Sarah con impaciencia:

—Sarah, ¿has mirado a ver si ha florecido el árbol de Abby?

—Pues claro, ¿por qué lo preguntas?

El rostro de Abby estaba radiante.

—Ay, Sarah, quiero verlo.

—Bueno, espera hasta la tarde —dijo Sarah, con la voz temblorosa—. Después de cenar te llevaré hasta la puerta de la habitación de delante para que lo veas desde ahí.

La gente que aquella mañana pasaba por allí se quedaba mirando a Sarah Arnold realizando una extraña tarea en el patio delantero. No había ni una sola flor en el árbol de Abby, pero el árbol de Sarah estaba blanco. Sus delicadas ramas enguirnaldadas se agitaban suavemente y emanaban un aroma dulce. Las abejas zumbaban en torno a ellas. Sarah había colocado la escalera en el lado del camino, entre todas las flores y el dulzor, y cortaba y arrancaba las ramas blancas. Después cruzaba al otro árbol con los brazos llenos. Dejaban un rastro sobre el suelo verde, caían sobre sus hombros como bayonetas blancas. El aire a su alrededor estaba repleto de pétalos voladores. Parecía un ángel primaveral casero. Después ataba las ramas y las ramitas al árbol de Abby por el lado que daba a la casa. Trabajó mucho y rápido. Aquella tarde cualquiera que mirase al árbol desde la ventana se confundiría. Aquel lado del árbol de Abby estaba repleto de flores.

Sarah llevó a Abby en su silla hasta la habitación delantera.

—¡Ahí lo tienes! —le dijo.

—¡Oh! ¿No es hermoso? —dijo Abby.

Las ramas blancas se agitaban frente a la ventana. Abby se sentó a mirarlo con una pacífica sonrisa en el rostro.

Cuando volvió a su lugar de siempre en la sala de estar, miró a Sarah con los ojos iluminados.

—No hay por qué preocuparse —dijo—, el árbol de Abby siempre florece.

Sarah de pronto gritó:

—¡Ay, Abby, Abby! ¡Qué voy a hacer! ¡Qué voy a hacer! —Se lanzó sobre la silla de Abby y colocó el rostro sobre sus delgadas rodillas—. ¡Ay, Abby, Abby!

—Pero Sarah, no debes… —dijo Abby.

—No —dijo Sarah de inmediato. Se puso en pie y se enjugó las lágrimas—. Sé que estás mejor, Abby, y que pronto saldrás. Solo que has estado tanto tiempo enferma, que me ha afectado un poco y me ha venido todo de pronto.

—Sarah —dijo Abby, solemne—, lo que tenga que pasar, pasará. Tienes que ver las cosas desde un punto de vista razonable. Somos dos y una tendrá que irse antes que la otra; siempre lo hemos sabido. No será tan malo como te imaginas. La señora Dunbar vendrá a vivir aquí contigo. Ya lo he arreglado todo con ella. Es muy fuerte y puede hacer fuego y sacar agua y traer los cubos. Tienes cincuenta años y vivirás unos cuantos más. Pero tarde o temprano me iré, de la noche a la mañana. Puedo aceptarlo. Hay caminos que se han abierto antes y ahí delante hay gente con linternas, por así decirlo. Tú…

—¡Oh, Abby, Abby! ¡Para! —la interrumpió Sarah—. Si tú supieras. ¡No lo sabes! ¡No lo sabes! No he sido buena contigo, Abby. En absoluto. He estado ocultándote algo.

—¿Qué me has estado ocultando, Sarah?

Abby escuchó. Sarah habló. La hermosa boca de Abby siempre había mostrado un arco que le daba aspecto de dulce disfrute de la vida. Se mostró en su plenitud al final del relato de Sarah. Después se hizo más profundo. La pobre enferma se echó a reír, con un sonido encantador y alegre.

Una mirada de asombro divertido asomó al rostro desesperado de Sarah. Se quedó en pie mirándola.

—Sarah —dijo Abby—, ¡no me habría casado con John Marshall aunque hubiera venido de rodillas desde México a pedírmelo!

 
Sarah Orne Jewett

Sarah Orne Jewett (1849-1909) nació en South Berwick, Maine. A los diecinueve años publicó su primer relato en la revista The Atlantic Monthly. En las décadas siguientes, llegó a ser una reputada autora, representante del regionalismo literario en Estados Unidos. Entre sus obras destacan Deephaven (1877), El marido de Tom (1882), A Country Doctor (1884), Una garza blanca (1886) y la novela La tierra de los abetos puntiagudos (1896, publicada en castellano por Dos Bigotes en 2015). Mantuvo una estrecha relación con la escritora Annie Fields, esposa del editor James Fields. Desde la muerte de este en 1881, ambas vivieron juntas en Boston, convirtiendo su casa en el lugar de reunión de grandes figuras literarias.

Relato publicado en The Atlantic Monthly en octubre de 1897.

Martha y su señora
I

Un día, hace muchos años, la vieja casa del juez Pyne tenía un insólito aspecto alegre y juvenil. El jardín tras la elevada valla brillaba con las flores de junio. En el gran patio delantero, a la sombra bajo los olmos, podían verse varias sillas colocadas juntas, como solían estarlo cuando toda la familia estaba en casa y la vida continuaba feliz, llena de charlas y placeres; cuando el anciano juez, el abuelo, solía citar a su favorito, el doctor Johnson, y les decía a sus niñas: «Sed energéticas, sed espléndidas y sed visibles».

Una de las sillas tenía un chal de seda carmesí tirado despreocupadamente sobre el respaldo recto, y un paseante que mirase a través de la puerta entre los altos postes con sus urnas blancas, podría pensar que esta pieza de brillante color oriental era un enorme lirio que había florecido de pronto contra el arbusto de celindas. Había algunas ventanas que solían estar cerradas abiertas de par en par, y las cortinas flotaban libres con la ligera brisa de la tarde estival; parecía como si una gran familia hubiera regresado a la vieja casa para llenar sus mejores habitaciones y las hubiese encontrado de su agrado.

Era evidente para todos en el pueblo que la señorita Harriet Pyne, por usar la frase del lugar, tenía compañía. Era la última de su familia, y no era, de ninguna manera, un vejestorio, pero al ser la última y estar acostumbrada a vivir con gente mucho más mayor, había adquirido todos los hábitos de una persona seria y provecta. Las damas de su edad, poco más de treinta, a menudo llevaban discretas capotas aquellos días, especialmente si estaban casadas, pero al ser soltera, la señorita Harriet se aferraba a la juventud en este aspecto, haciendo la única concesión de mantener su ondulado cabello castaño todo lo suave y enrevesadamente peinado posible. Había sido la compañera diligente de su padre y su madre en sus últimos años, todos sus hermanos y hermanas mayores se habían casado y partido, o muerto y marchado de la vieja casa. Ahora que estaba ella sola, parecía lo mejor aceptar su edad de una vez y dedicarse más resueltamente que nunca a la compañía del deber y a los libros serios. Era más severa y dada a la rutina que sus mayores, como en ocasiones ocurre cuando las hijas de las gentes de Nueva Inglaterra son educadas por completo en compañía de ellos. A los treinta era más reticente a encontrarse en una situación inesperada que su madre, y sin duda más que su abuela, que había conservado algo de la alegría heredada del regocijo y cosmopolitismo de la época colonial.

Había algo en aquel chal de seda carmesí en el patio delantero que hacía sospechar que las sobrias costumbres de la mejor casa de un pueblo de la tranquila Nueva Inglaterra estaban siendo desafiadas. En cierto momento, la señora de la casa vino a quedarse en su propia puerta y tenía el aspecto de un agradecido pero preocupado invitado. En aquellos días la vida de Nueva Inglaterra estaba necesitada de dignidad y discreción en el comportamiento; había una hospitalidad sincera y un alegre alborozo en las festividades, pero en ocasiones era una hospitalidad cohibida, a la que seguía un inexorable retorno al ascetismo, tanto de dieta como de conducta. La señorita Harriet Pyne pertenecía a los tiempos más aburridos de Nueva Inglaterra, esos que quizá albergaban la mayor mojigatería por las profesiones aprendidas, la interpretación más limitada de la palabra «evangélico» y la más mínima indiferencia ante las grandes cosas. La irrupción de un deseo por una mayor libertad religiosa al principio causó la más decidida reacción hacia el formalismo e incluso el estancamiento del pensamiento y el proceder, especialmente en los pueblos pequeños y tranquilos como Ashford, inherentemente ocupados en sus propios asuntos. Era hora de que se produjese cierto aligeramiento, en este momento en que los grandes impulsos de la guerra por la libertad se habían apagado y aquellos de la próxima guerra por el patriotismo y una nueva libertad aún no habían casi despuntado, excepto como el sonido de un trueno o el destello de un relámpago que llama la atención sobre las nubes que comienzan a agruparse a través del aire inmóvil de un día de verano.

El interior oscuro, la vida cambiada de la vieja casa cuyas antiguas actividades parecían haber quedado dormidas, sin duda simbolizaba esas situaciones generales, y el leve desahogo se hacía fácilmente reconocible en la forma de una muchacha alegre. Se trataba de la prima de Boston de la señorita Harriet, Helena Vernon, quien, a medias divertida, a medias impaciente ante la innecesaria sobriedad de su anfitriona y de Ashford en general, se había entregado a la difícil actividad de la alegría. La prima Harriet observó una sucesión de ingeniosos y, en su conjunto, inocentes intentos de obtener placer, como podría haber contemplado los brincos de un gatito que fácilmente sustituye el ovillo de lana por la incertidumbre de un pájaro o una hoja llevada por el viento, y que, en cualquier momento, puede deshilachar los flecos de la borla de una cortina sagrada por preferirla a lo demás.

Helena, con sus traviesos y atractivos ojos, con sus cautivadoras canciones antiguas y su guitarra, parecía encantadora e incluso razonable, pues era muy amable con todo el mundo y porque era una belleza. Tenía el don de contar con unas maneras exquisitas. Allí estaba toda la inconsciente facilidad y elegancia adorables que provenían de su buena educación en su casa de la ciudad, donde muchas personas agradables iban y venían; no tenía miedo al individuo, uno casi diría que tampoco respeto, y no necesitaba pensar en ella misma. La prima Harriet se quedó helada de preocupación cuando vio al pastor entrando por la verja principal y se preguntó agónica si Martha estaría adecuadamente vestida para atender la puerta y si, por casualidad, escucharía llamar; fue Helena quien, encantada de que ocurriera algo, corrió a la puerta para recibir al reverendo Crofton como si fuera un amigo simpático de su misma edad. Pudo comportarse de forma más o menos adecuada durante la primera visita señorial e incluso ingeniárselas para restarle seriedad con una alegría modesta, y extraer la confesión de que el invitado tenía voz de tenor aunque tristemente le faltaba práctica, pero cuando el pastor se marchó, un tanto halagado y esperando no haberse pronunciado con demasiada contundencia para un pastor sobre los poemas de Emerson, y sintiendo la agitación inusual de la galantería en su propio corazón, fue Helena quien tomó el honrado sombrero del fallecido juez Pyne de su lugar de descanso eterno en el vestíbulo y, sujetándolo con seguridad con ambas manos, imitó la entrada cohibida del pastor. Copió su expresión pomposa y ansiosa en la entrada oscura de forma tan deliciosa que la señorita Harriet, que nunca había conseguido apagar del todo la chispa del pecado original del humor, soltó una carcajada.

—¡Querida! —clamó muy seria al momento siguiente—. ¡Me avergüenzo de que seas tan irrespetuosa! —Y volvió a reírse y tomó el sombrero viejo y lo llevó de nuevo a su sitio—. ¡No quisiera que nadie te hubiera visto! —dijo con pena mientras se giraba, ya recompuesta, hacia la salida del salón; pero Helena seguía sentada en la silla del pastor, con sus piececitos colocados como lo habían estado las botas rígidas de él, y copiando su expresión solemne antes de que empezaran a hablar de Emerson y la guitarra:

—Ojalá le hubiera preguntado si habría sido tan amable de trepar a ese cerezo —dijo Helena, inflexible ante el descubrimiento de que su prima no consentiría que se siguiera riendo—. En las ramas de arriba hay un montón de cerezas maduras. Yo puedo trepar tan alto como él, pero no puedo llegar lo suficientemente lejos sobre la última rama que aguantaría a una persona. Y el pastor es tan alto y delgado…

—No sé qué habría pensado de ti el señor Crofton; es un joven muy serio —dijo la prima Harriet, aún avergonzada por su risa—. Martha te cogerá esas cerezas, o alguno de los hombres. No me gustaría que el señor Crofton pensara que eres una frívola, una joven con tus oportunidades.

Pero Helena ya se había escapado por el vestíbulo hacia la puerta del jardín ante la mención del nombre de Martha. La señorita Harriet Pyne suspiró nerviosa y después sonrió, a pesar de su profunda convicción mientras cerraba las contraventanas e intentaba hacer que la casa pareciera solemne de nuevo.

La puerta delantera podía estar cerrada pero la puerta del jardín al otro lado del amplio vestíbulo estaba abierta de par en par hacia el gran jardín soleado, donde las últimas de las peonías rojas y blancas y los lirios dorados, y las primeras espuelas de caballero, azules y altas, prestaban sus colores de forma generosa. Los setos rectos de boj tenían todos el verde fresco y brillante de las hojas nuevas y llegaba el olor de la vida y el alma más íntima del jardín de la larga espaldera donde florecía la madreselva. Era la última hora de la tarde y el sol estaba bajo tras los grandes manzanos del final del jardín, que arrojaban sus sombras sobre el césped corto de un verde decolorado. Los cerezos estaban a un lado, aún a pleno sol, y la señorita Harriet, que llegaba en ese momento a los escalones del jardín para ver una gallina al borde del agua, vio la hermosa figura de su prima con el vestido blanco de muselina india corriendo por el césped. Iba acompañada de la presencia desgarbada y alta de Martha, la nueva criada que, impasible e indiferente a todos los demás, mostraba una sorprendente voluntad y lealtad ante la joven invitada.

—Martha debería estar ya en el comedor, con lo lenta que es; solo falta media hora para la cena —dijo la señorita Harriet, mientras se giraba y se metía en la casa a la sombra. Era obligación de Martha servir la mesa, y había habido muchos intentos y muchas derrotas en el esfuerzo por enseñarla. Martha era, sin duda, muy torpe, y parecía más torpe aún porque sustituía a su tía, una persona de lo más habilidosa, que se acababa de casar con una granja prometedora y su próspero propietario. Debe decirse que la señorita Harriet era un instructor de lo más desconcertante, y que el cerebro de su pupila se confundía fácilmente y era propensa a meter la pata. Se temía la llegada de Helena precisamente por este servicio incompetente, pero la invitada no prestó atención a los ceños fruncidos ni a los gestos fútiles en la primera cena, salvo para establecer una relación amistosa con Martha por cuenta propia mediante una sonrisa tranquilizadora. Tenían casi la misma edad y a la mañana siguiente, antes de que la prima Harriet bajara, Helena le enseñó mediante una palabra y un rápido toque la forma correcta de hacer algo que había salido mal y que había sido imposible de comprender la noche anterior. Un momento después, la ansiosa propietaria entró sin sospechar, pero los ojos de Martha mostraban tanto afecto como los de un perro, y había un nuevo gesto de esperanza en su rostro; esta temida invitada era una amiga después de todo, y no una enemiga llegada desde el orgulloso Boston para frustrar su ignorancia y pacientes esfuerzos.

Las dos jóvenes criaturas, señora y criada, corrían por el césped quemado por el sol.

—No alcanzo a las cerezas más maduras —explicó Helena educadamente— y creo que la señorita Pyne debería enviar unas cuantas al pastor. Acaba de hacernos una visita. ¡Qué pasa, Martha! ¿Has estado llorando otra vez?

—Sí —dijo Martha con tristeza—. A la señorita Pyne siempre le gusta enviarle algo al pastor —reconoció con interés, como si no deseara que le pidieran que explicase sus últimas lágrimas.

 

—Pondremos algunas de las mejores cerezas en un plato bonito. Te enseñaré cómo hacerlo y las llevarás a la parroquia después del té —dijo Helena alegremente, y Martha aceptó el encargo con placer. La vida comenzaba a tener momentos de algo parecido al deleite en los últimos días.

—Se va a estropear ese vestido tan bonito, señorita Helena —advirtió Martha con timidez, y la señorita Helena se quedó apartada y se recogió la falda con inusual cuidado mientras la chica de campo, con su vestido de guinga de cuadros azules, comenzó a trepar el cerezo como un muchacho.

Llovieron frutos escarlatas sobre la hierba verde.

—Corta algunas ramitas bonitas con sus hojas; ¡oh, eres un encanto, Martha! —Y Martha, sonrojada de placer, y con un aspecto de garza real solemne y delgada, bajó de nuevo entre crujidos a la tierra y recogió el botín en su delantal limpio.

Aquella noche, en la cena, durante la ausencia temporal de la criada, la señorita Harriet anunció, como si fuera una disculpa, que pensaba que Martha por fin comenzaba a comprender algo de su trabajo.

—Su tía era un tesoro, nunca tuve que decirle algo dos veces; pero Martha ha sido tan torpe como un pato —dijo la señora de la casa—. A veces he temido no poder enseñarle nada nunca. Estaba bastante avergonzada de que vinieras justo ahora y me encontraras tan poco preparada para recibir a un visitante.

—Martha aprenderá lo suficientemente rápido porque se preocupa mucho —dijo la visitante con entusiasmo—. Me parece un encanto de chiquilla. Espero que nunca se vaya. Creo que cada día hace las cosas mejor, prima Harriet —añadió Helena suplicante, desde el fondo de su amable y joven corazón.

La puerta del cuarto de la porcelana estaba abierta un poco y Martha escuchó todas y cada una de aquellas palabras. Desde aquel momento, no solo supo lo que era el amor, sino que conoció las ambiciones del amor. Haber llegado de una granja pedregosa en la colina y una pequeña casa de madera desnuda era como si un hombre de las cavernas se hubiera instalado de forma permanente en un museo de arte; tal le había parecido la complejidad y la elegancia de la forma de vida de la señorita Pyne, y el cerebro simple de Martha era lento en sus procesos y reconocimientos. Pero con esta simpática aliada y defensora, la exquisita señorita Helena que creía en ella, todas las dificultades parecían desvanecerse.

Más tarde aquella noche, ya sin echar de menos su casa o sentirse desesperada, Martha volvió de su cortés recado a casa del pastor, y se presentó con cierto aspecto triunfal ante las dos damas que estaban sentadas en la puerta principal, como si esperasen visita. Helena aún llevaba sus muselinas blancas y lazos rojos y la señorita Harriet un vestido de seda negra fina. Feliz y despreocupada por la grandeza del momento, los modales de Martha eran perfectos y parecía, por una vez, casi bonita y tan joven como era en realidad.

—El pastor salió él mismo a la puerta y envía su agradecimiento. Dijo que las cerezas siempre habían sido su fruta favorita y que les estaba muy agradecido a ambas, la señorita Pyne y la señorita Vernon. Me hizo esperar unos minutos, mientras preparaba el libro para enviárselo, señorita Helena.

—¡Pero qué dices, Martha! ¡Yo no le he enviado nada! —exclamó la señorita Pyne, muy asombrada—. ¿De qué está hablando, Helena?

—Solo han sido unas cuantas de tus cerezas —explicó Helena—. Pensé que al señor Crofton le apetecerían después de su ronda de visitas de la tarde. Martha y yo las preparamos antes de cenar y se las envié con nuestros saludos.

—¡Vaya! Me alegro de que lo hicieras —dijo la señorita Harriet, sorprendida, pero bastante aliviada—. Me temía…

—No, no era ninguna de mis travesuras —contestó Helena con osadía—. No pensé que Martha estuviera lista para ir tan pronto. Debería haberte enseñado lo bonitas que estaban entre las hojas verdes. Las pusimos en uno de tus mejores platos blancos con el borde calado. Martha te lo enseñará mañana; a mamá siempre le gusta ponerlas así.

Los dedos de Helena estaban ocupados deshaciendo el nudo del paquete.

—¡Mira esto, prima Harriet! —anunció con orgullo, mientras Martha desaparecía tras la esquina de la casa, resplandeciente por la satisfacción de la aventura y el éxito—. Mira lo que me ha enviado el pastor, un libro: Sermones sobre… ¿qué? Sermones… está tan oscuro que casi no veo.

—Debe de ser su Sermones sobre la seriedad de la vida; son los únicos que ha publicado, creo —dijo la señorita Harriet, con gran placer—. Están muy bien considerados; son discursos notablemente hábiles. Te hace un gran halago, querida. Temí que percibiera tu ligereza infantil.

—Me comporté de maravilla mientras él estuvo aquí —insistió Helena—. Los pastores no son más que hombres —dijo, pero se sonrojó complacida.

Sin duda, era importante recibir un libro de su autor, y un tributo así la convertía en algo más valioso para aquella familia reverente. El pastor no solo era un hombre, sino un hombre soltero, y Helena estaba en la edad que mejor conquista el amor; en todo caso, era agradable volver a caerle en gracia a la prima Harriet.

—¡Invita al amable caballero a cenar! Necesita animarse un poco —suplicó la sirena vestida de muselina india, mientras dejaba el brillante libro negro de sermones sobre el escalón de piedra de la entrada con aire de aprobación, pero como si casi hubiera terminado con su misión.

—Quizás lo haga, si Martha mejora tanto como lo ha hecho en estos últimos días —prometió Harriet esperanzada—. Es algo que temo siempre que estoy sola, pero creo que al señor Crofton le gusta venir. Tiene una conversación muy elegante.