La alcaldización de la política

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La Secretaría General de Gobierno fue el instrumento usado por el régimen para difundir y legitimar las medidas neoliberales adoptadas, las cuales estaban agudizando la pobreza existente, hasta entonces solo enfrentada por la Iglesia Católica. Televisión Nacional de Chile, como medio oficialista y dependiente de lo que sería DINACOS, fue utilizada para justificar dicha política, culpando de la crisis económica a la Unidad Popular y a las décadas de estatismo a través de los noticieros, secciones de los programas magazinescos o en microprogramas a cargo de los ministros del área económica, como fue el caso del ministro Léniz. A su vez, las Secretarías utilizaron al voluntariado que cobijaban –tanto mujeres como jóvenes– para difundir los nuevos ideales sociales de la austeridad económica, el ahorro, la lucha contra la inflación y el repliegue socioeconómico del Estado entre las mujeres y los jóvenes pobladores. Las voluntarias se diseminaron por los campamentos y poblaciones del país para explicar a las mujeres pobres la economía del consumidor, la importancia de administrar los escasos bienes familiares como si fuesen una empresa, y el respaldo que requería el régimen para reconstruir un país destruido por el estatismo y la demagogia, mientras los jóvenes invitaban a su generación a una “cruzada de solidaridad”, reuniendo productos alimentarios para los sectores menesterosos. La mujer fue escogida como la principal aliada del régimen, pues se usaría a la familia como eje de la resocialización neoliberal buscada. De allí que el discurso conservador de género fuera central.

Las Secretarías se diseminaron por el país, especialmente la de la Mujer, que recibió más respaldo financiero, buscando legitimar al régimen y generar una nueva élite política a través de la búsqueda y formación de dirigentes. Aunque el Instituto Diego Portales estuvo a cargo de la alianza gremialista-neoliberal, la que actuaba de capa ideologizadora, este fue puesto bajo la tutela gubernativa a fines de 1976, cuando pasó a ser parte de la propia SGG y no un órgano de la SJ, manejado más autónomamente por los gremialistas.

Este trabajo de adoctrinamiento de las Secretarías entre los sectores populares respondía, como explicamos, a la convicción castrense de que la despolitización chilena implicaba un proceso de reeducación cívica. Una vez que el gobierno se decidió por una política económica de corte monetarista, su éxito dependía no solo de la represión –los años más tenebrosos de la DINA–, sino de difundir las nuevas verdades precisamente entre los más afectados por el desempleo, la caída de los salarios y el repliegue de la ayuda del Estado. En esa coyuntura, el régimen no solo reprimió, sino fue cuando más impulsó el trabajo del voluntariado; fueron sus años de esplendor, cuando contaban hacia fines de los años setenta con más de 10.000 voluntarias trabajando en centros de madres, organizaciones comunitarias, centros de padres y apoderados, entre los trabajadores del PEM y sus familias. A diferencia del caso argentino, donde la resocialización fue entregada a la represión, la educación y la Iglesia Católica, en Chile se crearon órganos propios de resocialización que difundían el discurso aprendido y que los pobres debían internalizar. En ese sentido, el régimen militar chileno usó tanto las herramientas de la represión como del consenso, de la construcción de hegemonía.

Aunque es cierto que el discurso que transmitían dichas/os dirigentes era el del régimen –que en el caso del gremialismo coincidía con su propio proyecto–, correspondía a la refundación con la que las fuerzas armadas se habían comprometido y que las interpretaba como tales. Es decir, la SGG y CONARA fueron los instrumentos militares para intentar la resocialización del país.

Esto queda mucho más claro a partir de 1978, cuando se articuló finalmente el proyecto global de la dictadura, donde los municipios, y no las Secretarías, pasaron a ser las protagonistas. La elección del municipio como el órgano político por excelencia significó una pérdida de protagonismo de la SGG, pues, como hemos visto, hasta la implementación de la nueva institucionalidad fue esa cartera la que concentró las tareas de adoctrinamiento y de “comunicación” con los pobladores, aspecto que se consideraba central en la despolitización social. Una vez centrada la nueva institucionalidad en el municipio, sería este el principal agente de comunicación, entendida como participación. Serían los municipios, con sus alcaldes a la cabeza, los que tendrían la tarea de lograr la adhesión social al gobierno, su proyecto y su forma de entender la política y la participación, cuestión asumida hasta ese momento por la SGG y la DOC.69 Aunque ellas no desaparecerían, claramente perderían presencia. Así lo explicó el Ministro del Interior, a comienzos de 1978, general Raúl Benavides, quien afirmó ante los alcaldes que “solo es realmente libre una sociedad que, fundada en el principio de subsidiariedad, consagre y respete la real autonomía de las agrupaciones intermedias entre el hombre y el Estado, permitiendo así una verdadera participación en las decisiones a través de sus propios canales de comunicación”.70 El concepto vertido por el general remitía a la Declaración de Principios, de inspiración corporativa y que aludía a la ambición de una nueva democracia, sin partidos, como única manera, según afirmaba el Ministro, de llegar a una sociedad justa y estable. Este corporativismo queda aún más claro si se considera la argumentación de Benavides, quien aseguraba que el cuerpo social era equivalente al cuerpo humano: necesitaba estar activo y por ello el proceso no debía tardar más, por cuanto “la comunidad es exactamente lo mismo, es un organismo vivo, auténtico, que es ágil y que vibra, por eso hay que utilizarlo. Esta comunidad tiene también cabeza, músculo, nervios, reacciones; todo está esperando que se le inyecte algo para empezar a funcionar. Eso es lo que desea en este momento el gobierno. Que esa masa que desea participar lo haga y para que lo haga bien, hay que prepararla”.71 La concepción orgánico-geopolítica de la sociedad que emanaba de las palabras de Benavides reflejaba las líneas de continuidad en el pensamiento militar respecto de la política y su noción de democracia participativa: “Cuando hablamos de la nueva institucionalidad, en definitiva estamos hablando de participación”, lo que significaba para “todos los ciudadanos, agrupados en los cuerpos intermedios entre el hombre y el Estado y que forman la base social, poder expresarse útilmente y contar para ello con canales adecuados”72. En otras palabras, la participación concentrada en el municipio era el meollo de la nueva institucionalidad, más que la normativa general respecto a los partidos y los poderes del Estado que consagraba el Anteproyecto Constitucional en 1978 y la Constitución misma, dos años más tarde. La noción de participación social en el municipio y la comunidad remitía a la tesis del poder social de la Declaración de Principios, despojada de sus arrebatos autonómicos y de contraposición al Estado, de origen gremialista; razón por la cual también se desechaba el corporativismo fascista. El poder social se convertía en la posibilidad de organizarse y encauzarse en los ámbitos y bajo las formas definidas por la autoridad central, reducida a la información o expresión de inquietudes. Esas organizaciones reemplazarían a los partidos y se podría arribar, según entender del régimen, a una vida política estable, dominada por el Ejecutivo.

Desde ese punto de vista, lo que se esperaba políticamente del proceso de municipalización mostraba cómo los militares no habían renunciado a su aspiración de crear una sociedad armónica, cohesionada y ajena a la política-partidaria, sustentada en una perspectiva corporativa. En ese sentido, es necesario señalar que en materia de evolución ideológica militar, efectivamente se produjo su neoliberalización en lo relativo al papel empresarial del Estado, al rol del empresario y del capital en el desarrollo, en la acción del mercado como regulador de la vida previsional y laboral, siendo clara su ruptura con el mundo obrero. La lógica económico-social del Estado Subsidiario, que focalizaba la acción estatal solo entre los definidos como extremadamente pobres y abandonaba a aquellos que “podían financiar” su gasto social y los entregaba a las fuerzas del mercado, demostraba cómo los uniformados rompieron con el mundo laboral propio del orden industrial para abocarse a aquellos sin un trabajo ni un ingreso estable y sumidos en la miseria, supuestamente una minoría de la población. Desde esa perspectiva, es posible afirmar el triunfo de los neoliberales sobre el pensamiento militar. No obstante, en materia político-participativa, el corporativismo no logró ser derrotado del todo, pues los uniformados nunca renunciaron al imperativo de buscar alguna forma de cohesión social suprapartidaria, ni dejaron de creer en la fuerza “política-antipolítica” de las organizaciones intermedias. En ese marco, el municipio, como cobijador del mundo local, ajeno supuestamente a los grandes debates y centrado en la cotidianidad, se convertiría en la gran respuesta al afán “despolitizador”, a través de una resocialización en la “participación” y en el sentido de la política.

Mientras se producía la neoliberalización proyectual del régimen, la ley de municipios aprobada en 1975, cuando todavía el corporativismo no había sido totalmente derrotado, fue la base de la Ley Orgánica Constitucional de Municipios, parte central de la nueva institucionalidad. Como reiteraba el Ministro del Interior en 1982, general de Brigada Aérea (J) Enrique Montero Marx, el nuevo régimen municipal arrancaba de la Declaración de Principios de marzo de 1974, la cual establecía la descentralización del poder en su aspecto funcional y territorial, permitiendo al país avanzar hacia una “sociedad tecnificada y lo que es mucho más importante, de verdadera participación social”.73 Es decir, la fórmula ciudadana tenía su punto de arranque en los documentos políticos del régimen, como eran la Declaración de Principios, el Objetivo Nacional (1974-1975) y la Constitución de 1980; los dos primeros documentos permeados de corporativismo. Debe entenderse que el corporativismo militar refundió su propia trayectoria, más estatista, con la del gremialismo, antiestatista, asumiendo la existencia de los cuerpos intermedios para fines específicos del segundo, pero controlado por el Estado, del primero. Los militares veían en el corporativismo una alternativa despolitizadora, en tanto ajena a los partidos, pero participativa de la comunidad, lo cual permitiría cohesionar a la sociedad. Por ello tenían una visión localista, comunal y comunitaria de la ciudadanía, como lo explicitaba claramente el Objetivo Nacional y como lo reiteraban cinco años más tarde:

 

Lo que dice relación con su modo de vida, está en la comuna, ahí es donde él [hombre] vive con su familia, ahí le interesa la plaza de juegos recreativos, le interesan los árboles que se plantan en sus calles, ahí le interesan los servicios de las municipalidades… la locomoción, los servicios públicos, le interesa el colegio, la condición sanitaria en que vive. Ahí juega el rol importante el alcalde”.74

Esta visión corporativa de la política explica que se viera al municipio como el principal cuerpo social intermedio entre el hombre y el Estado, por cuanto era la realidad social más cercana y concreta. Era allí donde, según Pinochet, se expresaban los grupos organizados que daban vida a la comunidad, como sistema social, de lo que se derivaba que el municipio era la organización que respondía al grupo y a la comunidad plena.75

Aunque, sin duda, Guzmán ejerció una influencia decisiva en los documentos de la dictadura, no lo es menos que los discursos más corporativistas correspondieron a los militares, y mientras, para 1980, Guzmán se neoliberalizaba y consideraba que la participación se expresaba fundamentalmente en el consumo, los oficiales vinculados a la SGG, a la DOC, a DIGEDER, es decir, aquellos que trabajaban directamente con los grupos sociales, mantuvieron la noción corporativa de subsidiariedad contenida en la Declaración, muy antipartidista y antipolíticos.

Esta perspectiva corporativista es lo que explica la temprana decisión militar de concentrar a la ciudadanía en lo comunitario, coherente con el plan de regionalización, el que apuntaba en esa materia a descentralizar más que a desestatizar.

Como ya ha sido establecido, la regionalización impuesta por la dictadura buscaba retomar el control del territorio y de la sociedad chilena, por lo cual se modificó el régimen de administración del Estado, incorporando a él a los municipios. Al hacerlo, el municipio y su alcalde perdían autonomía, pues pasaban a la dependencia administrativa del Estado, extirpando la influencia político-partidaria al perder su carácter electivo. Desde ese momento, el alcalde pasaba a ser designado por el Ejecutivo y el municipio sería conducido de acuerdo a los lineamientos diseñados por el poder central, ejecutando las políticas correspondientes. Su poder de decisión quedaba, entonces, limitado al plan nacional de desarrollo económico-social, pues la línea de mando bajaba desde el Presidente, a los intendentes, gobernadores y los alcaldes. Era en ese sentido que “el alcalde es el representante del Presidente de la República a nivel local”.76 Considerando que para el gobierno la resocialización implicaba incorporar a la población a su proyecto bajo la nueva lógica de participación a través de los organismos intermedios, el alcalde, como representante del gobierno, era el encargado de ser el puente con la comunidad. En palabras del general de Brigada René Vidal:

Uds. [señores alcaldes] constituyen la base misma del gobierno, porque sobre sus hombros pesa la inmensa responsabilidad de ejecutar… los programas sociales y políticos que elabora el Supremo Gobierno. Importante, porque… las municipalidades constituyen en sí los núcleos territoriales ideales para que se verifique en ella el más directo y estrecho contacto y nexo entre gobernantes y gobernados.

Ello era entendido como un contacto humano, en el que el alcalde guiaba a sus conciudadanos, solucionando sus problemas, desarrollando su confianza.77 El protagonismo del alcalde como representante directo del Ejecutivo, hacedor de políticas, acercaba al Estado, convirtiendo al municipio en la cara más cercana y visible de aquel, eliminando a otros intermediadores, especialmente a los partidos. El liderazgo alcaldicio que se esperaba buscaba robustecer el autoritarismo y destruir otras formas de canalización de demandas.

De acuerdo a lo anterior, el papel de los alcaldes era buscar la armonía social a través de la regulación a favor de una mejor convivencia de la población. Como líder de la comunidad local, el alcalde debía motivar, movilizar y orientar hacia los objetivos definidos, a la vez que ejercer una administración integral, no quedando ningún aspecto ajeno a su acción. No obstante, un alcalde eficiente solo podría convertirse en lo que el régimen esperaba de él si tenía una completa compenetración con el proyecto en que este se encontraba empeñado, pues de allí provendría la motivación. Por eso era su obligación conocer cabalmente todos los documentos y políticas del gobierno, pues solo así podría ser un fiel reflejo del Ejecutivo: “Ese calor y esa fuerza, ese entusiasmo vital, lo proporciona el pensamiento político que inspira la Declaración y las conclusiones presidenciales sobre la manera y forma de ser de un alcalde, que es el conductor verdadero de la comunidad”.78 Esta lealtad, adhesión y fe solo podría provenir de un funcionario designado y dependiente de su nominador. Por eso, en medio de la crisis económica y, sobre todo social, de 1984, Pinochet recalcaba en el Congreso anual de alcaldes que la lealtad al gobierno era prioritaria en estos funcionarios, no pudiendo ninguno de ellos pertenecer a partido o movimiento político, pues de lo contrario sería expulsado. Los alcaldes no debían olvidar que eran la cara de la acción social del gobierno y representante del Presidente de la República y bajo esa inspiración debían desarrollar sus actividades.79

Por eso, la principal tarea del alcalde era dar vida a la nueva institucionalidad, consolidando la participación. En concreto ello significaba desterrar la concepción participativa existente hasta 1973, ya fuera en partidos u organizaciones autónomas y politizadas, para dar vida a una noción corporativa de la ciudadanía, a través de su integración a los cuerpos intermedios de sus comunas o lugares de trabajo, pues ellos eran el verdadero “cauce de expresión ciudadana, en los gremios laborales, empresariales, colegios profesionales, organizaciones vecinales… estas son las organizaciones que tenemos que vitalizar”.80 Tal organización también debía afectar al capital privado, los que como parte del cuerpo social debían incorporarse a la gran tarea nacional. En ese sentido, es que efectivamente parte central de las tareas del alcalde era movilizar a la sociedad, en tanto organización controlada y concentrada en cuestiones específicas; su incorporación a los CODECOS y, por ende, a los planes gubernamentales. Los CODECOS eran vistos como la imagen y el instrumento de participación social, pues en ellos se reflejaría, supuestamente, la pluralidad de la comuna, estando presentes el capital privado, las organizaciones culturales, vecinales, centros de madres, clubes juveniles, es decir, la comunidad toda. De allí que las autoridades militares fustigaran a los alcaldes para materializar esa nueva democracia de los CODECOS y no verlos como entes que entrababan su acción, como al parecer era la percepción de muchos alcaldes.81

Desde ese punto de vista, la nueva “democracia de verdadera participación social” reiteraba la aspiración castrense de una sociedad armónica, organizada, ajena a los partidos y, en tanto funcional al proyecto nacional definido por las autoridades, patriota.

A partir de la lectura de estas fuentes internas, ni la crisis económica con su gravedad en 1982 logró hacer desistir al régimen de seguir adelante con su plan de nueva institucionalidad y de implementación del neoliberalismo. Al contrario, la crisis parece haber actuado como acicate. A pocos días de que estallaran las protestas, en 1983, el régimen buscaba precisar la esencia de la democracia de los CODECOS, la que requería de una nueva mentalidad vecinal y de la participación que le correspondería en la administración local. Tal como había explicitado Sergio Fernández unos años antes, sin ese consenso “por abajo”, la nueva institucionalidad no tenía sentido. Por eso, estallada la crisis y reaparecida la oposición democrática, el régimen decidió insistir en su proyecto, siendo tarea de los alcaldes sustraer al “pueblo veleidoso” de las influencias malsanas, rechazando, una vez más, la democracia representativa, liberal, por su inestabilidad y ausencia de verdadera participación, dominada por los partidos. En esa democracia del caos, cualquier programa serio en materia económica y social no tenía futuro. Por eso la misión del gobierno en esa hora era asegurar la estabilidad, de modo de cumplir el programa propuesto, a la par que mantener la adhesión, lo cual solo se lograría con solidez, unidad de doctrina, unitariamente aplicada por los responsables.82 En esa coyuntura, los alcaldes tenían el papel protagónico, considerando la pobreza existente y la concentración de los programas de ayuda en el municipio –especialmente, el PEM–, como la cercanía con la comunidad. Por eso se recomendaba a los alcaldes que cada municipio publicara alguna revista, “informando” a la comunidad de las acciones sociales gubernamentales y manteniendo su adhesión y participación a través de las juntas vecinales. Así como los gremialistas trasladaron su centro de operaciones políticas de la Secretaría Nacional de la Juventud a la recién creada Unión Demócrata Independiente y su Departamento Poblacional, igualmente el gobierno usaría los municipios para afianzar su lógica ciudadana, trabajando con los dirigentes vecinales, en un intento por fortalecer las Juntas de Vecinos y las Uniones Comunales, aliados cruciales en la constitución de los CODECOS.

Pinochet en persona defendió la opción institucional tomada, exigiendo a sus alcaldes que orientaran a sus comunidades respecto de los principios inspiradores del gobierno, de modo de lograr un compromiso “férreo con ellos, pues estos principios deben ser un muro protector contra el totalitarismo y un argumento consistente contra los demagogos de siempre”.83 En ese sentido, el régimen tenía claro que la crisis y las protestas afectaron el tiempo de implementación del proyecto político, el cual recién empezaba a materializarse en 1983, momento en que el “consenso mínimo” debía empezar a cimentarse, para estar completamente construido a fines de la década. La crisis y la recuperación del espacio público para la oposición democrática obligó al régimen a competir, buscando imponer su concepción ciudadana en medio de la lucha política en poblaciones y campamentos, los más susceptibles de ser atraídos por la “subversión”. Era tarea de los alcaldes y del accionar social municipal evitar el éxito de esa atracción, convirtiendo al alcalde en un verdadero líder comunal, entremezclado con su comunidad, fuera de “su oficina, [pues] su tarea está en el terreno, en la población, en la escuela, en los problemas que surjan en cualquier momento dentro de su jurisdicción. Es allí donde debe estar primero que nadie el alcalde”.84 “Alcaldes en terreno” fue la consigna, actuando a favor de los pobres, cuyo refugio era el municipio, y un gobierno de acción. Por eso la exigencia del Ejecutivo era que los alcaldes, como representantes suyos, debían “darse por entero a esta noble causa y, especialmente, ayudar a los más necesitados… que impulse el desarrollo de su comuna y junto con ello logre la unidad de sus integrantes”.85 En otras palabras, un sistema político constituido por pequeños liderazgos, simulacros de Pinochet, y una comunidad unida en torno a ese pequeño líder –los CODECOS–, expresión del proyecto nacional, sin autonomía ninguna. El sueño de una sociedad armónica, sin conflictos.

Este proyecto resocializador, identificado con la participación comunitaria, centró la atención desde 1983 en los dirigentes vecinales, quienes no solo constituirían la comunidad organizada en los CODECOS, sino que penetrarían las poblaciones, logrando atraer a los pobladores a las “revitalizadas” juntas de vecinos, vistas como un cuerpo intermedio clave. En función de esos intereses comenzaron a realizarse congresos nacionales, regionales y comunales de dirigentes vecinales, en la búsqueda de dirigentes “representativos” para dar vida a un “nuevo estilo de participación vecinal”. No obstante, en el 3er Encuentro de Dirigentes Vecinales de la comuna de Santiago, realizado en diciembre de 1985, quedaron manifiestas las dificultades encontradas para arribar a este propósito, en tanto una gran mayoría de los pobladores no se sentían identificados con la lógica vecinal-representativa ofrecida por el gobierno. Uno de los escollos detectados por el régimen era la escasa comunicación entre la comunidad y el centro vecinal –uno de los objetivos más preciados desde un comienzo–, lo cual distorsionaba la imagen del papel del dirigente, a quien se veía como un portador de beneficios inmediatos, en lugar de que los vecinos colaboraran a la función municipal a nivel de barrio, pero con peticiones “muy aterrizadas”. Otra de las dificultades para dar vida a la nueva ciudadanía comunal era, a juicio de los participantes en el Encuentro, el individualismo, la ausencia de espíritu solidario y la “apatía” de los vecinos cuando se les invitaba a abordar problemas en los barrios. Las soluciones propuestas insistían en las mismas lógicas de la participación definidas por el régimen, esto es mejorar la comunicación con la comunidad –con un activo rol para el alcalde–, impulsar el trabajo en los centros de padres y apoderados, desarrollar las organizaciones de bases a través de la entrega de carnet de socios a los integrantes de las juntas de vecinos –con una serie de beneficios– y, por supuesto, ampliar la capacitación.86

 

Siguiendo con el afán de dominar el mundo poblacional y alcanzar el “consenso mínimo indispensable”, se diseñaron estrategias de penetración comunal, entre las que destacaron los programas del “municipio en su barrio”, consistentes en un plan motivacional de cien días de duración, que comprendía una fase de promoción comunitaria, otra de participación mancomunada entre vecinos y municipios, otra de integración y, la fase final, de consolidación. En síntesis, la idea era trasladar el municipio a los barrios para prestar atención directa a los vecinos en sus inquietudes y problemas. Una segunda estrategia era el programa “mano a mano” del municipio, el que consistía en la solución de algún problema vecinal, siendo financiado por ambas partes en un 50% cada uno. Finalmente, la “capacitación” era la tercera estrategia activada, cursos realizados por el municipio en convenio con el Instituto Diego Portales, en los cuales de abordaba el papel de las organizaciones comunitarias, la Constitución de 1980, el análisis político de la actualidad nacional, el papel social del municipio, como la “Estrategia y penetración del marxismo en los organismos de base”. En ese sentido, la formación de dirigentes vecinales incluía metodologías para mejorar la formación de organizaciones comunitarias, incentivar la integración vecinal a alguna de ellas, como técnicas de expresión oral y escrita.87 Como se observa, estas herramientas ya se habían utilizado desde los orígenes por el régimen, especialmente por las Secretarías de la Mujer y de la Juventud, y ahora solo eran reactualizadas y ampliadas. Estas tentativas de resocializar políticamente al mundo poblacional iban acompañadas por la acción social municipal, asociada a la política de erradicación de la extrema pobreza, como de la ayuda social en el contexto de la crisis, el masivo desempleo y la pobreza. En ese nivel actuaba el Departamento de Desarrollo Social, que canalizaba la política de la red social (atención de salud, acceso a alimentación escolar, el Fondo de Asistencia Social, la ficha Cas); el Subdepartamento de Beneficios, el cual entregaba los subsidios a la extrema pobreza; el Subdepartamento de Emergencia Social y el Subdepartamento de Asistencia Ocupacional.

Como se desprende de lo anterior, si bien el régimen tuvo claridad en el imperativo resocializador desde un comienzo y el proyecto cívico-militar apuntó a desarrollar un nuevo sistema de valores, principios y creencias en la sociedad chilena, especialmente entre el mundo popular, sus logros en materia política para la década de los ochenta parecen haber sido más bien limitados, considerando las dificultades reconocidas por sus propios personeros. Los escollos parecen haber sido múltiples: deficiencias a la hora de mantener efectivamente una “comunicación” con los pobladores –objetivo número 1 de la SGG– y atraerlos masivamente a la nueva lógica ciudadana comunitaria, aparentemente a-partidaria y a-ideológica.

Mientras se los esperaba resocializar en las verdades neoliberales-autoritarias, se pretendía que la ciudadanía debía ser a-política y centrada en lo cotidiano, local y barrial. Fue en ese objetivo que el régimen parece haber tenido algunos logros –los miles de dirigentes juveniles, de mujeres, vecinales, trabajadores, estudiantiles oficialistas–, pero inferiores a sus expectativas. Ello se desprende de la reiteración en 1987 de las mismas medidas diseñadas en 1973, demostrando la limitación de su eficacia; asimismo, se deriva del tipo de estrategias de penetración en medio de la reactivada lucha política de los ochenta: el “municipio en su barrio” y el “mano a mano” actuaban bajo la forma de cuasi operativos cívico-militares por un tiempo específico; mientras el nuevo tipo de ciudadanía en realidad significaba la designación de dirigentes vecinales y la ausencia total de libertad política en las bases, como lo explicitaron los vecinos al alcalde de Nuñoa durante su visita a mediados de los ochenta.88

Sin duda, los propósitos políticos del régimen se estrellaron tanto con la miseria de amplios sectores populares como con la represión desatada sobre los campamentos y poblaciones, especialmente en el Gran Santiago, tanto después del golpe como en los años ochenta. Como se sabe, la cesantía popular se mantuvo en niveles muy altos durante toda la dictadura, mostrando bajas significativas, aunque no totales, en los años del boom y a fines de los ochenta, momento en que esta llegaba al 19%. Ello fue acompañado de retrocesos dramáticos en materia de nutrición infantil, indigencia, alcoholismo y drogadicción.89 En lo relativo a la represión, en los días y meses siguientes al 11 de septiembre, los allanamientos y la violencia masiva aplicada sobre los pobladores significó la muerte de cientos de personas y el apresamiento y tortura de otros tantos. La reactivación de estas acciones represivas desde el inicio de las jornadas de protesta en los años ochenta y la reaparición pública de la izquierda marxista –entre 1983 y 1986–, convirtió a los pobladores en las principales víctimas de dicha violencia masiva, reactualizando las peores épocas postgolpe90.

El régimen, sin embargo, es posible que nunca comprendiera el impacto real de la pobreza, la represión y el clima de terror que inundó a la sociedad chilena, precisamente por esa disociación entre órganos de represión y vida militar en áreas sociales y económicas. La convicción castrense sobre la necesidad de romper ese nudo los indujo a insistir en las mismas estrategias corporativas del comienzo y acelerar el proceso de cooptación de los sectores resistentes a la resocialización. El Plan de Acción Cívica fue un fiel reflejo de la decisión militar de afianzar su plan resocializador-municipal y ganar el Plebiscito de 1988.